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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (39 page)

El tiempo pasaba lento, muy lento, mientras aquellos hombres subían de nuevo al tren. Finalmente, con un rugido, el motor diésel cobró vida de nuevo y, con un acelerón, el convoy se fue alejando lentamente.

Permanecí tumbado entre los cuerpos durante otros cinco minutos más, hasta que el último sonido del motor se desvaneció en el horizonte. Cuando ya no se oía nada, aparté los cuerpos que me cubrían, asqueado. Trastabillando, salí de la zanja a gatas.

El tren ya era sólo un punto brillante que se alejaba en el horizonte. El sol se estaba poniendo, y teñía toda la llanura de una espectral luz roja que le daba un tono sangriento. Miré a mi alrededor. No había nadie a la vista. Si alguien más había sobrevivido a aquella matanza de última hora, se guardaba muy bien de dejarse ver.

A trompicones, me acerqué hasta la vía, esquivando cuerpos aún calientes y cubiertos de sangre. Un par de ellos, muertos, pero sin heridas graves en la cabeza comenzaban a sacudirse entre espasmos. En breve tendría compañía. Tenía que salir de allí.

La cesta de Lúculo seguía donde la había dejado. Elevé una oración silenciosa al cielo y la abrí. En el fondo de la canasta, Lúculo seguía enrollado y, debajo de él, estaban todas mis cosas. Di un trago comedido al bote de Cladoxpan y saqué la brújula. Sabía en qué dirección tenía que ir. La pregunta era si duraría el tiempo suficiente para llegar.

Me hice una mochila improvisada con el chaquetón de un muerto y metí dentro todas las raciones de comida y el contenido de la cesta, excepto a Lúculo. El bidón de agua pesaba demasiado para mí. Rebusqué entre los cadáveres hasta reunir media docena de botellas y cantimploras. En una de ellas incluso quedaba un poco de Cladoxpan que guardé junto a mi reserva. En total conseguí meter dentro de la «mochila» unos quince litros de agua. Era lo máximo que podía llevar con aquellos recipientes, y tampoco podía cargarme demasiado. Estaba muy débil y molido, y me esperaba un largo camino.

Aproveché el resto del agua para beber hasta hartarme y lavarme un poco. Aún llevaba el elegante traje italiano que me había puesto dos días antes para ir a trabajar. Roto, cubierto de sangre, tierra y fluidos ya no era tan bonito. Deseché la americana destrozada y cogí el chaquetón de corte militar de un cadáver. En el desierto puede hacer mucho frío por la noche.

Sujetando la cesta en mi brazo, y con la improvisada mochila a la espalda, comencé a andar hacia el sudeste, siguiendo las vías del tren, mientras la noche caía sobre el sur de Estados Unidos.

Empezaba un nuevo viaje. Pero esta vez, el reloj jugaba en mi contra.

38

Páramo

Día 2

Desperté con el cuerpo dolorido, mientras el sol de la tarde me daba en la cara. Había caminado toda la noche, hasta que el frío y el agotamiento me habían hecho parar. Tenía que mantenerme en movimiento y detenerme poco, si quería tener alguna posibilidad, pero en aquella noche sin luna corría el riesgo de partirme una pierna, así que finalmente decidí dormir toda la mañana, hasta que pasasen las horas de más calor. Me había refugiado en el esqueleto de un autobús para dormir. Al principio dudé, pues temía que dentro de aquellos restos se ocultasen serpientes de cascabel, escorpiones o una docena más de bichos, reales o imaginarios que saturaban mi sobrecargada imaginación. Finalmente, se impuso el sentido común. Había oído el aullido de coyotes muy cerca, y aquél era un riesgo real. No sabía si los coyotes atacaban a los humanos, pero no merecía la pena correr riesgos.

