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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (22 page)

Una vez allí, miró a su alrededor. La lluvia fina del principio de la noche se había transformado en un aguacero que caía con un suave rumor. Al mirar las ventanas iluminadas de la casa, la voz lanzó un último grito ahogado: «¡No te vayas!».

Pero ya era demasiado tarde. Encogiéndose bajo la lluvia Lucía comenzó a caminar hacia Bluefont, mientras sus lágrimas se mezclaban con las gotas que caían sobre su cara.

Tardó casi cuarenta minutos en llegar al límite del barrio segregado. Su casa estaba casi en el otro extremo del pueblo, y además se había perdido un par de veces. Hubo un momento, al doblar una esquina, en el que su aventura estuvo a punto de finalizar antes de tiempo. Un Hummer con cuatro soldados de la Milicia Blanca de Gulfport patrullaba lentamente por el centro de la calzada, paseando un foco perezoso sobre las fachadas de las casas. A Lucía le dio el tiempo justo a ocultarse detrás de unos contenedores de basura. Contuvo el aliento cuando el chorro de luz se detuvo sobre su escondite. Por un instante pensó que la habían descubierto, pero finalmente el foco continuó su camino, a medida que el Hummer se alejaba entre la lluvia.

Lucía esperó un rato para cerciorarse de que estaba sola antes de abandonar su escondrijo. Al cabo de diez minutos llegó al borde del canal que separaba Bluefont del resto de la ciudad. Su mirada se detuvo en el cauce, que bajaba con bastante rapidez. La lluvia estaba alimentando el canal y el agua rugía, con rizos de espuma negra encabritándose en su superficie.

Paseó durante un buen rato por la orilla del canal, buscando un punto por donde cruzar. Al cabo de un rato se dio cuenta, desalentada, de que el cauce corría a lo largo de todo el perímetro. Cuando el canal llegaba al Muro desaparecía bajo un módulo de cemento armado que tenía un gran aliviadero enrejado en su parte inferior. Lucía apoyó su mano sobre la rugosa superficie. Estaba frío y empapado por la lluvia. Al otro lado, alguien (
algo
) emitió un gemido, seguido de inmediato de otra media docena. A la joven se le erizaron los cabellos. Los No Muertos estaban fuera de la ciudad, incapaces de sortear la barricada, pero aun así, expectantes.

Volvió sobre sus pasos, dispuesta a localizar algún punto por donde poder cruzar. El puente quedaba descartado. Los Guardias Verdes apostados en la barbacana no la dejarían pasar bajo ningún concepto. De vez en cuando su mirada se dirigía hacia la otra orilla. El lado del gueto estaba sumido en sombras, en contraste con las calles de Gulfport, brillantemente iluminadas. Sólo de vez en cuando se veían débiles luces a lo lejos, que parpadeaban como si estuviesen a punto de extinguirse.

Cuando ya estaba a punto de desesperarse, la vio.

Era una chica de unos veintiocho años, guapa, menuda y muy morena. Tenía su largo cabello negro anudado en una coleta que caía sobre su espalda. Vestía un uniforme militar que le quedaba dos tallas grande y estaba sentada debajo de un cobertizo de chapas de latón. Delante de ella tenía una fogata sobre la que colgaba un gran caldero hecho con medio bidón cortado, en el que hervía agua. De vez en cuando la chica sacaba prendas de ropa de una bolsa y las introducía con un palo en el agua hirviendo. Toda aquella ropa estaba empapada en sangre reseca.

—¡Hola! —gritó Lucía.

La chica morena, abstraída en su labor, pareció no oírla. Cuando Lucía volvió a gritar se levantó de un salto y miró a su alrededor, alarmada, sosteniendo el palo como si fuese un garrote.

—¡Aquí! ¡En esta orilla! —exclamó Lucía, agitando los brazos.

La chica, al verla, pareció tranquilizarse. Se acercó hasta el borde del canal, que en su lado estaba cubierto por una alta alambrada de espino.

—¿Qué quieres? —dijo, sobre el rumor del agua—. ¿Vendes o compras?

—Ninguna de las dos cosas —replicó Lucía, confundida—. Quiero pasar a ese lado del río. ¿Por dónde puedo hacerlo?

La chica morena se quedó estupefacta al escuchar a Lucía. De repente soltó una carcajada amarga.

—¿Por qué quieres pasar a este lado? ¿Te has vuelto loca o qué?

—Tengo que hablar con alguien que está en Bluefont.

—Pues habla con tu reverendo o con los pinches nazis que están en el puente. Yo no puedo ayudarte. —Y se dio la vuelta, dirigiéndose de nuevo al cobertizo.

—¡No te vayas, por favor! ¿Cuál es tu nombre? —En la voz de Lucía vibraba una nota de urgencia.

—Me llamo Alejandra, pero todo el mundo me llama Ale. —De repente la chica se giró, extrañada—. ¿Cómo es que hablas español?

—Vengo desde España —aclaró Lucía—. Acabo de llegar.

—Estás muy lejos de tu casa, gachupina —dijo, pensativa—. Pero no sé para qué carajo quieres venir a este lado. Estás mejor ahí, créeme.

