La llave maestra (24 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

—Gracias por tu ayuda, una vez más, Calderón, no esperaba menos de ti —murmuró James—. Ahora tenéis que iros.

David observó, consternado, que Bielefeld accedía:

—Nos están esperando —confirmó el comisario, tomando a David por el brazo con firmeza.

Al escuchar sus palabras, el oficial de seguridad hizo un amago de proceder al registro de salida, pero Minspert lo atajó con un gesto:

—Yo les acompañaré.

Por el camino, aprovechó para darles algunas instrucciones:

—Si necesitan comunicarse con nosotros cuando estén en Antigua tendrán cobertura a través de nuestra línea de alta seguridad —dijo, y se dirigió a David para recordarle—: Tú sabes cómo funciona. Si el encargado de las transmisiones tiene alguna duda, nos lo dices. Pero no creo que haya problemas. Con los nuevos maletines de comunicación los códigos son tan sencillos de manejar que hasta un niño podría hacerlo.

David refunfuñó, entrando en el coche:

—Un niño es muy posible; pero un burócrata, lo dudo.

Le molestaba aquel tono de falsa camaradería que James empleaba ahora, para contrarrestar la impresión de haberse puesto excesivamente oficioso. Sobre todo cuando, a modo de despedida, añadió dirigiéndose a él:

—¡Cuídate, Weekly!

—¿Por qué le llama Weekly? —preguntó el comisario a David.

—Oh, una tontería —intentó zafarse el criptógrafo.

—¿No se lo ha dicho? —remachó James—. Es el apodo que le pusieron en la Escuela de Criptografía. David trabajaba en siete idiomas, y para practicar, cada día de la semana, desde que se levantaba hasta que se acostaba, pensaba, hablaba y escribía en un idioma distinto: los lunes en uno, los martes en otro, etcétera. Por eso lo llamaban Weekly —concluyó alzando la voz para que le oyeran mientras el coche se alejaba.

Mientras Minspert quedaba atrás, Raquel se volvió hacia el asiento que ocupaba David, y le preguntó:

—¿Habla usted siete idiomas?

—Es operativo en siete idiomas —matizó el comisario.

—¿Qué quiere decir operativo? —insistió Raquel.

—Que está entrenado para descifrar mensajes cifrados en esos siete idiomas —le informó Bielefeld.

David torció el gesto y se encerró en su mutismo. Visitar la Agencia no parecía sentarle especialmente bien. Ni acordarse de aquellos tristes y duros años en la Escuela de Criptografía, ni los enormes sacrificios que le había costado. Todo para estar a la altura de aquel desafío. Para no decepcionar a quienes tanto le exigían. A los profesores, antiguos colegas de su padre, que inevitablemente le comparaban con él.

Algo de todo eso debió de barruntar Raquel, cuando volvió a la carga para preguntarle:

—¿Cómo puede permitirse la Agencia desdeñar unos conocimientos así?

—No los desdeñan. Por supuesto que les interesan mis conocimientos. Soy yo quien no les interesa.

El rostro de David se había ensombrecido, y por eso Raquel no quiso insistir cuando él cerró el tema, taciturno:

—Su madre lo sabe bien. Lo que me fastidia es que siguen utilizando nuestro trabajo, después de haberlo desautorizado públicamente. Está claro que Minspert ha registrado a su nombre el Programa AC-110, y por eso le estorbábamos los Calderón. La historia de siempre: primero nos fusilaron, pero luego rebuscaron en nuestros bolsillos.

Cuando su helicóptero aterrizó en la base de Andrews, el avión ya estaba a punto de despegar. Era un transporte C-17 acondicionado como oficina móvil, y tan pronto entraron en él, David se dejó caer en el asiento, decepcionado y derrengado. Se volvió hacia Raquel y el comisario y les confesó:

—Por poco consigo esos documentos. Estaban en la carpeta que le señalé a usted, Bielefeld. Pero cuando me volví, había desaparecido. El criptógrafo notó que el comisario y Raquel se reían con una extraña complicidad.

