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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (15 page)

—¿Los asesinaron? —preguntó Lucía.

Strangärd no contestó y se limitó a mirar por la ventanilla, claramente avergonzado.

—Eso explica cómo llegaron hasta aquí, pero no por qué son los soldados de Greene —insistí.

Malachy Grapes, sentado en el asiento delantero, dio una calada a su cigarro, mientras una sonrisa feroz asomaba a su rostro. Oh, él recordaba perfectamente cómo había sido aquel día…

15

Gulfport, dos años antes

—¡Guardias! ¡Guardias! ¿Dónde cojones os habéis metido! ¡Aquí dentro hace un calor infernal, joder!

Mientras vociferaba, el preso golpeaba la puerta enrejada que separaba el asiento del conductor de la parte trasera del vehículo. Sus gritos se mezclaban con el barullo creado por otros cuarenta individuos que gritaban, golpeaban las ventanillas del autobús y maldecían en todos los tonos posibles. Llevaban casi un día entero aparcados en aquella maldita explanada y el calor estaba a punto de volverles locos.

Durante las primeras horas los guardias se habían tomado la molestia de llevarles agua e incluso algunas raciones de comida, pero habían pasado horas desde la última vez que se habían dejado caer por allí y la situación se estaba volviendo cada vez más explosiva a medida que transcurría el tiempo. Uno de los presos, un tipo gordo y con la piel enrojecida, había muerto un par de horas antes de un ataque al corazón, y su cadáver había sido lanzado de cualquier forma a la parte trasera del vehículo. El preso que estaba encadenado a él, un negro con aspecto de pandillero, había perdido de golpe su pose de tipo duro y lloriqueaba sin cesar mientras tironeaba inútilmente de la cadena que le mantenía sujeto al cadáver del gordo, que empezaba a inflarse a causa del calor.

—Ayudadme a soltarme, joder —suplicaba—. Ayudadme, por favor. Este tipo va a reventar y me va a contagiar su maldita cosa. ¡No quiero morir! ¡Ayudadme, por favor!

Malachy Grapes, sentado varias filas más adelante, hizo un gesto despectivo. Podría haber soltado fácilmente a aquel negrata si hubiese querido, cortando la mano del gordo con el cuchillo que llevaba escondido debajo de su uniforme naranja de preso, pero no se movió. Por un lado despreciaba a aquel tipo, como a todos los de su raza, y por otro lado, guardaba el cuchillo para una ocasión mejor. El Día del Cerdo estaba a punto de comenzar.

Los habían sacado de Parchman la jornada anterior, junto con el resto de los presos, y tras conducir durante varias horas los habían dejado abandonados en aquella explanada. Grapes sabía que no era un traslado. En la cárcel se sabía todo (y más si eras el líder del grupo local de la Nación Aria); además, nunca había oído hablar de un traslado que afectase a
todos
los presos de un penal.

En aquel autobús había unos quince Nación Aria. El resto eran negratas de la banda de los Creeps, unos cuantos chicanos y un par de tipos asiáticos, uno de ellos el gordo polinesio que acababa de reventar y se pudría al fondo del autobús. Grapes confiaba en que la composición del resto de los autobuses fuese más o menos la misma. Desde su ventanilla podía ver otros tres transportes aparcados ordenadamente al lado del suyo. Los presos del interior de aquellos vehículos estaban en la misma situación que ellos, o incluso peor.

Aunque los guardias trataban de impedirlo, había muchas formas de comunicarse dentro de la cárcel, si uno sabía cómo. Sin guardias que vigilasen, y dentro de unos autobuses aparcados costado con costado, era pan comido. Tan sólo había que gritar un poco fuerte. Así que a lo largo de las últimas horas había ido madurando un plan. Era la ocasión perfecta para un Día del Cerdo, así que dio las instrucciones oportunas, que pronto volaron a los otros autobuses.

