La Ira De Los Justos (37 page)

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Authors: Manel Loureiro

Cuando levanté la mirada de nuevo, se me escapó una maldición. Ya no veía a la sombra.

!¡¿Dónde estás? ¿Dónde cojones estás? ¿Dónde estás?!!

Una mano se cerró en torno a mi brazo. Solté un aullido de terror y mi primera reacción fue disparar mi rodilla contra la entrepierna de aquella persona. Un sonido de dolor ahogado escapó del desconocido y, antes de darle tiempo a cualquier otro movimiento, descargué la culata del arma contra su sien.

El desconocido cayó como un fardo de ropa sucia a mis pies. Me agaché junto a él, al tiempo que apuntaba mi pistola en todas direcciones, tratando de adivinar otra posible amenaza. En la breve penumbra, contemplé a mi víctima. Era un hombre mayor, de casi setenta años. El pobre diablo, que estaba inconsciente y con un feo moratón en su sien derecha, no era un No Muerto.

Me había dejado llevar por el pánico, pero no me sentía ni avergonzado ni culpable por haber golpeado a un anciano. Aquel vagón era una antesala del infierno y estaba luchando por salvar mi alma.

Dos fogonazos iluminaron por unos segundos todo el vagón, cuando alguien disparó en rápida sucesión dos descargas de revólver. El sonido del arma dentro de aquel espacio cerrado fue tan potente que por un momento fui incapaz de oír nada, aparte de un penetrante y molesto pitido.

No eres el único con un arma. Ten cuidado, vaquero
.

El caos volvió a desatarse. El tirador disparó su arma de nuevo y durante el espacio de un latido pude ver la escena macabra que tenía lugar allí dentro. El suelo estaba cubierto de cuerpos apilados, muchos de los cuales aún se movían entre gemidos, aunque la mayoría permanecían inmóviles por completo. En todas partes grupos de dos o tres personas peleaban con una furia homicida, bien porque estaban convencidos de que su rival era un No Muerto o porque aprovechaban el caos para tratar de conseguir una botella del preciado Cladoxpan.

—¡Una pistola! —aulló alguien—. ¡Tiene una pistola! ¡A por él!

Por un aterrador segundo pensé que se referían a mí, pero el movimiento de la masa se lanzó en la dirección del tirador oculto (no podría jurarlo, pero creo que era uno de los Latin Kings). Al pistolero le dio tiempo de hacer un disparo más antes de que una turba enloquecida y sedienta de sangre cayese sobre él y lo asesinase a golpes, patadas y puñetazos.

La muerte de aquel muchacho supuso una especie de punto de inflexión. Entre la multitud del vagón —bastante más reducida que unos minutos antes— fue disminuyendo la ira lentamente, como el agua escapándose por un desagüe. La gente, que hasta un instante antes se estaba estrangulando en una lucha a muerte, se soltaba con aire confundido, como si acabasen de despertar de un mal sueño. El pánico se había evaporado y una sensación pesada, mezcla de miedo, vergüenza y horror, se instalaba silenciosa y fríamente en el alma de los supervivientes.

Guardé mi Beretta discretamente en la cesta y comprobé que Lúculo seguía vivo, sumido en su duermevela febril. Ayudé a levantarse a unas cuantas personas y me aparté a un lado, sintiendo escalofríos. La mujer caribeña que había iniciado el caos yacía muerta en medio del vagón, con la cabeza abierta de par en par por algún objeto contundente y pesado. A su lado, un hombre con el cuello desgarrado se convulsionaba de manera antinatural, de una forma que todos los presentes conocíamos demasiado bien.

—Está volviendo —murmuró alguien entre las sombras—. Hay que hacer algo.

Una mujer joven y guapa, con la cara cubierta de sangre y los hombros llenos de cabellos arrancados, se adelantó. Sujetaba el revólver del tirador en la mano, y la expresión de su rostro era fría e implacable. Sin dudarlo ni un minuto, levantó el arma, apuntó a la cabeza del hombre que se convulsionaba y apretó el gatillo.

El balazo abrió un enorme boquete en la cara del hombre, que dejó de moverse. La chica miró al sujeto durante un rato. Después contempló la pistola y finalmente la arrojó sobre el cadáver.

—Era la última bala —dijo, sencillamente, a nadie en particular, con voz anodina.

En ese momento, un calambre me sacudió todo el cuerpo, con tanta fuerza que me hizo doblarme en dos. Fue tan intenso y repentino que me cogió totalmente por sorpresa. Me incorporé, jadeando, y me di cuenta de que tenía toda la ropa empapada en sudor. Debía de llevar un buen rato ardiendo de fiebre, pero el caos del vagón no me había permitido percibirlo antes. Un nuevo calambre, esta vez mucho más fuerte, me obligó a encogerme sobre mí mismo, soltando un grito de dolor. Un tipo a mi lado me observó con una expresión desconfiada en el rostro, mientras se separaba de mí un paso. Vi miedo en sus ojos, pero también asco.

No me miraba como a una persona. Me miraba como si yo fuera uno de
ellos
.

Oh, no, a mí no, por favor. Precisamente ahora no, por favor
.

