Read La Ira De Los Justos Online

Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (43 page)

Gulfport se deshacía de sus residuos en un vertedero situado a pocos kilómetros de la ciudad. No de todos, evidentemente, ya que la mayor parte se arrojaban al mar, pero sí de aquellos más tóxicos y más contaminantes, incluidos los cadáveres de los ilotas que fallecían en el gueto y de los No Muertos que se derrumbaban por los hongos demasiado cerca del Muro. Nadie quería sufrir una epidemia a causa de la putrefacción de cientos de cadáveres.

Así, aquel convoy lamentable había salido de la ciudad al caer la tarde, a través del sistema de compuertas del Muro. Tras atravesar lentamente la multitud de No Muertos que rodeaba la ciudad mediante el sutil método de empujarlos a los lados con un bulldozer (debía de haber unos cien mil cadáveres vivientes tratando de encontrar una posible entrada), la caravana se había alejado a la mayor velocidad posible para evitar que parte de aquellos No Muertos les siguiesen. Eso era fácil, ya que la carretera estaba despejada por expediciones anteriores y, además, el estado general de los seres cadavéricos era más bien lamentable. De ninguna manera podían competir con la velocidad de los vehículos, ni siquiera los que estaban más «frescos».

Cuando a Pritchenko le contaron que los No Muertos estaban siendo devorados por hongos y líquenes, el ucraniano no se lo creyó. Tan sólo cuando lo vio con sus propios ojos pudo dar fe de que aquello era real. Y de que se abrían un montón de interesantes variables. Pero antes era necesario hacerse con el control de Gulfport, y de las reservas de Cladoxpan, o todos los ilotas estarían irremediablemente condenados antes de llegar al siguiente nivel.

—¿Estás seguro de que llevamos el cargamento con nosotros? —preguntó a Mendoza, por tercera vez desde que habían salido.

—No lo sé, güero, no lo sé —replicó el otro, molesto—. Hasta que saquemos una tonelada de basura y cadáveres de encima no lo sabremos. Pero si de algo estoy seguro es de que los Justos jamás nos han fallado, y no creo que ésta vaya a ser la primera vez.

Viktor asintió y comprobó el seguro de su arma. La tensión dentro del convoy era evidente. El asalto definitivo a la ciudad estaba previsto para la noche siguiente y, a menos de veinticuatro horas de jugarse el todo por el todo, los ilotas y sus aliados estaban realmente nerviosos. Jamás habían conseguido madurar un plan hasta aquel punto. Incluso la red de chivatos de Greene parecía estar dando palos de ciego. El reverendo sabía que algo se estaba cociendo dentro del gueto, pero no sabía qué era ni cuándo iba a ser. La única pieza que faltaba en el puzle era la reserva de Cladoxpan que se suponía que estaba oculta dentro de aquellos camiones.

En cuanto la tuviesen en sus manos, la Ira de los Justos podría desatarse sobre la ciudad blanca.

El convoy subió trabajosamente la loma. Al llegar a la cima se detuvo. En el fondo de una hondonada, unas montañas de deshechos medio carbonizados se consumían lentamente en una hoguera que no se apagaba desde hacía meses. Un grupo de una docena de No Muertos errantes vagaban aquí y allá entre los restos, perdidos en medio de aquel paisaje lunar. El blindado que iba en cabeza pegó un acelerón y se internó entre las fogatas, con un par de tiradores asomados por las escotillas. Sin detenerse ni un segundo, se acercaban a los No Muertos y les descerrajaban una ráfaga de balas antes de irse a por el siguiente. Antes de que Viktor pudiese darse cuenta, habían asegurado todo el entorno.

—Ahora son pocos, y es muy fácil —explicó el conductor del camión, un hindú entrado en años y en carnes—. Hace un tiempo, tardábamos varias horas en poder acercarnos para vaciar con seguridad, y además se gastaba un montón de munición.

—Hazle caso a Apu. Es uno de los habitantes del gueto más antiguos. Lleva casi dos años haciendo esta ruta y sabe de lo que habla —intervino Mendoza.

