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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (25 page)

La mayoría de los presentes bajaron la mirada, confundidos o avergonzados. Sin embargo, Mendoza seguía con sus ojos clavados en Alejandra, lanzando chispas de furia.

—Pueden ser espías —barbotó.

—Ella ha venido porque la invitaste TÚ. Y lo que de verdad te pasa es que jode tu orgullo de macho mexicano que no haya venido a abrirse de piernas para ti, sino a negociar contigo. Y en cuanto a él —Alejandra señaló el cuerpo de Viktor con el mentón—, si fuese un espía ya estaríamos rodeados por los hombres del reverendo.

Mendoza gruñó, reacio a dar su brazo a torcer. Sin embargo bajó los brazos y se sentó de nuevo en el taburete. De inmediato, la atmósfera dentro de la sala se relajó varios grados.

—Está bien —dijo mientras se volvía hacia Lucía—. Ayudad a esos de ahí. Y tú, Morena, busca algo que pueda ponerse la señorita, a la que creo que le debo una sincera disculpa…

Lucía no prestó atención a las palabras del mexicano, ya que se había arrodillado al lado de Pritchenko. La joven no pudo contener las lágrimas al contemplar el rostro de su amigo. La nariz estaba terriblemente desviada hacia un lado y la boca no paraba de sangrar. Sin percatarse de que tenía el pecho al aire, rasgó un jirón de su camiseta destrozada y limpió como pudo la sangre de la cara del ucraniano.

—Viktor, por favor —rogó con voz temblorosa—. Viktor no te mueras, por favor.

El ucraniano gimió y tosió varias veces. Apoyado en un codo, escupió un pedazo de diente en medio de un esputo de sangre, antes de gemir de dolor al palparse las costillas.

—No me voy a morir —gruñó—. No de ésta, al menos. Estos tipos pegan como nenazas.

—¡Oh, Viktor! —Lucía, emocionada, propinó un abrazo a Pritchenko que arrancó un nuevo gruñido de dolor del ucraniano—. Lo siento, Viktor —dijo, aliviada—. Dime, ¿cómo sabías que estaba aquí?

—Esta mañana al despertarme vi que te habías ido y leí la nota. —El ucraniano miró hacia los lados antes de continuar, bajando la voz—: Avisé
a-quien-ya-sabes
y después me acerqué hasta Bluefont. No fue difícil encontrar el puente. Anoche llovía y dejaste un rastro en el barro fresco de la orilla que encontraría hasta un ciego. Tu amiga del fusil —señaló a Alejandra, que se había arrodillado a su lado y que estaba restañando las heridas de la cara de Viktor con una expresión sonriente en su boca— me indicó el resto del camino, no sin antes hacerme limpiar todo el rastro.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —dijo Lucía con las lágrimas a punto de saltarle de los ojos de nuevo. Luego cogió una blusa algo ajada que le pasaba Morena—. Lo siento todo tanto que…

De repente, el aullido de una sirena a lo lejos los interrumpió. Era un gemido que subía y bajaba con una cadencia particular. Aquel sonido parecía haber agitado a todo el mundo, pues la gente corría de un lado a otro, con el aroma del pánico flotando en el aire.

—¿Qué es eso? —preguntó Lucía.

—Son malas noticias —replicó Alejandra—. Tenemos que ocultarnos.

—¿Por qué? —murmuró Viktor, mientras trataba de incorporarse.

—Es una redada —contestó Alejandra—. Y esta vez van a venir enfadados de verdad.

26

Gulfport, edificio del ayuntamiento

Cinco horas antes

El día estaba siendo una auténtica pesadilla. Descubrir que era colaborador involuntario en una operación planificada de asesinato masivo ya era bastante malo de por sí, pero cuando me enteré de que mi pareja había huido de casa rumbo al corazón del gueto, sentí de repente que el mundo dejaba de girar. Viktor se apoyaba en el quicio de la puerta, jadeante y cubierto de sudor y me contemplaba con una expresión de impotencia en su rostro. Aquello hacía que me sintiese mil veces peor.

—¿Cómo que se ha ido? ¿A Bluefont? ¿Cuándo ha sido eso? ¿Cómo lo sabes? —comencé a ametrallar a preguntas al pobre Pritchenko, sin darle casi tiempo a respirar.

Prit se dejó caer en una silla, resoplando, mientras me contaba cómo había encontrado la nota en la habitación de Lucía. Yo le escuchaba a medias, porque mi cabeza estaba tramando un plan alternativo a toda velocidad. El problema estaba en que mi plan alternativo era una auténtica basura, por decirlo de una manera suave.

—Viktor, tenemos que salir de aquí cuanto antes —dije mientras comenzaba a revolver frenéticamente los papeles encima de mi mesa—. Tendremos que dividirnos. Tienes que localizar a Lucía en el gueto y traerla de vuelta a este lado de la valla. Yo, por mi parte, intentaré conseguir un medio de transporte, provisiones y armas. Estando dentro del ayuntamiento debería ser fácil.

—¿Irnos? —El ucraniano arqueó las cejas, perplejo.

