Va y viene en la habitación e intenta arreglar un poco su historia, modelarla, darle algunos retoques. Lo primero consiste en transformar el coito simulado en un coito verdadero. Imagina a la gente bajando hacia la piscina, sorprendida y seducida por aquel abrazo amoroso; la gente se desnuda a toda prisa, unos les miran, otros les imitan y cuando Vincent y Julie ven a su alrededor una soberbia copulación colectiva en plena evolución, con refinado sentido de la puesta en escena se levantan, miran unos segundos más los embates de las parejas y, cual demiurgos que se alejan tras haber creado el mundo, se van. Se van tal como se han encontrado, cada uno en distinta dirección, para jamás volver a verse.
No bien se le cruzan por la cabeza las terribles últimas palabras, «para jamás volver a verse», su miembro se despierta y Vincent querría darse de golpes con la cabeza contra la pared.
Es curioso: mientras inventaba la escena de la orgía, su siniestra excitación se alejaba; en cambio, cuando evoca a la verdadera Julie ausente, vuelve a excitarse como un loco. Se agarra pues a su historia de orgía, la imagina y se la cuenta a sí mismo una y otra vez: hacen el amor, llegan las parejas, les miran, se desnudan y, alrededor de la piscina, pronto no hay más que el oleaje de una copulación colectiva. Al fin, tras mucho repetir la peliculita pornográfica, se siente mejor, su miembro vuelve a ser razonable, casi en calma.
Imagina el Café Gascón, sus amigos que le escuchan. Pontevin, Machu exhibiendo su seductora sonrisa de idiota, Goujard, dejando caer comentarios eruditos, y los demás. A modo de conclusión les dirá: «¡Amigos, follé por vosotros, todas vuestras pollas estaban presentes en aquella espléndida orgía, fui vuestro mandatario, vuestro embajador, vuestro diputado follador, vuestra polla mercenaria, fui una polla plural!».
Camina por la habitación y repite la última frase varias veces en voz alta. Polla plural, ¡qué magnífica ocurrencia! Luego (la desagradable excitación ha desaparecido ya del todo) agarra la bolsa y sale.
Vera habido a pagar a recepción y yo bajo con una pequeña maleta hacia nuestro coche aparcado en el patio. Lamentando que la vulgaridad de la
Novena sinfonía
haya impedido que duerma mi mujer y haya precipitado nuestra partida de ese lugar en el que me encontraba tan a gusto, echo a mi alrededor una mirada nostálgica. La escalinata del castillo. Allí es donde el marido, educado y glacial, apareció para acoger a su esposa en compañía del joven caballero cuando el carruaje se detuvo al principio de la noche. De allí, unas diez horas después, sale el caballero, esta vez solo, sin que nadie le acompañe.
Después de que la puerta de Madame de T. se cerrara tras él, oyó la risa del Marqués, a la que pronto otra risa, femenina esta vez, fue a unirse. Durante unos segundos sus pasos fueron más lentos: ¿de qué se reirán? ¿Se burlarán de él? Luego, ya no quiere oír nada más y, sin más tardar, se dirige hacia la salida; no obstante, en su alma, sigue oyendo esa risa; no puede deshacerse de ella y, efectivamente, jamás se deshará de ella. Recuerda la frase del Marqués: «¿No notas acaso toda la comicidad de tu papel?». Cuando, al alba, el Marqués le hizo esta maliciosa pregunta, él no se inmutó. Sabía que le había puesto los cuernos al Marqués y se decía alegremente que Madame de T. o bien estaba a punto de dejar al Marqués y él volvería seguramente a verla, o bien había querido vengarse y él volvería probablemente a verla (ya que quien se venga hoy también se venga mañana). Pudo pensarlo tan sólo una hora antes. Pero después de las últimas palabras de Madame de T. todo quedó claro: a aquella noche no le seguirá otra.
Point de lendemain
(Sin mañana).
Sale del castillo en la fría soledad matutina; se dice que no le queda nada de la noche que acaba de vivir, salvo esa risa: la anécdota circulará, y él pasará a ser un personaje cómico. A ninguna mujer, es notorio, le apetece un hombre cómico. Sin pedirle permiso, le han colocado en la cabeza un capirote de bufón y no se siente lo bastante fuerte para llevarlo. Oye en su alma la voz de la rebelión que le incita a contar su historia, a contarla tal cual, a contarla en voz alta y a todo el mundo.
Pero sabe que no podrá. Convertirse en un patán es aún peor que ser ridículo. No puede traicionar a Madame de T. y no la traicionará.