—¿Cuándo empezamos, Malachy? —Seth Fretzen, el preso sentado al otro lado del pasillo, se inclinó hacia él con ojos ansiosos.

—En un momento, Seth, en un momento —murmuró Grapes entre dientes.

Un líquido blancuzco había empezado a deslizarse por la comisura del labio del gordo muerto y al pandillero encadenado al cadáver le entró un ataque de histeria.

—¡Este cabrón va a explotar! ¡Soltadmeeee! ¡SOLTADMEE, JODER!

Un preso quiso levantarse para echarle una mano, pero estaba encadenado a un Nación Aria que aprovechó el momento para pegar un tirón a la cadena que los unía. El preso cayó al suelo en un revoltijo de eslabones y de repente se organizó una bronca descomunal en la parte trasera del autobús.

—Ahora —dijo simplemente Malachy Grapes—. Vamos allá.

Seth Fretzen encendió un pedazo de papel con una cerilla que llevaba escondida y sacudió la llama de arriba abajo, al lado de la ventanilla enrejada. En el autobús de al lado alguien recibió la señal e hizo lo mismo para el siguiente.

Grapes no esperó a que la llama se apagase para empezar el Día del Cerdo. Con un gesto fulgurante, deslizó el cuchillo casero por su manga y le asestó una puñalada en el cuello al puertorriqueño que tenía sentado a su lado. El tipo, sorprendido, sólo tuvo tiempo de abrir mucho los ojos y emitir un borboteo apagado, mientras se ahogaba en su propia sangre.

Seth Fretzen, mientras tanto, había cogido su cadena y estaba estrangulando con ella a su compañero de banco, un negro de la costa Oeste que arrastraba las erres al hablar. El tipo se debatió durante unos segundos, pero estaba perdido. Cuando Seth lo soltó, sus brazos cayeron inertes, como si estuviesen rellenos de serrín.

Malachy se dio la vuelta, para ayudar en la parte de atrás del autobús, pero sus muchachos ya tenían la situación controlada. Eran la banda mayoritaria dentro de aquel autobús, estaban armados y además contaban con el factor sorpresa, así que habían acabado con el resto de los presos en menos de un minuto sin apenas esfuerzo. Tan sólo uno de sus hombres tenía un profundo corte en el brazo, causado por su propio cuchillo al rebanarle el pescuezo a otro de los presos.

Con el cuerpo cargado de adrenalina, rugieron, se felicitaron, sacaron pecho y escupieron sobre los cadáveres caídos. Después, simplemente se sentaron a esperar.

No fue hasta dos horas después cuando Malachy Grapes pensó por primera vez que a lo mejor no había sido una buena idea apiolar a los negratas y a los chicanos. Normalmente, en una situación así, tan sólo se tenía tiempo de deshacerse del arma homicida antes de que llegasen los guardias.

Sin embargo allí no había aparecido nadie. Y los cadáveres empezaban a apestar.

Grapes aplastó de un manotazo una mosca golosa que se le había posado en el cuello. Su mente trabajaba a toda velocidad, ideando un plan alternativo, cuando de repente alguien abrió la puerta del autobús. Instantáneamente, los quince cabezas rapadas empezaron a vociferar insultos contra los guardias, pero su voz se fue acallando poco a poco, hasta que un pesado silencio se hizo dentro del vehículo.

En vez de los guardias armados con el equipo antidisturbios que esperaban, al otro lado de la reja había un hombrecillo de unos sesenta años, vestido con traje y con un enorme sombrero Stetson en la cabeza. El hombre sujetaba una Biblia entre sus manos y observaba el escenario de la carnicería con una expresión inescrutable en su rostro.

Ese cabrón está rezando
, pensó Grapes, al ver que los labios del anciano se movían sin emitir sonido alguno. Finalmente, el hombre del sombrero se frotó distraídamente la rodilla derecha, sacó un montón de llaves de su bolsillo y se dirigió hacia la puerta. Súbitamente, se detuvo, como si de repente se hubiese acordado de algo.

