La llave maestra (6 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

A los del remo nos llevaron a una de las galeras turcas y prepararon las cadenas para aherrojarnos. Me pusieron al pie una con doce eslabones y me ataron a un banco junto con otros cuatro cautivos.

Y así empecé a padecer aquella espantosa vida del forzado, tan miserable que a cada hora le es dulce la muerte. Y a padecer el bizcocho y el corbacho; éste, porque es así como llaman al látigo, del que hay mucha ración; y el bizcocho, porque ésa era la comida las más de las veces. O, si acaso, un puñado de mazamorra, que es una pasta de harina recocida sin cernir, con hartas chinches muertas y no pocas motas de paja y estiércol de los ratones, que por allá corretean a caza de migajas. El agua también andaba muy tasada, y medio podrida.

En cuanto al corbacho o látigo, las fatigas eran innumerables. Al cabo de pocas semanas de llevar esta vida supe que no sobreviviría muchos meses en aquella galera, una de ésas que llaman bastardas.

Pertenecía a persona principal, y era nave ágil, muy marinera. Ya podía serlo: cada uno de sus cincuenta remos llevaba amarrados hasta cinco forzados, en vez de los tres que son más frecuentes. Y los galeotes de reserva pasaban de los cuarenta. No sólo por razones de mayor empuje, sino también por la dureza y crueldad del cómitre que, látigo en mano, nos vigilaba para que remásemos hasta dejarnos extenuados y causar a muchos la muerte.

Llevaba al cuello un pequeño silbato, y con él hacía todas las señales para marcar las diferencias en el remar. Y bastaba que te rascaras la oreja para que llovieran sobre ti los palos, con aquella fusta que llevaba, que había untado con pez para que no se le destrenzase. Más de una vez vi a mi lado el cuerpo de un compañero que seguía el ritmo, hacia delante y hacia atrás, subiendo y bajando, arrastrado por la boga, para comprobar —cuando se aquietaban los remos— que hacía rato que era ya cadáver, reventado por el esfuerzo.

De tal modo odiábamos los galeotes a aquel nuestro verdugo, que en una ocasión en que nos quedamos rezagados, cerca de la costa, haciendo aguada, muchos de los forzados vieron llegada la hora de su libertad y su venganza. El cómitre se encontraba sobre el estanterol que soportaba el toldo, dándonos latigazos a diestro y siniestro y gritándonos que remásemos a músculo cumplido, para vencer una corriente y ganar la mar abierta. Por mejor golpear con ella, se sujetaba la fusta al brazo con una ligadura. Y eso fue su perdición. Porque dos de los cautivos más fuertes, puestos de acuerdo, asieron el látigo y tiraron de él, dando con el cómitre de bruces sobre los remos. Lo fueron pasando de banco en banco desde la popa a la proa, dándole tal cantidad de dentelladas, que antes de llegar al mástil ya estaba muerto a bocados.

Yo me hallaba en el centro, en la posición que llaman del tercerol. Quiso la mala suerte que me lo hubieran pasado a mí en el momento de irrumpir la guardia de jenízaros en la sentina, alarmados por sus gritos. Y así fui sorprendido, con el cómitre muerto sobre mi banco y remo. Ambos maderos, como yo mismo, estaban empapados de sangre.

Con estos cargos y tal recomendación, fui conducido a empellones hasta la presencia del almirante, al que llamaban Alí. Había oído hablar de su ferocidad, y supuse que allí mismo me esperaría el peor de los tormentos. Por de pronto, el almirante Alí escuchó impávido la relación de los hechos que le hizo el jefe de la guardia. O eso fue lo que supuse, pues, por entonces, si bien yo hablaba el árabe, no comprendía el turco en que ellos parlamentaban.