El hindú hizo un gesto modesto y levantó el brazo mientras le mostraba a Viktor una deslumbrante y blanca sonrisa. En su antebrazo se veía la huella de una vieja herida.

—Hace año y medio —explicó—. Casi no lo cuento. Había unos doscientos podridos aquí y uno de esos cabrones consiguió colarse dentro de la cabina. Pero salimos adelante, como siempre.

Viktor se le quedó mirando, pensativamente. Aquella gente no dejaba de sorprenderle. Pese a todas las circunstancias y las dificultades, pese a vivir una existencia esclava y miserable, aún seguían teniendo una enorme alegría de vivir. Era admirable.

—¿De verdad te llamas Apu? —le preguntó, zumbón.

—Es una historia muy larga —replicó el otro, haciendo un gesto con la mano—. Mi verdadero nombre tiene demasiadas consonantes para los que no han nacido en Sri Lanka.

—Puedo imaginármelo —dijo Viktor, volviéndose hacia Mendoza—. Y ahora ¿qué?

—Ahora, a trabajar de basureros,
carnal
—contestó, mientras el camión se colocaba en posición—. Vamos a mancharnos las manos.

Los camiones colocaron sus volquetes en torno a un hoyo y fueron descargando por orden su pestilente carga. En medio de deshechos médicos y basura podrida, Viktor adivinó la presencia fugaz de brazos, piernas y cabezas que desaparecían con rapidez entre las llamas de la hoguera que rugía en el fondo. El olor a carne y pelo quemado era acre y penetrante.

—Vale, ahora con calma, ¡cuidado! —gritó Mendoza, haciendo un gesto.

Un par de ilotas se encaramaron en uno de los volquetes haciendo caso omiso del terrible olor que desprendía. Armados con linternas se metieron en su interior y asomaron al cabo de un rato.

—¡Están al fondo, sujetos con cables de acero! ¡Hay barriles, una docena de ellos por camión! —gritaron por encima del ruido de los motores, mientras sacaban uno con gran esfuerzo.

—Perfecto —murmuró Mendoza, que abrió la tapa del barril con la punta de su cuchillo—. Veamos qué hay aquí dentro.

Nada más destapar el barril, el penetrante y característico aroma del Cladoxpan impregnó la atmósfera. Los hombres sonrieron y se acercaron al barril, con expresión ansiosa. Unos cuantos incluso tenían los ojos vidriosos y no podían apartar la mirada del líquido lechoso.


Gato…
—El hindú del camión chasqueaba la lengua mientras trataba de tragar saliva. Las manos le temblaban como a un alcohólico—. Un traguito… creo que nos lo hemos ganado.

El mexicano les miró ceñudo, pero asintió ligeramente.

—Un vaso por cabeza. Ni una gota más.

Los ilotas aullaron y se congregaron en torno al barril. Viktor se apartó un poco para que pudieran beber a gusto. Se fijó en que los hombres tendían a apurar su vaso a grandes tragos, de manera golosa, mientras que las mujeres bebían a tragos lentos y comedidos, y algunas incluso dejaban una parte para después.

El ucraniano sonrió. Estaba seguro de que a su amigo el abogado se le habría ocurrido algún comentario jocoso sobre aquello, y que ambos tendrían que haber hecho un esfuerzo para no reventar a carcajadas. Habrían estado en una esquina, con los ojos llorosos y la boca contraída, tratando de sofocar las risotadas, disfrutando de aquel pequeño detalle.

Al pensar en eso sintió una enorme punzada de dolor. Aún no había aceptado su pérdida, y estaba seguro de que tardaría mucho en asumirlo. El ucraniano era un hombre duro. Había perdido a muchos amigos en Chechenia, en la guerra, y más tarde su mujer y su hijo habían desaparecido en medio del caos de la pandemia. Todo eso le había dotado de una gruesa piel de elefante, bajo la cual escondía sus sentimientos.

