La lista de los doce (37 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

—Sí. Alguna que otra vez —dijo Madre con voz seria.

—Ya no se oye hablar de ellos —dijo Rufus—. Dicen que se trataba de una agencia gubernamental que se infiltraba en unidades militares, importantes empresas y universidades y luego informaban al Gobierno. Pero se produjo una purga, hará un par de años, que acabó con ella. Sin embargo, algunos miembros sobrevivieron, Brandeis entre ellos. Al parecer, el GCI había estado detrás de los ataques a las embajadas estadounidenses en África. Estaban liquidando a algunos espías en esas dependencias y habían contratado a Al Qaeda para que hiciera el trabajo sucio.

»Para cubrirse el culo respecto al baño de sangre en el faro, el GCI echó la culpa a Knight. Dijeron que había estado recibiendo millones de dólares de Al Qaeda. Le atribuyeron las trece muertes del equipo Delta bajo la acusación de haber avisado a Al Qaeda de su llegada. Colocaron a Knight en los primeros puestos de la lista de personas más buscadas del departamento de Defensa. Su expediente recibió la clasificación Cebra: disparar contra él nada más verlo. Y el Gobierno estadounidense puso precio a su cabeza: dos millones de dólares, vivo o muerto.

—Un cazarrecompensas con un precio por su cabeza. Curioso —afirmó Madre.

Rufus añadió:

—Pero entonces el GCI hizo lo peor de todo. ¿Recuerda que le dije que Knight estaba casado? También tenía un bebé. El GCI los mató. Hicieron que pareciera que un ladrón había entrado en su casa. Mataron a la mujer y al bebé.

»Y ahora, ahora el GCI está muerto y la familia de Knight también, pero la cabeza de Knight sigue teniendo un precio. El Gobierno estadounidense manda de tanto en tanto a un equipo tras él, como hicieron en Brasil hará unos años. Y, por supuesto, Wade Brandeis sigue en servicio activo con los Delta. Creo que tiene el rango de comandante, y sigue destinado en Yemen.

—Y por eso Knight se convirtió en cazarrecompensas —dijo Madre.

—Así es. Y yo fui con él. Me salvó la vida y siempre ha sido bueno conmigo, siempre me ha respetado. Y no se ha olvidado de Brandeis. Tiene un tatuaje en su brazo para recordarlo. Está esperando su oportunidad de volverse a encontrar con él.

Madre reflexionó sobre lo que le acababa de contar Rufus.

Rememoró la misión que había realizado con Schofield y Gant en aquella remota estación polar en la Antártida algunos años atrás, una aventura en la que habían tenido que vérselas con el GCI.

Por suerte para ellos, habían ganado. Pero, más o menos al mismo tiempo, Aloysius Knight también había batallado contra el GCI. Y había perdido.

—Es como Shane Schofield, pero por el mal camino —susurró.

—¿Qué?

—Nada.

Madre contempló el horizonte mientras un pensamiento de lo más peculiar se le venía a la mente. Se preguntó qué le ocurriría a Shane Schofield si perdiera en una contienda así.

Unos minutos después, el Cuervo Negro alcanzó la costa de Bretaña.

Rufus y Madre contemplaron la carretera que se extendía desde la fortaleza de Valois y los cráteres, los impactos de los proyectiles en los acantilados, el amasijo de metal humeante de los camiones, los coches y los helicópteros desperdigados por todo el lugar.

—Pero ¿qué demonios ha pasado aquí? —acertó a decir Rufus.

—Espantapájaros. Eso es lo que ha pasado —dijo Madre—. La pregunta es: ¿dónde está ahora?

5.9

Portaaviones francés Richelieu

Océano Atlántico, costa francesa

26 de octubre, 15.45 horas (hora local).

09.45 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU).

El enorme helicóptero francés Super Puma aterrizó en la pista del portaaviones con Shane Schofield a bordo, esposado, desarmado, y encañonado por no menos de seis soldados.