—Ya te lo explicaré después. Sólo puedo decirte que Lucía tenía razón. Este sitio está enfermo, podrido, y no podemos quedarnos aquí ni un minuto más. —Comencé a arrojar carpetas al suelo con furia, a medida que las iba descartando—. Estoy seguro de que por aquí he visto algo parecido a un pase, ¡joder!

Pritchenko apoyó la mano en mi brazo y me detuve, jadeando. Notaba algo parecido al pánico. Si a Lucía le pasaba algo por mi culpa no me lo perdonaría nunca. Además, todas las alarmas que me habían mantenido con vida hasta aquel momento estaban zumbando a todo volumen. Algo malo estaba a punto de suceder. Y estaba perdiendo los nervios.

—No te preocupes por el pase —dijo, con tranquilidad—. Nuestra muchachita es muy lista, pero si ella ha podido pasar sin ayuda al otro lado de la alambrada, yo también podré hacerlo. No puede ser peor que en Chechenia.

—Puede ser peor, Viktor, créeme —repliqué, sombrío.

Viktor me miró con sorpresa, pero no dijo nada más. El ucraniano se fiaba plenamente de mí, y sabía que el tiempo de las explicaciones vendría más tarde. Nos dimos un fuerte y largo abrazo antes de despedirnos. Por un momento nos miramos, consternados. Éramos conscientes de que aquélla era la primera vez que nos separábamos desde que nos habíamos conocido.

—Ten cuidado —le dije—. Piensa que estaré a tu lado para cubrirte el culo si la cagas.

—Ten cuidado tú —me replicó con una sonrisa que transmitía más confianza que la que realmente debía de sentir—. Aunque al fin y al cabo, no sé de qué me preocupo. Tan sólo tienes que robar un cochino barco. Eso lo haría hasta mi tía Ludmila, que estaba medio ciega y oía sólo por las mañanas.

Nos estrechamos las manos con fuerza y sonreí, adivinando el intento de Viktor por tranquilizarme. El teléfono de la mesa comenzó a sonar de golpe, rompiendo el hechizo.

Mientras descolgaba el auricular y volvía a colgarlo sin atenderlo, el ucraniano se dirigió hacia la puerta, pero cuando estaba a punto de salir se volvió. Nos miramos y por un instante sentí que una sombra oscura planeaba sobre el despacho. Tenía un mal presentimiento, pero no quería preocupar innecesariamente a mi amigo.

En cuanto Viktor se marchó, me puse la chaqueta y me fui sin prestar atención a mi secretaria, que sacudía un montón de notas en una mano y una taza de café en la otra. Si todo iba bien, por la noche Viktor ya debería de estar de vuelta junto con Lucía, y mientras tanto yo debería haber conseguido un barco. Había descartado desde un principio el transporte terrestre, por demasiado peligroso, y el aéreo, porque no sabía dónde estaba el aeropuerto, si es que había; además, los helicópteros estarían seriamente vigilados. Eso me dejaba apenas doce horas y un montón de cosas por hacer entretanto.

Lo primero de todo era cubrir mi rastro. Di la vuelta y tras beber un sorbo de la taza de café (que era igual de malo que el otro y además estaba tibio) le dije a Anne Sue que me sentía mal y que me iba a casa a descansar. Era una excusa muy débil, pero para unas pocas horas sería suficiente, en el caso de que a alguien se le ocurriese ir a buscarme al despacho. A continuación, salí y comencé a recorrer los pasillos atestados del ayuntamiento, fijándome en los carteles de las puertas. Tardé tres minutos en encontrarme frente a un despacho donde ponía «Servicio de Transportes».

Llamé a la puerta, pero nadie contestó. Cauteloso, giré el pomo y asomé la cabeza al interior. Era la hora del almuerzo, (
por eso hay tanta gente en los pasillos, idiota
) y allí no parecía quedar nadie. Era el momento perfecto.

Sintiéndome como un ladrón, me deslicé detrás del escritorio más grande de aquel despacho compartido por al menos cuatro personas. Me senté delante del ordenador y suspiré aliviado al contemplar la pantalla. Todo el sistema estaba protegido por claves personales, pero el usuario de aquel puesto, como la mayor parte de la gente que trabaja habitualmente delante de un ordenador, había abandonado el asiento sin preocuparse de cerrar la sesión. Comencé a navegar por la base de datos de Gulfport, buscando un medio de transporte que pudiera solucionar nuestro problema. Al cabo de un instante una sonrisa lobuna asomó en mi cara.

Ahí está
, pensé.
Justo lo que necesitamos
.

Tal y como sospechaba, en una ciudad de residentes acomodados como Gulfport tenía que haber a la fuerza un montón de veleros de recreo amarrados en un muelle deportivo. Delante de mí tenía una lista de media docena de barcos calificados como «veleros auxiliares de vigilancia», fondeados en la dársena doce. Eso quedaba muy cerca de donde había echado el ancla el
Ithaca
.

Uno de ellos, el
White Swan
, tenía todas las papeletas para ser el elegido. Era un enorme yate de más de veinte metros, mucho mayor que cualquier otro barco que nunca hubiese patroneado, pero resultaba perfecto para navegar por las traicioneras aguas del Caribe. En la ficha aparecía una clave de diez dígitos, que se correspondía con los documentos de autorización. «Imprescindible acompañar documentos con el permiso», rezaba el cartel de aviso de la pantalla.

