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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (4 page)

Justo en ese instante, Lucía interrumpió la discusión al asomar su cabeza por la puerta destrozada que daba paso al camarote. Tan sólo con mirar su cara nos dimos cuenta de que algo no iba bien.

—Hay dos palmos de agua dentro de la cabina —dijo quedamente, tratando de controlar el miedo—. Nos estamos hundiendo.

Lo que faltaba
, pensé. El viejo casco debía de tener alguna microfisura tras pasarse años flotando al sol en algún puerto deportivo olvidado. En algún momento, tras meses de dilatación y contracción, una burbujita de aire oculta en medio de las láminas del casco había hecho «puf» y había comenzado a abrirse paso entre la fibra de vidrio. En medio de la tormenta aquella fisura había decidido hacerse mayor de edad sin previo aviso y el agua se estaba filtrando por algún punto bajo la línea de flotación. No sabía a qué velocidad, pero en cuestión de minutos, horas o días (
depende del tamaño de la brecha, si tuvieses algo más de experiencia marinera lo sabrías, capullo
) el barco estaría irremediablemente condenado.

Un barco sin mástil, con una vía de agua de tamaño desconocido y en medio de la peor tormenta que había visto en mi corta experiencia marinera. De puta madre. Fabuloso. ¿Quién necesitaba a los No Muertos? Yo solito me bastaba para arrastrar a la muerte no sólo a mí sino a todos los que me rodeaban.

—¿Es cierto eso? —preguntó Prit, con voz helada—. ¿Nos hundimos?

—No —mentí—. Tan sólo es agua que se ha filtrado por los ojos de buey rotos. Pero, por si acaso, podrías poner a funcionar la bomba de achique.

—Ya voy yo —dijo Lucía.

Estreché la mano de mi chica por un segundo. En sus ojos pude ver miedo, pero también una serenidad enorme, hija del sufrimiento continuado a lo largo de los últimos meses. Si íbamos a morir, Lucía lo haría con aplomo, mirando a la muerte a los ojos… Y probablemente escupiéndole a la cara.

Tenía que contarle a Viktor la verdad. El barco podía irse a pique en cuestión de minutos y el ucraniano debía saberlo. Me giré hacia él, y antes de poder decir nada, mi viejo compañero adivinó lo que sucedía sólo con mirarme a los ojos.

—Estamos jodidos, ¿verdad?

No contesté. Mi mirada se había quedado atrapada en el horizonte, en el horrible revoltijo donde se mezclaban de manera indistinguible el agua y el cielo. Había perdido la noción del tiempo hacía horas, pero debía de ser cerca de medianoche. Las ráfagas de espuma y las olas apenas permitían ver más allá de cien o doscientos metros a través de la oscuridad; además, el barco se sacudía de tal manera que era casi imposible mantener la vista fija en un punto. Pero, por un instante, por un único y miserable instante, creí ver algo a no mucha distancia. Me froté los ojos y traté de localizar de nuevo aquella imagen. Al cabo de un momento, cuando el mar nos hizo cabalgar de nuevo sobre una ola y elevó el
Corinto II
a una considerable altura lo vi de nuevo. No había la menor duda.

A menos de media milla náutica a sotavento brillaba una luz verde.

5

Tardé un momento en controlar el ritmo de mi corazón, que de repente se había puesto a latir descontroladamente. Aquella luz verde sólo podía significar una cosa. Era increíble, jodidamente increíble, pero…

—¿Qué te pasa? —preguntó Prit—. ¡Parece que has visto un fantasma!

—¡Dime qué ves allí! —Señalé hacia el punto del horizonte donde había visto la luz—. Dime si ves un destello verde.

—¿Un destello verde? ¿De qué rayos estás…?

—¡Calla! —interrumpí, apremiante—. Espera un momento… Ahora… ¡Allí! ¿Lo ves?

—Pero ¿qué me…? ¡Joder! ¡Que me aspen si eso no es una luz! ¿De dónde diablos sale?

