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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (38 page)

—¿Estás seguro? —pregunté quedamente.

Por toda respuesta, el chico asintió y me aferró una pernera del pantalón, temiendo tal vez que cambiase de opinión. Al agarrarme susurró un «gracias» casi ininteligible. Sus labios comenzaban a dejar de obedecerle.

Levanté el martillo y, tras inspirar profundamente, lo descargué con violencia en el hueso occipital del muchacho. El joven cayó desplomado como un becerro sobre el suelo del vagón. Tuve que golpear tres veces más para estar seguro de que dejaba su cerebro lo suficientemente dañado como para que no volviera a levantarse de entre los muertos.

Cubierto con su sangre, me dejé caer en mi rincón. Todo el vagón contemplaba el cadáver en silencio. Sentí cómo la mayoría de las miradas me esquivaban, pero nadie se atrevió a acusarme. No había nada que decir.

Mientras el tren traqueteaba, me enjugué unas lágrimas furtivas. Al mezclarse con la sangre que me cubría el rostro formaron unos chorretones barrocos en mi cara que me daban el aspecto de un payaso psicótico. Pero no podía parar de llorar.

Había matado a un hombre. A un hombre
vivo
. El hecho de que estuviese a punto de convertirse en un No Muerto no mitigaba mi dolor. Era un asesino.

Y mientras el tren rodaba, fui consciente de que, aunque sobreviviese a aquel viaje infernal, algo de mí había muerto para siempre dentro de aquel vagón.

Y entonces, de repente, el tren se detuvo.

37

Páramo, en algún lugar al sur de Texas

Día 1. 17.50 horas

Ya sólo quedábamos nosotros.

El tren se había detenido en cinco ocasiones, y en cada una de ellas habían desenganchado un vagón. El último que quedaba era el nuestro, así que sospechaba que nos quedaba poco tiempo en ruta.

Había encontrado una libreta sin usar en el bolso de una mujer que acababa de morir cerca de mí. Junto a ella, además de un montón de cosas inútiles, había una barra de pintalabios rosa, y sin saber muy bien por qué me la guardé en el bolsillo. ¿Pintalabios rosa, en un vagón de deportación? No tenía ningún sentido. Después me acordé de que los judíos que habían sido exterminados por los nazis llevaban consigo las cosas más increíbles, como violines o lámparas.

Supongo que el impulso de sobrevivir, la esperanza de ver nacer el siguiente día, es la fuerza vital más importante del ser humano. El pintalabios era un símbolo para aquella mujer, como lo era Lúculo para mí. La manera que tenía aquella mujer de decirse que aquella pesadilla iba a terminar en algún momento y que entonces, cuando acabase para ella, tendría necesidad de volver a ponerse guapa otra vez. Que volvería a estar en algún sitio alegre, seguro y confortable, donde la preocupación más importante fuese tener los labios bien pintados y no la de sobrevivir a toda costa durante diez minutos más. Pero mientras me lo guardaba en el bolsillo, el cadáver de aquella señora se bamboleaba en el suelo del vagón, junto a los tacones de mis zapatos, al ritmo que marcaba el tren sobre las vías. Su símbolo no le había valido una mierda.

Sólo quedábamos veinte personas en el vagón, de las ciento cincuenta que salimos de Gulfport. La mitad habían muerto por aplastamiento, sed o asesinadas cuando alguien trataba de robarles. El resto habían ido cayendo a medida que se quedaban sin Cladoxpan. La mayor parte de la gente tenía una reserva pequeña, apenas para seis horas. Y ya llevábamos casi doce de viaje.

Yo estaba bastante bien. Con la cantidad que tenía escondida en la cesta de Lúculo podría aguantar durante varios días. Desconocía las reservas que tenían el resto de los supervivientes. Podría ser que tuviesen para un mes o tan sólo para unas horas más. Aquello era como una partida de póquer donde todo el mundo ocultaba celosamente sus cartas. No sabías a ciencia cierta si el tipo que te miraba desconfiado desde la otra esquina iba a contemplar aterrado cómo te convertías en No Muerto, o ibas a verlo tú. Cada vez era más consciente de que si no fuese por la cesta llevaría horas muerto, tirado en medio del vagón.