Bebí un trago de agua mezclado con el medicamento y abrí una ración de emergencia. Intenté que Lúculo comiese algo, pero estaba demasiado débil para masticar. Contemplé preocupado al gato persa. Ya no quedaban dudas de que la herida del rabo se le estaba infectando. Si no encontraba antibióticos pronto, mi gato moriría. Pero, sobre todo, necesitaba un medio de transporte. Tras calcular el Cladoxpan que había consumido en veinticuatro horas, me di cuenta de que mis reservas tan sólo me durarían cinco días más. Seis, estirándolo mucho. Y si seguía a pie no llegaría a Gulfport hasta pasadas tres semanas, en el mejor de los casos.

Salí de los restos del autobús y comencé a andar de nuevo. Me sentía curiosamente excitado y libre. Como al principio del Apocalipsis, volvía a estar solo y únicamente dependía de mí. Aquello hizo que el recuerdo de Lucía me asaltase con una punzada dolorosa. Quería a mi mujer con toda la fuerza de mi alma, pero en aquel instante su vida —y la mía— corrían por distintos caminos. Recé para que estuviese bien y, sobre todo, para poder volver a encontrarla en este mundo.

Al cabo de dos horas de marcha me detuve de golpe. A lo lejos, en medio de un chaparral de arbolillos enanos y sin hojas se distinguía un pueblucho al lado de las vías. Mi corazón se aceleró. Saqué la pistola de la bolsa y comprobé el cargador. Antes de ajustármela al cinturón, saqué dos balas y me las guardé en un bolsillo, con un escalofrío. Si todo iba mal, una de esas balas era para Lúculo. La otra sería para mí.

Al acercarme al pueblo comencé a caminar con cautela. El pequeño andén de la estación del pueblo estaba cubierto de cuerpos sin vida, esqueletos y restos de ropa. Aquél debía de ser otro de los apeaderos donde los guardias de Greene se deshacían de su miserable carga humana. Con todos los sentidos alerta, y pegado a una pared, caminé entre los restos.

La estampa era muy parecida al lugar donde nos habían dejado a nosotros. Allí no quedaba nadie con vida.

Me aventuré a caminar por la calle central del pueblo desierto. No debía de tener más de veinte casas, y desde todas las ventanas huecas las sombras del interior me contemplaban, oscuras y amenazantes. No se oía ni un solo ruido. Tan sólo el chirriar de mis zapatos sobre la gravilla que cubría el asfalto cuarteado.

Un gemido a mi espalda me hizo volverme como una serpiente, con la Beretta en ristre. Bajé el cañón, temblando. Tan sólo era un viejo cartel de Coca-Cola chirriando a merced del viento.

Con todos los sentidos alerta entré en la única cafetería del pueblo. Los cristales de las ventanas, reducidos a astillas, crujieron bajo mis pies cuando accedí al interior en penumbra.

Allí no había nadie. Sin perder de vista la puerta, me abrí paso entre las sillas rotas y las mesas volcadas hasta el interior de la barra. Comencé a abrir cajones, con furia. Al cabo de cinco minutos me dejé caer, desalentado.

No había absolutamente nada que comer o beber allí dentro. Era de esperar. Los supervivientes de los sucesivos viajes habían saqueado hasta la última migaja de aquel pueblo. Cualquier cosa aprovechable que pudiese haber allí ya habría desaparecido hacía mucho tiempo. No me hacía falta revisar el resto del pueblo para adivinar que en todas las demás casas me encontraría con algo parecido.

Mi mirada se detuvo en un montón de facturas y papeles que se apilaban debajo del fregadero. Más por curiosidad que por otra cosa, los saqué para echarles un vistazo. Era el papeleo habitual de un bar, pero en medio de todos ellos había un pequeño tesoro. Era un folleto cutre, en una hoja fotocopiada, de un rancho llamado Doble Jota.

¿Quieres sentirte como un auténtico cowboy?

En Doble Jota te permitimos vivir la auténtica EXPERIENCIA TEXANA

¡PASEOS A CABALLO! ¡MARCADO DE RESES!

¡Disfruta de la mejor cocina Tex-Mex con nosotros!

