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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (48 page)

No.

Era algo infinitamente peor, como un millón de veces más fuerte. Si el dolor habitual era la llama de un mechero, en aquel momento estaba sintiendo una maldita explosión nuclear en su rodilla.

Se levantó a rastras y, maldiciendo, fue hasta el baño. Vivía en el ático del edificio del ayuntamiento, en una zona que había sido reformada exclusivamente para él. No había demasiados lujos en el interior de sus habitaciones. Una cama espartana, un escritorio de madera con una silla y un inmenso crucifijo colgado de una pared. Por lo demás, tan sólo una caja fuerte situada en un rincón de la habitación, atornillada al suelo.

Aquello era todo lo que necesitaba. El resto se lo facilitaría el Señor.

Mientras se tragaba un puñado de Vicodinas para amortiguar el dolor, escuchó los disparos distantes que sonaban en el gueto. Había dado la orden de liquidación aquella misma tarde. Una voz había sonado en su cabeza, y le había dicho que aquél era el momento. Todos aquellos que no eran agradables a los ojos del Señor debían morir. Jesucristo, en su infinita bondad, le permitiría salvar a un par de miles de ellos, para que expiasen su culpa con el trabajo antes de la muerte, pero nada más. El fuego del arcángel Gabriel debía arrasar a los pecadores, y él era Su instrumento. Se acodó en la ventana mientras esperaba a que los analgésicos le hiciesen efecto. Aún estaba temblando a causa de aquella pesadilla. Había sido tan real…

Un presentimiento sombrío le invadió. Algo realmente terrible estaba a punto de suceder. Su rodilla jamás se equivocaba, y nunca había gritado con tanta fuerza.

De repente, como si el destino hubiese oído sus palabras, una serie de enormes explosiones se elevaron en el horizonte del gueto. Parecía que Grapes estaba encontrando más dificultades de las previstas para liquidar a los negratas y a los chicanos.

Grapes. Se estaba volviendo demasiado difícil de controlar. Era muy inteligente, y fanáticamente leal, pero tenía una vena de locura que le volvía impredecible. Había sido un eficaz instrumento del Señor durante largo tiempo, pero su hora se acercaba. Greene se dijo que tendría que encargarse de él. Quizá un accidente. O un envenenamiento. El Señor se lo diría.

De súbito, una explosión terrorífica hizo temblar el edificio. Desde la zona de la refinería, una enorme bola de fuego se elevaba hacia el cielo, proyectando enormes trozos incandescentes de acero al aire.

El reverendo Greene sintió cómo sus testículos se transformaban en dos pelotas de hielo. Y justo en ese instante, su rodilla comenzó a latir con unos pulsos constantes y rítmicos como jamás había sentido.
Thump, thump, thump
. Era como el tambor de una ejecución.

Greene apartó esos pensamientos macabros de su cabeza y volvió al interior de la habitación. A toda prisa comenzó a vestirse, mientras avisaba a los Guardias Verdes que montaban guardia en la antesala, para que estuviesen preparados.

A medio vestir, se acercó hasta la caja fuerte y la abrió. Allí dentro, junto con un archivador secreto lleno de fotos que nadie sino el reverendo podía mirar y un par de sacos llenos de piedras preciosas, reposaba un Colt M1911 y dos cargadores. Greene sacó el arma, la cargó y la enfundó en la chaqueta.

Había llegado el momento de defender su reino. Había llegado el momento de ser un instrumento del Señor.

Y en ese instante, la sombra negra que dormitaba dentro de él comenzó a rebullir, inquieta.

Los blindados de Hong se abrían camino a través de la ciudad blanca con la misma facilidad con la que un cuchillo caliente corta la mantequilla. Tan sólo habían encontrado grupos dispersos de milicianos para hacerles frente en algunos cruces. No eran rival para las disciplinadas tropas del coronel, y fueron eliminados por los norcoreanos con una facilidad insultante. Ése no era su problema. Su maldito problema era que se habían perdido.

Aquella ciudad estaba resultando ser un laberinto en medio de la noche. Ni siquiera podían detenerse para orientarse, porque de todas partes salía el fuego graneado de civiles que actuaban como francotiradores. (Lo que no sabían aquellos civiles era que pocos minutos después tendrían que hacer frente a una amenaza mucho peor, en la forma de una marea de No Muertos.)

Al llegar a un cruce, el coronel Hong no pudo contener un gruñido de satisfacción. Al fondo de una larga avenida desierta y flanqueada de casas que se abría a su derecha, se podía ver el mar. Amarrado en el puerto, como un gigantesco mamut dormido, flotaba un enorme petrolero con las luces encendidas y marineros paseando por cubierta.

Había localizado su objetivo. Pero aquello no era suficiente.

Ya no.

—Kim —le dijo a su teniente—, llévese a la mitad de los hombres y asalte el puerto. Capture ese barco intacto, con al menos un miembro de la tripulación que nos pueda decir adónde fueron a cargar petróleo. Después, arranque los motores y esté dispuesto para zarpar en cuanto los demás lleguemos a bordo. Puede que tengamos que abrirnos camino por la fuerza, así que tenga a todo el mundo preparado.