Pero estos sentimientos no desaparecían, sino que todavía estaban allí, y Viktor era consciente de que tarde o temprano tendrían que aflorar. Pero también sabía que cuando lo hicieran el dolor sería enorme, intenso y difícil de apaciguar.

Pero mientras tanto, debía aguantar y soportarlo. Sobre todo por Lucía. La joven estaba absolutamente destrozada.

Durante los tres primeros días habían albergado muchas esperanzas. Sabían que el antiguo abogado era un hombre de muchos más recursos de los que él mismo admitía poseer. Confiaban en que su vagón fuese uno de los que se descargase más cerca de la ciudad, y que desde allí encontrase un medio para volver a Gulfport. Aunque ningún deportado lo había logrado con anterioridad, sabían que era posible.

Pero ya habían pasado siete días desde la deportación, y no había ni el menor rastro de él. Incluso aunque estuviese todavía con vida, su reserva de Cladoxpan tenía que estar en las últimas. Strangärd les había dado la terrible noticia de que Greene le había inoculado el virus como parte de su condena de destierro, o al menos eso anunciaba el periódico local.

No, definitivamente, no quedaba esperanza.

—Bien, ya ha bebido todo el mundo. ¡Es hora de irnos! —gritó Mendoza.

Los ilotas, visiblemente relajados tras beber el medicamento, se aseguraron de que los barriles cargados de la preciosa mercancía estuviesen bien asegurados dentro de cada camión. Después, se encaramaron en sus vehículos y el mexicano dio la orden de iniciar la marcha.

La caravana comenzó a subir la cuesta de la colina, alejándose de la hondonada donde ardían los desperdicios y los cadáveres de la ciudad. De repente, uno de los ilotas apretujados con Mendoza y Viktor en la cabina señaló a lo lejos.

—¿Qué es aquello? —preguntó con los ojos como platos.

A Viktor se le escapó una ristra de palabrotas en ruso, mientras Mendoza se santiguaba dos veces en rápida sucesión. El conductor hindú del camión pegó un frenazo, asustado, y toda la columna se detuvo de inmediato.

Sobre la colina, una mula con un cuerpo desmadejado en su lomo trotaba alegremente hacia la caravana.

43

Viktor saltó del camión un segundo antes de que éste se detuviese por completo y echó a correr hacia la mula.

Sabía que tenía que ser
él
. Lo sabía.

Cuando llegó junto al animal se detuvo, jadeando. El jinete estaba caído de bruces sobre el cuello de la mula, y tenía las piernas atadas con unos cordeles a un par de alforjas destrozadas sujetas en el lomo del equino. De no ser por aquella sujeción de fortuna, habría caído sin remedio al suelo.

Algo rebulló dentro de una de las alforjas, profiriendo un maullido que al ucraniano le sonó muy familiar. A Pritchenko se le iluminó el rostro y avanzó la mano hacia la alforja.

De repente, el cuerpo derrumbado sobre la mula soltó un gruñido aterrador.

Viktor se quedó completamente paralizado por la impresión. El cuerpo situado sobre la mula se irguió torpemente y miró al ucraniano con una expresión perdida y apagada que le era terriblemente familiar. Su piel estaba cubierta de miles de pequeñas venas a punto de explotar y tenía una palidez cadavérica.

Oh, joder, vamos, no puede ser…

—¡Apártate de eso! —gritó Mendoza a su espalda, mientras trataba de recuperar el resuello. El mexicano había subido corriendo la colina detrás de Viktor y acababa de llegar junto a él. Al ver lo que había sobre la mula desenfundó su pistola y la amartilló ruidosamente.

—Acabemos con esto de una vez —murmuró mientras apuntaba cuidadosamente.

—¡No! —gritó Viktor—. ¡No lo hagas! ¡Mira sus venas!

—Están hinchadas, como las de todos estos monstruos —replicó Mendoza, sin entender demasiado lo que quería decir el ucraniano.