—Todo está controlado —jadeé, mientras levantaba la mano como un borracho—. Tranquilo, hermano.

Me dejé caer al lado de la cesta y saqué el termo lleno de Cladoxpan. El cierre de rosca se me resistió al principio. Las manos me temblaban, incontrolables. El primer trago que le di a aquel brebaje fue tan maravilloso que por un breve momento me sentí transportado fuera de aquel vagón. El líquido bajaba por mi garganta, apagando el infierno de mi cuerpo y abriendo todas mis células sedientas.

Aparté el bote de mi cara y lo cerré, con los ojos entornados, mientras disfrutaba de aquella sensación placentera. Una parte de mi mente gritaba a voces que aquella sensación tenía que ser muy parecida al alivio que sienten los heroinómanos cuando se chutan una dosis.
Hola, adicción
.
Soy un nuevo yonki. Encantado de ser tu esclavo
. En fin. Ya me ocuparía de aquello más tarde.

—¿Y ahora qué hacemos? —dijo alguien, con cierto tono de culpa en la voz.

—Ayudar a los heridos, eso lo primero —contestó otro.

—Lo más prudente sería abrirles la cabeza a los muertos, antes de nada —dijo la chica que había disparado, con voz fría. Lo decía con la naturalidad de alguien que habla de ir de compras.

Oye, cariño, de paso que sales, tráeme un kilo de mandarinas. Ah, y ya que estás, reviéntale la cabeza a pisotones a ese niño muerto que tienes a tu lado
.

—¿Y cómo lo hacemos? —murmuró una mujer asustada, que sujetaba contra su falda a una niña pequeña que miraba a todas partes con los ojos inundados de terror—. No tenemos armas.

Uno de los Latin Kings supervivientes se adelantó y rebuscó entre un montón de restos. Cuando sacó la mano, llevaba un martillo de carpintero en ella, de esos que tienen la parte posterior afilada. Sin mediar palabra, se acercó al cuerpo caído de un muchacho de unos doce años y descargó un martillazo contra su cabeza. El martillo se hundió con un sonoro
choop
en la cabeza del chico, mientras el Latin King, con una mirada negra, ausente y perdida como la de un tiburón, seguía golpeando rítmicamente. Cuando se dio por satisfecho, la parte trasera de la cabeza del chico era una especie de mermelada rojiza, con trozos blanquecinos de hueso asomando aquí y allá.

—Así se puede hacer. —Le tendió el martillo al hombre que estaba a su lado, que lo cogió con la misma expresión que si le hubiese pasado una serpiente viva—. Cualquier objeto contundente vale. Pero antes de empezar asegúrense de que está muerto.

Los pasajeros del vagón le contemplaron durante unos instantes, horrorizados.

—No puedes estar hablando en serio —musitó el hombre que estaba justo a mi lado.

De repente, uno de los cuerpos caídos en el suelo se sacudió en medio de convulsiones.

—Ahí tienes la respuesta,
wey
—contestó el joven, encogiéndose de hombros.

El hombre que tenía el martillo en la mano tragó saliva; tras un breve titubeo, se adelantó y descargó un golpe sobre la cabeza del cadáver que se convulsionaba. Aquello fue como la señal de salida; muy pronto, casi todos los pasajeros que aún estaban con vida se inclinaban obsesivamente sobre los cuerpos caídos y muertos en medio de la avalancha, golpeando sus cabezas con los objetos más variopintos.

Al cabo de un rato, la escena parecía sacada de un cuadro de El Bosco. Todos y cada uno de nosotros estábamos cubiertos de restos de sangre y sesos, y sobre las paredes de madera del vagón se dibujaban grotescos chorretones de sangre arterial proyectada, que se deslizaba lentamente hacia el suelo entre grumos resecos de materia gris.

Oí el sonido de alguien vomitando. Me encogí de hombros y di otro pequeño sorbo de mi Cladoxpan. Había sobrepasado mi umbral de horror, y aquello ya no me repugnaba. Además, no tenía nada sólido en el estómago.

Las siguientes horas fueron interminables. El tren rodaba en dirección noroeste a un ritmo monótono, salpicado con breves e inexplicables interrupciones —inexplicables para los que íbamos encerrados dentro—. En una ocasión, incluso dimos marcha atrás durante un par de kilómetros, sin ningún motivo aparente.

De vez en cuando todo el convoy se sacudía con un golpe sordo. Tras muchas cábalas llegamos a la conclusión de que se debían al impacto contra objetos situados sobre la vía (todos teníamos claro cuáles eran esos objetos). Tras un lento y tortuoso pulso, fui capaz de colocarme bajo una de las ventanas y, aupándome sobre una montaña de cadáveres apilados colocados allí con tal fin, pude asomarme por el ventanuco.

Lo primero que sentí fue un alivio enorme. El aire fresco del exterior, comparado con la apestosa pestilencia del interior del vagón, resultaba tonificante. Pero en cuanto se disipó esa primera impresión, el alma se me cayó a los pies. El tren rodaba por una planicie reseca y agostada, con grupillos de árboles retorcidos aquí y allá. Sospechaba que estábamos en algún punto del sur de Texas, cerca de la frontera norte de México, pero no podía precisarlo con seguridad. El elemental mapa que Strangärd me había facilitado contenía distancias y direcciones, pero no los nombres de los estados que atravesábamos.