—¡No tiene ninguna gracia! ¿Qué vamos a hacer ahora? Raquel alargó el brazo hacia Bielefeld, y éste le pasó su vieja cartera de cuero. La joven sacó una carpeta y le preguntó:

—¿Se refiere a esto?

O sea que había sido ella. No se lo podía creer.

—¿Y la legalidad? —le preguntó.

—Esto es la legalidad —contestó ella—. James dejó muy claro que no estaba dispuesto a ceder estos documentos, y no sabemos si todo lo que nos enseñó no era un montaje para negárnoslos. Yo lo único que hice fue sacar las consecuencias para que se cumpliera lo que es de justicia. Como usted esta mañana en la Fundación.

El criptógrafo estaba perplejo con la extraña lógica de la joven. O mucho había cambiado, o no calibraba el alcance de lo que acababa de hacer.

—Esto es muchísimo más grave —le advirtió David—. No sólo ha robado en la Agencia más protegida del Gobierno, sino que se dispone a sacar del país su botín. Los programas criptográficos son contrabando penalizado al más alto nivel. Tienen la misma consideración que el armamento no exportable.

—Yo no veo que hayamos pasado ninguna aduana.

—Está bien… Déjeme esa carpeta antes de que sea demasiado tarde. En ella están los tres gajos del pergamino que consiguió su abuelo. Quiero ver si encajan con los que nos ha mandado su madre.

Usando la propia carpeta como soporte, y guiándose por los patrones de los que ya había logrado ensamblar en la Fundación, ensayó distintas combinaciones, hasta lograr acoplarlos de dos en dos, formando cuatro triángulos equiláteros.

—Esto es. Ya contamos con una pauta, que son los triángulos. Sin embargo, no sabemos si los cuatro equiláteros encajan entre sí, o no. Desconocemos si eran diseños independientes, o iban juntos, o faltan otras piezas, y cuántas… Veamos qué más hay en la carpeta.

Había varios bloques de tarjetas perforadas de ordenador IBM, que David conocía bien, porque las había utilizado para actualizar el programa de su padre. Y seguían pliegos y pliegos de papel milimetrado. Se quedó muy sorprendido. Aquello era nuevo para él. Algunas retículas estaban rellenas de tinta, formando variaciones geométricas. Más parecían juegos o tramas de tapices que un proyecto ultrasecreto. También había alguna fotografía de conchas de moluscos, flores, animales y cosas así. Pero ¿y el Programa AC-110?

Estudió largo rato aquellos documentos, los miró y volvió a mirar, pero seguía sin entender su valor. Bielefeld y Raquel advirtieron la decepción que le provocaba aquel fiasco, aunque fueron lo suficientemente discretos como para no decir nada. Tampoco él hizo más comentarios.

Y, sin embargo, las preguntas y sospechas bullían en su mente: «Ahora entiendo por qué no hemos tenido dificultades para sacar esto de la Agencia —pensó—. Carece de cualquier valor. Excepto los fragmentos de pergamino, que considerarán una antigualla de museo».

Y se preguntó de nuevo de qué lado estaba Raquel. ¿Se había prestado a una comedia, o lo había hecho de buena fe? En este caso, ¿no estaría Minspert jugando de nuevo con ella, utilizándola contra él, como la vez anterior?

De manera que se: limitó a asentir cuando oyó decir al comisario, quitándole hierro a todo aquello:

—Quizá haya que mirarlo con más calma. Ahora no es el mejor momento, estamos cansados. Vamos a cenar algo y luego trataremos de dormir un poco. Nos espera un día muy duro en Antigua.

