La Ira De Los Justos (41 page)

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Authors: Manel Loureiro

Lúculo, mucho más despierto y mejorado tras las inyecciones de antibióticos, rebullía inquieto dentro de una de las alforjas, mordisqueando un viejo cinturón de cuero. Junto a él iba el termo con la mitad de mi reserva de Cladoxpan. En la otra alforja iba el resto, dentro de una botella de whisky que había vaciado, junto con el agua y el resto de mis provisiones. Era más prudente repartir el remedio entre dos recipientes que llevarlo en uno solo. Si perdía uno de ellos por algún motivo siempre me quedaría el otro como reserva.

Me pasé toda la mañana de aquel día circulando por una carretera vacía y cubierta de maleza y tierra. De vez en cuando encontraba algún coche abandonado en la cuneta, o alguna figura solitaria tambaleándose a lo lejos. Cuando oían el motor de la motocicleta volvían sobre sus pasos en dirección a la calzada, pero cuando llegaban, yo ya me había ido. No podía detenerme ni bajar el ritmo, si no quería verme sorprendido por un No Muerto errante en el momento menos esperado. No me importaba. Lo único que quería era hacer kilómetros. Más kilómetros. Gulfport me atraía como un imán a un trozo de hierro.

La primera noche dormí al raso, en lo alto de una colina despejada. Pese al aullido de los coyotes, no me atreví a encender una hoguera, que podría atraer a alimañas aún peores. Y no pensaba sólo en los No Muertos. En el camino había visto cada vez más señales del paso reciente de humanos. Rodadas sobre el polvo de la calzada, restos de hogueras, montones de relucientes casquillos de cobre… Incluso en un cruce había encontrado las huellas del paso reciente de una enorme caravana de vehículos pesados. No podía dar por sentado que todos los que estuviesen por ahí fuesen amistosos, así que era mejor no dar pistas sobre mi presencia.

Para estar más seguro, até a Lúculo a mi muñeca con un cordón y me eché a dormir. Si alguien o algo se acercaba, los afinadísimos sentidos del gato lo detectarían mucho antes que yo, y al moverse me despertaría.

Dos horas después de echarme a dormir, comprobé que mis precauciones habían sido acertadas. Una manada de perros asilvestrados se acercó husmeando al pie de la colina. Formaban una mezcla variopinta de mestizos, golden retriever e incluso un enorme y amenazador pit bull. Cuando llegaron, Lúculo comenzó a bufar, furioso, y yo me levanté con la pistola en la mano. Al principio di unos cuantos gritos, y se me quedaron mirando, supongo que algo estupefactos de encontrarse con un humano solitario en medio de la nada. Tuve que lanzarles un buen puñado de piedras para convencerles de que se marchasen. Finalmente debieron de pensar que era un bocado demasiado peligroso y se alejaron, siguiendo al pit bull.

Sólo entonces respiré aliviado, pero no volví a dormir tranquilo en lo que quedaba de noche.

Y a la mañana siguiente, lo pagué muy caro.

40

En algún punto en el interior de Mississippi

Día 4

Iba a conseguirlo. Estaba a menos de cincuenta kilómetros de Gulfport. El sol ya se estaba poniendo, pero me sentía exultante. En dos días de viaje había hecho casi cuatrocientos kilómetros. Dadas las circunstancias, era un récord admirable. Haber escogido las carreteras secundarias se había revelado todo un acierto. Cuando aquella misma mañana había pasado junto al cartel que me indicaba que estaba entrando en el estado de Mississippi casi ni me lo creí. A medida que me iba acercando al estado del gran río, la densidad de población había ido aumentando. Cada vez me resultaba más complicado rodear pueblos y pequeñas ciudades, y en muchos casos no me había quedado más remedio que atravesarlos a toda velocidad, jugándome el pellejo al meterme entre unas casas sin saber si había salida al otro lado.

Sin embargo, estaba resultando fácil. Demasiado fácil, incluso. En pueblos que tendrían que haber estado plagados de No Muertos tan sólo me encontraba una o dos docenas de ellos, y los esquivaba fácilmente con la moto, mientras culebreaba entre los restos destruidos de la civilización. A medida que me iba acercando a la costa y aumentaba la humedad del ambiente, los hongos eran visibles en todos y cada uno de esos pobres diablos. No había ni un solo No Muerto que no estuviese infestado, en una u otra medida. Algunos únicamente tenían cubierta la cara, o las heridas. Otros eran como un tapiz con patas, y muchos, muchísimos, estaban tan consumidos que se movían de manera estrambótica o simplemente se arrastraban, incapaces de mover las piernas. Los más lamentables eran aquellos a los que las cepas de hongos les estaban colonizando la masa cerebral, ya que se movían de una manera errática y desacompasada, como un robot al que le empezase a fallar la programación. Y por todas partes, cientos, miles de montañas de huesos cubiertos por una capa de pelusa naranja, verde o violeta, que marcaban el lugar donde un No Muerto había caído aplastado por su propio peso.

