La lentitud (9 page)

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Authors: Milan Kundera

Tags: #Novela

«Vamos a bañarnos», anuncia a Julie y, corriendo, baja la escalera hacia la piscina, que, en aquel momento, está vacía y se ofrece a ellos desde arriba como un escenario de teatro. Vincent se desabrocha la camisa. Julie va hacia él. «Vamos a bañarnos», repite él y se quita el pantalón. «¡Desnúdate !»

30

Berck había dirigido a Immaculata su terrible discurso en voz baja, sibilante, de manera que la gente de alrededor fuese incapaz de captar la verdadera naturaleza del drama que se desarrollaba ante ella. Immaculata consiguió que no se notara nada; cuando Berck se alejó, ella se dirigió hacia la escalera, la subió, y sólo cuando se encontró por fin a solas, en el pasillo desierto que conduce a las habitaciones, cayó en la cuenta de que se tambaleaba.

Media hora después, sin sospechar nada, llegó el cámara a la habitación que compartían y la encontró de bruces en la cama.

—¿Qué ocurre?

Ella no le contesta.

El cámara se sienta a su lado y le pone una mano en la cabeza. Ella se la sacude como si la hubiera tocado una serpiente.

—Pero ¿qué ocurre?

Ha repetido la misma pregunta varias veces hasta que ella le dice:

—Por favor, vete a hacer gárgaras, odio el mal aliento.

El no tenía mal aliento, siempre se había lavado e iba escrupulosamente limpio, sabía por tanto que ella mentía, aun así se dirige dócilmente al cuarto de baño para hacer lo que ella le ha ordenado.

A Immaculata no se le ha ocurrido en vano la idea del mal aliento, es un recuerdo reciente e inmediatamente rechazado el que le ha inspirado semejante maldad: el recuerdo del mal aliento de Berck. Cuando escuchaba, hecha trizas, sus insultos, no estaba en condiciones de ocuparse de su exhalación, y un observador oculto en ella fue el que registró en su lugar ese olor nauseabundo e incluso el que añadió el siguiente comentario lúcidamente concreto: el hombre cuya boca huele mal no tiene amantes. Ninguna se acomodaría. Cada una encontraría la manera de insinuarle que huele mal y le forzaría a deshacerse de ese defecto. Bombardeada de insultos, ella escuchaba ese comentario silencioso que le parecía alegre y lleno de esperanzas porque le daba a entender que, pese al espectro de hermosas mujeres que Berck deja rondar a su alrededor, es hace tiempo indiferente a las aventuras galantes, y por lo tanto en la cama hay una plaza libre a su lado.

Mientras hace gárgaras, el cámara, que es un hombre a la vez romántico y práctico, se dice que la única manera de cambiar el humor macabro de su compañera es hacerle el amor lo antes posible. Se pone, pues, el pijama en el cuarto de baño y, con paso incierto, vuelve a sentarse a su lado en el borde de la cama.

Sin atreverse ya a tocarla, dice una vez mas:

¿Qué ocurre?

Con implacable presencia de espíritu ella contesta:

—Si no eres capaz de decir otra frase menos imbécil, supongo que no puede esperarse nada de una conversación contigo.

Se levanta y va hacia el armario; lo abre para contemplar los pocos vestidos que ha colgado en él; esos vestidos la atraen; despiertan en ella el deseo a la vez vago y fuerte de no dejarse quitar de en medio; de volver al lugar de su humillación; de no aceptar su derrota; y, en caso de derrota, convertirla en un gran espectáculo en el que hará resplandecer su belleza herida y ostentará su orgullo rebelado.

—¿Qué haces? ¿Adonde quieres ir? —dice él.

—Tanto da. Lo que importa es no quedarme aquí contigo.

—¡Pero dime al menos qué ocurre!

Immaculata mira sus vestidos y comenta: «Ya va la sexta», y señalo que no se ha equivocado en sus cálculos.

—Has estado perfecta —le dice el cámara, decidido a hacer caso omiso de su mal humor—. Hemos hecho bien viniendo aquí. Tu proyecto de emisión sobre Berck es cosa hecha. He encargado una botella de champagne para la habitación.

