—No os preocupéis por él. Está bien, aunque oculto, por precaución… Daos la vuelta.
Ruth desviste a su padre hasta la cintura y limpia sus hombros, el torso, la espalda.
—¿Por qué te han dejado entrar? —pregunta él volviendo la cabeza, mientras ella le levanta el brazo para lavárselo.
—No lo sé —responde Ruth con aquella voz limpia y clara, heredada de su madre—. El hombre que me trajo sólo me ha dicho: «Quizá logres convencer a tu padre para que hable. Será su última oportunidad. Tendréis doce días en que no se practicarán las diligencias ordinarias, por el cambio del calendario. Sólo es una tregua que todos, del rey abajo, debemos respetar. Después, comenzarán los procedimientos inquisitoriales y ya no podrás verle, hasta que sea llevado a la plaza pública para ser quemado en la hoguera».
—¿Qué cambio del calendario es ése?
—Se han de suprimir los doce días que sobran para un nuevo modo de contar los meses. Y así, hoy y los once que siguen habrá sido como si no existieran. Pero, decidme, padre, ¿qué es lo que debéis confesar?
—Es historia muy larga —se escabulle él, fatigada la voz y el gesto—. Háblame de cómo te han traído aquí.
—Esto es el Alcázar, lleno de soldados. Me han obligado a dejar mis ropas y ponerme este sayal.
—Para que no puedas introducir o sacar nada de la celda. ¿Por qué no me han llevado a una cárcel ordinaria?
—Rafael sospecha que es para que nadie pueda sobornar al alcaide o los guardianes y dejaros escapar, como sucede con harta frecuencia.
—Creo que tu marido lleva razón. Por eso han puesto esa puerta de hierro, con semejante cerradura.
Ruth deja la jofaina sobre el poyo de piedra, se aparta a un lado y se lleva la mano al vientre.
—¿Qué te pasa?
—Son náuseas. Estoy embarazada.
—Ven, hija, siéntate aquí y descansa.
Por primera vez reconoce Ruth a aquel hombre que la cuidaba de niña. Cuando aún parecía capaz de caricias. Quizá aliente todavía en él algún rescoldo que le empuje a vivir. Pero ¿cómo atizarlo antes de que se apague para siempre?
—No tenemos mucho tiempo —le previene la joven tomando asiento a su lado—. No podéis guardar dentro de vos toda esa amargura. Os hará bien contarme a mí lo que no pudisteis decir a mi madre. Debo saber lo que os ha sucedido. La razón de vuestras largas ausencias y viajes. Por qué os han perseguido y encerrado. Por qué molestaron a mi madre hasta su lecho de muerte y por qué arruinaron al padre de mi marido. Y qué es lo que nos espera a nosotros, y a nuestro hijo…
—Ya veo… —Randa mueve la cabeza contrariado—. Por eso te han dejado entrar aquí. Para que me ablande. Saben que a mí no lograrán sonsacarme nada.
—Pero ¿qué es lo que quieren saber? —insiste Ruth.
—Si te lo contara, sólo conseguiría poner en peligro tu vida. Por eso tu madre no te quiso decir nada.
—A mí no me llevarán al potro del tormento. No lo hacen con una mujer embarazada. Pero sí que estará en peligro Rafael si no conocemos de dónde nos puede venir el daño. Y no quiero que mi marido y mi hijo se pasen la vida huyendo de aquí para allá, como vos. Ni deseo verme como mi madre, siempre pendiente del camino por donde nunca os vio regresar.
Raimundo Randa esconde el rostro entre las manos y guarda silencio largo rato. Cuando lo descubre, su voz acusa los más encontrados sentimientos:
—No sé si podré contarte ciertas cosas. Ni si estaré preparado para ello. O tú para escucharlo… Y mi memoria flaqueará a menudo.
—Yo puedo irlo poniendo por escrito.
Hay una chispa de luz esperanzada en los ojos de Randa cuando le pregunta:
—¿Harías eso?
—Tengo buena letra. Y mejor memoria.