El almirante dio una orden al jenízaro y éste se llegó hasta mí. Me sujetó por el cuello y sacó una daga, con la que tuve por seguro que me degollaría. La acercó, en efecto, hasta mi garganta, y soltó un rápido tajo. Pero no fue la carne lo que cortó, sino el entrelazo que la tejedora morisca nos había puesto a Alcuzcuz y a mí a modo de collar.

Se lo entregó al almirante, quien lo examinó brevemente y puso al jenízaro un par de preguntas que éste no pareció capaz de responder.

Vi como le hizo un gesto para que bajara hasta los remos. Vuelto que hubo de allí, contestó a lo que el comandante de la nave le preguntaba, y éste pareció darse por satisfecho.

Me devolvieron el entrelazo —que volví a ponerme al cuello de inmediato, pues parecía haber protegido mi vida de momento— y fui encerrado a buen recaudo, separado de los demás forzados. Pasaron los días, y con ellos fue renaciendo en mí cierta esperanza, al comprobar que se ocupaban de darme agua y algún alimento. Conocí luego que nos dirigíamos a Estambul, y supuse que esperarían a llegar allí para someterme a una ejecución ejemplar.

Más tarde tendría ocasión de saber quién gobernaba aquella nave y la armada toda. Se llamaba Alí y era hombre en extremo severo. Pero justo. Le apodaban Fartax, que en lengua turca quiere decir Tiñoso. Lo era, en efecto, con el cabello ralo y caído por su dolencia, lo que le afeaba el rostro y le daba un aspecto temible. No era turco de nacimiento, sino de oficio. Esto es, renegado de la fe cristiana. Había nacido en Calabria, de orígenes muy humildes. Siendo aún un muchacho, estaba pescando un día en una barca —que así se ganaba la vida—, cuando fue apresado por los turcos junto con su madre viuda. Uno de los más famosos corsarios otomanos, Jeridín Barbarroja, reparó en su habilidad, y lo empleó como cómitre, y luego como capitán de una de sus naves. Pronto fue conocido por su destreza, hasta llegar a ser nombrado almirante por el sultán Solimán el Magnífico.

Éste era Ali Fartax, el hombre en cuyas manos estaba mi vida. Me tranquilizó un tanto saber que había sido cristiano. Y averiguar que había sido galeote. Lo malo —pensé a continuación— era que también había sido cómitre. En estos suspiros y temblores se me fueron pasando los días.

Al cabo de ellos, enderezada la ruta por rumbos más seguros, Alí Fartax se vio con calma para dictar sentencia. No se apartó ésta de la fama que tenía de justiciero. Al ver que me acusaban de la muerte del cómitre, había mandado averiguar si los forzados que me precedieron en las dentelladas tenían sangre en la boca. A lo que el jefe de la guardia, tras bajar a la sentina, hubo de contestar que sí. Luego, Fartax hizo notar a su oficial que yo estaba todo lleno de la sangre del cómitre, pero no mi boca. En consecuencia, me declaró inocente y me devolvió al remo.

Es Estambul gran puerto, no lo hay mejor en el Mediterráneo. Allí fuimos recibidos con muchas salvas de saludo. La quinta parte de los esclavos, que siempre corresponden al sultán, fueron encerrados como ovejas en corral. Son los que llaman cautivos del almacén, que sirven en las obras públicas del concejo y tienen muy dificultosa su libertad, pues no hay con quién tratar su rescate. Aquellos desdichados nada valen, y en ellos se ceban. Pues, para dar ejemplo a los demás, a la menor ocasión son desorejados, desnarigados o ahorcados.

No fue ése mi caso, porque Alí Fartax, el Tiñoso, averiguada mi destreza con las lenguas y el cálamo, decidió reservarme para sí como secretario. Me llevaron a su casa y me raparon cabellos y barbas. Repitieron luego esto cada quince días, tanto por la limpieza como por la señal de esclavo que ello significa, con lo que somos fáciles de apresar si nos escapamos.

