La Ira De Los Justos (21 page)

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Authors: Manel Loureiro

—Es un tipo de música, ¿no? —respondió mientras asentía, muy segura de sí misma—. La Música Índice. A mi prima Norma le encanta.

—Déjalo, cielo —suspiré desalentado—. Mejor búscame un café que sea algo mejor que esta basura.

En cuanto Anne Sue se marchó (
oh, Dios, haz que el café sea algo muy, muy difícil de encontrar, por favor
) me senté en medio del despacho y empecé a clasificar las carpetas. Al principio era algo lioso, pero enseguida pillé la mecánica.

Al cabo de una hora tenía tres montones claramente diferenciados en cada una de las esquinas del despacho. Por una parte estaban todos los expedientes relativos a las altas y bajas dentro del grupo de ilotas de origen hispano. Después estaba el montón referido a los suministros y condiciones de vida de los ilotas dentro del gueto de Bluefont y por último tenía el montón que hacía referencia al suministro regular de Cladoxpan.

A medida que iba clasificando aquellas carpetas, me iba haciendo una clara imagen mental del verdadero funcionamiento de Gulfport.

Había veintitrés mil personas de raza blanca viviendo dentro de Gulfport, y en el barrio de Bluefont, en el gueto de los ilotas, vivía la increíble cantidad de siete mil personas. Un rápido cálculo me permitió comprobar que en cada una de las aproximadamente trescientas casas del barrio cercado vivían una media de veinticinco personas. Eso era demasiado, incluso para casas tan grandes y espaciosas como las que solían construirse en aquel antiguo suburbio. Bluefont estaba dentro del Muro, pero estaba separado del resto de la ciudad por una alambrada y un brazo de agua que tan sólo cruzaba aquel puente donde había negociado con Carlos Mendoza.

Todas las semanas, los ilotas se presentaban en el puente sur, donde la Guardia Verde de Greene les entregaba el armamento necesario. Después, salían de la ciudad por el puente norte y se dirigían en expediciones móviles de varios días de duración a todos los núcleos de población en un radio de doscientos kilómetros, para cargar sus camiones con todo tipo de suministros para la insaciable y opulenta Gulfport. En cuanto volvían, debían dejar los camiones cargados en los almacenes de la ciudad, donde entregaban las armas. A cambio, recibían una cantidad justa de Cladoxpan, que les permitía seguir manteniendo su humanidad y no transformarse en un podrido ambulante más.

Cada una de aquellas expediciones acarreaba, inevitablemente, un determinado número de bajas. El TSJ no suponía ningún problema (prácticamente el cien por cien de los ilotas ya estaba infectado) pero las terribles heridas que causaban los No Muertos eran letales en muchas ocasiones.

Sin embargo, pese a las continuas bajas, el número de ilotas se mantenía más o menos estable, ya que cada cierto tiempo, como un goteo constante, seguían apareciendo individuos solitarios o grupos de pocas personas, como el mío, que se acercaban a Gulfport o se cruzaban con alguna de las expediciones que buscaban alimentos. Pese a la certeza de tener que vivir en un régimen de semiesclavitud, si eran negros, indios, chicanos o asiáticos, la posibilidad de dormir en un refugio seguro casi todas las noches y, sobre todo, poder compartir su destino con más gente y no tener que seguir errando en solitario, suponía una tentación demasiado grande, por lo que la mayoría acababa recalando en Bluefont. Sólo unos pocos escogidos, como Lucía, Viktor y yo, engrosábamos la población del otro lado de la alambrada. Todo dependía del color de la piel.

A pesar de todo, el número de ilotas era elevado, muy elevado, teniendo en cuenta que la seguridad de Gulfport corría a cargo de la Guardia Verde de Greene, compuesta por unos cuarenta Arios y por una milicia blanca de no más de ciento cincuenta soldados. Para ellos resultaba virtualmente imposible controlar a una multitud de ilotas infectados que no dejaba de crecer día a día. Por eso, de vez en cuando se realizaba una «limpieza» dentro del gueto, al más puro estilo nazi. A medida que iba leyendo, noté un sudor frío bajando por la espalda. Eran muy numerosos los documentos con la referencia «expulsado» escrita en grandes letras rojas, pero no había nada más. Tras dudar un momento levanté el teléfono y llamé a la señora Compton.

—Oh, eso son los ilotas que vulneran las normas y son procesados. Criminales, borrachos, ladrones y violadores, la escoria de la escoria —me contestó alegremente—. Esos expedientes los lleva la Oficina de Justicia.

—Me gustaría verlos —respondí. El abogado que llevaba dentro se había despertado, inquieto, tratando de averiguar qué clase de justicia retorcida podía aplicar el reverendo Greene.

—Me temo que no será posible —contestó la secretaria—. Ese departamento funciona bajo la dirección personal del reverendo y sus informes son confidenciales.