—¿Y podrías mantener lo escrito a buen recaudo?
—No temáis. Rafael y yo contamos con un buen escondrijo a través del cual nos comunicamos.
—Tienes que estar segura, hija mía. Se trata de secretos que vienen de muy atrás y no deben perderse. Pero sería mucho peor que cayeran en manos inadecuadas. Algunos de ellos ni siquiera alcanzo a entenderlos. Sin embargo, quizá os sirvan a vosotros, o a vuestros descendientes. Por eso has de recogerlo todo con fidelidad, hasta en sus menores detalles, porque esas minucias pueden tener una importancia que no sospechamos.
—También quiero saber cosas de mi madre que ella nos ocultó para que el pasado no cegara nuestro futuro… Además, os hará bien descargar vuestra conciencia. Y quién sabe si podremos atar cabos, averiguar cómo burlar a vuestros perseguidores y haceros salir con vida de aquí.
—Sobre eso no abrigo ninguna esperanza —dice Randa, sombrío, secándose con la toalla.
Mientras su hija se da la vuelta, empieza a despojarse de los andrajos. Queda desnudo. Se coloca la ropa limpia. Suspira con alivio al sentirla sobre la piel.
Y comienza su narración.
—Todo empezó en esta ciudad de Antigua, hace ya muchos años. Cuando vivíamos en el palacio que está junto a la Casa de la Estanca.
—¿La misma Casa de la Estanca donde mi madre y yo hemos vivido hasta hace poco con Rafael y su padre?
—Sí. No hay otra. Ni la podría haber. Por lo singular. Ya entonces, cuando mi familia la habitaba, era un lugar extraño. A los niños nunca nos dejaron entrar en aquellos subterráneos…
Se detiene. Le cuesta hablar. Ruth echa mano del jarro de agua que hay junto al poyo y le da de beber.
—¿Por qué no os dejaban entrar?
—Nos amenazaban diciéndonos que por ellos se llegaba hasta las entrañas de la tierra, guardadas por un dragón. Supongo que lo hacían para asustarnos. Pero lo cierto es que por las noches brotaban de allá abajo ruidos espantosos. Nunca supe si eran reales o formaban parte de mis pesadillas.
—¿Qué clase de ruidos?
—Rugidos como de fiera, sobre un fondo de agua cayendo de gran altura. Cuando tenía miedo y no podía dormir, iba a refugiarme a la cama de mis padres. Después, al nacer las gemelas, eran ellas las que venían a la mía, y aunque yo estaba temblando, disimulaba para que ellas se tranquilizaran… Así transcurría nuestra vida, hasta que un día, cuando yo apenas había cumplido los diez años, llegó a nuestra casa un correo de palacio. Con una carta de don Felipe.
—¿Ya era rey Felipe II?
—Regente. Por ausencia de su padre, el emperador Carlos V, que estaba lejos de España. Aquel correo no traía buenas noticias. Oí discutir a mis padres. Luego, él tomó su capa, salió a la calle y no volvió hasta la noche. Venía un poco bebido. Hubo nueva disputa. Gritos. Se despertaron las gemelas, vinieron a mi cuarto llorando. Fui a buscar a mi madre y le pregunté qué sucedía. «Nada, hijo, acuéstate tú también». Fingí obedecer, pero no tardé en bajar junto a mi padre, que se calentaba en la chimenea, rehuyendo subir a la alcoba. Le pregunté qué pasaba. Me sentó en su regazo y contestó: «Que me destinan a Andalucía». Le dije: «¿Y tú quieres ir?». Él suspiró: «He de obedecer». Le pregunté: «¿Por qué, si no quieres?». Me respondió: «Mi hermano, el fraile, necesita soldados. Y por disciplina. Algún día te sucederá lo mismo y lo entenderás…». Porque yo era el primogénito de la familia. El único varón. Quería que fuese militar como él, y por eso me enseñaba a montar a caballo, pues pasaba por ser el mejor jinete del reino, y así me familiaricé con estos animales desde muy niño. También me adiestró en el manejo de las armas. Y me llevaba a cazar. Se me daba bien, pero no estaba seguro de que fueran ésas mis verdaderas inclinaciones.