Toda la suerte de un cautivo está en el amo que le toca. Y el mío no fue malo. Creo que también yo fui un buen servidor, y diligente, por lo que Fartax no tardó en cobrarme gran afición. Así pasaron los meses, en los que fui ascendiendo en su estima, hasta el punto de moverme con gran libertad por todo su palacio.

Algo tuvo que ver en esta privanza el buen crédito que merecí a un hombre ya entrado en años que frecuentaba la casa. Debido a su condición de médico, se tocaba con un bonete rojo. Su nombre era Laguna, y su linaje de los judíos que llaman sefardíes, pues su familia procedía de La Puebla de Montalbán, en tierras toledanas. Y aunque conmigo hablaba en ladino, se congratuló mucho al comprobar que yo sabía el hebreo.

—Vuestra cultura y excelente caligrafía os harán muy apreciado como secretario, creedme —me dijo.

Así fue. Tan adelante pasó la afición de Alí, que me encargó trabajar en sus archivos y biblioteca. Que la tenía, y grande, pues a pesar de su aparente rudeza era hombre muy leído y conseguía libros de los cristianos a través de sus agentes en otros países.

Mantienen los turcos correspondencia con diversos lugares de Europa a través de la estafeta veneciana de los Taxis, donde operan los mejores correos y criptógrafos. Y fue trabajando en la cifra de éstos donde aprendí a leer los más enrevesados documentos, aunque me guardé muy mucho de decírselo a mi amo.

Un día que estaba yo ordenando sus papeles reparé en un documento cifrado en una clave de las llamadas regias, porque sólo se utilizan para asuntos muy principales. Me llevó semanas descifrarlo, al cabo de las cuales pude comprobar que era un aviso para Fartax, en él se le informaba sobre una nave sin escolta ni apenas armas, de la que podría sacar gran provecho. Era la que me había traído desde España hasta Italia. Lo único que pedía el informante a cambio de la noticia es que se echara al remo a los comprendidos entre tal y tal edad, que yo entendí al punto que era la mía. Aunque la nota le había llegado a Fartax desde Italia, bien se echaba de ver que las noticias e instrucciones venían de España, a través de su red de espías. Y de tan arriba, que sólo podía proceder de alguien muy cercano al rey.

Todavía me asombró más advertir que en ella se mencionaba la Casa de la Estanca, donde mi familia había vivido en Antigua. Y se hablaba, en términos más vagos, de un gran botín para repartir.

Parecían referirse a un tesoro, aunque no quedaba claro este punto, pues la redacción estaba llena de sobreentendidos. Pero a partir de entonces volvieron a abrirse en mi interior todas las heridas que creía haber superado: el traslado de mi padre desde la Casa de la Estanca a la sierra de Granada, el cruel interrogatorio al que había sido sometido hasta su muerte, el temor de mi tío el abad a que me descubrieran en el monasterio, mi huida precipitada de este lugar, el apresamiento más que intencionado de nuestra nave…

¿Qué secreto era aquél que parecía perseguir a mi familia? ¿O no éramos nosotros, sino la Casa de la Estanca? ¿Tan grande era como para que mi padre prefiriese morir en un tormento horrible, poniendo en peligro la vida de los suyos?

Mucho me hizo pensar todo aquello, ya que de no averiguarlo pesarían sobre mí amenazas de las que mal podría guarecerme. Busqué y rebusqué en el archivo de Fartax para tratar de encontrar más detalles. Pero todo resultó en vano. Y fue este descubrimiento lo que me impulsó a escaparme. O a intentarlo. Porque, con la precipitación, me sorprendieron en una de las puertas de la ciudad y, al no llevar salvoconducto, fui devuelto a mi amo.

Me había disfrazado para la fuga con camisa y zaragüelles de arnaute, que así llaman a los albaneses. Mientras me conducían a su presencia me sentía ridículo en aquellas trazas, que tan sin argumentos me dejaban. Y me hacía a la idea de que el castigo sería doblemente terrible, por haber burlado la confianza y generosidad de Alí Fartax.

