La llave maestra (7 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

—Si no os fiáis de mí, no hay nada más que hablar —dijo muy digno.

Accedí. Satisfice la cantidad apalabrada empeñando mis ahorros y sisas, y quedó todo concertado para la fuga.

El día estipulado salí de casa de mi amo sin ser notado, y me dirigí a la marina, con el corazón golpeándome en el pecho. La recorrí de cabo a rabo, pero en el muelle no estaba el barco convenido. Decidí esconderme entre las mercancías y esperar. Transcurrió toda la tarde, luego la noche… Al cabo de muchas horas, cada vez más angustiado, empezó a abrirse paso en mí la idea de que había sido engañado.

Para entonces, Alí Fartax ya me habría echado de menos y sus hombres estarían buscándome para empalarme. Cuando amaneció, pude ver desde mi escondite, entre las mercancías del embarcadero, que allí abundaba su gente. Pues ese verano se había quedado sin ir al corso por despalmar y dar carena a su galera, que tenía en astillero. No podía salir, porque me reconocerían de inmediato.

Con las horas, me apretaban la sed y el hambre, y crecía en mí la zozobra. No me atrevía a moverme del escondrijo. Pero éste no iba a durar mucho. Con el amanecer, el puerto empezó a cobrar vida, y vi con auténtico terror que un capataz se dirigía hasta el lugar en el que yo me encontraba y, cuando estuvo cerca, empezó a dar órdenes a sus hombres para que hiciesen entrega de los fardos entre los que me escondía.

Uno tras otro, fueron retirando los bultos. Avanzaban hacia mí, y sólo quedaban unos pocos para que fuera descubierto… Randa se interrumpe, porque oye los pasos de los carceleros que se acercan hasta la puerta de la celda. De nuevo suena la llave en la cerradura, y aparecen los hombres armados.

—Me temo que vienen a por ti, hija mía. ¿Cuándo volveré a verte?

—No lo sé, padre. No lo sé. Espero que mañana.

La reclaman desde la puerta. Ruth se dirige hacia la salida, sube los escalones y antes de salir se despide con un gesto tímido y desmañado. Al observarla, a Raimundo le cuesta creer que su niña, apenas una adolescente, vaya a ser madre, disponiéndose a prolongar la estirpe en medio de tantas adversidades. Y junto a la preocupación, no puede evitar el orgullo al reconocer el mismo coraje del que tantas muestras dio su mujer, Rebeca Toledano, cuyo solo recuerdo le hace agachar la cabeza, apesadumbrado.

Cuando sale de la celda y se vuelve por última vez, la muchacha ve a su padre desde lo alto, sentado en el poyo de piedra, cabizbajo. Y le angustia la soledad en que le deja.

Pero esta congoja le dura poco, porque siente en el brazo la férrea presión de una mano que no parece humana, sino tenaza. Quien la agarra por el codo es aquel hombre embozado que está al mando.

La aparta de la puerta, tira del picaporte con la izquierda y, con la derecha, que lleva enguantada, esgrime una llave que hace girar en la complicada cerradura. Con el esfuerzo, se desencaja el guante, y la joven advierte lo que hay debajo. No es carne, sino una mano metálica. De plata, sin duda.

EL CRIPTÓGRAFO

D
avid Calderón fue hasta la ventana y descorrió la cortina que mantenía la habitación en penumbra. Guiñó los ojos al recibir la luz, el borroso paisaje que le llegaba a través de los vidrios emplomados. Estaba nervioso y no podía concentrarse. Miró el reloj, inquieto, y se dijo:

—Este hombre ya tendría que haber llegado.

Pasó el dedo por las junturas de los vitrales, perfilando el escudo de la Fundación. Las letras A & T, de intenso color rubí, destacaban sobre el fondo ocre de un bloque cúbico que encuadraba la cruz de seis direcciones. Abrió la ventana de par en par y dejó que entrase el aire. Tras las primeras ráfagas, impregnadas por el asfalto recalentado del parking, agradeció la brisa del lago, con su olor a hierba recién cortada.

Volviéndose hacia el interior de la habitación, se acercó a la maciza mesa de trabajo prestada por Sara Toledano, y se detuvo ante la vieja foto enmarcada. En ella se la veía de pie en un balcón de la Plaza Mayor de Antigua, junto al padre de David, Pedro Calderón. En realidad, no estaban juntos. Se interponía Abraham Toledano, sentado en una silla, con su aire de anciano patriarca severo y ceñudo. A través de la puerta abierta, al fondo del despacho, se asomaba el arquitecto Juan Antonio Ramírez de Maliaño. Y tras él Peggy, la mujer de Abraham, que cruzaba los brazos, enfurruñada. Su marchita distinción no ocultaba que se había apartado para no salir en la foto junto a su hija Tiara y Pedro. Y aún había un sexto personaje, desgarbado, hirsuto, de fuerte complexión, con el rostro sumido en la sombra.