Vincent sale al patio por otra puerta, más discreta, que lleva a la recepción. Sigue esforzándose por contarse a sí mismo la historia de la orgía, cerca de la piscina, ya no por su efecto antiexcitante (está ya muy lejos de cualquier excitación), sino para sofocar así el recuerdo insoportablemente desgarrador de Julie. Sabe que sólo la historia inventada puede hacerle olvidar lo que ha ocurrido realmente. Tiene ganas de contar sin demora y en voz alta esta nueva historia, de transformarla en una solemne fanfarria de trompetas que anulará por completo la miserable simulación del coito que le hizo perder a Julie.
«¡Fui una polla plural!», se repite a sí mismo y, como respuesta, oye la risa cómplice de Pontevin y ve la sonrisa seductora de Machu, quien le dice: «Eres una polla plural y a partir de ahora te llamaremos Pollaplural». Esta idea le gusta y sonríe.
Al dirigirse hacia su moto aparcada al otro lado del patio, ve a un hombre, un poco más joven que él, con un traje salido de un tiempo lejano, y que va hacia él. Vincent le mira fijamente, atónito. Debe de estar muy sonado después de aquella noche insensata: no está en condiciones de dar una explicación razonable a esa aparición. ¿Será un actor ataviado con un traje de época? ¿Relacionado tal vez con esa mujer de la televisión? ¿Habrán filmado un corto publicitario en el castillo? Pero, cuando se cruzan sus miradas, en la del joven ve una sorpresa tan sincera que ningún actor jamás sería capaz de imitarla.
El joven caballero mira al desconocido. Le llama la atención sobre todo lo que lleva en la cabeza. Hace dos, tres siglos, se suponía que los caballeros iban con esos cascos a la guerra. Pero al igual que el casco le sorprende la falta de elegancia del hombre. Un pantalón, largo, ancho, sin forma alguna, como sólo podría llevarlo un campesino muy pobre. O, tal vez, un monje.
Se siente cansado, sin fuerzas, a punto de desfallecer. Tal vez esté durmiendo, tal vez esté soñando, tal vez delire. El hombre está por fin muy cerca de él, abre la boca y pronuncia una frase que no hace sino incrementar su sorpresa: «¿Eres del XVIII?».
La pregunta es curiosa, absurda, pero la manera en la que el hombre la ha pronunciado lo es todavía más, con una entonación desconocida, como un mensajero venido de un reino extranjero que hubiera aprendido el francés en la corte sin conocer Francia. Esta entonación, esta pronunciación improbables le han hecho pensar al caballero que aquel hombre puede realmente provenir de otro tiempo.
—Sí, ¿y tú? —le pregunta él.
—¿Yo? Del XX. —Y añade—: Fin del XX. —Y dice aún—: Acabo de pasar una noche maravillosa.
La frase ha sorprendido al caballero:
—Pues yo también —dice él.
Imagina a Madame de T. y se siente de pronto invadido por una vaga gratitud. Dios mío, ¿cómo ha podido prestar tanta atención a la risa del Marqués? Como si lo más importante no fuera la belleza de la noche que acaba de vivir, la belleza que lo mantiene aún en tal estado de embriaguez que ve fantasmas, confunde los sueños con la realidad, se ve arrojado fuera del tiempo.
Y el hombre del casco, con su extraña entonación, repite:
—Acabo de pasar una noche absolutamente maravillosa.
El caballero menea la cabeza como si dijera sí, te comprendo, amigo. ¿Quién más podría comprenderte? Y luego lo piensa: al haber prometido ser discreto, nunca podrá contar a nadie lo que ha vivido. Pero, doscientos años después, una indiscreción ¿es todavía una indiscreción? Le parece que el dios de los libertinos le ha enviado a ese hombre para que pueda hablar de eso; para que pueda ser indiscreto manteniendo al mismo tiempo su promesa de discreción; para que pueda depositar un momento de su vida en algún lugar en el porvenir; proyectarlo en la eternidad; transformarlo en gloria.
—¿Eres realmente del siglo XX?
—Sí, amigo. Vivimos cosas extraordinarias en este siglo. La libertad de costumbres. Acabo de pasar, se lo repito, una noche espléndida.
—Yo también —dice una vez más el caballero y se dispone a contarle la suya.
—Una noche curiosa, muy curiosa, increíble —repite el hombre del casco, que fija sobre él una mirada cargada de insistencia.
El caballero ve en esa mirada obstinada el deseo de hablar. Algo le molesta en esa obstinación. Comprende que esa impaciencia por hablar es a la vez una implacable falta de interés por escuchar. Al toparse con ese deseo de hablar, el caballero pierde inmediatamente el gusto por decir lo que sea y, de golpe, ya no ve razón alguna para prolongar el encuentro.
Siente una nueva oleada de cansancio. Se acaricia el rostro con la mano y nota el olor a amor que Madame de T. le ha dejado en los dedos. Ese olor provoca nostalgia en él y desea quedarse a solas en la calesa para, lenta, ensoñadoramente, dejarse llevar hasta París.
