La veo conduciendo al caballero en la noche de luna. Ahora se detiene y le enseña los contornos de un tejado que se desdibuja en la penumbra; ¡ah, de cuántos momentos voluptuosos habrá sido testigo este pabellón, qué pena, le dice ella, que no lleve encima la llave! Se acercan a la puerta y (¡qué raro!, ¡cuán inesperado!) ¡el pabellón está abierto!
¿Por qué le habrá dicho que no llevaba encima la llave? ¿Por qué no le habrá informado enseguida de que ya no cierran el pabellón? Todo está concertado, maquinado, todo es artificial, todo está puesto en escena, nada es sincero, o, por decirlo de otra manera, todo es arte; en tal caso, arte de prolongar el suspense, mejor aún: arte de mantenerse el mayor tiempo posible en estado de excitación.
No encontramos en la novela de Denon descripción alguna del aspecto físico de Madame de T.; algo, sin embargo, me parece seguro: no puede ser delgada; supongo que tiene «una cintura redonda y flexible» (con estas palabras caracteriza Lacios al cuerpo femenino más codiciado de
Las amistades peligrosas
) y que la redondez del cuerpo da lugar a la redondez y a la lentitud de los movimientos y de los gestos. Emana una suave ociosidad. Posee la sabiduría de la lentitud y maneja toda la técnica de la deceleración. Da prueba de ello en particular durante la segunda etapa de la noche, que pasan en el pabellón: entran, se besan, caen en un sofá, hacen el amor. Pero «todo esto fue demasiado brusco. Sentimos nuestro descuido (…). Demasiado ardiente, se es menos delicado. Se apresura uno al goce confundiendo todas las delicias que lo preceden».
Los dos perciben inmediatamente como un fallo la precipitación que les hace perder la suave lentitud; pero no creo que le sorprenda a Madame de T., creo más bien que sabía que ese fallo era inevitable, fatal, que se lo esperaba y que por eso tenía premeditado el intermedio del pabellón, como un
ritardando
para frenar, sofocar la previsible y prevista velocidad de los acontecimientos, con el fin de que, una vez llegada la tercera etapa, en un decorado nuevo, su aventura pudiera culminar en toda su espléndida lentitud.
En el pabellón ella interrumpe el amor, sale con el caballero, pasea otra vez con él, se sienta en el banco en medio del césped, reemprende la conversación y luego lo conduce al castillo, a la alcoba secreta contigua a sus aposentos; el marido la había acondicionado antaño como un templo encantado del amor. En el umbral, el caballero queda deslumbrado: los espejos que recubren todas las paredes multiplican su imagen de tal manera que de pronto un infinito cortejo de parejas se besan a su alrededor, Pero no es allí donde harán el amor; como si quisiera evitar una explosión de los sentidos demasiado poderosa y prolongar lo más posible el tiempo de la excitación, Madame de T. lleva a su amante hacia la habitación de al lado, una gruta sumergida en la oscuridad, atiborrada de almohadones; allí es donde hacen el amor, larga y lentamente, hasta el amanecer.
Al decelerar el curso de su noche, al repartirla en distintas partes separadas unas de otras, Madame de T. supo hacer que el corto lapso de tiempo que les estaba destinado pareciera una pequeña pero maravillosa construcción arquitectónica, como una forma. Es una exigencia de la belleza, pero ante todo de la memoria, imprimir una forma a una duración. Porque lo informe es inasible, inmemorizable. Concebir su cita como una forma fue para ellos particularmente valioso, ya que su noche debía permanecer sin mañana y sólo podría repetirse en el recuerdo.
Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido. Evoquemos una situación de lo más trivial: un hombre camina por la calle. De pronto, quiere recordar algo, pero el recuerdo se le escapa. En ese momento, mecánicamente, afloja el paso. Por el contrario, alguien que intenta olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrirle acelera el paso sin darse cuenta, como si quisiera alejarse rápido de lo que, en el tiempo, se encuentra aún demasiado cercano a él.
En la matemática existencial, esta experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones elementales: el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido.
Durante la vida de Vivant Denon, probablemente tan sólo un reducido círculo de iniciados sabía que él era el autor de
Point de lendemain
; y sólo mucho tiempo después de su muerte se aclaró el misterio, para todo el mundo y (con toda probabilidad) definitivamente. El destino de la novela se parece, pues, extrañamente a la historia que cuenta: estaba recubierto por la penumbra del secrete, de la discreción, de la mistificación, del anonimato.
Grabador, dibujante, diplomático, viajero, experto en arte, animador de salones, hombre con una notable carrera, Denon nunca reclamó la propiedad artística de la novela. No es que rechazara la gloria, sino que ésta significaba entonces otra cosa; imagino que el público por el que sentía interés, al que deseaba seducir, no era la masa de desconocidos que codicia el escritor de hoy, sino la reducida compañía de aquellos a quienes él podía conocer y estimar personalmente. El placer que le produjo el éxito entre sus lectores no es muy distinto al que pudo sentir ante los pocos oyentes reunidos a su alrededor, entre los que él destacaba por su brillantez.