Después de que el bote patrulla lo recogiera junto a los acantilados, Schofield había sido llevado al destructor francés. De ahí había sido transportado en helicóptero al gigantesco portaaviones clase Charles de Gaulle, Richelieu.

Tan pronto como el helicóptero había aterrizado en la cubierta de vuelo, el suelo había comenzado a moverse. El Super Puma había aterrizado en uno de los elevadores laterales del portaaviones y en esos momentos el elevador estaba descendiendo.

La plataforma elevadora se detuvo delante de un enorme hangar interno situado directamente debajo de la cubierta de vuelo. Estaba lleno de cazas Mirage, aviones antisubmarinos, camiones cisterna y todoterrenos.

Y, en el centro, esperando la llegada de la plataforma elevadora con el helicóptero, había un pequeño grupo de oficiales franceses de alto rango:

Un almirante de la Armada.

Un general del ejército.

Un comodoro de la Fuerza Aérea.

Y un hombre con un traje gris.

Schofield fue sacado a empellones del Super Puma con las manos esposadas por delante. Y fue llevado ante los cuatro oficiales franceses.

Salvo por la media docena de guardias que custodiaban a Schofield, el hangar de mantenimiento estaba vacío. Conformaban una imagen de lo más extraña: un grupo de diminutas figuras entre gigantescos aviones dentro de un hangar enorme pero desierto.

—Así que este es Espantapájaros —bufó el general del ejército—. El hombre que acabó con una unidad de mis mejores paracaidistas en la Antártida.

El almirante dijo:

—Yo perdí un submarino durante aquel incidente. Hasta la fecha no se ha rendido cuentas de ese suceso.

Cuántos esfuerzos por olvidar lo acontecido en la Antártida
, pensó Schofield.

El hombre del traje dio un paso adelante. Parecía más seguro de sí mismo que el resto, más preciso, con mayor facilidad de palabra. Lo que le convertía en alguien más peligroso.


Monsieur
Schofield, mi nombre es Pierre Lefevre y trabajo para la Dirección General de la Seguridad Exterior.

La DGSE
, pensó Schofield.
La versión francesa de la CIA. Y, aparte del Mossad, la agencia de Inteligencia más implacable del mundo
.

Genial
.

—¿Y bien, Pierre? —dijo Schofield—. ¿Cuál es la historia? ¿Francia se ha unido al M-12? ¿O solo a Jonathan Killian?

—No sé de qué está hablando —replicó Lefevre con displicencia—. Todo lo que sabemos es lo que
monsieur
Killian nos ha contado, y la República Francesa ve una ventaja táctica en permitir que el plan de dicha organización siga su curso.

—Entonces, ¿qué quieren de mí?

El general del ejército dijo:

—Me gustaría arrancarle el corazón.

El almirante de la Armada añadió:

—Y luego enseñárselo.

—Mi objetivo es algo más práctico —dijo con total calma Lefevre—. Los generales podrán hacer realidad su deseo, claro. Pero no antes de que responda a algunas de mis preguntas, o de que comprobemos con nuestros propios ojos que el plan de
monsieur
Killian es realmente infalible.

Lefevre dejó su maletín en un banco cercano, lo abrió… y allí había una pequeña unidad de metal del tamaño de un libro de tapa dura.

Parecía un miniordenador, pero tenía dos pantallas: una pantalla táctil grande en la mitad superior, y una más pequeña y alargada en la esquina derecha inferior. En la pantalla superior brillaban una serie de círculos rojos y blancos. Al lado de la pantalla más pequeña había un teclado numérico de diez dígitos, como el de un teléfono.

—Capitán Schofield —dijo Lefevre—, permítame que le presente el sistema de seguridad CincLock-VII. Nos gustaría ver cómo lo desactiva.

5.10

Fortaleza de Valois, Bretaña (Francia).

26 de octubre, 16.00 horas (hora local).

10.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU).

Llevaron a Libby Gant a rastras hasta el oscuro foso subterráneo.

