La llave maestra (10 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Os preguntaréis cómo pudo soportar aquellos cincuenta y tres días de atroz agonía. Para mí que se debió a ese pergamino. Desde que lo tuvo en su mano, empezó a dar muestras de quietud y sosiego, y día y medio antes de su muerte quedó Su Majestad sin ningún género de dolor. Y todo lo achacó a aquella reliquia, a la cual estuvo abrazado muchas horas, con tan grandes demostraciones de contrición y amor, que parece que se la quería meter en las entrañas.

Estuvo, en fin, su vida llena de cuidados. Siempre trabajó con manos, pies y ojos. Con las manos, escribiendo; con los pies, caminando; con los ojos, como un tejedor que tiene la tela repartida en diversos hilos. Que así tenía él el corazón. Y su muerte fue como cuando se corta la tela del telar.

Cuando David terminó su lectura, Bielefeld estaba impresionado:

—Me había olvidado de lo macabros que son los españoles para estas cosas… Una pregunta: si esto es una carta a ese tal Raimundo Randa, ¿cómo es que el fraile la conservó entre sus papeles?

—Seguramente es una copia. Un borrador, que ni siquiera sabemos si llegó a enviar. El caso es que cuando mi padre la encontró en la biblioteca de El Escorial, se puso en contacto con Abraham Toledano. En un principio había llegado a pensar que los gajos del pergamino podían ser diseños de llaves, un intento por encontrar las suficientes variaciones como para cerrar con ellas más de mil doscientas puertas, pero de modo que el rey pudiera abrirlas todas con una sola llave. Sin embargo, más tarde, empezó a sospechar que allí había algo más. Y que lo escrito por Felipe II de su puño y letra, lo de La llave maestra, y su empeño por morir con aquel gajo de pergamino en la mano, encierran un enigma mucho mayor.

—¿No me estará usted sugiriendo que es la llave para el otro mundo?

—Yo no digo nada. Me limito a contarle la historia de estos pergaminos… En cualquier caso, lo más importante para mi padre, cuando hace este descubrimiento, es que en ese momento ya sabe lo que les había ocultado Albert Speer: aquellos documentos guardan algún tipo de relación con El Escorial.

—Aparte de lo del Estado judío, no acabo de entender para qué quería unos documentos así el ministro de la Guerra de Hitler.

—No olvide que también era su arquitecto. Y un gran admirador de El Escorial y de su diseñador, Juan de Herrera.

—Aun así, no acabo de ver la relación.

—Quizá la vea mejor si le digo que Herrera no sólo es el arquitecto de El Escorial, sino también el de la Plaza Mayor, y que esta Fundación en la que estamos ahora sentados patrocina una exposición sobre él, de la que es comisario Juan de Maliaño. Y en la que colaboraba Sara estrechamente.

—Entiendo. Continúe, por favor.

—A raíz de este descubrimiento, mi padre vuelve a la carga para trabajar en los documentos requisados por la Agencia de Seguridad Nacional, y en especial los tres gajos del pergamino que tienen allí. Alega que ahora ya se puede investigar sobre seguro, en un entorno bastante preciso, el de Felipe II, Herrera y El Escorial. Y que eso confirma su teoría de que hubo algo bajo mano que dio al traste con el proyecto del Estado judío del siglo XVI. No le dan el permiso. Pero él sigue investigando por su cuenta. Y averigua quién consiguió esos fragmentos del pergamino. Todo es obra del correo y agente secreto que trabajó para Felipe II, ese tal Raimundo Randa. El del proceso que estaba estudiando Sara.

—Me estoy empezando a liar. ¿Le importa que tome notas? Antes me ha dicho usted que los documentos que rodean esos fragmentos del pergamino son de mediados del siglo XVI. ¿Podría precisar un poco más la fecha?

—Hacia 1556 ó 1557.

—¿Qué tipo de documentos son?

—La mayor parte, cartas. Cartas cifradas.

—¿Y los corresponsales?

—Carlos V y su hijo, Felipe II. Esa correspondencia comienza en el momento de la transmisión de poderes. Carlos V abdica y se retira a España, al monasterio de Yuste. Y Felipe II está en Bruselas, intentando asumir la herencia europea de su padre. Las comunicaciones entre los dos tienen que ser muy seguras, con absoluta garantía de confidencialidad. Pero es que estas cartas son tan seguras que se pasan: algunas de ellas no hay manera de descifrarlas.

—¿Ni siquiera usted? Me han dicho que en criptografía antigua no hay nadie mejor en todo el mundo.

—Ya sabe lo exagerada que es la gente. En cualquier caso, de poco me ha valido. He de decir, en mi defensa, que ésta es una clave muy especial.

—Es lógico, por el nivel de los comunicantes.

—No me ha entendido bien. Todos los que nos dedicamos a esto sabemos que en mayo de 1556 Felipe II decidió cambiar las claves de su padre, que eran un auténtico coladero y más que quemadas, estaban chamuscadísimas. Lo hizo a conciencia, porque él no tenía la intención de pasarse la vida viajando de aquí para allá, como Carlos V. Sabía que iba a depender del correo para gobernar el mayor imperio del planeta. Por lo tanto, cambió las claves generales y fue asignando numerosas claves particulares a medida que las necesitaba. Pues bien, aun así, nada tienen que ver con esto.

