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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (40 page)

Jadeé, tratando de recuperar el resuello. Tuve que hacer tres intentos antes de poder sacar el hacha de su cabeza, pero finalmente lo logré. Con el filo ensangrentado del hacha por delante comencé a caminar hacia la casa. Parecía un psicópata enloquecido.

Abrí la puerta con cuidado y me asomé al interior. Estaba claro que el propietario nunca había sido un dechado de orden. Dos años de abandono habían cubierto todos los muebles de una fina capa de polvo del desierto. Sin embargo, en medio del suelo polvoriento se distinguían perfectamente un par de huellas titubeantes. Con la sangre palpitando seguí las huellas hasta la cocina.

Al final del rastro, junto a una chimenea, el cuerpo de una No Muerta se reanimó al oírme llegar. La mujer se lanzó sobre mí, pero tropezó con un pequeño escabel tirado en el suelo y cayó desmadejada. Sin dudarlo ni un minuto, la golpeé con el hacha una y otra vez, hasta que su cabeza se transformó en una masa informe de hueso, carne y sesos.

Me dejé caer sobre un sofá, levantando una nube de polvo. Con toda la tranquilidad del mundo, cogí un paquete de Marlboro arrugado que estaba tirado por allí y me encendí un cigarrillo. Estaba asombrado de mí mismo. Me había llevado por delante a dos monstruos en menos de cinco minutos y ni siquiera se me había acelerado el pulso. Un tiempo atrás, aquello habría sido impensable. Qué curioso…

La sangre de la No Muerta se abría paso entre la arenilla del suelo, creando extraños meandros a medida que se extendía. Cuando la sangre llegó hasta mi zapato se dividió en dos ramales que se perdieron debajo del sofá. Tiré el cigarrillo al suelo después de darle dos caladas. De repente se me habían ido las ganas de fumar.

Recorrí toda la casa sin encontrar a nadie más. En el sótano, sin embargo, me llevé una maravillosa sorpresa. Un arcón congelador, lleno hasta los topes de enormes trozos de carne de ternera congelada. Se me hizo la boca agua nada más verla. Aquella noche tendría una cena de primera.

Tan sólo me quedaba por registrar el granero. Salí de nuevo al exterior y crucé el patio en dirección a la gran estructura de madera roja. Sobre el cuerpo del vaquero que acababa de matar dos buitres negros se daban un festín, engullendo con parsimonia los sesos desparramados del No Muerto. Las aves me miraron con curiosidad mientras pasaba, pero no hicieron el menor amago de huir. Poco a poco, le iban perdiendo el miedo al ser humano. Observé que estaban gordas y lustrosas. No era de extrañar. En los últimos tiempos no les había faltado la comida.

La puerta del granero estaba cerrada por fuera con un grueso candado. Maldije por lo bajo. La llave podía estar en cualquier parte, y no tenía ni tiempo ni ganas de buscarla. Desenfundé la Beretta y apunté al candado.

El disparo sonó como un trueno y los buitres, asustados, levantaron vuelo, aleteando malhumorados. El disparo tenía que haberse oído muy lejos, pero no me importaba. No había nadie —ni siquiera No Muertos— en muchos kilómetros a la redonda.

El interior del granero estaba oscuro, y muy fresco. Una sensación de humedad muy intensa me sorprendió nada más entrar. Al cabo de un instante descubrí el motivo. Una bomba de agua situada al fondo del edificio había reventado en algún momento. El agua salida de un pozo artesano fluía a borbotones y tras crear un pequeño lago en la parte posterior del granero se escapaba por debajo del muro de madera, hasta perderse en el desierto.

El interior estaba cargado de humedad, y algunos sacos de cereales habían reventado, cuando el grano que contenían había germinado. Todo el granero estaba impregnado de un curioso olor. En medio del charco, un enorme tractor John Deere dormía un sueño eterno, esperando una cosecha que iba a tardar muchos años en llegar.

Rodeé el tractor con cautela y divisé un bulto blanquecino junto a la pared. Estaba situado junto a una mesa de trabajo y una apolillada alfombra naranja enrollada, cubierto con una sábana blanca. Rodeé la mesa y la alfombra y, con la mano que me quedaba libre, tiré de la sábana.

—Gracias, Dios —murmuré a través de mis labios agrietados—. Gracias.

Porque lo que se escondía debajo de aquella sábana eran dos hermosas y resplandecientes motocicletas.

Una hora más tarde estaba de nuevo dentro del granero. El sol ya se estaba poniendo y la noche caía sobre el rancho Doble Jota. Dentro del edificio de madera había encendido una fogata donde chisporroteaban a fuego lento unos fantásticos trozos de ternera llenos de grasa.

Lúculo dormía plácidamente tan cerca del fuego como podía soportar sin chamuscarse. Tras un buen rato dudando había decidido inyectarle tan sólo una pequeña parte de la dosis de antibiótico de un frasco. Calculé la proporción que correspondería a su peso y recé porque aquello no lo dejase seco. El antibiótico no parecía sentarle mal a mi pequeño amigo, que descansaba con suaves ronquidos y con mejor aspecto que unas horas antes. No podía jurarlo, pero estaba casi seguro de que le estaba haciendo efecto. Le había limpiado la herida y cambiado el vendaje. Aún tenía algo de infección, pero todo parecía indicar que Lúculo saldría de ésta. Se había dejado una de sus vidas gatunas en el camino, pero iba a lograrlo.