—¡Eso sólo puede ser la señal de estribor de un buque! —respondí entusiasmado—. Y por la altura a la que está situada debe de ser un buque bastante grande.

—¿Cómo de grande?

—No lo sé, pero mucho más grande que un yate birrioso como éste —contesté girando con cautela el timón, que apenas respondía.

—¿Qué vamos a hacer? —intervino Lucía, de golpe. Sin hacer ruido, se había asomado de la cabina, tras conectar la bomba de achique y sostenía a un empapado y furioso Lúculo en su regazo. Había escuchado la conversación y de repente el miedo había dado paso a la esperanza en su cara.

—De momento, navegar en empopada hacia la luz —respondí—. Cuando estemos más cerca, lanzaremos una bengala de socorro, para que nos localicen, y después tendremos que buscar la manera de pasar de este cascarón medio podrido a ese barco, en medio de una tormenta y sin ahogarnos en el camino.

—No sabemos quién va en ese barco —observó Pritchenko, sombrío—. Podría ser alguna patrulla enviada desde Tenerife para capturarnos, o incluso un barco lleno de No Muertos que lleve meses navegando a la deriva.

—Un barco lleno de No Muertos habría encallado en la costa hace mucho tiempo —repliqué mientras trataba de orientar la proa del
Corinto II
hacia la luz—. Y, francamente, Viktor, sería capaz incluso de subirme de nuevo al
Zaren Kibbish
con su tripulación de lunáticos armados y chiflados de medio mundo, con tal de salir de este infierno salado cuanto antes.

El ucraniano rió quedamente y asintió con la cabeza. Sabía que en aquel instante nuestra situación era desesperada. Cualquier posibilidad de supervivencia pasaba sin duda por alcanzar aquel misterioso buque de la luz verde y subir a él. Lo que sucediese después, ya iríamos solucionándolo por el camino.

Pasaron cinco interminables minutos. Cada vez que llegábamos a la cresta de una ola nuestros ojos barrían el horizonte, tratando de localizar la luz. Durante las primeras olas fue relativamente fácil, pero en los últimos cinco minutos habíamos perdido la referencia por completo.

Por un segundo me pregunté si lo habríamos soñado o si sería una alucinación fruto del estrés. Otra idea, mucho más escalofriante, llegó enseguida para ocupar su lugar. En medio de aquel vendaval, era muy fácil que derivásemos a menos de diez metros de aquel misterioso barco sin ni siquiera verlo. Lo peor que nos podía suceder era ver de golpe la luz roja de babor del buque. Eso indicaría que nos habríamos pasado de largo y, con aquel viento y sin mástil, intentar dar la vuelta quedaba completamente descartado.

De repente, una enorme ola golpeó de costado el velero, barriendo toda la cubierta con una capa de agua negra y heladora. Por un momento el barco pareció quedarse inmóvil en la cima de la siguiente onda, pero cuando comenzó a descender por su costado lo hizo imprimiendo un giro cada vez más pronunciado. Íbamos a volcar.

—¡Preparaos para saltar! —grité con la garganta irritada por la sal y el esfuerzo.

Sin embargo, el giro se detuvo de golpe. El velero estaba en el fondo de un seno entre dos olas. La enorme cresta que nos había barrido se alejaba por el horizonte y la siguiente ola gigante se dirigía hacia nosotros bramando, cada vez más cerca. La rueda del timón giraba enloquecida y el barco se bamboleaba de un lado a otro, sin nadie que lo pilotara, pero el viento parecía haber cesado como por arte de magia.

—¿Qué diablos sucede? —preguntó Prit.

—No tengo ni idea. Es como si estuviésemos en el ojo de un huracán, pero…

—¡Mirad ahí! —La voz de Lucía sonaba teñida de espanto, y eso, más que nada, hizo que el miedo apretase fuerte mi corazón. Me giré para ver lo que señalaba con los ojos desorbitados y me quedé atónito.