¡¡¡DOBLE JOTA!!! ¡¡Nunca lo olvidarás!!

Al final había un número de teléfono y un mapa muy esquemático que llevaba de Sheertown (así se llamaba aquel pueblo fantasma) al rancho; todo ello sobre un fondo más bien hortera de caballos al galope y vaqueros sonrientes apoyados en una cerca.

Me preguntaba qué diablos se le habría pasado por la cabeza al dueño de aquel rancho para pensar que alguien querría viajar hasta aquel rincón perdido en el culo del mundo para vivir la «auténtica experiencia texana». Incluso antes del Apocalipsis, Sheertown era un lugar deprimente. De todas formas, la calidad del panfleto me hacía pensar que nunca debió de ser muy difícil conseguir plaza en el comedor del Doble Jota. Más bien, debía de ser extremadamente raro haberse encontrado a otro visitante.

Una idea absurda empezó a germinar en mi cabeza. El rancho quedaba cerca del pueblo, a menos de seis kilómetros, y estaba en dirección opuesta a las principales vías de salida de aquel sitio. Era posible que nadie hubiese reparado en él hasta entonces. Si era así, tenía una oportunidad de encontrar material de veterinaria y alimentos allí. Quizá incluso un coche que aún funcionase. Y si no hallaba nada de eso, por lo menos tendría un sitio donde pasar la noche. Por nada del mundo pensaba quedarme en Sheertown a dormir. Aquel pueblo fantasma era como un cementerio al aire libre. Algo maligno circulaba por el aire. En aquel lugar sólo quedaba desgracia y dolor, mucho dolor. Podía sentirlo en todos mis huesos.

Sin mirar atrás, comencé a caminar. Salí del pueblo y tras diez minutos por la carretera me encontré un camino de tierra sin señales que se bifurcaba hacia el oeste. Miré el mapa, para estar seguro. Era por allí, no cabía duda. El camino de tierra estaba cubierto de restos de vegetación, y las malas hierbas lo habían obstruido casi por completo en algunos sitios. No se veía ni una sola huella, aparte de las dejadas por los coyotes. Daba la sensación de que nadie pasaba por allí desde hacía mucho tiempo.

Caminé durante una hora por aquel camino polvoriento, jurando en arameo cada vez que me quedaba enganchado en un arbusto espinoso. Hubo un momento en el que incluso tuve que abrirme camino entre una masa tan densa de vegetación que no se veía el otro lado. Aquello hizo que mis esperanzas aumentasen. Si la pista de tierra estaba en ese estado tan lamentable, era de esperar que nadie hubiese visitado el rancho en mucho tiempo.

Finalmente, al coronar una pequeña loma tropecé con el rancho Doble Jota.

Era un lugar miserable, con una casa de madera rodeada de vallas. Cerca de la casa había un enorme granero pintado de rojo y una construcción alargada y baja que supuse que debían de ser las cuadras de los caballos. Aquel sitio nunca debía haber tenido un aspecto muy saludable, pero en aquel instante resultaba realmente tétrico. Uno de los cercados situados al lado de la casa contenía los esqueletos blanqueados de medio centenar de cabezas de ganado, que se deshacían lentamente al sol. No hacía falta ser un adivino para intuir que aquellas pobres vacas habían muerto de hambre y de sed dentro del cercado, cuando sus dueños dejaron de cuidar de ellas. Al pensar en eso caí en la cuenta de algo.

Los antiguos dueños tenían que estar en alguna parte. Puede que allí mismo.

Con la Beretta bien sujeta en mi mano derecha me fui acercando a los edificios. Al llegar al arco que cubría la entrada, apoyé en el suelo la mochila de fortuna y la cesta con el gato. Era mejor que entrase allí sin nada que me estorbase.