—¿Sois hombres temerosos de la ira de Dios? —preguntó.

Grapes sacudió la cabeza, dudando si había oído bien.

—¿Cómo dice, reverendo? —contestó, mientras se preguntaba si todo aquello no sería una alucinación debida al calor.

—He preguntado si sois hombres temerosos de la ira de Dios —replicó Greene, pacientemente.

Grapes se puso de pie y el cadáver del puertorriqueño cayó a sus pies, como un pesado fardo. Hizo un gesto amplio que abarcaba todo el autobús y se volvió de nuevo hacia el hombrecillo del otro lado de la verja.

—Reverendo, mire a su alrededor.
Nosotros
somos la maldita ira de Dios.

Por algún motivo, aquella respuesta pareció gustarle al anciano, que asintió satisfecho.

—Veo que habéis limpiado de escoria e iniquidad este vehículo. Esos hombres de razas bastardas e inferiores no tienen lugar en la Nueva Jerusalén. —Su voz tenía un tono hipnótico, que hacía que hasta los arios más despectivos permaneciesen callados escuchándole—. Pero la auténtica maldad está ahí fuera, a punto de abalanzarse sobre este rincón protegido de Dios. Por eso yo os pregunto: ¿queréis que os libere para ser el instrumento de la ira del Señor?

—Seremos lo que usted quiera, reverendo, pero sáquenos de este puto autobús de una vez.

—Bien. —La cara de Greene se iluminó como si hubiese hallado la solución de un acertijo especialmente difícil—. Pero, antes, recemos para iluminar vuestras almas. Arrodillaos.

—¿Qué coño dice este chalado? —preguntó Seth con brusquedad.

—Cállate. —La voz de Grapes era cortante, mientras sus ojos permanecían fijos en Greene, incapaces de apartarse de la figura del predicador—. Haced lo que dice. Arrodillaos y rezad. Al que no lo haga le sacaré los dientes por el culo a patadas.

Obedientes, los integrantes de Nación Aria se arrodillaron y comenzaron a rezar, siguiendo las oraciones que Greene susurraba, con los ojos cerrados y los brazos levantados hacia el cielo. Una expresión de éxtasis deformaba su rostro.

Al acabar el rezo, Greene abrió la puerta con el pesado fajo de llaves que había conseguido en la comisaría. Después, comenzó a caminar por el pasillo, abriendo los grilletes de los presos. Mientras caminaba, pasaba por encima de los cadáveres empapados de sangre de los reos asesinados como si no fuesen más que montones de basura. Cada vez que liberaba a uno de los arios, le ofrecía su Biblia para que la besase, al tiempo que imponía las manos sobre su cabeza.

Grapes tuvo que agacharse para que el pequeño reverendo pudiera apoyar su mano sobre su calva. En el momento en el que Greene lo tocó, Grapes sintió como si una corriente eléctrica le sacudiese de pies a cabeza. Jadeó, sorprendido, mientras abría mucho los ojos y miraba fijamente a Greene. Tuvo que apoyarse en el asiento, para no caer. Los ojos del reverendo eran un pozo negro lleno de fuego. En medio de las llamaradas, Grapes creyó adivinar chispas de locura, pero todo estaba sepultado en medio de una oscuridad malvada y asfixiante, tan densa, que Malachy Grapes hubiese jurado que se podía tocar.

Había algo aterrador en aquel reverendo, pero al mismo tiempo la fuerza oscura que anidaba allí transmitía la sensación más atrayente que Grapes había experimentado jamás. En la cárcel había conocido a algunos de los hombres más locos, crueles y malvados que se pudiera imaginar, pero se quedaban en nada comparados con la energía que irradiaba aquello que estaba dentro de los ojos del reverendo. Grapes lo comprendió, lo temió y desde ese mismo momento cayó completamente hechizado por aquel poder. Fuera lo que fuese, lo amaba.

