La llave maestra (5 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Luego lo lamenté. Si hubiera sabido que apenas les quedaban unos meses de vida, me habría comportado de otro modo. Pero no lo sabía. No podía sospechar lo que se nos venía encima.

Aquella había sido zona de escaramuzas, desórdenes, saqueos, intrigas, emboscadas, degollinas, perfidias, deslealtades y felonías sin cuento. Aparentemente, mi padre había logrado pacificarla. Pero no era sino una tregua. Y durante ella los moriscos habían venido fabricando armas en fraguas clandestinas. Hasta que un buen día cayeron sobre nosotros con gran erizar de lanzas y espadas.

No habrían podido tomar nuestra fortaleza de no contar con ayuda desde dentro. Fue Alcuzcuz quien les proporcionó la información y les guió por el pasadizo que bajaba hasta el río. Para cuando la guardia se quiso dar cuenta, ya estaban dentro. Y el propio Ishaq les ayudó abriendo la puerta principal. Yo estaba en el granero situado sobre el establo y, alertado por los gritos, me asomé y pude verlo todo, cuando ya era demasiado tarde. Me quedé mirándole desde lo alto de mi observatorio, mientras él descorría tranca y cerrojos y bajaba el puente levadizo para que entrasen los moriscos emboscados en los alrededores. El también me vio. Alzó el rostro hacia mí, torció sus labios con una mueca torva, y les franqueó el paso. Pero no denunció mi presencia. Me sorprendió, de nuevo, el control que podía tener de sí mismo.

Los asaltantes entraron en tromba, matando todo lo que se movía. Recuerdo el patio de armas. El graznido alborotado de los cuervos en el tejado. Los gritos, el estruendo, la sangre, los cuerpos pasados a cuchillo. Cuando apresaron a mi padre, vi cómo Alcuzcuz lo señalaba. Respetaron su vida, dejándolo aparte. Y encerraron a mi madre y a las gemelas en una de las estancias. Pensé que querían protegerlas, pero pronto tuve que desechar esta idea. Temí que en cualquier momento Alcuzcuz también señalara mi escondrijo, haciéndome bajar junto a mi padre, al que habían maniatado. Pero no fue así. Ishaq retiró la escalera de madera que conducía hasta el lugar donde yo estaba, y que habría delatado mi presencia. Y yo permanecí oculto en lo alto del establo, aterrorizado.

Desde allí vi cómo Alcuzcuz cuchicheaba con el cabecilla de la rebelión. Parecían esperar a alguien. Al cabo de un rato, se oyó el galope de un caballo sobre la madera del puente levadizo y un jinete entró en el patio. Los moriscos se apartaron para abrirle paso. A juzgar por su vestimenta, no era musulmán, sino cristiano. Cuando se bajó del caballo y se dio la vuelta, intenté verle la cara. Pero la ocultaba con un embozo negro.

Se encaró con mi padre y me pareció que le interrogaba. Desde donde yo estaba no podía oír las preguntas del recién llegado, porque me daba la espalda. Sin embargo, cuando empezó a golpearle, sí que pude ver el rostro de mi padre. Se lo había destrozado. Me asusté de tal modo, que no alcanzaba a entender cómo sangraba tanto. Hasta que vi con qué le golpeaba. Aquel hombre se sacó el guante derecho, y durante un momento brilló al sol su mano metálica. Pensé entonces que era de hierro. Supe, más tarde, que estaba hecha de plata.

Cuando se calmó, el embozado limpió la sangre de su mano postiza y la volvió a cubrir con el guante. Comprendí que aquello significaba la sentencia de muerte para mi padre. Lo que nunca pude imaginar fue el modo en que la ejecutaron.