Yo estaba demasiado extasiado contemplando mi nueva adquisición. Debajo de la manta había dos motocicletas, una enorme y pesada Honda Goldwing y una moto coreana de ciento veinticinco centímetros cúbicos, fea y pequeña.

La Goldwing relucía a la luz de la hoguera. Era uno de esos transatlánticos de carretera, ancha y robusta, con un amplio asiento y un manillar repleto de diales. Era una moto para hacer miles de kilómetros, y estaba en un estado soberbio, al igual que la otra.

Evidentemente, mi primera opción había sido la Goldwing, pero tenía dos problemas. El primero era que la batería estaba totalmente descargada, y aquel motor de inyección no arrancaría de ninguna manera sin una batería. El segundo problema era que aquella moto era demasiado grande y poco manejable. En una carretera sin obstáculos sería perfecta, pero estaba seguro de que encontraría más de un atasco por el camino, atascos de los que tal vez necesitaría salir a toda velocidad.

Entonces me volví hacia la coreana. Era de una marca de la que no había oído hablar en la vida
(¿¿Daystar??
), y tenía un estilo chopper algo basto, con acabados baratos. Sin embargo era pequeña, ligera y de aspecto robusto y, lo más importante, tenía un motor de carburación, que se podía encender con un pedal de arranque.

Le di la vuelta a la carne sobre el fuego y me acerqué a la motocicleta. La hice rodar hasta el centro del granero y me subí sobre ella. Al menearla pude comprobar que el depósito estaba lleno. Perfecto. La puse en punto muerto y comencé a darle patadas al arranque de pedal durante casi diez minutos. El motor, tras dos años parado, se ahogaba y tosía, incapaz de encenderse. Saqué la bujía, la limpié con esmero y volví a colocarla en su sitio. Una vez más, me subí sobre el pedal de arranque y me dejé cae sobre él con fuerza.

El motor cobró vida con un sonido rasposo, y un petardazo de humo negro salió por el tubo de escape. Sonreí, aliviado, y di un par de acelerones. La Daystar rugía, con un sonido algo sordo, pero rugía. Tenía un medio de transporte para salir de allí.

Salté de la moto, eufórico y comencé a ejecutar una absurda danza irlandesa en medio del granero, demasiado feliz para permanecer quieto.

Y de repente, la alfombra naranja emitió un gruñido.

Solté un grito de espanto y me dejé caer al lado del fuego, con el corazón latiendo de forma salvaje. No podía haber oído bien. No podía ser cierto.

La alfombra emitió otro gruñido, como para demostrarme que estaba equivocado. Tropecé con todo mi equipaje mientras iba en busca de la pistola y sin querer arrojé las chuletas sobre las brasas.

El aire se llenó inmediatamente de un olor a carne quemada, mientras sujetaba la Beretta con manos temblorosas.

La alfombra volvió a gruñir y esta vez hizo un pequeño movimiento. Me acerqué con cautela, sin apartar la mirada de aquella montaña de tejido medio podrido. Al fijarme mejor sentí cómo todos mis pelos se erizaban.

Aquello no era una alfombra.

Era un maldito No Muerto.

Lo que había tomado por una capa de tejido era en realidad una enorme colonia de hongos filamentosos naranjas que cubrían todo el cuerpo de un pobre desgraciado. La oscuridad del interior del granero y el elevado nivel de humedad habían ayudado a que el moho se propagase rápidamente sobre el individuo, hasta ocultarlo por completo.

Recordé que el granero estaba cerrado por fuera cuando llegué. No era muy aventurado suponer que aquella persona había sido la primera en transformarse. Los otros dos habitantes del rancho no habían tenido agallas suficientes para matarle (¿eran sus padres?, ¿sus hermanos?) y lo habían encerrado dentro del granero, sin saber que el TSJ ya corría también por sus venas. Y allí había estado, pudriéndose lentamente en aquel ambiente cargado de humedad, hasta que había llegado yo.

Me pregunté por qué no se movía. Paso a paso me fui acercando con cautela, preparado ante cualquier movimiento imprevisto. Cuando estaba casi a su lado pude ver que el hongo había devorado la mayor parte de la masa muscular del (
¿hombre, mujer? Es imposible decirlo
) individuo. Por eso no se movía. No podía levantarse, ni mover los restos de músculo que le quedaban. Tan sólo era un esqueleto, apenas cubierto por los restos de carne que el hongo no había devorado todavía, envuelto en un espeso plumón de filamentos naranjas. Sin embargo, su cerebro, bien protegido dentro del cráneo, aguantaba hasta el final. Aunque suponía que tampoco debía de quedarle mucho.

Era horrible. No me podía imaginar una agonía peor.