—¿A quién hay que cargarse, reverendo? —preguntó, respetuosamente.

—Seguidme y os lo mostraré —replicó Greene mientras bajaba del autobús arrastrando ligeramente su pierna derecha. Grapes lo observó, sorprendido. Hubiese jurado que el predicador no cojeaba cuando había subido al vehículo.

En el exterior, Grapes descubrió que el resto de sus hombres ya estaban siendo liberados de sus transportes. En total eran cuarenta y cuatro arios los que se concentraban en la explanada, bizqueando y mirando a su alrededor como si no se pudiesen creer que estaban al aire libre, sin cadenas, muros ni guardias que los vigilasen.

Una furgoneta estaba aparcada justo enfrente de ellos. En sus laterales se leía la inscripción

SERVICIOS MUNICIPALES

GULFPORT

¡La ciudad que mira al mar con alegría!

Junto a ella se encontraban dos personas. Una era un tipo alto y corpulento, con el aspecto de las personas que están acostumbradas a que las obedezcan sin discutir. El otro era un sheriff de unos cincuenta años, más bien bajo, algo tripón y con una calva incipiente, que parecía estar sumamente nervioso.
No es para menos
, pensó Grapes.
Seguro que está pensando qué coño haría si de repente decidimos ponernos agresivos
. Pero allí nadie iba a ponerse agresivo. El reverendo había dicho que los necesitaba para acabar con alguien. Y, en aquel momento, Grapes mataría a su propia madre con tal de poder ver una vez más la fuerza negra que dormía en la mirada de aquel hombre.

—No sé si esto es buena idea, reverendo Greene —dijo el tipo alto con pinta de importante.

Greene. Se llama Greene
.

—Es una revelación del Señor en persona, alcalde Morgan. Dios me dijo que Gulfport estaría a salvo como la Nueva Jerusalén y ahora me ha dicho que estos pecadores forman parte de su plan divino —replicó el reverendo, muy seguro de sí mismo, mientras cogía a Grapes por el hombro y lo acercaba—. Este hombre que se llama…

—Malachy Grapes —se oyó decir Grapes a sí mismo. La voz del reverendo parecía ejercer el mismo embrujo en el alcalde Morgan que en él mismo.

—Malachy. —Greene masticó el nombre bíblico, con delectación—. Es un soldado de Cristo y acabará con esos seres sin problemas.

—No sé si es buena idea armar a estos tipos… —La voz del sheriff sonó de pronto, quejumbrosa, mientras se retorcía las manos con nerviosismo.

Gulfport siempre había sido un lugar tranquilo, alejado de las grandes ciudades. Con lo peor que habían tenido que lidiar sus agentes era con algún que otro adolescente travieso o un borracho terco, y la expectativa de tener a cuarenta pandilleros armados con fusiles de asalto circulando por la ciudad no le inspiraba precisamente confianza. Y menos si se tenía en cuenta que tan sólo quedaban él y un ayudante en la comisaría para hacerles frente en caso de que las cosas no saliesen bien. Pero el reverendo parecía TAN seguro… Y, desde que había llegado, lo cierto era que las cosas habían ido estupendamente bien, mientras en el resto del mundo todo parecía haberse ido al carajo. Hasta que esa mañana el barrio de Bluefont, al sur de la ciudad, se había visto invadido de golpe por aquellos seres.

Stan Morgan miró durante unos segundos al enorme pandillero ario y tomó una decisión.

—En esta furgoneta hay fusiles de asalto y munición. A cinco minutos de aquí hay un barrio de la ciudad que tiene problemas. Han aparecido al menos quince de esos seres y no sabemos cómo están los vecinos. Tenéis que entrar ahí, liquidar a esos engendros y sacar a mi gente. ¿Os veis capaces? —preguntó.

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