Y ante la mirada interrogativa de Bielefeld, que había dejado de tomar notas, remachó:

—Sé bien lo que me digo, comisario.

—No lo pongo en duda, pero ¿qué es lo que logró averiguar su padre de ese agente secreto de Felipe II, Raimundo Randa?

—Lo acusaron de ser varias veces renegado de la religión cristiana. Fue cautivo de los turcos en Constantinopla. Viajó por media Europa. Estuvo en el Norte de África, en Jerusalén, La Meca y otros lugares de Oriente Próximo. Quizá fuera agente doble, o triple…

—Con ese currículo no me extraña que le interesase a Sara Toledano. Por cierto, qué apellido más extraño ése de Randa, ¿no?

—Lo mismo pensé yo —admitió David—. No parece de familia, sino adoptado. Es ideal para un correo, porque existe en los idiomas más diversos: español, francés, inglés, portugués, italiano, alemán, latín, árabe…

—Nunca lo había oído en español.

—Es poco común. Significa «pícaro». También una sutura que otros llaman punto del diablo, y se hace en el telar para rematar una pieza o unirla con otra. Y aún hay algo más: un virus informático.

—¿Está seguro?

—Segurísimo. Al buscarlo en Google me dio este resultado: «Randa es un gusano reportado el 23 de agosto de 2002, de gran difusión masiva en español. Se propaga en mensajes de correo con un archivo anexado de doble extensión, que ocupa 4,5 KB de espacio».

—¿Y todos esos viajes los hizo Randa por los gajos de pergamino?

—Eso parece. Y quizás explique que Felipe II muriera con uno de ellos en la mano. En realidad, Raimundo Randa no parece que fuese un correo regular, sino alguien al que se recurría en casos verdaderamente importantes. Entre otras razones, porque era muy caro. Muy rápido, muy seguro y muy caro. Es verdad que la información era entonces un artículo de lujo, pero lo de este hombre es algo aparte. Tenía su propio sistema de cifrado o algo así. El caso es que ya en su época, sus enemigos no lograron descifrarle ningún mensaje. También es verdad que el viaje que tenemos mejor documentado lo hizo dentro de un circuito muy seguro, el de los Taxis.

—¿Taxis, como los taxis?

—Tal cual. No es una coincidencia, no; es de ahí de donde viene el nombre que aún hoy se emplea en todo el mundo para los coches de alquiler con conductor. La dinastía de los Taxis prestó servicios de postas a media Europa desde la Edad Media hasta el siglo XIX. En la cima de su poder llegaron a tener más de veinte mil empleados. Y ya ve si han dejado huella.

—Ya lo creo. Todos usamos ese nombre.

—No sólo el nombre, también su color, y su escudo.

—¿A qué se refiere?

Al cornetín de señales sobre fondo amarillo. No es casual que tantos taxis sean amarillos. Ellos empleaban ese color porque es el que mejor se ve, incluso a cierta distancia y en malas condiciones atmosféricas. Por eso forma parte del diseño de muchos servicios de correos. El alemán o el español, sin ir más lejos. Lo que tampoco es casualidad, porque su gran valedora fue la Casa de Austria. Ellos concedieron a la familia Taxis el monopolio de las comunicaciones, y Carlos V los convirtió en nobles y los nombró Correos Mayores de Castilla.

—Ahora entiendo mejor lo que me dice de esos documentos.

—Estamos hablando de algo serio, porque se lo encomiendan al espía más bregado de Felipe II, el correo más eficiente de la mejor organización de comunicaciones de su tiempo. Con un código de cifrado muy complejo, para garantizar una línea de alta seguridad entre Felipe II, que estaba en Bruselas, y Carlos V, retirado en el monasterio de Yuste.

—¿Y de dónde había sacado el tal Raimundo Randa esos pergaminos?

—Las primeras pistas aparecen en Milán, porque es ahí donde entra en el circuito de los Taxis para hacer el recorrido Italia-Bruselas, vía Tirol. Era su recorrido estrella, en el que habían alcanzado las máximas velocidades. Lo tenían estudiado al milímetro, con atajos bien controlados.

—¿De cuántos kilómetros estamos hablando?

—De setecientos y pico. Y se puede demostrar que Raimundo Randa los franqueó en cinco días. Eso nos da una velocidad media de unos ciento cincuenta y dos kilómetros al día… Una barbaridad… Tuvo que reventar muchos caballos para lograr esa hazaña. Por aquel entonces, un jinete solía hacer unas ocho leguas al día, que vienen a ser unos cincuenta kilómetros. Los correos podían duplicar esa velocidad, y sólo un mensajero con postas, usando las mejores calzadas, con buen tiempo y sin tener que dar rodeos por guerras, emboscadas o incidentes, podía alcanzar hasta los ciento treinta y cinco kilómetros diarios. Claro que esto las hacía prohibitivas para un particular: reducir el tiempo de un envío de siete días a cinco podía llegar a triplicar el precio del correo. Sólo se recurría a ello en casos excepcionales. Calculo que este envío no bajó de los mil ducados, diez veces el precio de un envío normal.