El hombre con el traje antiguo le parece a Vincent muy joven y por lo tanto casi obligado a interesarse por las confesiones de los mayores. Cuando en dos ocasiones Vincent le ha dicho «he pasado una noche maravillosa», y el otro ha contestado «yo también», ha creído entrever en su rostro cierta curiosidad, pero después, de repente, inexplicablemente, se ha esfumado, cubierta de una indiferencia casi arrogante. La amistosa atmósfera favorable a las confidencias ha durado apenas un minuto, y se ha desvanecido.
Mira el traje del joven con irritación. ¿Quién es, a fin de cuentas, ese pelele? Los zapatos con hebilla de plata, el calzón blanco moldeándole piernas y nalgas, y todos esos indescriptibles terciopelos, chorreras y encajes que le cubren y le adornan el pecho. Toma entre dos dedos el lazo que lleva alrededor del cuello y lo mira con una sonrisa que quiere expresar cierta paródica admiración.
La familiaridad de ese gesto ha puesto nervioso al hombre con el traje antiguo. Su rostro se crispa, lleno de odio. Agita la mano derecha como si quisiera abofetear al impertinente. Vincent suelta el lazo y da un paso atrás. Tras lanzarle una mirada de desdén, el hombre se gira y se dirige a la calesa.
El desprecio que le ha escupido ha devuelto a Vincent, muy atrás, a su turbación. Bruscamente, se siente débil. Sabe que no sabrá contar a nadie la historia de la orgía. No tendrá la fuerza de mentir. Está demasiado triste para mentir. No tiene más que un deseo: olvidar deprisa esa noche, toda esa noche malgastada, tacharla, borrarla, anularla —y en ese instante siente una insaciable sed de velocidad.
Con paso decidido, se apresura hacia la moto, desea su moto, rebosa amor por su moto, por la moto sobre la cual lo olvidará todo, sobre la cual se olvidará a sí mismo.
Vera viene a instalarse a mi lado en el coche.
—Mira allí —le digo.
—¿Dónde?
—¡Allí! ¡Es Víncent! ¿No lo reconoces?
—¿Vincent? ¿El que se sube a la moto?
—Sí. Temo que vaya demasiado deprisa. Sufro de verdad por él.
—¿A él también le gusta ir rápido?
—No siempre. Pero hoy, irá como un loco.
—Este castillo está embrujado. Traerá mala suerte a todo el mundo. Por favor, ¡arranca!
—Espera un segundo.
Quiero contemplar todavía a mi caballero que se dirige lentamente hacia la calesa. Quiero saborear el ritmo de sus pasos: cuanto más avanza más lentos son. Creo reconocer en esa lentitud una señal de felicidad.
El cochero le saluda; él se detiene, se acerca los dedos a la nariz, luego sube, se sienta, se arrellana en un rincón, las piernas agradablemente alargadas, la calesa se tambalea, pronto se adormilará, luego se despertará y, durante todo ese tiempo, se esforzará por permanecer lo más cerca posible de la noche, que, inexorablemente, se funde en la luz.
Sin mañana.
Sin oyentes.
Por favor, amigo, sé feliz. Tengo la vaga impresión de que de tu capacidad para ser feliz depende nuestra única esperanza.
La calesa ha desaparecido en la niebla y yo arranco.
Octubre de 1993 abril de 1994
MILAN KUNDERA es un Novelista checo. Nació en Brno, estudió en el Carolinum de Praga y dio clases de historia del cine en la Academia de Música y Arte Dramático desde 1959 a 1969, y posteriormente en el Instituto de Estudios Cinematográficos de Praga. También trabajó como jornalero y músico de jazz.
Sus primeras novelas, entre las que se encuentran
La broma
(1967),
El libro de los amores ridículos
(1970) y
La vida está en otra parte
(1973), atacan con ironía al modelo de sociedad comunista. Tras la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968, perdió su trabajo y sus obras fueron prohibidas.
En 1975, consiguió emigrar a Francia, donde enseñó literatura comparada en la Universidad de Rennes (1975-1980), y más tarde en la École des Hautes Études de Paris. Entre sus obras posteriores cabe citar
El libro de la risa y el olvido
(1981) —unas memorias que provocaron la revocación de su ciudadanía checa—, y dos novelas,
La insoportable levedad del ser
(1984) y
La Inmortalidad
(1991). La primera excelente relato de una historia de amor en medio de la represión y la burocracia, fue llevada al cine con éxito y se ha convertido en un texto clave de la historia de la disidencia en el este de Europa, situando a su autor entre los principales escritores del continente. Otras obras suyas son,
La despedida
(1975),
Jacques y su amo
(1981),
El arte de la novela
(1986),
La lentitud
(1994),
Los testamentos traicionados
(1995) y
La identidad
(1996).