Colgué el teléfono, intrigado. Salí al pasillo y, tras cerciorarme de que Ann Sue aún no había vuelto, me deslicé con cuidado hasta la Oficina de Justicia. La puerta estaba cerrada con llave y además había un montón de gente circulando por delante. Si me quedaba demasiado rato por allí o trataba de forzar la puerta me vería metido en un buen lío en mi primer día de trabajo. Aquélla no era la solución.

Volví a mi despacho, meditabundo. Uno de los armarios estaba rotulado como «Certificados de residencia». Lo abrí y empecé a revisar carpeta tras carpeta. Al cabo de un rato me detuve, jadeando de horror. En aquellos papeles se reflejaba una monstruosidad de tamaño criminal.

Greene y sus secuaces eran conscientes de que no podían dominar a los ilotas por la fuerza. Por supuesto, tener el control exclusivo del Cladoxpan garantizaba cierto grado de sumisión, pero no era suficiente. Además, no resolvía el problema de qué hacer con los miles de ilotas que sobraban, sobre todo las mujeres, niños y ancianos que eran inútiles para realizar incursiones de aprovisionamiento.

Así que habían tramado un plan diabólico para eliminar cualquier posibilidad de una rebelión.

Al principio, los Guardias Verdes hacían redadas aleatorias. Los ilotas, desarmados, contemplaban con impotencia cómo docenas de residentes de Bluefont eran detenidos sin motivo aparente y llevados a juicio. Todos ellos, sin excepción, acababan desapareciendo y en sus papeles aparecía la palabra «expulsado». Cuando la tensión en el gueto alcanzó niveles explosivos, los «técnicos» de Greene dieron el siguiente paso. Entregaron certificados de residencia a la mitad de la población ilota y a la otra mitad no.

A partir de ese día, las redadas sólo afectaron a aquellos que no tenían el certificado. Desde ese momento, el campo de Bluefont quedó dividido en dos, aquellos que dormían tranquilamente por las noches y aquellos que temían que de repente sonase su puerta y los Guardias Verdes los arrastrasen a lo desconocido. Para los privilegiados, ése era el inicio de la sumisión a Greene. Cuando había una redada, presentaban su certificado y automáticamente dejaban de solidarizarse con aquellos ilotas que no tenían documentación.

Pero aquello tampoco era suficiente. Un día empezaron a repartir dos tipos distintos de certificados de residencia, con foto y sin foto, a elección del propio ilota. Muchos pensaron que «con foto» sería mejor que «sin foto», ya que parecía tener un carácter más oficial. La siguiente redada se abatió sobre los «sin foto» y los que no tenían certificado. Los que tenían foto respiraron aliviados, pensando que se habían salvado, pero a la semana siguiente los certificados «con foto» fueron sustituidos por unos certificados rojos, también a elección de los propios ilotas. Muchos desconfiaron de aquel nuevo documento, por lo que no tuvo mucho éxito, pero dos semanas después hubo una gran redada que arrasó con todos aquellos que no tuviesen certificado rojo, y el resto de los certificados fueron suprimidos.

Aquello sumió al gueto en la desesperación y la desconfianza. Sin embargo, poco después, los certificados rojos fueron sustituidos por otros azules, de los que había dos clases: «Soldados Cualificados» o «Sin Cualificación». Como la elección de cada clase dependía del propio ilota (bastaba con declararse cualificado para que le dieran el documento correspondiente), las dudas volvieron a atenazar a Bluefont. ¿Qué era mejor?

Muchos se olieron una trampa y decidieron declararse «Sin Cualificación», mientras otros muchos pensaron que era mejor ser un elemento útil, ya que así Gulfport no podría prescindir de ellos. Tres días después, todos los declarados «Sin Cualificación» dejaron de recibir su ración de Cladoxpan. Más de mil quinientas personas se transformaron en No Muertos en pocas horas, y el gueto tuvo que ser limpiado a sangre y fuego por los propios ilotas, cada vez más rencorosos y desconfiados entre sí.

Finalmente la Oficina de Justicia emitió un comunicado diciendo que sospechaban que muchos ilotas se habían inscrito fraudulentamente como «Soldados Cualificados» por lo que procedían a anular todos los documentos existentes. Una nueva
razzia
cayó sobre Bluefont, y los lamentos fueron terribles. Lamentos mucho más terribles por cuanto muchos ilotas se sentían culpables de haberse inscrito en la categoría incorrecta.

Y de nuevo, un certificado distinto, seguido de otro y otro, pasando por todos los colores posibles. El gueto, debilitado y sumiso, aceptaba la situación, rezando por tener el documento acertado en la siguiente batida. Aun infectados, el ansia de seguir viviendo les hacía aferrarse a cualquier esperanza, por mínima que fuese.

Y así, de esa manera cruel y despiadada, Greene tenía el control absoluto de Bluefont. Los ilotas estaban firmemente sujetos bajo su bota.

Me recosté en la silla, demasiado enfermo para seguir leyendo. Era el mismo sistema, casi punto por punto, que habían aplicado los alemanes en los guetos judíos de la Polonia ocupada. Era cruel y atroz, pero terriblemente efectivo.