El hombre de la mano metálica se dirigió al cabecilla de los rebeldes y pareció darle órdenes. Éste gritó un nombre y apareció un moro gigantesco. El embozado le señaló un viejo carro desvencijado que había en un rincón del patio. El gigante se dirigió hasta él, forcejeó con una de sus ruedas, y regresó alzándola sobre su cabeza. Mientras se abría paso entre los asaltantes, estallaron los gritos de alborozo de aquella chusma. Llegó hasta el brocal de la cisterna que había en medio del patio y colocó la rueda tumbada sobre él, tapando el pozo. Desnudaron a mi padre a zarpazos, lo alzaron hasta tumbarlo sobre ella, boca arriba, en forma de aspa, con los miembros muy estirados. Las articulaciones de su cuerpo quedaban entre los radios de madera.

Inclinó sobre el prisionero y volvió a interrogarle. No obtuvo ninguna respuesta. Acercó su rostro al de mi padre y alzó la voz, amenazándole con gritos terribles. La respuesta de mi padre fue escupirle a los ojos. El embozado se apartó, limpiándose el rostro, e hizo un gesto al gigante. Éste tomó una maciza y pesada barra de hierro, la alzó con ambas manos y le asestó un violentísimo golpe en uno de los pies, que sobresalía de la rueda. Se oyó el chasquido del hueso al romperse, y quedó colgando, inerte, apenas sujeto por los tendones y la piel. Las uñas habían saltado y la sangre goteaba de cada dedo.

Repitió aquel hombre la pregunta, con el mismo resultado. A una señal suya, el verdugo golpeó de nuevo con la barra, destrozando el otro pie. Los gritos de la morisma me impedían oír los de mi padre, mientras continuaba el interrogatorio. Siguió después con las piernas, que partió en dos, dejando asomar el hueso astillado. La sangre salía aguada, amarillenta, mezclada con grasa. Paralizado por el espanto, pude ver el tuétano que caía sobre las losas del patio.

Aquel gigante hacía su trabajo a conciencia. A lo largo de un tiempo interminable, sin prisas, fue machacando hueso tras hueso y articulación tras articulación: rodillas, muslos, caderas, hombros, brazos, codos, muñecas… Su diabólica habilidad consistía en asestar golpes dolorosísimos, pero que no llegaban a matar.

Lo que quedaba de mi padre estaba allí, colgando entre los radios de la rueda. Un amasijo de carne sin forma, que aullaba de un modo insoportable, retorciéndose como un gran pulpo de cuatro tentáculos, entre sangre, sebo y astillas de huesos rotos…

Randa calla. Está agotado, y el sudor gotea por su frente. En voz muy baja, concluye:

—Aún sigo oyendo sus gritos después de todos estos años, en medio de mis pesadillas. Es la agonía más larga y atroz con la que se puede atormentar a un ser humano.

—Calmaos —le dice Ruth mientras le enjuaga las sienes con un paño húmedo—. ¿Qué pasó después?

Antes de marcharse, el embozado señaló las habitaciones donde estaba encerrada mi madre con las niñas, y ordenó a los moriscos que les prendieran fuego. No quería testigos. Llamó luego a Alcuzcuz, y supuse que le preguntaría por mí. Podía haberme denunciado. Pero no lo hizo. Supe luego que aseguró hallarme yo en el monte. Más hizo, mi antiguo esclavo. Cuando comprendió que las llamas no tardarían en alcanzar los establos donde me escondía, fue hasta allí.

Y, con el pretexto de soltar a los animales, aprovechó para colocar la escalera en la parte de atrás, de modo que yo pudiera bajar fuera de la vista de todos. De ese modo, me salvó la vida.

Me oculté en uno de los aljibes, metido en el agua, para protegerme de las llamas. No sé cuánto tiempo estuve así, encerrado en la oscuridad, tiritando y hambriento. Hasta que oí voces que ordenaban dar a los muertos «cristiana sepultura». Grité para que me sacaran.

Retiraron los escombros que taponaban la entrada. Y al salir, entumecido y medio cegado por el sol, me encontré ante un grupo de monjes. Uno de ellos me llamó por mi nombre, y a pesar del aturdimiento comprendí que era Víctor de Castro, el hermano de mi padre.