—Tengo que hablar con un hombre llamado Carlos Mendoza. ¿Lo conoces?

—¿Qué tienes que ver tú con
Gato
Mendoza? —Había auténtica curiosidad en la voz de Alejandra.

—Lo conocí en el
Ithaca
.

La joven permaneció unos segundos en silencio.

—¿Cómo sé que no es una trampa? —replicó Alejandra, mirando hacia la oscuridad, como si en cualquier momento una tropa de Guardias Verdes fuera a irrumpir de improviso.

Lucía pensó a toda velocidad. De repente se acordó de la conversación que había sostenido con Mendoza a bordo del petrolero.

—Me dijo que si lo necesitaba alguna vez dijese que era de los Justos.

Al escuchar aquello algo en la mirada de la joven pareció cambiar.

—Muy propio del
Gato
—murmuró mientras meneaba la cabeza—. Está bien. Sígueme.

La mexicana comenzó a caminar por su lado del canal, mientras Lucía hacía lo propio por su orilla. Al cabo de un rato, Alejandra se detuvo al lado de los hierros retorcidos y oxidados de una bicicleta, que se pudría lentamente en la alambrada.

—Es por aquí —dijo—. Cruza.

Lucía miró a su alrededor y no vio cómo hacerlo. Había pasado ya en dos ocasiones por ese punto y nada de aquel lugar le había llamado la atención. La margen estaba totalmente desierta, y el borde del canal descendía en un ángulo suave hasta el agua, que formaba remolinos alrededor de las piedras depositadas por una riada en la orilla.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó, confundida.

—Fíjate bien y, simplemente, camina —replicó Alejandra, con paciencia.

Lucía caminó hasta el borde del canal, justo hasta el punto donde el agua lamía la punta de sus zapatos. Tardó unos segundos en ver una serie de tablones debajo del agua, a unos veinte centímetros de la superficie.

—Es un puente vietnamita. —Alejandra se sentó en el borde del canal y señaló hacia el agua—. Es como un puente normal, pero en vez de estar sobre la superficie está dos palmos por debajo del agua. Deberías sacarte los zapatos para cruzar.

Lucía se descalzó e introdujo los pies en el agua. Estaba fría y la corriente tenía mucha fuerza, pero aun así el camino sobre el puente sumergido parecía sorprendentemente fácil. Cuando iba por la mitad del recorrido comprendió que jamás hubiese podido cruzarlo a nado. La fuerza del agua era demasiado intensa.

De repente una rama arrastrada por la corriente le golpeó en un tobillo. Lucía, sorprendida, trastabilló, intentando mantener el equilibrio. Estiró las manos tratando de sujetarse a algo, pero ya era demasiado tarde. Con un sonoro chapoteo cayó al agua de cabeza.

La corriente del canal la empujó contra la estructura sumergida del puente con tanta fuerza que uno de los pilotes se clavó en sus costillas. Lucía profirió un grito ahogado bajo el agua e inmediatamente se atragantó con el agua que inundó su boca. En la oscuridad perdió por un momento el sentido de la orientación y durante unos interminables segundos no supo dónde estaba la superficie. La joven notó el pánico reptando por su garganta. Si no salía rápido a la superficie se ahogaría sin remedio.

No quiero morir así. No quiero morir ahogada en un sucio canal en medio de la noche
.

Dando una patada, se impulsó hacia la superficie. Asomó la cabeza y respiró ansiosamente, mientras tosía de manera incontrolable a causa de toda el agua sucia que había tragado. Se agarró al puente y, tras apartarse el pelo mojado de la cara, miró hacia la orilla del gueto. Para su sorpresa, la joven mexicana había desaparecido, como si se la hubiese tragado la tierra.

Antes de que pudiese pensar en nada más, el rugido de un motor acercándose sonó en la orilla que acababa de abandonar. Aterrorizada, vio cómo un vehículo patrulla seguía el borde del canal, paseando el proyector sobre la alambrada y el cauce de agua. Estaban a menos de quinientos metros. No le daría tiempo a subirse de nuevo al puente, y mucho menos llegar hasta cualquiera de las orillas.

Tan sólo tenía una alternativa. Inspiró profundamente varias veces seguidas para hiperventilarse, y cuando el haz de luz estuvo a menos de cinco metros de su cabeza, se sumergió de nuevo. Los primeros diez segundos pasaron muy lentamente. El agua estaba tan fría que notaba cómo le dolían las venas al contraerse. La corriente arrastraba toda clase de desechos que le golpeaban al pasar a su lado. Algo con una textura viscosa le rozó el rostro y Lucía estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico. Cuando ya no pudo aguantar más, salió de nuevo a la superficie, procurando hacer el menor ruido posible.

El coche patrulla se alejaba lentamente, corriente abajo. Le había ido de un pelo. Agotada, física y emocionalmente, trató de encaramarse de nuevo al puente. Su ropa mojada parecía pesar una tonelada, y tuvo que realizar tres intentos antes de poder apoyarse de rodillas en la superficie sumergida.