Atravesamos el patio, entramos en el corredor que conducía hasta la habitación en la que despachaba públicamente y llegamos, por fin, ante él. El Tiñoso parecía sumido en sus pensamientos. Al oírme entrar, alzó aquel rostro suyo, feroz y desmadejado, y me miró de tal modo que no necesitó decir nada. Vino el verdugo con un hierro candente y me sujetaron para marcarme.

En ese momento, uno de los consejeros alzó la voz y dijo:


La taqdbbahu al-wajha, fa-inna alluha khalaqa adama ála suIwtihi
.

Eran unas palabras del Corán que yo conocía bien. Las había dicho Alcuzcuz cuando mi padre le había herrado la cara: «No desfiguréis el rostro, pues Dios creó a Adán a su propia imagen».

Alí Fartax llamó a uno de sus lugartenientes y vi —pero no oí— cómo le hablaba, mientras el verdugo esperaba con el hierro al rojo, a pocos dedos de distancia de mi cara.

Así pues, era cierto lo que decía Alcuzcuz. A diferencia de nosotros, que marcamos a nuestros esclavos en la cara, entre los turcos no está bien vista esta costumbre. Dicen algunos que no por piedad, sino porque bajan de valor. Sólo lo hacen con los falsos testigos, para que nunca puedan volver a alzar testimonio.

—Le trataré como un falso testigo —dijo el Tiñoso—. Marcadle en la mano izquierda, que la derecha bien diestra la tiene para escribir.

Randa muestra a Ruth la señal, ya desvaída, que aún lleva en el dorso de la mano izquierda.

—Ésa es mi marca, y todo el mundo la conoce —me advirtió Fartax—. Con ella, no habrá lugar donde puedas esconderte de mi cólera. Cualquiera que la vea te entregará a la primera galera turca, que te traerá hasta mí, porque saben que pagaré una fuerte recompensa.

Mandó retirarse al verdugo y después, muy tranquilo y sin alzar la voz, me dijo: «Puedes estar seguro de que si intentas escapar otra vez te haré empalar».

—¿Es empalar lo que supongo? —le interrumpe Ruth.

—Es muerte terrible. Toman un palo grande, lo afilan muy agudamente en una de sus puntas, como se hace con los espetones en los que se pone un asado, apoyan en tierra uno de los extremos, dejándolo derecho, y al condenado lo sientan sobre él y lo espetan por el fundamento, atravesándole todo el vientre y el pecho hasta que le salga por la boca. Y lo dejan así vivo, que suele durar dos y hasta tres días.

Con este coscorrón de la suerte, anduve sosegado durante una buena temporada, observando un comportamiento ejemplar. Pero la escasa libertad de que había gozado se le había metido dentro como un veneno, y las averiguaciones que había hecho me inquietaban sobremanera.

Pasaron los meses, y un buen día vino al palacio un comerciante griego, gran viajero. Le hablaron de mi intento de fuga, me preguntó por lo sucedido, y yo se lo conté. Me miró un largo trecho, y aseguró que él me facilitaría la huida. Trabajo me costó prestarle oídos, escarmentado como estaba. El griego me aseguró que mi error había consistido en intentar la fuga solo, sin experiencia ni ayuda, y que esta vez no habría fallos. Él se dedicaba a esos menesteres, entre otros muchos. Formaba parte de su negocio.

—Nunca se me ha descabalado una evasión. Y llevo más de treinta —añadió—. Lo principal es asegurarse un barco donde primero podáis refugiaros, y luego huir. Yo os apalabraré sitio en uno, que estará esperandoos en tal lugar del muelle, tal día y a tal hora.

Me pidió una sustanciosa cantidad como adelanto. Le dije que le daría ahora la mitad, y la otra parte cuando estuviésemos en lugar seguro. Rechazó el trato:

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