—Puedes beber lo que quieras con quien quieras.

—Pero ¿qué ocurre?

—Y va la séptima. Contigo se ha acabado. Para siempre. Estoy harta del olor de tu boca. Eres mi pesadilla. Mi mal sueño. Mi derrota. Mi vergüenza. Mi humillación. Mi asco. Tengo que decírtelo. Brutalmente. Sin prolongar mis dudas. Sin prolongar mi pesadilla. Sin prolongar esta historia que ya no tiene ni pies ni cabeza.

Está levantada, frente al armario abierto, de espaldas al cámara, habla calmada, pausadamente, en voz baja, sibilante. Y luego empieza a desnudarse.

31

Es la primera vez que se desnuda delante de él con tal ausencia de pudor, con tan declarada indiferencia. Ese desnudarse quiere decir: tu presencia aquí, delante de mí, no tiene ninguna, pero ninguna importancia; tu presencia es como la de un perro o un ratón. Tu mirada no pondrá en movimiento la mínima parcela de mi cuerpo. Podría hacer lo que sea delante de ti, los actos más inconvenientes, podría vomitar delante de ti, lavarme las orejas o el sexo, masturbarme o mear. Eres un noojo, una nooreja, una no cabeza. Mi orgullosa indiferencia es un manto que me permite moverme ante ti con toda libertad y con todo impudor.

El cámara ve cómo va transformándose totalmente ante él el cuerpo de su amante: ese cuerpo que solía entregársele con sencillez y rápidamente, se yergue ante él como una estatua griega en un pedestal de cien metros de altura. Está loco de deseo y es un deseo extraño que no se manifiesta sensualmente, sino que llena su cabeza y sólo su cabeza, deseo como fascinación cerebral, idea fija, locura mística, la certeza de que ese cuerpo, y ningún otro, está destinado a colmar su vida, toda su vida.

Ella siente cómo esa fascinación, esa devoción, se le pega a la piel, y una oleada de frialdad le sube a la cabeza. Ella misma se sorprende, jamás había conocido semejante oleada. Es una oleada de frialdad como hay oleadas de pasión, de calor o de ira. Porque esa frialdad es en realidad una pasión; como si la absoluta devoción del cámara y el absoluto rechazo de Berck fueran las dos caras de la misma maldición contra la que se rebela; como si el desaire de Berck quisiera arrojarla de nuevo a los brazos de su amante de siempre y que el único alarde contra ese desaire fuera el odio absoluto hacia ese amante. Esta es la razón por la que ella lo rechaza con semejante rabia y desea convertirlo en ratón, ese ratón en araña, y esa araña en mosca devorada por otra araña.

Ataviada con un vestido blanco, está decidida a bajar y exhibirse ante Berck y todos los demás. Está feliz por haber llevado al castillo un vestido blanco, el color del matrimonio, porque tiene la impresión de vivir el día de una boda al revés, boda trágica, sin marido. Lleva debajo del vestido blanco la herida de una injusticia, y se siente crecida por esa injusticia, embellecida por ella como embellecen con su desgracia los personajes de las tragedias. Va hacia la puerta, sabiendo que el otro, en pijama, saldrá pisándole los talones y permanecerá detrás de ella como un perro que la adora, y con él quiere atravesar así el castillo, pareja tragigrotesca, reina seguida por un perro bastardo.

32

Pero aquel a quien ella ha relegado al estado canino la sorprende. Está de pie en el umbral de la puerta y su rostro está furioso. De pronto, su voluntad de sumisión se ha agotado. Le invade el deseo desesperado de oponerse a esa belleza que le humilla injustamente. No encuentra el valor de abofetearla, de pegarla, de tirarla sobre la cama y violarla, pero por ello siente aún más la necesidad de hacer algo irreparable, infinitamente grosero y agresivo.

Ella se ve obligada a detenerse en el umbral:

—Déjame pasar.

—No dejaré que pases —le dice él.

—Ya no existes para mí.

—¿Cómo que ya no existo?

—No te conozco.

El ríe con una risa crispada:

—¿Que no me conoces? —Levanta la voz—. ¡Hemos follado esta misma mañana!