No entendía muy bien el motivo por el que nos iban dejando en sitios distintos y alejados entre sí. Al principio supuse que era para evitar que pudiésemos organizarnos en una banda numerosa, capaz de enfrentarse a los guardianes y tomar el control del tren. Algo de eso había, por supuesto. Pero pensándolo más fríamente, lo más probable era que quisieran evitar que nos transformáramos en No Muertos todos juntos. Siempre era preferible un podrido solitario, o una docena, que ciento cincuenta juntos. Para ellos ya no éramos personas, sino monstruos. Y puede que tuviesen razón.

No me sentía orgulloso de las cosas que había visto y hecho dentro de aquel vagón. También sabía que si no las hubiese hecho, estaría muerto en aquel momento. Y yo pensaba luchar hasta el final.

El tren comenzó a aminorar la marcha. El trac-trac al pasar sobre las juntas de los rieles se hizo más pausado, hasta detenerse por completo. Era la sexta parada, para el sexto vagón. Nuestro turno.

Con un chirrido de frenos, el disminuido convoy se detuvo por completo, tras un viaje de cientos de kilómetros. Dentro del vagón, el silencio era absoluto. Sólo se oía el vuelo de las moscas, zumbando entre los cadáveres hinchados, y la tos cavernosa de un hombre con mal aspecto.

Estuvimos a la espera durante cinco interminables minutos. La tensión dentro del vagón comenzó a alcanzar cotas insoportables.

—¿Por qué no abren la puerta de una puta vez? —musitó alguien sentado cerca de mí.

—Quizá no abran la puerta —murmuró otro, un tipo de cincuenta años que era el superviviente de más edad—. Tal vez simplemente aparquen el vagón aquí y se larguen, y en el próximo viaje vengan a recoger los huesos.

—Cállate la puta boca —le replicó el primero—. Van a abrir. Tienen que abrir, joder.

Deseé con todas mis fuerzas que tuviera razón. Supuse que los Guardias Verdes estaban asegurándose de que no hubiese No Muertos en las cercanías. Finalmente, con un chirrido muy desagradable, la puerta del vagón se abrió por primera vez desde que habíamos subido.

Los Guardias Verdes no se asomaron al interior.

—¡Fuera! ¡Todos afuera, maldita sea! —gritó una voz extrañamente distorsionada—. ¡Joder, qué peste!

—No te acerques tanto a la puerta, Tim —dijo otra voz—. Puede que no quede ninguno con vida ahí dentro.

—Quizá deberíamos lanzar una granada —repuso el tal Tim, con tono dubitativo.

Aquello bastó para que los veinte supervivientes nos pusiésemos en movimiento hacia la puerta. Nadie quería morir de una forma tan absurda.

Lo primero que hice al asomarme a la puerta fue bizquear a causa de la claridad. Incluso aunque ya se estaba poniendo el sol, después de doce horas en penumbra, mis ojos no podían soportar tanta luz. Lo siguiente que hice fue inspirar profundamente una, dos, tres veces, tratando de limpiar mis pulmones del hedor absoluto del interior del vagón.

Entonces me fijé por primera vez en los Verdes y entendí por qué su voz sonaba muy distorsionada. Todos ellos llevaban máscaras antigás sobre sus caras. Podía entenderlo. El olor de aquel vagón recalentado, lleno de cuerpos sin vida, vómitos y excrementos debía de ser aterrador.

—¡Vamos, tenéis que sacar los cuerpos del vagón! —me dijo uno de ellos mientras me apuntaba con su rifle de asalto.

—Pero ¿qué dices? —contestó un hispano a mi lado—. Está lleno de cadáveres. Sólo quedamos nosotros. Nos llevaría todo un día hacerlo.