—Ya pasó todo, no llores —dijo mientras yo trataba de contarle lo sucedido—. Vendrás conmigo al monasterio.

Randa calla de nuevo al recordar su despedida de aquel lugar, mientras el caballo de su tío tanteaba el camino pedregoso al bajar de la sierra y él se sujetó a la silla para mirar hacia atrás por última vez.

Lo que vio le parecía ahora irreal. Acababa de perder a su familia y, sin embargo, la primavera estallaba por todos lados, entre el canto de los pájaros que se perseguían de rama en rama y los regueros de amapolas que zigzagueaban hiriendo los trigales. No podía quitarse de la cabeza a Alcuzcuz abriendo la puerta para que entraran los asaltantes. Esa imagen borraba las que tenía de él durante todos aquellos años: mientras jugaban; cuando le enseñaba a hablar y escribir su idioma; los momentos en que guardaban silencio, con los ojos muy abiertos, junto a los juncos del río, para no espantar a los peces que se acercaban al anzuelo; la vieja morisca trenzando los hilos en la rueca; la mirada de odio del muchacho mientras era marcado en las mejillas por el hierro al rojo…

Repara Raimundo, entonces, en la mirada expectante de su hija, y vuelve a la realidad de la celda para continuar su relato:

—Mi tío, el abad, dio por hecho que él se ocuparía de completar mi educación y de darme refugio. Así me lo hizo saber al cabo de algunos días. También me previno sobre lo ocurrido, advirtiéndome:

«Fuera de este monasterio, nadie sabe tu paradero, ni que eres el único testigo. Es mejor así, por tu seguridad. Tienes que dejar pasar el tiempo, hasta que se olvide. Llegado el momento, aquí podrás profesar, si ése es tu deseo. Y deberás cambiar tu nombre. Con Diego de Castro no llegarás muy lejos».

Pensó unos momentos, paseó por la celda un pequeño trecho, ojeó los libros de su biblioteca, y dijo al cabo:

—¿Qué te parece Raimundo Randa?

—¿Por qué lo has elegido? —le pregunté.

—Algún día lo entenderás —contestó con una sonrisa enigmática.

Me convertí en su secretario, y le ayudaba a ordenar los libros y papeles del monasterio. Fue allí donde descubrí que lo mío eran las lenguas, para las que tenía una gran facilidad. Mi tío había estudiado en el Colegio Trilingüe, y al saber que me desempeñaba en árabe, insistió en que aprendiera el hebreo, el latín y el griego. Un día, mientras me escuchaba recitar La Odisea, de la que llegué a saber pasajes enteros de memoria, me dijo:

—Lo tuyo es un don. Y con un bagaje así, nunca te faltará trabajo. Ni amigos.

—Me gustaría perfeccionar el árabe —le respondí.

—Eso no será ningún problema. Hay un joven morisco converso que me ayuda a recoger y ordenar los manuscritos en ese idioma y a revisar las inscripciones musulmanas que pueblan estos territorios, para que no ofendan la fe cristiana.

Se llamaba aquel joven Alonso del Castillo, y era algo mayor que yo. Había nacido de padres ya bautizados, una de aquellas familias aristocráticas moras que auxiliaron a los Reyes Católicos durante la conquista de Granada. También conocía a Alcuzcuz y, aunque me cuidé muy mucho de hablar de mi relación con él, supe que —como tantos de los suyos— mi antiguo esclavo había huido a África tras el asalto a nuestra fortaleza.

Pasaron los años. Le correspondió un día a Alonso del Castillo traducir las inscripciones del palacio de la Alhambra. Fiado de la tranquilidad observada y el tiempo transcurrido —tan en calma—, solicité permiso a mi tío para ir con él. Había oído hablar a Alcuzcuz de aquel lugar en unos términos tales que ardía en deseos de verlo. No pensaba que fuera tan hermoso como él solía pintarlo en sus peroratas cargadas de nostalgia, que yo tomaba por exageraciones de su obstinado orgullo. Sin embargo, hube de admitir que se quedaba corto. Me deslumbraron sus salones. Y mientras caminaba embobado por ellos experimenté un deseo irresistible de saber más, mucho más, sobre aquellas gentes capaces de concebir el mundo de semejante forma.