—¿Cuáles eran, entonces? —le pregunta Ruth.
—Ya lo irás viendo, si hay lugar para ello. ¿Hasta cuándo te van a dejar estar aquí, conmigo?
—No me recogerán hasta la tarde. Tenemos tiempo. Continuad, os lo ruego.
—La nueva guarnición encomendada a mi padre estaba en las montañas de Granada, donde vivían los moriscos más belicosos. Fuimos primero a ver a su hermano menor, que era el abad de un monasterio misionero, encargado de preparar a quienes habían de evangelizar a aquellos musulmanes. Estuvimos allí unas dos semanas, y al ver mi buena disposición para los estudios, mi tío pidió a su hermano que me dejara con él, para ocuparse de mi instrucción. Pero éste le contestó: «Con un fraile en la familia ya tenemos bastante. Diego será militar, como yo».
—¿Diego?
—Sí. Mi verdadero nombre no es Raimundo Randa, sino Diego de Castro, hijo de Álvaro de Castro y de Clara Toledano, que así se llamaba mi madre. Si me escuchas con atención, verás por qué hube de cambiármelo.
Los primeros tiempos de nuestra estancia en la sierra de Granada fueron buenos. Mi padre suavizó el trato y las cautelas con los moriscos. Pero ya no podía ocuparse de mí como lo hacía en Antigua, ni yo jugar con las gemelas. Y viéndome vagar solitario por el castillo que ocupábamos, decidió darme una sorpresa. El día en que yo cumplía los trece años, entró al galope en el patio de la fortaleza, gritando mi nombre. Cuando acudí, le vi montado en su caballo, junto a un muchacho de una edad algo mayor que la mía, oscuro de piel. Un soldado intentó ayudar al chico a desmontar, pero él bajó por sí mismo de un salto. Parecía buen jinete.
—Es tuyo, lo he comprado para ti —me dijo mi padre tomándolo por el hombro.
El muchacho de tez oscura se desasió de mi padre, dio un paso adelante, se acercó a mí y se quedó mirándome frente a frente. Tenía una mirada negrísima y desafiante.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—
Ishaq ben al Kundhur
—contestó alzando la cabeza con orgullo.
Terminé llamándole Alcuzcuz, por la mucha afición que tenía a esta comida. Mi padre lo había comprado para regalármelo como esclavo, al saber que era huérfano de una noble familia morisca, emparentada con el último rey de Granada. Sabía leer y escribir, y muy bien, por cierto, de manera que él podría enseñarme el árabe. Cuando hablaba su lengua, aquel muchacho se transformaba, como si detrás de él se agolparan muchas tribus y gentes. Su voz parecía remitirse a otro tiempo, cuando sus antepasados vivían en la Alhambra y habitaban en una maraña de historias, tan fantásticas como sus entrelazos de yeso. Por aquel entonces, yo no podía saber hasta qué punto me iban calando, descubriéndome un mundo que estaba dormido en mi interior. Mucho más tarde descubrí que el ansia de viajar que me embargaba como una enfermedad no era sino el modo de conocer esos parajes agazapados dentro de mí. Todo aquello me empezó a atraer de un modo irresistible, marcando mi vida para siempre. Ishaq y yo nos convertimos en inseparables. Durante tres años crecimos juntos, casi como hermanos. Hasta que un día sucedió algo que resultaría trágico.
Nos peleamos. Lo hacíamos a menudo. Formaba parte de nuestros juegos. Pero esta vez Alcuzcuz me arrojó al suelo y caí por un barranco donde me di un golpe tan fuerte que perdí el conocimiento.
Debió de verme desde lo alto de la hondonada, creyó haberme dejado malherido, quizá muerto. Tuvo miedo, y se escapó. Lo mío no fue nada. Al recobrar el sentido, me lavé la sangre en un arroyo y pude regresar al castillo por mi propio pie.