—¡Te prohíbo que me hables así! ¡No con esas palabras!

—Esta misma mañana me has dicho tú misma esas palabras, ¡me has dicho fóliame, fóliame, fóliame!

—Era cuando aún te quería —dice ella ligeramente incómoda—, pero ahora esas palabras sólo son groserías.

El grita:

—¡Aun así hemos follado!

—¡Te lo prohíbo!

—Anoche también, ¡hemos follado, follado, follado!

¡Basta!

—¿Por qué puedes soportar mi cuerpo por la mañana y no por la noche?

—¡Sabes muy bien que odio la vulgaridad!

—¡Me importa un bledo lo que tú odies! ¡Eres un putarrón!

¡Ay, no tendría que haber pronunciado esa palabra, la misma que le había lanzado Berck! Ella grita:

—¡La vulgaridad me repugna y tú me repugnas!

El también grita:

—¡Así que has follado con alguien que te repugna! Y la que folla con alguien que le repugna es precisamente eso: ¡un putarrón, putarrón, putarrón!

Las palabras del cámara son cada vez más groseras y el miedo asoma en el rostro de Immaculata.

¿Miedo? ¿Le tiene realmente miedo? No lo creo: sabe muy bien, en su fuero interno, que no hay que exagerar la importancia de esta rebelión. Conoce la sumisión del cámara y sigue segura de ella. Sabe que la insulta porque quiere que ella le escuche, le mire, le tenga en consideración. La insulta porque es débil y, en lugar de fuerza, sólo cuenta con su grosería, con sus palabras agresivas. Sí ella le quisiera, aunque sólo fuera un poco, debería enternecerse ante semejante explosión de desesperada impotencia. Pero, en lugar de enternecerse, siente unas ganas irrefrenables de hacerle sufrir. Razón por la cual decide tomar sus palabras al pie de la letra, creer en sus insultos y tenerles miedo. Por eso le mira fijamente, con ojos que quieren parecer llenos de espanto.

El cámara ve el miedo en el rostro de Immaculata y se envalentona: suele ser él quien siempre tiene miedo, el que cede, el que pide perdón y, de pronto, como él le ha manifestado su fuerza, su ira, es ella quien tiembla.

Al creer que ella está confesando su debilidad, que está capitulando, él levanta la voz y sigue profiriendo agresivas e impotentes estupideces. El pobre no sabe que le está siguiendo el juego a ella, que sigue siendo un objeto manipulado, incluso cuando cree haber encontrado fuerza y libertad en su ira.

Ella le dice:

—Me das miedo. Eres odioso, eres violento.

No sabe, el pobre, que es una acusación irrevocable y que él, ese trapo de bondad y sumisión, pasará a ser así, de una vez por todas, un violador y un agresor.

—Me das miedo —dice ella una vez más y lo aparta para poder salir.

El la deja pasar y la sigue como un perro bastardo sigue a una reina.

33

La desnudez. Conservo un recorte de la revista
Le Nouvel Obseruateur
de octubre de 1993; un sondeo: a mil doscientas personas que se consideran de izquierda se les envió una lista de doscientas diez palabras entre las que debían señalar aquellas que les fascinaran, aquellas a las que fueran más sensibles, que encontraran más atractivas y simpáticas; unos años antes se había hecho el mismo sondeo: en aquella época, de las doscientas diez palabras, la gente de izquierda se había puesto de acuerdo en dieciocho, confirmándose así una sensibilidad común. Hoy las palabras celebradas no eran más que tres. ¿Sólo tres palabras sobre las que puede entenderse la izquierda? ¡Oh, descalabro! ¡Oh, decadencia! ¿Y cuáles son esas tres palabras? Escuchen bien: rebelión; rojo; desnudez. Rebelión y rojo, se da por supuesto. Pero es sorprendente que, además de estas dos palabras, sólo la desnudez haga latir el corazón de la gente de izquierda, que sólo la desnudez siga siendo su patrimonio simbólico común. ¿Es ésta toda la herencia de esa magnífica historia de doscientos años, inaugurada solemnemente con la Revolución francesa, es ésta la herencia de Robespierre, Danton, Jaurés, Rosa Luxemburg, Lenin, Gramsci, Aragón, el Che Guevara? ¿La desnudez? ¿La barriga desnuda, los cojones desnudos, las nalgas desnudas? ¿Es ésta la última bandera bajo la cual los últimos destacamentos de la izquierda simulan todavía su gran marcha a través de los siglos?