El ambiente dentro del vagón era tétrico. Las conversaciones se habían reducido al mínimo, y cada uno parecía concentrado en sus propios pensamientos. Incluso los lloros y gemidos habían desaparecido, sustituidos por una sorda y profunda resignación, unida al miedo a lo desconocido. Nadie sabía dónde acababa aquel viaje, aunque por otro lado, el deseo común era que su fin llegase cuanto antes. Nada podía ser peor que estar encerrado en aquel vagón de la muerte.

De los ciento cincuenta viajeros originales quedábamos vivos menos de la mitad. El resto habían muerto aplastados en la avalancha de pánico o en alguna de las múltiples peleas.

Esas peleas habían cesado casi por completo. Los que quedábamos teníamos más sitio para movernos y los más necesitados de Cladoxpan habían saqueado lo que habían podido de los cadáveres. Incluso yo mismo había palpado sin ningún rubor la ropa del tipo delgado que había muerto a mi lado y había encontrado una pequeña petaca mediana. Rellené la petaca hasta arriba con el contenido de mi termo y lo oculté en el fondo de la cesta, debajo de Lúculo. Estaba seguro de que era, con diferencia, la persona con más reservas de medicamento, y no me apetecía hacer exhibición de ello. La muerte del Latin King me había demostrado que tener una pistola no era una garantía de supervivencia en aquel lugar repleto de gente desesperada y sin nada que perder.

Unas dos horas más tarde, se dio el segundo caso. Esta vez, estábamos mejor preparados.

En esa ocasión fue un hombre joven de apenas veinte años. El tipo era alto y corpulento, pero tenía una pierna rota y la cara destrozada a golpes. Alguien me susurró que a aquel hombre lo habían golpeado los Verdes en la redada, al intentar impedir que detuviesen a su hermana y a su madre. No sólo no lo había conseguido (al parecer iban en otro vagón), sino que casi había logrado que lo matasen. No sabía si en un último gesto había cedido su ración de Cladoxpan a su familia o estaba tan débil que no había podido impedir que alguien se lo robase, pero lo cierto era que aquel muchacho había sido el primero en quedarse sin el remedio.

Primero suplicó. Se irguió en medio del vagón, apoyado en una improvisada muleta y, haciendo acopio de toda la dignidad que le quedaba, como un mendigo en el metro, pidió que alguien le diese un trago de Cladoxpan. Todo el mundo (incluido yo) le miró de forma hostil, o desvió la mirada hacia otro lado, mientras apretaba con más fuerzas sus reservas de medicamento.

Por un instante estuve tentado de compartir con él mi reserva, pero el mero instinto de conservación me impidió abrir la boca. Si los cálculos que había hecho eran correctos, la cantidad de Cladoxpan que tenía me permitiría sobrevivir durante unos cinco días, racionándolo con severidad. Esos cinco días eran el tiempo que tendría para intentar llegar de nuevo hasta Gulfport, o por lo menos hasta una patrulla ilota. Si compartía mi ración con aquel hombre, mi tiempo se reduciría a la mitad, y mis posibilidades de sobrevivir también. Además, con una pierna rota, aquel chico estaba condenado de antemano, y hasta él lo sabía. Cada gota de Cladoxpan que bebiese sería medicamento desperdiciado.

Cuando vio que las súplicas no surtían efecto, decidió robárselo a alguien. El muchacho era fuerte, sin duda, y en condiciones normales no hubiese tenido problemas, pero en su estado hasta un anciano habría podido enfrentarse a él. Y no era que quedasen muchos ancianos dentro de aquel vagón. El darwinismo más salvaje se estaba imponiendo, y sólo los más sanos, jóvenes y fuertes estaban sobreviviendo. Tras unos cuantos intentos lamentables, y unos cuantos golpes, el pobre chico desistió.

Completamente derrotado, se dejó caer en el suelo del vagón para dejarse llevar por su agonía. Con un rosario en la mano comenzó a rezar quedamente, mientras su piel se iba cubriendo de miríadas de diminutas venas reventadas. De vez en cuando, un calambre le hacía retorcerse de dolor; al final, los temblores eran tan acusados que ya ni pudo sostener el rosario en las manos. Al cabo de cuarenta minutos, la sarta de bolas de madera le resbaló de entre los dedos y su mano se cerró como una garra, en un ángulo antinatural. Con los ojos totalmente cubiertos de sangre, el chico levantó la cabeza, con el último ápice de control sobre sí mismo, y gritó un «por favooooooooor» tan desgarrado que me removió el alma.

Sin pensar lo que hacía, me levanté y agarré el martillo de carpintero, que alguien había colgado de un clavo en la puerta del vagón. Antes de que nadie pudiese impedírmelo, me acerqué al muchacho, que se debatía entre temblores y que levantó sus ojos ciegos cuando sintió mi presencia a su lado.

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