Cuando conoció lo sucedido a su único hijo varón, mi padre ordenó la búsqueda y captura de Ishaq. Yo le hice ver que había sido sin querer, cosas de muchachos, y me ofrecí a encontrarlo, para evitar males mayores. Lo hallé en un lugar donde solíamos ir, un patio en el que se juntaban las hilanderas moriscas a trenzar sus consejas. Alcuzcuz no quería regresar, porque temía las represalias. Yo le dije que no sufriría ningún castigo. Se lo prometí, y respondí por ello. Nos sirvió de testigo una vieja que nos quería bien y nos regalaba con Julurs. Tenía fama de ser algo bruja, y cuando supo la historia nos pidió que colocáramos las cabezas junto a una rueca. Nos situamos uno a cada lado y ella la hizo girar, mientras recitaba algunas palabras en árabe. «Esto avivará vuestro entendimiento», dijo.
A continuación, nos mandó sostener a cada uno varios hilos de Colores, que se fueron entretejiendo en nuestras manos mientras por el otro extremo los embutía en una filigrana de la alfombra que estaba urdiendo y que, según ella, encerraba en su diseño conocimientos ancestrales. Luego cortó los cabos con unas tijeras y nos entregó la mitad a cada uno: «Esto os hará inseparables», sentenció.
—Todavía lo llevo —y Randa señala a su hija unos hilos descoloridos que cuelgan de su cuello.
Tranquilizado por estas ceremonias, y por mis promesas, Ishaq accedió a venir conmigo. Cuando volvimos al castillo, expliqué a mi padre lo sucedido, y el compromiso adquirido. Él lo aceptó: «Ya te lo dije, no habrá ningún castigo. Pero va siendo hora de que lo marquemos». Yo sabía que los esclavos eran herrados a fuego en la cara. Sin embargo, había esperado que se hiciera una excepción con Alcuzcuz.
—Padre, le he prometido que no sufriría ningún castigo —insistí.
—No es un castigo —respondió él—. Tiene edad más que sobrada para ser marcado. Si vuelve a escaparse, cualquiera podría quedárselo, y si yo lo reclamara me preguntarían: «¿Dónde está vuestra marca?». Además, ¿con qué autoridad voy a gobernar a los demás moriscos si no pongo orden en mi propia casa?
De nada sirvieron mis ruegos. Mientras le acercaban el hierro candente a las dos mejillas, oí a Ishaq recitar en árabe:
La taqabbahu al-wajha, fa-inna allaha khalaqa adama ála surdtihi
. Sólo yo entendí aquellas palabras del Corán: «No desfiguréis el rostro, pues Dios creó a Adán a su propia imagen».
Por lo demás, no dio un solo grito de dolor, ni lloró. Quien lloraba era yo. Pero desde aquel día, Alcuzcuz tartamudeó. Nunca volvió a compartir conmigo aquellas historias de sus antepasados. Ni a mirarme de la misma manera. Ni a comportarse de igual modo. Pude ver cómo su orgullo había quedado herido en lo más hondo y sentir cómo crecía el odio en su interior. Me veía como un traidor, un enemigo más.
Tampoco me volvió a hablar en árabe, excepto para recitar con rabia una especie de letanía, blandiéndola como una amenaza, y que en romance viene a decir: «Cuando la trompeta suene, ya no habrá lazos de amistad ni de parentesco… La nodriza dejará caer al niño que amamante; toda mujer embarazada abortará; los hombres andarán como ebrios y locos… Llegará un día en que la tierra será profundamente agitada; las montañas, hechas polvo, serán juguete de los vientos».
Me las recitaba cada vez que yo le proponía jugar, negando con la cabeza, para concluir:
—No soy tu amigo, sino tu esclavo —y señalaba la marca que llevaba en el rostro.
Me sentía más solo que nunca. No volví a ver a mi padre del mismo modo. Empecé a rehuirle. Tampoco podía volver ahora con mi madre y mis hermanitas. Era ya un hombre. Iba a cumplir los dieciocho años.