Pero ¿por qué precisamente la desnudez? ¿Qué significa para la gente de izquierda esta palabra que ha señalado en la lista enviada por un centro de sondeos?

Recuerdo el cortejo de izquierdistas alemanes que, en los años setenta, para manifestar su ira contra cualquier cosa (una central nuclear, una guerra, el poder del dinero, ¿qué sé yo?) se pusieron en pelotas y marcharon así, aullando, por las calles de una gran ciudad alemana.

¿Qué debía expresar su desnudez?

Primera hipótesis: representaba para ellos la más estimada de todas las libertades, el más amenazado de todos los valores. Los izquierdistas alemanes atravesaron la ciudad enseñando su sexo desnudo como los cristianos perseguidos iban hacia la muerte llevando en el hombro una cruz de madera.

Segunda hipótesis: los izquierdistas alemanes no querían enarbolar el símbolo de un valor, sino, simplemente, escandalizar a un público odiado. Escandalizarlo, amedrentarlo, indignarlo. Bombardearlo con mierda de elefante. Verter sobre él todas las alcantarillas del universo.

Curioso dilema: ¿simboliza la desnudez el valor más elevado entre todos los valores, o más bien la mayor basura que pueda arrojarse como una bomba de excrementos sobre una asamblea de enemigos?

¿Qué representa, pues, para Vincent, quien repite a Julie: «¡Desnúdate!» y añade: «¡Hagamos un gran
happening
en las mismas narices de los mal follados!»?

¿Y qué representa para Julie, quien, dócilmente, e incluso con cierto afán, dice: «¿Por qué no?», y se desabotona el vestido?

34

Está desnudo. Se queda un poco sorprendido y ríe con una risa carraspeante que se dirige más a sí mismo que a ella, porque estar así desnudo en aquel gran espacio acristalado es para él tan poco habitual que no está en condiciones de pensar en nada más que en la excentricidad de la situación. Ella ya se ha quitado el sostén, luego la braguita, pero Vincent no la ve realmente: comprueba que está desnuda pero sin saber cómo es cuando está desnuda. Recordemos que, poco antes, estaba obsesionado por la imagen de su ojo del culo, ¿pensará todavía en él, ahora que ese ojo del culo se ha liberado de la seda de la braguita? No. El ojo del culo se le ha esfumado de la cabeza. En lugar de mirar atentamente el cuerpo que se ha desnudado en su presencia, en lugar de acercarse a él, de aprehenderlo lentamente, de tocarlo tal vez, él aparta la vista y se tira al agua.

Un chico raro el tal Vincent. Arremete contra los bailarines, delira sobre el tema de la luna y, en el fondo, resulta ser un deportista. Se zambulle y nada. De golpe, olvida su propia desnudez, olvida la de Julie y ya no piensa más que en su crol. Detrás de él, Julie, que no sabe zambullirse, baja prudentemente por la escalerilla. ¡Y Vincent no gira siquiera la cabeza para mirarla! El se lo pierde: porque la verdad es que Julie está encantadora, muy encantadora incluso. Su cuerpo está como iluminado; no por su pudor, sino por algo igualmente bello: por la torpeza de una intimidad solitaria, ya que, al tener Vincent la cabeza bajo el agua, está segura de que nadie la mira; el agua le llega al vello del pubis y le parece fría, le encantaría sumergirse pero le falta el valor. Se ha detenido y duda; luego, con prudencia, baja un escalón más de tal manera que el agua le llega al ombligo; se moja la mano y, acariciándose, se refresca los pechos. Es realmente hermoso mirarla. El cándido de Vincent no se entera de nada, pero yo veo por fin una desnudez que no representa nada, ni libertad ni basura, una desnudez exenta de toda significación, desnudez despojada, tal cual, pura, y que cautiva al hombre.

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