Tras tomar unos bocadillos, David fue el primero en quedarse dormido. Bielefeld miraba a los dos jóvenes con el barrunto de que algo muy doloroso seguía pesando como una losa sobre los Calderón y los Toledano. Si le había costado convencer al criptógrafo para que fuese a la Agencia, el problema ahora con Raquel era su regreso a Antigua. Rezaba por que los viejos agravios no volvieran a enturbiarlo todo. Bastantes problemas iban a tener a su llegada como para encima dedicarse a enmendar el pasado.

—Raquel, ¿por qué te asusta volver a Antigua? —se atrevió a preguntarle.

—¿Tanto se me nota? —se ruborizó ella—. No sé si es miedo, créeme. Es que mi madre siempre ha tratado de mantenerme alejada de allí. Dice que esa ciudad tiene algo así como una «maldición de los Toledano».

—Alguna vez tendrás que enfrentarte…

Esperó su respuesta, pero no hubo más confidencias. Y al comprobar la incomodidad que parecían provocarle aquellas cuestiones, prefirió no insistir.

—Yo también voy a echar una cabezada. Buenas noches, Raquel, que descanses.

—John…

—¿Sí?

—¿Te importa dejarme la carpeta? Me cuesta dormir en los aviones… Si me desvelo, me dedicaré a ojear esos documentos.

Cuando David abrió los ojos, en una de sus vueltas para cambiar de posición en el asiento, se quedó sorprendido al ver encendida la luz de Raquel. Y al observarla estudiando atentamente aquellos papeles, se dijo:

«¿Por qué tanta prisa? Ojalá no se confirmen mis peores temores».

PACHECO

—¿Qué nuevas me traes de Juan de Herrera? —saluda Randa a su hija.

—Pocas y malas —contesta Ruth, desalentada.

—¿Pues cómo?

—Me temo que, aparte de mi marido y yo, nadie puede ayudaros.

—¿Qué pasa con Herrera?

—Rafael dice que ese hombre fue quien os denunció.

—¡No puede ser! —Randa se lleva las manos a la cabeza. Siente cómo se desmoronan todos sus planes. Y se niega a aceptarlo—. Ni tú ni tu marido le conocéis como yo. Eso es imposible.

—¿Cómo estáis tan seguro?

—Porque tuvo muchas ocasiones de delatarme, y nunca lo hizo.

—Supongo que os referís a lo que os sucedió con don Manuel Calderón, después de que el emperador Carlos V os dijera en Yuste que era él quien ocupaba la Casa de la Estanca.

—¿Quién te lo ha contado?

—Rafael. Aun siendo tan niño por aquel entonces, se acuerda muy bien. Era su cumpleaños.

Y esta vez es Ruth quien evoca aquel día en que su futuro marido, Rafael Calderón, fue con su padre, don Manuel, hasta la plaza del mercado de Antigua.

No corrían buenos tiempos. Acababan de subir los impuestos, la sequía asolaba la ciudad, y la gente andaba como oveja abarrancada. Cuando no surtían las fuentes, el agua era escasa, había que subirla en cántaros desde el profundo tajo del río, a lomos de asnos, y pagar por ella a los azacanes que la vendían de portal en portal. El descontento alcanzaba en particular al encargado de la Casa de la Estanca, construida para compensar el nivel de pozos y otros manantiales.

Don Manuel Calderón era ese encargado y, con súbditos tan levantiscos como aquellos, sabía bien del peligro de motines en tales casos. El gran concurso de gentes siempre encerraba el riesgo de que se produjeran altercados. En particular, a la vista de un representante regio como él, sobre quien podían cebarse las iras del populacho.

Por eso, no todos los compañeros de Manuel Calderón son tan confiados como él. Prefieren atrincherarse tras los recios muros del Alcázar, donde están a salvo. Y evitan las calles concurridas si no es con escolta, hurtan el bulto cuando hay ferias, y sólo se aventuran en sus aglomeraciones para comprar o vender lo imprescindible. Bastaría que alguien los señalase con el dedo, que hubiera un percance, para desencadenar un tumulto que en más de una ocasión ha desembocado en un baño de sangre.