—Ya sé que se dedica usted a esto, pero sigo sin entender cómo puede hacer semejantes cálculos.

—Pues porque para alcanzar esas velocidades había que repostar cada diez kilómetros, doce como mucho. Divida setecientos y pico kilómetros por diez y le saldrán unas setenta y cinco postas. A seis ducados por posta, que es lo que venían a costar, resultan cuatrocientos cincuenta ducados, sólo en postas. Añada gastos, sobornos y comisiones, y le sale una auténtica fortuna, que muy pocos altos cargos ganaban en todo un año. Un profesor de una universidad de primera fila podía darse por contento con la mitad.

—Creo que voy entendiendo por qué esos gajos de pergamino eran algo importante en su época. Pero ¿qué tienen que ver con lo que sucede hoy, con la conferencia de paz entre israelíes y palestinos y la desaparición de Sara Toledano?

—Para eso tendríamos que descifrar estos documentos.

—Pues adelante. Usted primero.

—No es tan fácil. Mi padre no tuvo esa suerte. Ni Sara, aunque quizá ella sea la única que ha visto todas las piezas del rompecabezas. ¿Comprende ahora la importancia de lo que dice en su carta? Siempre hemos sospechado que estos gajos triangulares forman parte de un solo pergamino, pero nadie ha logrado demostrarlo. Nunca han encajado. Claro que ahora contamos con este aparato que tengo aquí, que permite seguir los trazos y las vetas del soporte con iluminaciones de distintas frecuencias, desde los rayos infrarrojos hasta los ultravioleta. Con él se consigue ver lo que no está al alcance del ojo desnudo.

David puso los gajos en el artefacto y durante un largo rato trató de acoplarlos.

—Éstos tampoco encajan —se rindió—. Veamos si alguno de ellos lo hace con el que lleva la inscripción de
ETEMENANKI
-La llave maestra.

David manipuló el fragmento triangular que se conservaba en la Fundación, intentando que su soporte se correspondiera con el de algunos de los enviados por Sara. Probó con el lado más corto, el más largo, y el intermedio. Hasta que en su rostro se dibujó una sonrisa de satisfacción.

—¡Bingo! —exclamó mostrándoselo a Bielefeld.

Sacó una regla y midió los lados del triángulo resultante. Era un equilátero perfecto. Los trazos parecían hechos sobre el pergamino con algún sistema de grabado muy persistente, quizá un hierro al rojo. Pero guardaban la continuidad entre uno y otro fragmento, formando un extraño entrelazo.

—Creo que estamos en el buen camino —aseguró el criptógrafo—. Nunca se consiguió que casaran entre sí los tres que se guardan en la Agencia de Seguridad Nacional. Pero quizá sí que encajen con estos otros tres que nos envía Sara. Y seguramente es lo que ella espera.

—¿Aún cree que es el diseño de una llave? —preguntó el comisario—. Si fuera algo moderno, podría tomarse por el circuito impreso de un chip o la placa base de un ordenador.

—A mí me recuerda más bien un laberinto. El caso es que sigue resultando indescifrable. Y dado que ése debería ser mi cometido, lo mejor es que me deje todo esto para que lo estudie con calma —murmuró David, consultando su reloj—. Se está haciendo tarde, y usted tiene que marcharse.

—¡Ah, no! No me iré sin usted.

—Comisario, por favor. Es mejor que vaya usted solo a ver a Raquel Toledano. Tiempo tendrá de contar conmigo.

—Tiempo es justamente lo que no tenemos. ¿Cómo podría convencerle?

—No podrá… Le acompaño hasta el despacho del gerente.

—¡Espere! Quiero que vea la grabación del incidente del Papa en la Plaza Mayor. Y después, le prometo que me iré.

—Está bien, ahí tiene el video.

Mientras Bielefeld pasaba rápido hasta el final del discurso del Papa, sonaron golpes en la puerta. Se entreabrió y asomó el rostro del gerente, con una amenazadora sonrisa de oreja a oreja.

—Es hora de cerrar —canturreó, malévolo.

—Dénos cinco minutos —le pidió Bielefeld—. Estamos terminando.

—De acuerdo, pero que sean cinco minutos —señaló a la mesita auxiliar, y añadió—: Y no olvide, señor Calderón, que he de guardar esos documentos en la caja fuerte. Déjelos como se los entregué esta mañana, por favor.

David se levantó y cerró la puerta.

—¿Cómo se sube el volumen? —preguntó Bielefeld a sus espaldas.

Al volverse, vio en la pantalla del televisor la imagen del Papa leyendo el discurso, con su característica voz temblorosa:

—«… Y hemos de recordar, en fin, el irrenunciable valor simbólico de la Explanada de las Mezquitas y del Templo de Salomón allí erigido, que es una prefiguración de la propia Iglesia…».

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