Sangrando, herida y a punto de perder la conciencia, Gant se fijó en las paredes circulares de piedra y en el agua de mar que, gracias a la subida de la marea, cubría en esos momentos casi toda la base.

Agua que contenía dos tiburones.

Clunk.

La mitad superior de los bloques de madera de la guillotina cayó e inmovilizó la cabeza de Gant.

El hombre que la estaba apuntando fue quien lo hizo. Gant no lo había visto antes: era pelirrojo, con ojos negros y vacíos y un rostro de roedor extremadamente desagradable.

La imponente estructura de la guillotina se cernía sobre ella. Su cabeza estaba en esos momentos inmovilizada a tres metros y medio bajo la hoja afilada suspendida.

Gant hizo una mueca de dolor. Apenas podía arrodillarse. La herida del pecho le ardía.

Junto a Cara Rata estaba uno de los cazarrecompensas, el número dos de Cedric Wexley, un psicótico otrora marine real llamado Drake. Estaba apuntando a Gant con un fusil Steyr AUG.

Gant se percató de que Drake llevaba un extraño chaleco provisto de todo tipo de raros dispositivos como una pequeña botella de buceo y pitones de escalada.

Era el chaleco de Knight. Eso le hizo alzar la vista. Y lo vio. A cuatro metros y medio de ella, sobre una plataforma de piedra medio sumergida en el agua. Tenía los ojos fuertemente cerrados (pues le habían quitado las gafas), la espalda inmovilizada contra la pared curvada de piedra, las muñecas esposadas y las fundas de sus armas vacías. Aloysius Knight.

Una voz resonó por la mazmorra inundada.

—«Girando y girando en el vasto girar, el halcón no puede oír al halconero; las cosas se destruyen; ceden los cimientos; la anarquía se desata sobre el mundo». Yeats, si no me equivoco.

Jonathan Killian apareció en el balcón con el cazarrecompensas Cedric Wexley a su lado.

Killian contempló el foso de los Tiburones cual emperador contemplando el Coliseo. Sus ojos se posaron en Gant, a cuarenta y cinco metros de distancia, al otro lado del foso.

—La anarquía se desata sobre el mundo, teniente Gant —dijo en tono agradable—. Debo decir que me gusta cómo suena eso. ¿A usted no?

—No. —Gant gimió de dolor.

No fue necesario alzar la voz. Sus palabras resonaron por toda la mazmorra.

Killian dijo:

—Y el capitán Knight. Sus acciones me resultan de lo más molestas. Un cazarrecompensas de su fama entorpeciendo una cacería. Solo puedo llegar a una conclusión: ha sido pagado para ello.

Knight se quedó mirando al joven multimillonario sin decir nada.

—Me preocupa que haya alguien que desee echar por tierra los planes del Consejo. ¿Quién le paga para salvar a Schofield, capitán Knight?

Knight no dijo nada.

—Noble silencio. Qué predecible —dijo Killian—. Quizá cuando haga que le arranquen la lengua desee haber hablado antes.

—Sabemos cuál es su plan, Killian —dijo Gant entre dientes—. Comenzar una nueva guerra fría para ganar más dinero. No funcionará. Hemos destapado la caja de los truenos. El Gobierno estadounidense está al tanto.

Killian resopló con desdén.

—Mi querida teniente Gant. ¿De veras cree que temo al Gobierno? Los gobiernos occidentales actuales no son más que un grupo de hombres de mediana edad con sobrepeso que intentan minimizar su mediocridad ostentando altos cargos. Los aviones presidenciales, los despachos de los primeros ministros… no son más que ilusiones de poder.

»Respecto a esa nueva guerra fría —musitó Killian—, bueno, es más un plan del Consejo que mío. Mi plan tiene más amplitud de miras.

»Piense en el poema de Yeats. A mí en concreto me fascina el concepto del halconero que ya no puede controlar a su halcón. Da a entender que una nación ya no es capaz de controlar su arma más letal. El arma ha desarrollado una mente propia, se ha percatado de su letal potencial. Ha superado a su dueño y ha adquirido una peligrosa independencia.

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