—¡Gachupina! ¡Espabila! ¡Volverán en menos de tres minutos! —Alejandra se había materializado de nuevo entre las sombras y le hacía gestos urgentes para que se diese prisa.

Apoyando los pies con cuidado, recorrió el resto del camino. Al llegar al otro lado escaló el terraplén hasta alcanzar la alambrada. La mexicana ya había abierto un hueco ingeniosamente oculto entre los alambres de espino, lo suficientemente grande para que Lucía se deslizase a rastras por él. En cuanto estuvo al otro lado, Alejandra soltó el resorte que mantenía abierto el hueco y la alambrada se cerró detrás de ella como si jamás hubiese existido un paso.

La mexicana la observó de arriba abajo, con las manos en la cintura. Incluso con su corta estatura, su figura emanaba determinación y carácter.

—Bienvenida al infierno, gachupina. No sé qué demonios te trae a este lado, pero espero que te merezca la pena. No creo que vuelvas a cruzar este río nunca más.

23

Bethsaida, Mississippi, cinco meses antes

—¡Por allí va uno! ¡Dispárale! ¡Dispárale, cabrón! Carlos Mendoza se giró a toda velocidad, siguiendo las indicaciones del
Chino
Cevallos. Por la otra acera de la calle principal de aquel pueblo había aparecido de repente un No Muerto tambaleándose. Era un hombre de unos cuarenta años, vestido con vaqueros y una camiseta a la que le faltaba un buen trozo. Sobre el pecho, cerca de la base del cuello, lucía una aparatosa herida, allí donde le habían mordido. O al menos debería estar allí, aunque lo cierto era que la herida estaba cubierta por una masa peluda de hongos anaranjados que no dejaban ver la piel. Parte de los hongos ya se habían ramificado y trepaban ansiosamente por el cuello del sujeto hasta sus fosas nasales. El conjunto resultaba entre repulsivo e hipnótico. Cada vez resultaba más común ver a No Muertos cubiertos de hongos, aunque Mendoza y su compañero no sabían por qué.

Carlos levantó su rifle de caza. Como hacía siempre, mojó su dedo pulgar, lo pasó sobre el punto de mira y a continuación apuntó cuidadosamente. El No Muerto ocupó todo su punto de mira durante unos segundos, hasta que apretó el gatillo. Un instante después, un lateral de la cabeza del sujeto se abrió como un surtidor y el No Muerto cayó al suelo, liquidado.

—Y con éste van quince —murmuró el
Chino
Cevallos, mientras se acercaba.

Habían entrado en aquel pueblucho perdido hacía dos horas y habían podido saquearlo tranquilamente, hasta que en los últimos diez minutos, los No Muertos, atraídos por su presencia, habían rodeado la pequeña tienda donde se habían refugiado. Se los habían cepillado a todos, pero la aventura estaba resultando un desastre. El pueblo ya había sido saqueado con anterioridad por algún grupo de forrajeadores, y ellos dos apenas habían encontrado un par de latas de sopa Campbell caducada, ocultas debajo de una estantería. Tras un breve debate, habían decidido correr el riesgo de consumirlas, pese al peligro del botulismo. Habían visto morir a varias personas a causa de comer alimentos en mal estado, pero el hambre apretaba. Con aquél, ya eran seis días sin llevarse nada a la boca, y empezaban a estar débiles.

Dos latas de sopa caducada
, pensó Mendoza,
y la mitad de nuestra reserva de munición malgastada. Un par de días más como éste y podemos darnos por muertos
.

Fernando
Chino
Cevallos y él llevaban más de un año juntos. No sabían cuánto tiempo habían pasado de aquel lado de la frontera estadounidense, pero de lo que estaban seguros era de que en esa ocasión se habían internado dentro de territorio gringo mucho más que en cualquier incursión anterior. Su búsqueda de alimentos era cada vez más desesperada y, por otra parte, las fronteras ya no significaban nada en aquel momento.

Cuando estalló la pandemia, Carlos Mendoza se enroló como voluntario en uno de los grupos armados que se dedicaba a la «caza del güero» a lo largo de la frontera. Durante tres largas semanas, grupos de civiles y voluntarios patrullaron incesantemente la frontera entre México y Estados Unidos, interceptando a todos los norteamericanos que trataban de escapar del TSJ huyendo al país vecino. Disparar primero y preguntar después había sido la consigna. Y maldita sea si se habían aplicado a conciencia.

Pero aquello no sirvió de nada. El TSJ triunfó y México, como el resto del mundo, se fue al carajo un par de semanas más tarde. Mendoza, el
Chino
Cevallos y otros cien hombres armados se vieron de repente aislados, sin órdenes y sin una misión que cumplir. Al menos la mitad de aquellos voluntarios abandonó el grupo y se dirigió apresuradamente hacia sus casas, para proteger a los suyos (aunque muchos sabían en su fuero interno que ya era demasiado tarde). Otros pensaron que separarse en aquella situación era un suicidio. Por último, algunos como Carlos Mendoza no se fueron porque, sencillamente, no tenían otro sitio mejor adonde ir.

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