Me di cuenta con un escalofrío de que aquel viaje habría sido imposible tan sólo unos meses antes. La plaga se estaba desmoronando lentamente, devorada por uno de los seres vivos más primitivos y antiguos de toda la creación. En pocos años, el mundo volvería a ser un lugar habitable para los supervivientes, una vez más. Y al pensar en eso, la rabia se redoblaba en mi interior. No quería morir. No tan cerca del final.

De vez en cuando atravesaba poblaciones incendiadas hasta los cimientos y, en una ocasión, incluso atravesé un pueblo totalmente abandonado, tan vacío que parecía el decorado de una película que se hubiesen olvidado de grabar. Pero no me detuve en ningún momento, salvo cuando paré durante diez minutos para rellenar el depósito de mi moto con el combustible de un monovolumen volcado en un arcén. El tiempo volaba.

Hasta aquel momento había sido capaz de mantener al TSJ a raya. Con beber un buen trago de Cladoxpan cada dos horas, más o menos, era suficiente para que aquel malnacido volviese a dormirse un buen rato. Ya había descubierto que el primer síntoma era empezar a sudar profusamente. Al menor amago de romper a sudar, paraba la moto un segundo, bebía una dosis y continuaba mi camino.

No era sólo que aquel brebaje me mantuviese en el mundo de los vivos. Cada vez tenía la sensación más acuciante de que lo
necesitaba
. No sabía si era una dependencia física o psicológica, pero era tan real como el dolor de espalda que sentía tras pasar muchas horas sobre una moto provista de unos amortiguadores diseñados en los años cincuenta.

Pero estaba cerca. Muy cerca. Y eso me hacía sentirme feliz y relajado. Lo cual, junto al cansancio acumulado, demostró ser un cóctel fatal.

Fue en un tramo retorcido de carretera. El sur de Mississippi está lleno de zonas pantanosas, lagunas y diques, pues el río se desparrama en todas direcciones al estar tan cerca del mar. Eso hacía que los No Muertos lo tuviesen mucho más complicado para moverse, así que estaba convencido de que miles de ellos habían quedado atrapados en las aguas lodosas que se extendían por todas partes. Hacía más de una hora que no veía a ninguno de ellos y comenzaba a sentirme adormilado. Me dije a mí mismo que había llegado la hora de parar para buscar un buen sitio donde dormir.

De repente, al doblar una curva, vi una imagen sorprendente. Era una maldita camioneta de helados, blanca y cuadrada, con las puertas laterales abiertas y un enorme cono de helado gigante fijado en el techo. Sobre la cabina tenía unos altavoces, cubiertos de hojas muertas, por los que en algún momento había salido una musiquilla para atraer a los clientes. Jamás había visto una como aquélla, excepto en las películas. Resultaba tan llamativa y, sobre todo, tan fuera de lugar allí, en medio de una carretera perdida que atravesaba un pantano, que me quedé prendado y aparté la vista de la carretera durante un segundo.

Fue suficiente. En el centro de la calzada había un montón de huesos apolillados cubiertos de moho azul (el conductor de la furgoneta, quizá) y sólo los vi cuando ya estaba encima de ellos. Traté de esquivarlos, pero era demasiado tarde. Un fémur en ángulo inclinado se enganchó en una de las estriberas y la moto hizo un extraño sobre la calzada. Apurado, giré el manillar en sentido contrario, pero la rueda trasera patinó sobre un montón de hojas podridas que cubrían un tramo de asfalto.

Me fui al suelo en medio de un sonoro estruendo de metales rotos y plásticos quebrados. La moto se deslizó de lado durante unos veinte metros y mi pierna derecha se quedó enganchada debajo de la máquina. Afortunadamente, la defensa lateral de acero no se dobló, porque de lo contrario toda mi pierna hubiese quedado reducida a un puré sanguinolento mezclado con gravilla al arrastrarse sobre el asfalto. Sin embargo, sentí un latigazo de dolor intenso en el tobillo antes de salir despedido contra una maraña de arbustos.

Rodé sobre mí mismo varias veces antes de quedar trabado entre las zarzas. Por un momento me quedé tumbado, parpadeando, maravillado de estar todavía de una pieza. Con cautela, me palpé todo el cuerpo. Todavía no podía creérmelo. A la velocidad que iba lo más lógico habría sido que me hubiera matado en el acto.

Por unos segundos, se hizo el silencio en la carretera. Todavía tumbado boca arriba, oía piar a los pájaros, mientras el sol se filtraba entre las ramas de los árboles, dibujando extrañas cabriolas de luz sobre mi cara. De repente me acordé.
!Lúculo!
Me levanté a toda velocidad, pero al apoyar el pie derecho solté un alarido de dolor y me volví a caer.

Me había roto el tobillo. Y dolía una barbaridad.

Volví a erguirme, cuidándome mucho de no apoyar peso sobre el tobillo herido. Cojeando, avancé hasta el centro de la calzada. Me temía lo peor.

De repente, salido de ninguna parte, apareció una bola de pelo naranja persiguiendo una lagartija con furia maníaca. La lagartija se ocultó en una rendija del asfalto y mi gato comenzó a rascar la grieta soltando maullidos de frustración.