El cielo estaba negro y, a menos de veinte metros de nosotros, la inmensa proa de un petrolero tapaba todas las estrellas mientras se lanzaba a toda velocidad contra el frágil casco del
Corinto II
.

—¡Nos va a arrollar!

No podíamos hacer nada. El barco estaba al pairo (y sospechaba que también sin timón), el motor auxiliar no tenía combustible y además no teníamos tiempo ni espacio para maniobrar. El petrolero era enorme, uno de esos gigantes de más de trescientos cincuenta metros de eslora, tan largos que desde el puente de mando no se puede ver la cubierta de proa en medio de una tormenta… Y mucho menos un pequeño barco de no más de ocho metros flotando a la deriva en su trayectoria. No iban a aplastarnos a propósito, sino que simplemente no nos habían visto ni detectado. En medio de aquel vendaval éramos invisibles para el radar.
Y mucho más si estás hecho de fibra de carbono y no tienes ni siquiera un mástil para reflejar la señal
, me apuntó la parte marisabidilla de mi cerebro, que asistía entre atónita y fascinada a las escenas finales de nuestras vidas.

Las dimensiones de aquel coloso eran tan grandes que las crestas de agua que levantaba con su quilla al abrir el mar tenían el tamaño de pequeñas colinas verdosas cubiertas de espuma. Una de ellas empujó el casco maltratado del
Corinto II
y lo zarandeó como si fuese una ramita arrojada a la corriente. Estábamos tan cerca del casco del petrolero que podía ver los remaches, las abolladuras y las marcas de soldadura que cubrían su superficie. Finalmente, con una lentitud desesperante, el velero, empujado por las últimas ráfagas de viento y la onda generada por la quilla, viró lo suficiente para evitar ser aplastado por el petrolero.

Aún teníamos una oportunidad, pero había que actuar rápido. Me volví hacia Viktor, que contemplaba boquiabierto aquella mole que pasaba a menos de dos metros de nosotros.

—¡Viktor, busca la pistola de señales y lanza una bengala para que nos vean!

El ucraniano salió de su estupor, abrió uno de los compartimientos de la bañera y sacó la pistola de señales. La levantó por encima de su cabeza y apretó el gatillo. La bengala salió disparada con un siseo y al alcanzar la altura programada explotó en un brillante haz de luz roja que lo bañó todo con un color espectral.

Mientras la bengala bajaba lentamente colgada de su paracaídas me lancé al interior del velero. Lo que antes había sido un coqueto camarote había quedado hecho añicos. Una capa de agua cubierta de aceite, restos de comida, cartas de navegación y papeles ocupaba todo el interior hasta la altura de los tobillos. Lucía estaba en una esquina, con el gato entre sus brazos y me miraba expectante.

—¿Cómo vamos a subir a eso? —me preguntó con una calma pasmosa.

—Aún no lo sé, pero tenemos que evitar que se marchen sin vernos.

Agarré uno de los dos arpones que había a bordo y me lo colgué a la espalda. Sin atender a la mirada incrédula de Lucía abrí el sollado de las velas, buscando un cabo lo suficientemente fuerte. El sollado olía a algas descompuestas y estaba lleno de agua fría. Sospechaba que la vía de agua estaba muy cerca, pero no había nada que hacer.

Tras localizar el cabo, busqué una guía y lo até al virote del arpón. Era rudimentario, pero tendría que valer.

—¿Qué es eso?

—Un cable guía, o al menos algo que se le parece remotamente —respondí mientras volvía hacia cubierta.

En ese intervalo, el petrolero ya había avanzado casi hasta la mitad de su longitud. El tamaño de aquel buque era tan grande que tenía la altura de un edificio de ocho plantas desde el borde del agua. Con semejante mole interpuesta, el velero quedaba totalmente protegido del viento y de la fuerza de las olas que azotaban el otro lado. Bizqueé sorprendido al comprobar que el
Corinto II
se balanceaba en medio de un pequeño remanso de aguas completamente tranquilas y sin la más mínima ráfaga de viento, todo ello alumbrado con la luz roja que proyectaban las bengalas que Viktor lanzaba sin descanso. A pocos metros de distancia, justo en el límite de visión que permitían las bengalas, el efecto de parapeto que generaba el petrolero cesaba y el mar volvía a levantarse con una fuerza huracanada.