Sara vestía de un modo extraño, y Pedro mostraba algo en una mano. Lo enseñaba como un trofeo, pero no acababa de verse bien. El balcón estaba engalanado, de fiesta. Una fiesta que quizá empezaba a torcerse, aunque sus protagonistas aún mostrasen aquella disponibilidad que les otorgaba su radiante, casi insultante, juventud. Al inclinarse hacia la mesa para apreciar un detalle de la fotografía, David Calderón se vio a sí mismo reflejado en el cristal, y le sorprendió el parecido con Pedro. Debía de tener ahora una edad cercana a la de su padre entonces, y en su rostro apuntaba el mismo aire desprevenido y tímido, bajo el negro pelo ensortijado. Era idéntica aquella mirada vivaz, fruto de una curiosidad sin límites, pero con un deje de tristeza, empañados los ojos por un fatalismo que también había heredado de él. La boca firme, limpiamente dibujada, permitía adivinar su tenaz independencia, aquel montaraz pensar por su cuenta, que tantos problemas le había traído, junto a la dificultad para el medro y un decidido desapego por los convencionalismos sociales.

Se preguntó cuántos años llevaba Sara Toledano trabajando en aquel despacho, con esa foto encima de la mesa. Ahora, más que nunca, le conmovía aquel detalle. Al dejarla allí antes de marchar a Antigua, se había convertido en toda una declaración de principios, el mensaje más claro en la compleja tarea encomendada. Y proclamaba sin rebozo lo mucho que debió de significar Pedro Calderón en la vida de ella. Al menos en aquel entonces, cuando se abría ante los dos jóvenes todo un mundo que el tiempo se encargó de desbaratar.

No debía de haberle resultado fácil hacerlo, reivindicar su relación en aquel sanctasanctórum de los Toledano. O llamarle a él, el hijo de Pedro, para cubrir aquel puesto durante una misión que se revelaba decisiva para Sara. Corroboraba la impresión de David al despedirse de ella: esta vez no iba a ser como las anteriores. Y así lo estaba confirmando todo lo sucedido con posterioridad.

Se disponía a volver al trabajo, cuando alguien llamó a la puerta. «¡Por fin!» —pensó, antes de decir en voz alta—: ¡Adelante!

Se giró a tiempo para ver asomar el rostro del gerente, Anthony Carter, más conocido por su apodo de
Overbooking
. Sus gafas de cristales al aire, la pajarita y su inefable perilla contrastaban con aquel hombre corpulento al que acababa de ceder el paso. Llevaba la chaqueta sobre el hombro, tirantes, gafas de sol y una gorra de béisbol. En la mano, una sobada cartera de cuero.

—El comisario John Bielefeld —anunció el atildado gerente. David se sorprendió de que Carter se prestara a hacer de recepcionista. El recién llegado debía de ser alguien importante. Más de lo que había supuesto al hablar con él por teléfono.

Al acercarse Bielefeld a la mesa, las irisaciones de los vitrales barrieron su rostro, acentuando los rotundos trazos del comisario y su nariz de boxeador, aplastada como una patata. Sólo cuando se acercó para estrecharle la mano y se quitó las gafas de sol pudo apreciar David los escrutadores ojos azules.

Para su sorpresa, Carter también se dispuso a avanzar hacia él con sus nerviosos pasos cortos, como si el gerente fuese el interlocutor natural de cuanto sucediera en aquella Fundación. Sin embargo, Bielefeld tendió la mano a
Overbooking
y le dijo con gélida cortesía:

—Ha sido usted muy amable. Más tarde pasaré por su despacho para despedirme.

—No se demoren… —el gerente disimuló su contrariedad atusándose la pajarita—. Tenemos que cerrar en media hora.

El comisario dejó la cartera de cuero en una silla y las gafas de sol encima de la mesa, se quitó la gorra de béisbol, alisó su escaso pelo con la mano, se volvió hacia Carter y le dijo muy despacio:

—Creo que nos apañaríamos con una hora y media, ¿verdad, señor Calderón?

El gerente iba a objetar algo. Hinchó los carrillos, se empinó sobre la punta de los impolutos zapatos y empezó a gesticular como gallina que quiere poner.

—Está bien —se rindió Carter, resignado—. Pasaré a recogerles antes de cerrar. En hora y media.

Bielefeld guiñó un ojo a David, y éste pensó, desde ese mismo momento, que aquel hombre le iba a caer bien. Esperó a que
Overbooking
hubiese abandonado la habitación para señalar al comisario una silla frente a él e invitarle a hablar. Pero el recién llegado no apartaba la vista de los vitrales.

—¿Le molesta la luz? —preguntó David.

—No. Miraba ese escudo de la ventana, porque vi algo así en la procesión del Corpus de Antigua, en el estandarte que llevaba una de las cofradías. Dejando aparte las letras A & T, que supongo que serán las iniciales de Abraham Toledano.

—Las utilizan también como siglas de Arte y Tecnología. El gerente que acaba de presentarnos pretende captar fondos especializando la Fundación en ese campo. Pero el escudo que a usted le interesa representa una cruz cúbica, de seis direcciones. Según algunos, es un viejo símbolo masónico, que indica la duplicidad de cada una de las tres dimensiones que marcan las coordenadas internas del cubo: lo alto se comunica con lo bajo, lo diestro con lo siniestro y lo anterior con lo posterior… Aunque ya sabrá que con los Toledano todo se vuelve mucho más complicado.