Dios mío, ¿en qué mierda me he metido? Lucía tenía razón
, pensé
, es preferible correr el riesgo de internarse en lo desconocido antes que seguir aquí un solo día más
.

Teníamos que salir de allí cuanto antes. Aquella misma noche, si era preciso. Cuando iba a levantarme para dejar el despacho, oí la voz de Ann Sue al otro lado de la puerta.

—¡Eeeeh, que no puede entrar si no tiene cita!

La puerta se abrió de golpe. En el umbral, Viktor Pritchenko me observaba, jadeante y cubierto de sudor. Debía de haber venido corriendo desde casa. Al observar su rostro supe que traía malas noticias.

—Lucía —dijo, mientras recuperaba el resuello—. Se ha ido. Ha escapado a Bluefont.

22

La decisión no había sido fácil. Se había pasado toda la noche sin poder dormir, dando vueltas en la cama, demasiado furiosa con su novio y terriblemente dolida. Lucía sabía que las intenciones de su alto y sonriente abogado eran buenas, pero las consecuencias de sus actos eran deleznables, en medio de aquel pueblo enfermo. No se trataba tan sólo de que fuese una sociedad racista y que reducía a las mujeres al mero papel de florero. Era la sensación de que su opinión no se tomaba en cuenta. Desde que se habían conocido, todas las decisiones importantes las había tomado
él
o Viktor Pritchenko.

Y además estaba aquel reverendo.

A Lucía le daba escalofríos simplemente pensar en Greene. Había algo en su mirada que era profundamente perturbador, una oscuridad espesa y sucia como el aceite quemado de un coche que parecía querer envolverte cada vez que el reverendo posaba sus ojos sobre ti. Y toda aquella tropa lúgubre que le rodeaba. Aquella Guardia Verde tan amenazante. Definitivamente, había algo repulsivo en todos ellos.

Cada vez que recordaba la discusión de la víspera, Lucía se maldecía por haber sido tan condenadamente fría. Debería haberle escuchado pacientemente, razonar con él y hacerle ver que aquel sitio estaba maldito. En vez de eso se había comportado como una reina de hielo, negándose a mirarle a la cara y para colmo había dejado que su mal genio se desatase. En más de una ocasión, aquella noche, mientras oía el rumor de la conversación en el piso de abajo, estuvo a punto de saltar de la cama, bajar corriendo las escaleras y abrazarlo con tal fuerza que le cortase la respiración.

Te perdono
, le diría,
te quiero, te quiero tanto que iré a cualquier lugar del mundo si tú estás allí
. Pero en lugar de eso se había quedado en la cama, pensando. Y la oportunidad pasó, porque su orgullo femenino herido no le permitió dar su brazo a torcer.

De repente se dio cuenta, asustada, de que al día siguiente no sabría cómo tratarle. ¿Qué decir, después de las palabras que se acababan de cruzar? ¿Cómo arreglarlo? Si tan sólo tuviese un argumento definitivo que le permitiese demostrar que tenía razón… Y de repente una idea estalló en su mente con la fuerza de un neón: ¡un ilota! Si hablase con uno de ellos, si viese en realidad lo dolidos y tristes que se tenían que sentir… Entonces lo entendería todo.

Al pensar en ello, la cara sonriente de Carlos Mendoza apareció flotando delante de sus ojos. Un hombre tan guapo, tan decidido y con aquella mirada de desprecio cuando aparecieron los marineros amenazándole… Una sensación de ahogo asaltó de repente a Lucía y apartó las mantas de la cama de una patada. De repente tenía calor, mucho calor.

Tenía que localizar a aquel hombre y hablar con él.

Antes de que se diese cuenta se había levantado y estaba vistiéndose en silencio. Su habitación estaba en el primer piso, sobre el tejado del porche, así que sería fácil salir por la ventana. En el último minuto, una vocecita dentro de su cabeza le gritó que aquello era una solemne tontería y que dejase de comportarse como una cría de dieciocho años con la cabeza llena de pájaros. Pero entonces oyó la risotada gutural de Pritchenko desde el salón riéndose de algo que le estaba contando
él
.

Se están riendo de mí
, pensó furiosa,
seguro que se están partiendo de risa a mi costa
.

Aquél era el empujón que le faltaba. Armándose de valor, abrió la ventana y sacó una pierna. De repente se dio cuenta de que si desaparecía sin más les daría un susto de muerte. Eso tampoco era justo, por más que ellos se estuviesen comportando como gilipollas. Así pues, volvió a entrar de nuevo y cogió una libreta que estaba sobre el aparador.

Me voy a Bluefont. Espero volver pronto, no os preocupéis por mí. L.

Dejó la nota sobre el colchón y salió por la ventana. Caminó cuidadosamente sobre el tejado del porche hasta llegar a la esquina de la casa, donde un jazmín trepador se enrollaba en torno a una espaldera. Apoyando los pies con cuidado en los huecos, bajó lentamente hasta llegar al suelo.

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