Está la gloria de antes de la invención de la fotografía y la de después. El rey checo Vaclav, en el siglo XIV, se entretenía frecuentando las posadas de Praga y charlando de incógnito con la gente del pueblo. Disfrutó a la vez de poder, gloria y libertad. El príncipe Carlos de Inglaterra no tiene ni poder, ni libertad, pero sí una inmensa gloria: ni en la selva virgen, ni en su bañera metida en un bunker diecisiete pisos bajo tierra, puede escapar a los ojos que le persiguen y le reconocen. La gloria le ha arrebatado toda su libertad, y ahora él lo sabe: sólo los espíritus totalmente inconscientes pueden hoy en día consentir en llevar voluntariamente tras ellos los cascabeles de la celebridad.
Ustedes dirán que, si ha cambiado la naturaleza de la gloria, en cualquier caso sólo concierne a algunos privilegiados. Pues se equivocan. Porque la gloria no concierne tan sólo a la gente famosa, concierne a todo el mundo. Hoy la gente famosa está en las páginas de las revistas, en las pantallas de televisión, invade la imaginación de todo el mundo. Y todo el mundo se preocupa, aunque sólo sea en sueños, por la posibilidad de convertirse en el objeto de semejante gloria (es decir, no la del rey Vaclav, que frecuentaba las tabernas, sino la del príncipe Carlos, oculto en su bañera diecisiete pisos bajo tierra). Esta posibilidad acompaña como una sombra a cada cual y cambia su upo de vida; porque (y ésta es otra definición elemental muy conocida en la matemática existencia!) cada nueva posibilidad de la existencia, incluso la menos probable, transforma la existencia entera.
Pontevin sería tal vez menos malvado con el intelectual Berck si estuviera al comente de los problemas que le viene creando una tal Immaculata, antigua compañera de clase, a quien, siendo un colegial, él había (en vano) deseado.
Un día, después de unos veinte años, Immaculata vio a Berck en la tele ahuyentando las moscas de una niña negra; eso le produjo algo así como una iluminación. De pronto entendió que lo había amado siempre. Aquel mismo día le escribió una carta en la que invocaba su «amor inocente» de antaño. Pero Berck recordaba perfectamente que su amor no había sido inocente, sino más bien completamente concupiscente, y que se había sentido humillado cuando ella lo rechazó sin miramientos. Esta había sido además la razón por la que, inspirado en el nombre algo cómico de la portuguesa que servía en casa de sus padres, la bautizara con el apodo a la vez satírico y melancólico de Immaculata, por Inmaculada, la no mancillada. Berck reaccionó mal a la carta (curioso, después de veinte años todavía no había asimilado del todo su antigua derrota) y no contestó.
Su silencio la perturbó y en la siguiente carta le recordó la sorprendente cantidad de mensajes de amor que él le había escrito. En uno de ellos, la había llamado «ave nocturna que turba mis sueños». Esta frase, olvidada desde entonces, le pareció a Berck insoportablemente necia y consideró descortés por su parte habérsela recordado. Más adelante, por los rumores que le llegaron, comprendió que cada vez que salía en la televisión esa mujer jamás mancillada parloteaba en algún lugar durante la cena acerca del amor inocente del célebre Berck, quien antaño no podía dormir porque ella turbaba sus sueños. Se sentía desnudo e indefenso. Por primera vez en su vida sintió un intenso deseo de anonimato.
En una tercera carta ella le pidió un favor; no para ella, sino para su vecina, una pobre mujer que había sido muy mal atendida en un hospital; no sólo había estado a punto de morir por culpa de una anestesia mal administrada, sino que en el hospital se negaban a concederle una mínima indemnización. Si Berck se ocupaba tan bien de los niños africanos, podría demostrar que era capaz de interesarse igualmente por la gente sencilla de su propio país, aunque ésta no le brindara la ocasión de pavonearse en televisión.
Luego, esa mujer le escribió ella misma, invocando a Immaculata: «… Recordará, señor Berck, aquella joven a quien usted escribió, la virgen inmaculada que turbaba sus noches». ¿Será posible? ¿Será posible?, aulló y vociferó Berck recorriendo de un lado a otro su apartamento. Rompió la carta, escupió sobre ella y la tiró a la papelera.
Un día se enteró por el director de una cadena de televisión que una realizadora deseaba hacer un programa sobre él. Con irritación, recordó la irónica observación sobre su deseo de pavonearse en televisión, porque la realizadora que quería filmarlo era precisamente el ave nocturna, ¡Immaculata en persona! Molesta situación: en principio, consideraba excelente la propuesta de rodar una película sobre él porque siempre quería convertir su vida en obra de arte; pero hasta entonces ¡jamás se le había ocurrido que esa obra pudiera pertenecer al género cómico! Ante semejante peligro, que se le reveló repentinamente, deseó mantener a Immaculata lo más lejos posible de su vida y rogó al director (que se sorprendió de su modestia) que aplazara el proyecto, demasiado precoz para alguien tan joven y poco importante como él.