—Eso me temo —masculló el comisario—. Corríjame si me equivoco, señor Calderón. Antes de marcharse a Antigua, Sara Toledano le contrató a usted para que la ayudara en su trabajo como asesora en esa conferencia de paz entre palestinos e israelíes que pretenden organizar allí.

—Correcto.

—Le pidió que viniera a trabajar a esta Fundación, le prestó su despacho, autorizó el acceso a sus papeles, y ha estado usted en permanente contacto con ella.

—Casi a diario.

—¿Cuándo hablaron por última vez?

—Hoy estamos a viernes, ¿verdad? Pues me telefoneó antes de ayer, el miércoles.

—Quizá pueda proporcionarme algunos detalles de esa conversación. Y de las anteriores. Todo lo que juzgue importante para aclarar su desaparición y ayudarnos a localizarla.

—Hablamos de estos documentos que hay aquí —y David apuntó hacia una mesita auxiliar—. Ella me tenía al tanto de sus descubrimientos en el archivo del convento de los Milagros, y yo los iba compulsando con los papeles que se guardan en esta Fundación. Sara llevaba años intentando entrar ahí, pero no se lo permitían. Y lo mismo le había sucedido a mi padre, Pedro Calderón.

—¿Por qué razón no se lo permitían?

—Es un convento de clausura. Y ese archivo está sin inventariar. Sólo se sabe de una persona que accediese a él, el padre de Sara, Abraham Toledano, que fue quien lo guardó en uno de sus sótanos durante la Guerra Civil española, para que no lo destruyeran. Por eso, en cuanto ella consiguió un permiso especial, me llamó para que la ayudara. Era un trabajo contrarreloj y necesitaba tener en esta mesa a alguien de toda confianza. Alguien acostumbrado a trabajar en documentos antiguos, aunque estuvieran en cifra.

—¿Le comentó algo sobre la Plaza Mayor?

—En los archivos de ese convento hay todo un pleito sobre el terreno que ocupa, antes y después de que se construyera. Pero supongo que también se lo diría a usted.

—Desde luego —admitió Bielefeld—. Y no sólo a mí. A todo el que quiso oírla. Insistió mucho en que no se celebrara allí la ceremonia presidida por el Papa.

—No entiendo cómo se les ocurrió organizar ese acto en la Plaza Mayor.

—Por el ecumenismo y todo eso. Y porque quieren que de ahí salga la conferencia de paz definitiva. Una prioridad absoluta del presidente de Estados Unidos. No se pueden dar palos de ciego.

—Pues ya han dado unos cuantos. Ni siquiera entiendo por qué han elegido Antigua. Ustedes los de seguridad tienen que volverse locos allí.

—Yo no soy exactamente de seguridad. Tuve bastante experiencia en ese campo cuando trabajaba aquí al lado, en Nueva York, y terminé harto. Ahora soy comisario de policía aquí, en este distrito, que es mucho más tranquilo. Pero ¿qué quiere que haga si me llaman de la Casa Blanca porque ha dado mi nombre Sara Toledano? Y en cuanto a la elección de Antigua, usted conoce mejor que yo las razones históricas, ¿no?

—Es cierto que nací y viví allí, señor Bielefeld. Y puedo entender las razones histórico-sentimentales. Con ellas se han escrito algunas óperas y zarzuelas de medio pelo, pero una conferencia de paz es otro cantar. Y la prueba es que ayer por poco se les descalabra el Papa. Eso sin contar los heridos.

—Luego volveremos a ese punto, porque es el que más complica la futura visita del presidente. Sus consejeros han intentado que la cancele, sin que él accediese. Pueden aplazarla hasta que se aclare lo sucedido, pero no dar marcha atrás. Se ha puesto mucho esfuerzo, tiempo y dinero en este asunto. Hay demasiados intereses en juego, y no se pueden dejar cabos sueltos.

—¿Sara Toledano es uno de esos cabos sueltos?

—No se imagina usted hasta qué punto —resopló Bielefeld.

—Me lo imagino perfectamente. Una de las especialidades de Sara son los líos.

—Creía que se llevaban bien. Sara habla maravillas de usted.

—No estaría aquí de no ser por ella…

El comisario pareció recibir con alivio esta confirmación. Echó mano a su cartera y extrajo el sobre que llevaba el número 1.

—Es la carta que le mencioné por teléfono.

David reconoció su nombre, escrito con la letra de Sara Toledano. Observó aquellos trazos angustiados, que surcaban el papel como arañazos. A él también le tembló la mano al manejar el cortaplumas, una espada repujada en miniatura, el más socorrido souvenir de Antigua. Extrajo dos folios cuidadosamente doblados. Sintió su inconfundible perfume de magnolia, que aumentó al desdoblarlos, dejando caer sobre la mesa cuatro fragmentos triangulares de pergamino, en forma de cuña.

David contuvo la respiración al ver los laberínticos trazos que cubrían su superficie. Algo, en algún remoto recoveco de su cerebro, restalló con un latigazo de reconocimiento, haciéndole parpadear, aturdido.

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