El primer sitio que inspeccioné fueron los establos. Era una nave alargada y ordenada, con un largo pasillo central flaqueado por dos docenas de boxes para caballos. La mitad estaban vacíos, y en la otra mitad tan sólo estaban los huesos de una docena de caballos. Las puertas metálicas estaban deformadas a golpes y algunas de ellas incluso tenían manchas de sangre. Los nobles brutos habían tratado de abrirse camino al exterior cuando enloquecieron de hambre y sed, pero no habían podido salir de allí. Por lo demás, aquel sitio estaba vacío.

Al salir me fijé en una pequeña nevera situada al lado de la pared. La abrí, sin grandes expectativas. Casi me caí de culo a causa de la sorpresa cuando una refrescante ola de aire frío me golpeó la cara y me bañó en una suave luz blanquecina.

La nevera aún funcionaba. El rancho aún tenía corriente eléctrica.

Por un instante me quedé inmóvil, extasiado con aquel chorro de aire fresco. Tardé un rato en descubrir cómo diablos era posible aquel pequeño milagro. El techo del establo estaba cubierto de paneles solares, que alimentaban un generador oculto en alguna parte. El antiguo dueño debía de ser un tipo al que no le gustaba pagar recibos de la luz o, lo más probable, que no se podía permitir un corte de luz en un sitio tan desolado. Tanto daba. Aquello era un golpe de suerte.

Dentro de la nevera se alineaban ordenados un montón de pequeños botes de medicamentos para animales. Rebusqué apresuradamente hasta que encontré un estante cubierto de antibióticos. Eran para caballos y vacas, así que no estaban pensados para gatos. Dudé, por un instante. Una dosis demasiado fuerte podía matar a Lúculo, y por otro lado, no sabía si sería incompatible. No tenía demasiadas opciones, así que me metí un puñado de aquellos frascos en el bolsillo y media docena de agujas hipodérmicas que encontré en un cajón.

Tras echar un último vistazo, salí del establo. Y entonces me encontré al primer No Muerto.

Era un hombre joven, de unos veintipocos años. Vestía un peto de dril y una camisa de cuadros rojos y negros. En el cuello llevaba anudado un pañuelo descolorido. El No Muerto se tambaleaba al andar y, atraído por mi presencia, acababa de doblar la esquina de la casa, en mi dirección.

Desde la distancia a la que estaba pude comprobar que el No Muerto no tenía ninguna herida aparente. Aquel hombre no se había transformado a causa del ataque de otro No Muerto, sino que el virus se había apoderado de él a traición, quizá por compartir una botella, o por un beso. Eso era relativamente bueno.

La mala noticia era que el No Muerto, al verme, soltó un gemido apagado y comenzó a caminar rápidamente en mi dirección. Con calma, dejé que se fuese acercando, para no fallar el disparo. De repente mi mirada se detuvo en un hacha apoyada al lado de la puerta. Tras un breve titubeo, bajé la Beretta y sujeté el hacha con las dos manos. Era pesada, y muy larga, y el filo estaba algo embotado, pero aun así tenía un aspecto temible. Sería mucho menos ruidosa que la pistola.

Cuando el No Muerto estuvo a menos de tres metros levanté el hacha sobre mi cabeza. Sólo entonces me di cuenta de que si fallaba el primer golpe no tendría una segunda oportunidad. Quizá no dispararle no había sido tan buena idea después de todo. Pero no tuve mucho más tiempo para dudar. El No Muerto se abalanzó sobre mí con un rugido. Cuando sus dedos casi me tocaban dejé caer el hacha sobre su cabeza con todas mis fuerzas.

El filo se clavó en medio de su cara con un chasquido apagado, frenándolo en seco. Apoyé un pie en su pecho y de un tirón arranqué el hacha, que salió con un
chuuup
acuoso que me puso los pelos de punta. A causa del impulso, el No Muerto cayó de espaldas sobre el polvo y se quedó allí como una tortuga a la que le dieran la vuelta. Aprovechando la oportunidad, descargué un segundo hachazo. Esta vez, la hoja del hacha penetró profundamente en su cráneo y le destrozó el cerebro. El No Muerto pataleó un par de veces y se quedó definitivamente inmóvil.

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