—¡Sí, pero no han reventado todavía! —Pritchenko le sujetó por una manga y le hablaba rápido, con urgencia—. ¡Aún no se ha completado la transformación! ¡Todavía podemos ayudarlo!

—Si aún no se ha transformado, no le falta mucho —replicó Mendoza, cáustico—. ¿Cómo quieres ayudarlo?

—Con el Cladoxpan —replicó Viktor, muy serio—. Con una dosis masiva. Podría funcionar.

—No podemos prescindir del que tenemos —contestó Mendoza, dubitativo—. En pocas horas vamos a comenzar una revolución, y necesitaremos hasta la última gota.

—Mendoza, no me jodas —replicó Viktor, con una nota de amenaza en su voz—. Tienes varios miles de litros aquí mismo, y sólo necesito tres o cuatro de ellos. ¿Vas a dármelos por las buenas o tendrás que romperme otro par de costillas para convencerte?

—Está bien, güero, tranquilo. —Mendoza levantó las manos, conciliador—. Coge lo que necesites. Pero se lo darás tú. Yo no pienso acercar ni un dedo a esa boca rabiosa.

Como si le hubiese comprendido, el ser situado sobre la mula emitió un gemido amenazador mientras estiraba las manos hacia el mexicano. Viktor, sin hacer caso, corrió hacia el primer camión y agarró por el pescuezo a dos ilotas que estaban mirando la escena a unos cuantos metros. Tras un par de minutos volvió a subir la colina con los ilotas, que le ayudaban a rodar uno de los barriles llenos de Cladoxpan.

—¿Cómo pretendes hacérselo beber? —preguntó Mendoza—. No creo que acepte una copa, ya me entiendes.

—Lo haremos mediante el buen y viejo método del ejército soviético —replicó Viktor mientras ponía el barril de pie y sacaba la tapa superior con la punta de su cuchillo—. Si no puedes hacer algo de buenas maneras, prueba con la fuerza bruta.

El ucraniano se acercó por detrás al jinete y antes de que le diese tiempo a reaccionar lo sujetó mediante una llave de judo. Al mismo tiempo los dos ilotas, uno por cada lado, cortaron las correas que lo mantenían sujeto a la mula. Aprovechando el impulso, Viktor le dio un empujón y le hizo caer de cabeza dentro del barril.

Al principio se sacudió furioso, pero el ucraniano le sujetó la cabeza debajo del líquido con una mano de hierro, mientras con la otra le hacía un placaje en la espalda. Cuando el jinete no pudo aguantar más la respiración, comenzó a tragar. Entonces, el ucraniano le levantó la cabeza tirándole del pelo, y después de unos segundos volvió a metérsela de lleno en el barril.

Pritchenko repitió esta maniobra una docena de veces, con el furor implacable de un interrogador. En cada una de las ocasiones, conseguía hacerle tragar una cantidad de Cladoxpan cada vez mayor. Finalmente, las convulsiones comenzaron a cesar y su cuerpo se relajó. Viktor, por fin satisfecho, lo apartó del barril y lo tumbó con delicadeza en el suelo, al lado de la mula, que los miraba con ojos sorprendidos.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Mendoza.

—Ahora sólo queda esperar —contestó Viktor tratando de aparentar más calma de la que realmente sentía—. Y supongo que cruzar los dedos para que todo vaya bien.

Lo primero que noté cuando abrí los ojos fueron unas náuseas muy potentes. Había un olor insoportable en el aire, y sentía los pulmones encharcados, como si hubiese estado a punto de ahogarme. Estaba tumbado boca arriba, y alguien me había puesto una manta por encima. Ya había anochecido, y las estrellas titilaban débilmente en el firmamento. La luz de un puñado de enormes hogueras alumbraba por un lado y me permitía distinguir una serie de figuras entre las sombras.

Other books

Crash and Burn by London Casey
A Man to Trust by Yeko, Cheryl
A Promise Kept by Robin Lee Hatcher
Christmas Runaway by Mimi Barbour