Sólo teníamos una oportunidad. Levanté el arpón y apunté hacia la borda del petrolero que quedaba oculta en medio de la negrura de la noche. Hice unos rápidos cálculos mentales. Era el arpón más potente del que disponíamos, pero la distancia que debía recorrer era muy larga y además en vertical. También había que tener en cuenta el peso de la cuerda y…
Al carajo, respira y dispara. Si no logras enganchar este cabo en el petrolero podéis daros por muertos
—la vocecilla pedante volvió a sonar en mi cabeza—,
si no es la tormenta, el efecto de succión de las hélices os hará papilla y lo sabes, lo sabes, lo sabes, y sólo tienes esta oportunidad… ¡Cállate de una puta vez, listilla de los cojones!

Sacudí la cabeza y disparé. El virote salió despedido con un chasquido y el cabo atado en su extremo comenzó a desenrollarse a toda velocidad. Conté en silencio, cinco metros, diez, quince… Al llegar a veinticinco metros el cabo se paró en seco. Tembloroso, agarré un extremo y le di un tirón, suave al principio y más fuerte después. El cabo no cedía. Nos habíamos enganchado al petrolero.

El molinete del spinnaker donde estaba sujeto el otro extremo del cabo gimió cuando el velero dio un salto arrastrado por el petrolero, pero aguantó perfectamente la acometida. El
Corinto II
, como una rémora pegada a una ballena, comenzó a avanzar paralelo al enorme buque contenedor, golpeándose con fuerza contra el casco de acero cuando la inercia nos propulsaba contra el otro barco. Cada uno de aquellos choques arrancaba láminas de fibra de carbono y hacía crujir toda la estructura del velero. Y además, no sabía cómo ni dónde se había enganchado el virote. Aquello no aguantaría mucho.

De repente, unos haces de luz bailotearon sobre la cubierta arrasada del velero. Miramos hacia arriba y vimos que desde la borda del petrolero, cuatro o cinco linternas apuntaban hacia nosotros. Había mucha distancia y no podíamos oír las conversaciones, pero estoy seguro de que fueran quienes fuesen los que estuviesen allí arriba tenían que estar preguntándose en aquel momento quién coño éramos nosotros y cómo diablos habíamos llegado hasta allí. Simplemente confiaba en que por lo menos no se lo pensasen demasiado.

Al cabo de un par de interminables minutos, una red de abordaje se desenrolló por el costado del petrolero para permitirnos trepar. Me imaginé el esfuerzo titánico que tenía que haber supuesto transportar aquella pesada red por la cubierta del petrolero, en medio de la tormenta que allá arriba tenía que estar azotando en toda su plenitud. Fueran quienes fuesen, tenían interés en que subiésemos a bordo, desde luego.

—¡Vamos arriba, antes de que cambien de opinión! —gritó Viktor, resuelto.

El ucraniano se aferró a la red de abordaje y comenzó a trepar con la agilidad de un mono, sin mirar atrás. Lucía acomodó a Lúculo entre mis brazos y tras plantarme un alegre beso en la boca se agarró a su vez de la red y siguió a Pritchenko. Me quedé en la cubierta del velero, con una sensación extraña en el estómago. La última vez que me había subido a un barco desconocido había sido en el puerto de Vigo, muchos meses atrás, y la experiencia no había sido muy gratificante.
Al menos espero que esta vez no me encañonen nada más tocar cubierta
, pensé mientras metía a Lúculo dentro de la parte superior de mi impermeable de mal tiempo y ajustaba bien los cierres. Mi gato rebulló dentro de aquel improvisado saco hasta encontrar una abertura por donde asomar la cabeza, justo al lado de mi cuello.

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