—Como usted diga, coronel —musitó Kim, preocupado por la repentina responsabilidad que le caía encima. Evitando la mirada glacial del coronel, se atrevió a formular la pregunta que le ardía en la boca—: ¿Y usted adónde va, mi coronel?

Hong sostuvo el frasco de Cladoxpan en su mano, como si fuese una joya extraordinaria, y se la mostró a Kim.

—Yo voy a buscar el origen de esto. —El coronel casi no podía contener la emoción de su voz—. Y cuando lo encuentre, se nos recordará por toda la eternidad.

Nuestro convoy avanzaba a toda velocidad hacia el Muro interior. Al llegar al puente sur que comunicaba Bluefont con Gulfport, pude distinguir las masivas torretas de vigilancia. Desde una de ellas, un potente foco de luz nos iluminó. Una figura en lo alto de ella se levantó con un megáfono y nos dijo algo. Sus palabras fueron inaudibles, entre el rugido de los motores y las explosiones que punteaban toda la ciudad. Aunque tampoco había que ser un genio para adivinar qué era lo que quería decir. De la otra torre salió una ráfaga de ametralladora pesada, que repiqueteó como granizo sobre el blindaje de uno de los dos vehículos acorazados que teníamos.

—¡Vamos a por ellos! —rugió Mendoza, por la radio.

El conductor del blindado, enfebrecido, lanzó su vehículo como un ariete contra la puerta que separaba los dos sectores.

Aquélla no era una puerta reforzada, como la exterior. El primer impacto hizo que uno de los goznes saltase por los aires, pero el segundo aguantó el golpe. Desde las torres, los milicianos, asustados, comenzaron a arrojar granadas de mano. Una de ellas se coló por uno de los respiraderos del vehículo y éste reventó como una piñata llena de petardos. La explosión desprendió del todo la puerta, que cayó al suelo con un ruido escandaloso. Del interior del blindado comenzaron a salir llamas y un espeso humo que se enroscó en torno a la torre y dejó sin visibilidad a sus ocupantes.

El pánico comenzó a cundir entre los milicianos. Acababan de ver pasar a toda velocidad al convoy de Grapes en dirección opuesta, oían explosiones y disparos en la otra punta de la ciudad y, por si eso no fuese suficiente, un enorme grupo de más de doscientos ilotas armados y furiosos acababan de derribar la puerta.

De repente, todos aquellos hombres sintieron la urgencia de salir corriendo hacia sus casas, junto a sus familias indefensas. Sin escuchar las órdenes de los cuatro Guardias Verdes que estaban al mando, echaron a correr en medio de un desorden atropellado.

Amparados por la confusión cruzamos hacia Gulfport. Para los ilotas era la primera vez que pasaban a aquel lado. Para mí era el retorno a la guarida de las alimañas.

Grapes se preguntó por enésima vez aquella noche si estaba viviendo una pesadilla. Lo que había comenzado como una operación fácil se estaba transformando en un desastre absoluto a medida que pasaban los minutos. La limpieza del gueto había sido un completo fiasco y, además, un grupo desconocido estaba arrasando el este de la ciudad.

Se preguntó qué más podía salir mal.

Con un escalofrío se dio cuenta de que había perdido el control. Ya no llevaban la iniciativa.

Había dejado unos cien hombres apostados en el Muro interior, encargados de vigilar a los ilotas. Confiaba en que las barbacanas del puente y la paliza que les acababan de dar los mantuviesen tranquilos y confinados dentro del gueto hasta que pudiese ocuparse del otro asunto.

Contaba con una ventaja fundamental. Conocía la ciudad mejor que quienquiera que fuese que la estaba asaltando. Y pensaba aprovechar aquel factor a su favor.

La avenida de la Redención (llamada avenida del 4 de Julio hasta la llegada de Greene) era uno de los principales ejes de la ciudad. Grapes sabía que el grupo misterioso que había volado parte de la refinería tendría que pasar por allí forzosamente, rumbo al centro de la ciudad.

Sería un lugar perfecto para una emboscada.

Distribuyó a los cerca de cuatrocientos hombres que aún le quedaban a ambos lados de la amplia calle, ocultos detrás de los setos y en los tejados de las casas. Los vecinos de la avenida contemplaron asustados cómo aquellos hombres armados hasta los dientes y cubiertos de hollín y sudor se colaban dentro de sus salones para transformarlos en improvisados nidos de ametralladora. En medio de la calzada distribuyeron unas cuantas minas anticarro que habían cogido a toda prisa del depósito de los Sea Bees.

Una vez que todo estuvo dispuesto, tan sólo les quedaba esperar.