—Pues sólo tenéis una hora, hatajo de cabrones —contestó el soldado, amartillando su rifle—. Si queréis vivir, moved el culo. ¡Vamos!

Como autómatas, nos organizamos en parejas y comenzamos a sacar los cuerpos de los muertos del interior del vagón. Mientras sujetaba por los pies el cadáver de una mujer embarazada y la arrastraba fuera del tren me preguntaba por qué lo hacíamos. Por qué no saltábamos sobre los guardias e intentábamos arrebatarles las armas. Por qué no luchábamos. La respuesta era evidente. Para poder vivir algo más. Aunque sólo fuesen diez minutos. Para poder continuar respirando aquel aire tan maravilloso y limpio. Poder seguir vivo.

Apilamos todos los cadáveres a un costado de la vía. Estábamos en un intercambiador perdido en medio de ninguna parte. La vía se extendía en línea recta en ambas direcciones hasta perderse de vista. Sólo en aquel lugar donde estábamos había un tramo de doble vía de unos quinientos o seiscientos metros, pensado para que un tren se apartase a un lado cuando otro se acercaba por la misma vía. Aquel sitio desolado era el lugar elegido por nuestros captores para deshacerse del último vagón.

Una mirada a mi alrededor me permitió comprobar que no era la primera vez. El suelo estaba cubierto de huesos blanqueados al sol, y restos de ropa y calzado. En un lado de la vía, una enorme montaña de cuerpos momificados nos contemplaban con la sonrisa burlona de las calaveras. Notaba sus ojos vacíos siguiéndome, como acusándome de ser un cobarde, como acusándome de estar todavía vivo.

Los huesos se extendían por la llanura hasta una gran distancia, repartidos de cualquier manera. Sospechaba que cuando el tren se fuera, los coyotes y demás carroñeros aparecerían por allí, para darse un festín con los cadáveres de más de cien personas, arrastrando los huesos en todas direcciones. Eran afortunados. El TSJ no sólo no les afectaba, sino que les servía la comida con abundancia.

Cuando sacamos el último cadáver nos dejamos caer, resoplando, contra los restos de una furgoneta calcinada. Uno de los Verdes se acercó hacia nosotros y nos lanzó unos cuantos paquetes de raciones de emergencia del ejército.

—En ese bidón tenéis quince galones de agua —dijo, señalando un barril de metal que en ese momento sacaban de la máquina del tren entre resoplidos—. Y aquí tenéis unas cuantas raciones de emergencia. A partir de aquí es cosa vuestra, pero por vuestro propio bien, será mejor que no se os ocurra volver a acercaros a Gulfport. No sois bien recibidos allí. No queremos volver a veros. Nunca. ¿Está claro?

—Esto es un asesinato —murmuró una mujer (una de las tres que había sobrevivido) desde un extremo—. Estamos en medio de un maldito desierto, y no tenemos adónde ir. En pocas horas el TSJ nos transformará en No Muertos y no se os ocurre mejor cosa que darnos unos litros de agua y unas chucherías para pasar un rato. ¿Queréis tener la conciencia más tranquila? ¡Pues olvídalo!

—Cállate la boca —replicó el Verde—. Y agradece que no te meta una bala en la cabeza. Habéis sido condenados a destierro, aunque por mi parte os mataría a todos. Pero yo sólo cumplo órdenes.

—Muy amable —conseguí murmurar. Estaba volviendo a sudar otra vez, y no sabía si era por el esfuerzo o porque el virus me estaba atacando de nuevo. El problema era que no quería que nadie viese mis reservas de Cladoxpan. Tendría que esperar un rato.

—Vamos a por ellos —masculló de improviso entre dientes el tipo que estaba sentado a mi lado—. En cuanto den la señal.

—¿Qué dices? —pregunté, casi sin mover la boca. No sabía de qué iba aquello.