Esta historia me recuerda otra que tuve la suerte de conocer gracias a la biblioteca que recubre las paredes del apartamento de Goujard. Una vez que me quejaba ante él de mi
spleen
, me enseñó una estantería que llevaba una inscripción escrita de su puño y letra: «Obras maestras de humor involuntario» y, con una sonrisa socarrona, sacó un libro que, en 1969, había escrito una periodista parisiense sobre su amor por Kissinger no sé si recordará aún el nombre del célebre político de aquella época, consejero del presidente Nixon, arquitecto de la paz entre Estados Unidos y Vietnam.
Pues bien, ésta es la historia: ella contacta con Kissinger en Washington para hacerle una entrevista, primero para una revista, luego para la televisión. Se ven en varias ocasiones, pero sin jamás franquear los límites de las relaciones estrictamente profesionales: una o dos cenas para preparar la emisión, algunas visitas a su oficina en la Casa Blanca, luego en su vivienda privada, primero sola, luego con el equipo, etcétera. Poco a poco, Kissinger le va tomando ojeriza. No se deja engañar, sabe qué intenciones tiene, y para mantener las distancias él le hace elocuentes observaciones acerca del atractivo que ejerce el poder sobre las mujeres y acerca de sus propias funciones, que le obligan a renunciar a toda vida privada.
La periodista transcribe con conmovedora sinceridad todas estas evasivas, que, por otra parte, no la descorazonaban, dada su inquebrantable convicción de que estaban hechos el uno para el otro. ¿Que Kissinger se muestra prudente y desconfiado? No la sorprende: sabe muy bien lo que cabe pensar de las horribles mujeres a quienes él ha conocido antes; está segura de que, en el momento en que comprenda hasta qué punto ella le ama, dejará a un lado sus angustias, abandonará toda precaución. ¡Ah, está tan segura de la pureza de su propio amor! Podría jurarlo: no se trata en absoluto de una obsesión erótica. «Sexualmente, me dejaba indiferente», escribe y repite varias veces (con un curioso sadismo maternal): se viste mal; no es guapo; tiene mal gusto en lo que se refiere a las mujeres; «debe de ser un pésimo amante», juzga ella, sin por ello proclamarse menos enamorada. La periodista tiene dos hijos, Kissinger también tiene dos, ella planifica, sin que él lo sospeche, unas vacaciones de todos juntos en la Costa Azul y se alegra de que los pequeños Kissinger puedan aprender así agradablemente el francés.
En una ocasión, envía a su equipo de cineastas a filmar el apartamento de Kissinger y éste, al no poder contenerse por más tiempo, los echa como a una pandilla de pesados. Otra vez, él la cita en su oficina y le dice, con una voz excepcionalmente severa y fría, que ya no soporta más la manera equívoca como ella se comporta con él. Al principio, la periodista cae en la desesperación. Pero enseguida empieza a decirse: no cabe duda, la consideran políticamente peligrosa y Kissinger ha recibido del contraespionaje la consigna de dejar de frecuentarla; la oficina en la que se encuentran está infestada de micrófonos y él lo sabe; sus frases, tan increíblemente crueles, no se dirigen, pues, a ella, sino a los oídos de los polis invisibles. Ella le mira con una sonrisa comprensiva y melancólica; la escena le parece iluminada por una belleza trágica (es la palabra que emplea siempre): él se ve forzado a asestarle duros golpes y, al mismo tiempo, con sus miradas, le habla de amor.
Goujard se ríe, pero le digo: la verdad evidente de la situación real que trasluce la ensoñación de la periodista enamorada es menos importante de lo que Goujard cree, es tan sólo una verdad mezquina, trivial, que palidece ante otra más elevada y que resistirá al tiempo: la verdad del Libro. Desde la primera cita con su ídolo, el libro estaba allí, invisible, encima de la mesita, entre los dos, y desde aquel instante fue el objetivo inconfesado e inconsciente de toda su aventura. ¿El libro? ¿Para qué? ¿Para hacer el retrato de Kissinger? Pues no, ¡ellano teniaabsolutamente nada que decir sobre él! Lo que le importaba realmente era su propia verdad sobre sí misma. No deseaba a Kissinger, y menos aún su cuerpo («debe de ser un pésimo amante»); deseaba ampliar su «yo», sacarlo del estrecho círculo de su vida, hacerlo resplandecer, convertirlo en luz. Kissinger era para ella una montura mitológica, un caballo alado en el que su yo cabalgaría en su gran vuelo por el cielo.