Porque seguía persiguiéndome el recuerdo de mis padres, la visión de su muerte y la incomprensión por el comportamiento de Ishaq. Quería entender cómo la creencia en un Dios distinto podía llegar a separar tanto. Sospechaba que a mi tío le sucedía algo parecido. Y así se lo dije un día que paseábamos por el claustro del monasterio.

—Me hago cargo muy bien de lo que sientes —admitió—. Tus propias razones no valdrán nada si no escuchas las del adversario. Eso demuestra que tu verdadera vocación es el estudio. A mí me sucede lo mismo, pero fuera de aquí no podría hacer lo que hago. Ni siquiera leer los libros que leo. Dentro de estos muros tengo la libertad y la paz.

Y como percibiera alguna reticencia en mi mirada, añadió:

—No creas que es cobardía. He visto correr mucha más sangre de la que puedes imaginar. No es el miedo lo que me retiene aquí, como suponía mi hermano. Sino la convicción de que es inútil combatir a los moriscos sin intentar comprenderles.

—¿Por qué destinaron a mi padre a estas sierras? —me atreví a preguntarle.

—No debes hablar de eso con nadie —respondió, severo—. Te delatarás. Y sabrán que sigues vivo.

—¿Quién, en concreto, no debe saberlo?

Rehuyó la cuestión. Ya entonces me di cuenta de que conocía muchas cosas que callaba. Sobre la Casa de la Estanca en la que habíamos vivido en Antigua. Sobre las razones del traslado de mi padre. Sobre el responsable de su muerte. Y que nunca me las diría. Por su seguridad. Y por la mía.

Empecé a hacer averiguaciones a través de quienes nos visitaban. Pero las noticias de mis preguntas debieron de llegar a los oídos de aquellos a quienes mi tío trataba de evitar. Y, un buen día, Víctor de Castro vino a mi celda y me ordenó:

—Tienes que huir. Tu vida corre peligro.

—Huir ¿a dónde?

—A Nápoles. Te daré una carta para el superior de un convento, amigo mío. Mañana salen unos romeros que se dirigen en peregrinación a ver al Papa. Irás con ellos y te embarcarás en la misma nave que les espera en la costa…

Raimundo Randa parece fatigado. Toma en sus manos el cántaro de agua, bebe un largo trago y pregunta a su hija:

—¿Cuánto rato te queda de estar a mi lado?

—No lo sé, padre. Continuad. Si en este primer día no apuramos el tiempo, quizá se me lleven antes.

—Es que la historia que viene es larga.

—Continuad.

—Como te decía, embarqué con destino a Italia. Pero fuimos capturados por los turcos poco antes de llegar. Sucedió la víspera de Nuestra Señora de las Nieves, que es el cuatro de agosto.

Seis galeras cayeron sobre nosotros, saliendo de detrás de una pequeña isla. Cuando nos condujeron hasta el grueso de su armada, advertimos que eran muchos más, y que traían cerca de un centenar de velas bien en orden.

Subió a nuestra nave un oficial preguntando los oficios, con un renegado que le servía de intérprete. De los nuestros, separaron a los que tenían por útiles, particularmente médicos y barberos, que éstos valen tanto como cirujanos. También carpinteros y otros artesanos: herreros, cerrajeros, armeros o artilleros. Pues les sirven para que los instruyan en nuestras armas y artes de la guerra. Sin embargo, noté que no hicieron este distingo entre los que estaban en edad parecida a la mía, sino que nos echaron a todos al remo, que era tanto como condenarnos a muerte lenta. Algo que entonces no entendí, pero sí más tarde.

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