En ese instante el hombre que estaba sentado en el extremo de la fila, el más cercano al Verde, saltó como un resorte hacia el soldado. Éste, sorprendido, apenas tuvo tiempo de levantar su fusil antes de que el chicano impactase contra él. Ambos cayeron al suelo, en una maraña confusa de brazos y piernas. El arma se disparó, y uno de los dos fue alcanzado por las balas, pero era imposible saber quién. La locura se había desatado.

Al menos la mitad de los deportados se lanzaban sobre los guardias, tratando de arrebatarles las armas. Los Latin Kings supervivientes parecían estar al mando. Aquél debía de ser una especie de plan de urgencia tramado en la oscuridad del vagón y estaban tratando de llevarlo a cabo.

Sin embargo, los problemas empezaron a acumularse. En primer lugar, habían cometido el error de no compartir sus planes con el resto de los supervivientes. Al igual que yo, otra media docena de deportados, confusos y asustados, tratábamos de decidir a toda velocidad qué hacer. Algunos se pusieron a salvo detrás de los restos de la furgoneta, mientras que otros se sumaron al asalto improvisado. El resto se quedaron de pie, sin saber muy bien cómo reaccionar. Pero, cuando la primera ráfaga de un M4 partió a uno de los indecisos por la mitad, todos saltaron electrizados en las cuatro direcciones.

El plan era valiente, pero estúpido. En vez de centrarse en alcanzar la locomotora diésel del tren, se habían enzarzado en una pelea desigual con los Guardias Verdes. Esto había dado tiempo al resto a cerrar a cal y canto las puertas de la máquina y atrincherarse dentro. Desde el techo de la locomotora, un Verde se afanaba en amartillar una ametralladora pesada.

Pude intuir lo que iba a pasar en cuestión de segundos.

—¡A cubierto! —grité justo antes de arrojarme en una zanja medio llena de cadáveres putrefactos.

La ametralladora pesada comenzó a disparar, llenando el aire de pesados avispones de plomo. Los ilotas que estaban al descubierto se contorsionaron en una retorcida danza de la muerte cuando las balas los atravesaron sin piedad. Incluso un Verde fue alcanzado por el fuego amigo, pero eso era lo de menos. Al cabo de un minuto, el intento de asalto había fracasado tan rápidamente como había empezado.

—¡Joder, estos cabrones casi nos dan un susto! —dijo una voz tras una máscara antigás.

—¿Estáis todos bien? —preguntó alguien desde el tren.

—¡McCurry y Weiss están jodidos! —replicó otro—. ¡Carllile, pedazo de gilipollas. Te has cargado a Weiss!

—¡Se metió en medio de mi línea de tiro! —contestó el otro, desde el techo de la locomotora—. ¡Yo no tengo la puta culpa!

—Ya discutiremos esto más tarde —dijo la primera voz, con autoridad. Debía de ser el jefe—. Comprobad que están todos muertos y larguémonos de aquí. Este sitio me da escalofríos.

Desde el fondo de la zanja oí cómo los Verdes iban revisando los cadáveres uno a uno. En un par de ocasiones sonaron las detonaciones sordas de sus fusiles, cuando remataban a algún herido. No tenía demasiado tiempo para actuar. Sujeté el cadáver que tenía más cerca y me lo puse encima, al tiempo que trataba de enterrar mis piernas entre una montaña de cuerpos. Después, lo único que podía hacer era quedarme muy quieto y rezar.

La gravilla al lado de la zanja crujió cuando alguien se acercó. Contuve la respiración, sofocado por el intenso hedor de aquella pila de cadáveres. Al cabo de unos interminables segundos, aquella persona se alejó andando. Exhalé, aliviado. Entonces me di cuenta de que había dejado la cesta con Lúculo apoyada al lado de los restos de la furgoneta. Sentí que mi corazón se detenía. Si encontraban el gato, sin duda lo matarían, y además se llevarían mi medicamento.

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