Me senté muy despacio, sin apartar la mirada de aquella ruina humana. En el sitio donde tendría que haber estado la cabeza, un bulto se movía, siguiendo mis movimientos. Los ojos habían desaparecido hacía mucho tiempo, y sospechaba que todo el oído interno, cálido y húmedo, también, pero aun así aquel ser seguía
sintiendo
de alguna manera que estaba a su lado, muy cerca. Era escalofriante y repulsivo a partes iguales.

Medité sobre aquel asunto durante un rato, valorando sus implicaciones. Era tan asombroso que resultaba casi increíble. Descartando que fuese un caso especial, si los hongos se habían tragado a aquel No Muerto hasta casi destruirlo, era de suponer que todos los demás tendrían que seguir su mismo destino tarde o temprano. Al menos los que estaban en zonas húmedas y con temperaturas templadas, donde los hongos podían crecer con facilidad.

Los alrededores de Gulfport, pegados al mar, eran un lugar idóneo. Lamenté no haber tenido tiempo para poder hablar con algún ilota y preguntarle qué era lo que se estaban encontrando en el exterior. Me apostaría lo que me quedaba de Cladoxpan a que por los alrededores de la ciudad de Greene muchos No Muertos estaban adquiriendo un aspecto similar.

Eso me llevó a pensar en mi casa, en Galicia. Un sitio húmedo y lluvioso, como casi toda la costa atlántica, verde como Irlanda y mojado tres de cada cuatro días. Habían pasado dos años desde que había salido de allí. Me preguntaba si allí los No Muertos estarían igual. Sin darme cuenta comencé a sollozar, invadido por la nostalgia. Me sentía solo, muy solo, y muy lejos de cualquier sitio al que pudiese llamar hogar. Toda la euforia que me inundaba apenas un minuto antes se había evaporado por completo.

Oí un débil maullido. Lúculo asomó su cabecita desde dentro de la cesta y se las apañó para salir a tropezones. Resultaba descorazonador ver a un gato tan ágil tambalearse como un anciano. Con andares temblorosos se acercó hasta mi regazo. Haciendo un esfuerzo, se subió a mis piernas y se aovilló de nuevo sobre mí, ronroneando. Entonces rompí a llorar sin freno. Jodido gato. De alguna manera, se había dado cuenta de que lo necesitaba. De allí en adelante, cada vez que me preguntase por qué lo arrastraba conmigo a través de medio mundo, me acordaría de aquel momento.

Pasé el resto de la noche en un duermevela ligero. Antes de acostarme al lado de los rescoldos de la hoguera, decapité de un hachazo al No Muerto convertido en pelusa y aplasté su cabeza. Aunque no era un peligro para nadie, no podía dejarlo tirado de aquella manera. No era justo para él.

Me arrebujé en unas mantas de caballo y traté de conciliar el sueño. El día siguiente sería muy largo, y muy duro, pero me acercaría inexorablemente hasta Gulfport, donde me esperaba mi gente.

Y mi venganza.

39

Páramo

Día 3

A la mañana siguiente salí muy temprano. No podía arriesgarme a circular de noche con una moto, no en las condiciones en las que se encontraban las carreteras. Era una invitación a un accidente rápido, absurdo y posiblemente mortal. Recorrería el camino hasta las horas de más calor del mediodía, en las que haría una pausa. Después, continuaría hasta que cayese la noche.

La Daystar pesaba un montón para ser una moto pequeña, aunque a los pocos kilómetros demostró ser una excelente elección. Tenía el suficiente brío para sacarme de un atolladero y era muy manejable. Además, su mecánica, sencilla pero robusta, me garantizaba que sería poco probable sufrir una avería de motor. La moto petardeaba alegremente mientras cogía velocidad por la pista de arena, camino de la calzada principal.

Tenía dos opciones: o bien seguir la vía del tren o bien seguir la red de carreteras secundarias que tenía dibujadas en el mapa. Hasta aquel momento la vía férrea había sido mi hilo conductor, pero en el mapa se veía que trazaba una inmensa curva hacia el norte antes de volver de nuevo hacia el sudeste, donde estaba mi destino. Y no sólo eso, sino que además pasaba peligrosamente cerca de algunos núcleos de población muy grandes, atravesando algunos de ellos. Lo que no era un problema para una locomotora de varios cientos de toneladas convenientemente reforzada, era un obstáculo insalvable para un tipo en una motocicleta que llevaba parada más de dos años.

No podía pasar por aquellos lugares ni loco. La moto me permitiría esquivar No Muertos solitarios, incluso pequeños grupos, pero en medio de una multitud estaría muerto antes de diez minutos. Bastaría con que uno de ellos se cruzase en medio de mi camino para que me fuese al suelo. Después, estaría listo.

Así que no me quedaba otra opción que seguir las carreteras secundarias. Tan sólo tendría que acercarme a un par de pueblos, y no esperaba encontrarme demasiados No Muertos. Mis problemas eran otros. Necesitaba encontrar gasolina por el camino. Y mi reserva de Cladoxpan no dejaba de bajar de forma alarmante.

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