—Muchas gracias, Lúculo —murmuré, fastidiado—. Yo también estoy bien, gracias por preguntar. Oh, por cierto, creo que me he roto un tobillo, pequeño cabrón.

Lúculo me miró y tras dudar un instante, siguió a lo suyo. Para él, aquello no había sido más que otro juego divertido que había salvado con insultante facilidad.

Entre resoplidos de dolor me acerqué hasta la moto, que se había detenido contra un roble, y de golpe comprendí que tenía un problema muy grave.

Oh, joder, no. Tan cerca no, no puede pasarme esto
.

La rueda delantera había reventado al impactar contra el tronco y la horquilla de la moto estaba doblada en un ángulo imposible. Además, a causa del golpe, el radiador de aceite había reventado y por debajo de la Daystar se extendía un charco grasiento y oscuro. Aquella motocicleta había recorrido su último kilómetro.

Además, había caído sobre su costado derecho y la alforja de aquel lado estaba totalmente aplastada. De golpe recordé que ésa era la alforja donde guardaba mis suministros… Y la mitad de mis reservas de Cladoxpan. Con el corazón en un puño, traté de levantar la moto. Eso ya era bastante difícil en condiciones normales, pero mucho más cuando no podía apoyar uno de mis pies. Finalmente, usando una rama de roble como palanca, pude levantarla lo suficiente para sacar la maltrecha alforja de debajo de la máquina.

Al abrirla, noté un olor dulzón que me era familiar. La botella de cristal donde guardaba la mitad del brebaje se había roto y todo el Cladoxpan que contenía se había derramado por el suelo.

Me dejé caer contra el roble, desolado. La situación no podía ser peor. Estaba anocheciendo, en medio de un pantano lleno de seres potencialmente peligrosos, y no tenía ningún medio de transporte para salir de allí. Además, tenía un tobillo roto, por lo que no podía caminar. Y por si no fuera suficiente, mi reserva del producto que evitaba que me convirtiese en un No Muerto acababa de quedar reducida a la mitad. Y todo eso cuando ya estaba a punto de llegar. Me entraron ganas de pegarme un tiro allí mismo.

Pasó una hora y se hizo de noche. Tras un buen rato de autocompasión, me levanté a trompicones. Tenía que seguir adelante como fuese. Nadie iba a venir a rescatarme. Con el cuchillo corté una rama baja del roble para fabricarme una muleta. Estuve dándole forma un rato, mientras Lúculo se divertía tratando de atrapar las astillas de madera que se iban desprendiendo. Al acabar, la miré con ojo crítico. Era sin duda la muleta más fea de la historia, pero tendría que servir.

No podía cargar demasiado peso en aquel estado, así que decidí dejar toda mi reserva de agua. Estaba rodeado de canales y estanques por todas partes, así que ya no me haría falta. Metí en la alforja la reserva de comida, la pistola, la brújula y el medio litro de Cladoxpan que me quedaba. Me colgué la alforja del cuello y até a Lúculo con una correa a mi cintura. Mi pequeño amigo tendría que andar conmigo el resto del camino. Una vez que estuve listo, me eché a caminar.

A las dos horas me detuve, totalmente agotado. Aquello iba a resultar mucho más difícil de lo que había pensado. No había recorrido más que un kilómetro y medio desde el lugar del accidente, y el pantano seguía rodeándome por todas partes. A ese ritmo, no llegaría antes de un mes. Era ridículo pensar aquello, porque con el Cladoxpan que me quedaba no seguiría vivo después de veinticuatro horas.

Desalentado, me dejé caer en un claro al costado de la carretera. Con cuidado, encendí una pequeña hoguera y me comí la última ración de emergencia que me quedaba. El fuego mantendría alejadas a las alimañas del pantano, y si atraía algún ser vivo… bueno, por muy hostil que fuese, siempre sería mejor que reventar allí solo.

Súbitamente, comprendí que iba a morir. Y descubrirlo hizo que el resto de la noche fuese mucho más larga y amarga de lo que hubiese querido.

Finalmente, agotado, desmoralizado y sin fuerzas, me quedé dormido al lado de la hoguera. Todo había acabado.

41

Pantano de Old Bouie, Mississippi

Día 5

A la mañana siguiente me despertaron los lametazos de Lúculo en la cara. Me giré en el suelo, sin abrir los ojos, rezongando. No quería levantarme. No quería despertarme. Tan sólo quería quedarme allí tumbado y reventar en paz. Cuando llegase el momento me metería una bala en la cabeza y todo se acabaría. No podía hacer nada más.

Lúculo insistió de nuevo. Su enorme lengua me cubrió todo el moflete, desde la barbilla hasta las cejas, y me dejó impregnado de babas. Un nuevo lametazo se me metió dentro de las fosas nasales, y me empapó toda la cara, mientras sus belfos resoplaban en mi pelo. Al ver que no le hacía el menor caso, soltó un sonoro rebuzno.

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