Maldije por lo bajo. Sin los documentos, los guardias del puerto no nos permitirían acceder hasta el barco. Por supuesto, podríamos intentar llegar por la fuerza, pero eso llamaría inevitablemente la atención. Y eso contando con que consiguiésemos abrirnos paso a tiros. Tenía que localizar aquellos papeles como fuera.

Con el sudor corriendo por mi espalda, comencé a revolver en todos los cajones de las mesas. De vez en cuando echaba una mirada hacia la puerta, temiendo que en cualquier momento alguien la abriese y me pillase con las manos en la masa. Sería muy difícil explicar qué estaba haciendo allí, si me cogían.

Al cabo de un rato resoplé furioso. Había abierto todos los archivadores y cajones y, aunque había encontrado los papeles de permiso y el cuño correspondiente, aún me faltaban los documentos de autorización del barco. Por un momento temí que estuviesen a buen recaudo en otra parte (incluso en el despacho del propio Greene), pero aquello no tenía ningún sentido. Había demasiados vehículos en la ciudad para que el reverendo llevase aquel asunto menor personalmente. De golpe, mi mirada se detuvo en una caja fuerte empotrada en una pared.
Por supuesto, pedazo de burro
.

Apoyé la mano en el tirador de la caja. Era un modelo moderno, no demasiado grande, pero con aspecto de ser muy robusta. Después de elevar una oración silenciosa giré la manilla.

Evidentemente, estaba cerrada.

Una bola de hielo se formó en mi estómago. Aunque sabía cómo abrir cerraduras sencillas con un alambre y un par de radiografías, aquella cerradura quedaba mucho más allá de mis posibilidades. De repente, una idea absurda se materializó en mi mente. Me dirigí de nuevo al escritorio más grande y comencé a revolver cajones y papeles, buscando algo que ni siquiera sabía si existía. Cuando levanté el teclado del ordenador y le di la vuelta, tuve que hacer un esfuerzo para contener un grito de alegría. Allí pegada había una tira de papel con una combinación. Típico de un funcionario demasiado agobiado por el trabajo y sin tiempo para molestarse en memorizar una clave.

Con el teclado debajo del brazo, me planté de nuevo delante de la caja e introduje la combinación. Un chasquido seco sonó desde dentro de la puerta, cuando el circuito electrónico desbloqueó los barrotes y la puerta se abrió.

En el interior de la caja había un montón de papeles cuidadosamente plastificados y ordenados. Me llevó tan sólo unos segundos localizar los documentos del
White Swan
. Y entonces, justo cuando acababa de metérmelos en un bolsillo y estaba cerrando la caja, el pomo de la puerta se giró y alguien entró en el despacho.

Tuve el tiempo justo de lanzarme dentro del pequeño aseo compartido del despacho antes de que un hombre calvo, de unos cincuenta años, entrase. El tipo sujetaba una hamburguesa grasienta en una mano, mientras que en la otra sostenía un teléfono móvil por el que no dejaba de hablar.

—Ya lo sé, ya lo sé. Escúchame, cariño, en cuanto llegue a casa te prometo que te llevo a cenar por ahí. Lo que pasa es que… sí, claro que te escucho.

El hombre mantenía una cháchara intrascendente mientras se sentaba en uno de los puestos y buscaba algo encima de su mesa. De repente me di cuenta de que aún tenía el teclado del ordenador de la otra mesa debajo de mi brazo. Si a aquel tipo se le ocurría levantar la vista y mirar el puesto de trabajo de su compañero, posiblemente le sorprendería un montón el hecho de que un teclado hubiese salido a dar una vuelta.

Afortunadamente, el hombre parecía estar bastante más ocupado hablando con la persona al otro lado del teléfono que en fijarse en lo que le rodeaba. Desde el interior del baño, con la puerta abierta tan sólo un milímetro, le observaba mientras esperaba a que se largase de allí. El baño se había readaptado como improvisado almacén de archivadores y carpetas, y la atmósfera estaba impregnada de minúsculas motas de polvo. Tuve que hacer un esfuerzo heroico para contener un estornudo mientras el funcionario continuaba charlando sin cesar. Cuando ya estaba pensando que tendría que salir de golpe y reducir a aquel tipo antes de que llegase más gente (algo más fácil de decir que de hacer, pues el calvo era una auténtica montaña de carne y grasa), el tipo se despidió con un beso de la otra persona, recogió su hamburguesa y una carpeta de encima de su mesa y salió de la habitación.

Esperé unos segundos, para cerciorarme de que no había olvidado nada (y de paso calmar un poco los latidos de mi corazón) antes de atreverme a salir de nuevo. Coloqué el teclado en su sitio, hice una última inspección por si se me pasaba algo por alto y salí con cuidado de no cruzarme con nadie.

Mientras caminaba por el pasillo, notaba cómo me temblaban las piernas. La primera parte estaba lista. Ya sólo me quedaba conseguir armas y provisiones.

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