Don Manuel cree que es un error proceder así, que eso sólo agrava la situación. «¿Quién va a meterse con un viejo como yo?», dice. A él le gusta moverse con libertad, observar a su sabor. Lo contrario sería dar alas a quienes los consideran una casta aparte. Además, es el cumpleaños de su hijo Rafael, día feriado y ocasión para regalarle, como le ha recordado su esposa, doña Blanca.

El niño se ha despertado temprano y anda danzando desde muy de mañana por el palacio de la Casa de la Estanca, pidiéndole que le lleve al mercado. Pero Manuel Calderón ha de despachar primero los asuntos que le esperan. Luego, salen a la calle. Dan un rodeo para evitar la pestilencia de taninos y pieles curtidas que sube desde las tenerías. El calor y la sequía aumentan el hedor de los muladares, y cuando vuelven a calles más principales han de apartarse para dejar paso a las cabalgaduras que cocean en el arroyo, sorteando las casas mal alineadas.

En el pequeño cementerio que rodea la iglesia parroquial dos urracas graznan a su izquierda, lo que considera signo de mal agüero. Poco más allá comienzan los tenderetes de los peleteros, sastres y traperos.

Rafael Calderón examina las camisas, hasta dar con una que le cuadra. Es una hermosa prenda, con el cuello acolchado. Pero don Manuel la desecha, porque le hace ver que con tanto dobladillo se alojarán con más facilidad piojos y pulgas. La cambia por otra de cuello llano, y su padre añade al lote un cinturón ornamentado, a juego.

—Volvamos a casa, hijo.

—¡No! —protesta el niño—. Quiero ver los titiriteros.

Don Manuel se resigna. Piensa: «Los padres ya mayores, más somos abuelos que padres, malcriamos a nuestros hijos y somos incapaces de oponernos, haciendo rostro a sus caprichos».

Se abren paso entre el gentío cada vez más numeroso que se dirige hacia la plaza del mercado. Llegan, por fin, a ella. Bajo los soportales están los cambistas, con sus balanzas para pesar el oro y la plata. Dos artesanos que tejen en un telar discuten con un afilador, por estar demasiado arrimado y salpicarles con una lluvia de chispas. A su lado las mujeres tuercen la lana cruda y trenzan su cháchara con una vecina que barre la puerta de su casa para alejar los restos de carbón de encina dejados por unos leñadores. Junto a un puesto de quesos, una adivina lee la mano de un muchacho ante la mirada escéptica de su padre, que espera turno para el sacamuelas.

Todo esto han ido mirando don Manuel y Rafael Calderón, hasta que les llama la atención un numeroso corro de gente, desplegado en el otro extremo de la plaza. Hay cuchicheos y una gran expectación en el ambiente, pero al acercarse sólo ven a un hombre joven que hace volatines. Ni siquiera cuenta con un mal tablado. Aquel pasatiempo, ya muy visto, discurre en el puro suelo. Padre e hijo se disponen a marcharse de allí, cuando el titiritero da unas palmadas y se dirige a un público que parece conocerle bien, mostrándose de antemano dispuesto a una entrega incondicional. Muchos otros mirones se han sumado ahora, hasta el punto de que no tarda en contar con más oyentes que todos los demás volatineros de la plaza juntos.

El verdadero espectáculo comienza en ese momento.

El joven deja en el suelo todos los bártulos de que se ha venido valiendo y se dirige a un borrico que está tumbado tras él. Es éste un rucio menudo y ágil, de mirada viva, que sale de su aparente letargo y, a una señal de su amo, se levanta y avanza hasta el centro del corro. El titiritero le pasa la mano por el lomo, le tienta la grupa musculosa con fingida admiración y le explica, con voz alta y clara, de modo que todo el mundo le oiga bien:

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