La columna de Hong avanzaba a toda velocidad por las calles de Gulfport, arrollando a su paso los débiles intentos de resistencia que se encontraban. Era una maniobra de
blitz
muy arriesgada, pero Hong sentía la llamada del combate. Sus flancos estaban totalmente descubiertos, así que el coreano había decidido apostarlo todo a la velocidad. Golpear como un rayo, destruir al enemigo y salir antes de dar tiempo a los otros a reaccionar.

Y de momento, funcionaba.

Una amplia avenida se abría delante de ellos. Al fondo se distinguía un edificio más grande, brillantemente iluminado, con una gigantesca bandera blanca con una cruz verde estampada en ella. Hong sintió que la sonrisa se le ampliaba en el rostro. Aquél tenía que ser su objetivo.

Un zumbido lejano puso en estado de alerta a Grapes y a sus milicianos. El Ario levantó la cabeza sobre el borde de su Humvee oculto tras una rosaleda, para atisbar el origen del sonido. Al fondo de la avenida acababa de aparecer un blindado, encabezando una columna. En el chasis llevaba dibujada una brillante estrella roja, que a la luz vacilante de las farolas parecía hecha de sangre.

El convoy se les echaba encima a toda velocidad. Cincuenta metros, veinte, diez, cinco…

Y entonces, el primer blindado pisó una de las minas situadas en la calle.

El BTR-60 de Hong se sacudió como una caja de cerillas cuando el vehículo que marchaba justo delante saltó por los aires en medio de una cegadora nube de fuego y polvo.

—¡Minas! —gritó aterrado el conductor, dando un volantazo.

El BTR osciló violentamente cuando esquivaron los restos ardientes del primer vehículo a toda velocidad. Justo en ese momento, otro de los blindados pisó un explosivo y desapareció en medio de un enorme fogonazo. Restos humanos y hierros retorcidos saltaron hacia el cielo en una pirueta grotesca. Simultáneamente, un violento fuego graneado comenzó a picotear los costados de los blindados.

—¡Es una emboscada! —gritó Hong—. ¡Formad un círculo de protección y responded al fuego!

El coronel se maldijo a sí mismo por su exceso de ímpetu. No podían seguir corriendo a toda velocidad, sin saber si delante de ellos había todo un campo de minas. A partir de aquel punto tendrían que abrirse camino a sangre y fuego.

El primer blindado voló por los aires con un enorme estruendo. Los milicianos aullaron entusiasmados, sobre todo cuando un segundo blindado pisó otro de los explosivos.

—¡Matadlos! —rugió Grapes, sintiendo que su confianza renacía—. ¡Matadlos a todos!

El grupo del teniente Kim avanzaba sin dificultades hacia el puerto. La entrada estaba marcada por una sencilla puerta, abierta de par en par. Los milicianos que tendrían que haber estado custodiándola habían salido corriendo en cuanto vieron llegar la caravana de blindados. Los BTR pasaron rugiendo y aún no se habían detenido cuando Kim y la mitad de los soldados ya estaban saltando al cemento de la explanada del puerto.

El coreano contempló el
Ithaca
durante unos segundos, totalmente arrobado por el tamaño del majestuoso buque. Comprobó que había tres rampas que daban acceso al barco. Rápidamente dividió a sus hombres en tres grupos; con él al frente del primero de ellos, asaltaron el petrolero.

Nada más pisar la cubierta se encontró de frente con un oficial pelirrojo, muy joven y con expresión confundida.

—¡Eh! ¿Qué coño hacen ustedes aquí? No pueden… —El pelirrojo no pudo acabar la frase. Un disparo certero de la Makarov de Kim le atravesó el pecho y el oficial se derrumbó sobre el puente, muerto antes de tocar el suelo.

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Rápido! —urgió Kim a sus hombres.

Los disparos comenzaban a sonar por todo el buque, a medida que los pelotones coreanos se iban colando dentro de las entrañas del
Ithaca
. Al teniente no le quedaba más remedio que dividir a su grupo en pequeños escuadrones si quería tomar el control de todo el barco y de sus kilométricos pasillos. Pero ellos eran más de cien, y contaban con el factor sorpresa. Un puñado de marineros no podían ser rival.

Algo caliente y pesado pasó zumbando al lado de su oreja. Kim se agachó instintivamente, y una segunda bala se incrustó en el mamparo situado justo detrás de su cabeza. El coreano levantó la vista y pudo ver a un hombre más bien grueso y de barba blanca apoyado en una de las barandillas del puente, a varios metros por encima de él. El hombre llevaba una chaqueta de capitán sin abrochar, y disparaba con furia homicida un fusil de francotirador.

—¡Cuidado! —gritó el teniente, pero no pudo evitar que la siguiente bala del tirador atravesase la cabeza del soldado que tenía a su lado.

—¡Por la escalera, mi teniente! —Un sargento le señaló una escalera de metal sujeta al costado de la superestructura del
Ithaca
, que subía hasta el puente.

Kim se lanzó a la carrera, seguido de un puñado de soldados. Mientras subían, los disparos del francotirador los iban siguiendo, y de vez en cuando un coreano caía desplomado, sangrando por un agujero que no tenía un segundo antes.

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