La llave maestra (46 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Pronto, el canal se estrechó tanto que la corriente ganó en impulso, arrastrándome con fuerza y golpeándome contra las paredes del cauce. También aumentó la pendiente de éste, y empecé a caer por un embudo que se iba estrechando progresivamente. Mi inquietud creció al escuchar el ruido que brotaba de su fondo, un silbido regular que parecía cortar el aire, segándolo con furia. Miré hacia abajo y pude ver una luz lateral, barriendo aquella oscuridad hacia la que me precipitaba sin remedio. Brillaba a intervalos regulares, reflejándose en algún objeto metálico de un modo intermitente que al principio no acerté a comprender. Hasta darme cuenta de que me deslizaba hacia un molino de los que llaman de rodezno, dotado de aspas tan afiladas como guadañas, que me despedazarían sin remedio.

El pánico se agolpaba en mi cabeza, sin dejarme espacio para pensar. Fue el instinto quien me dictó aquella decisión. Me despojé, como pude, del jubón que vestía, y lo arrojé contra el molinete. A pesar del grosor de la tela, las afiladas paletas dieron buena cuenta de ella, destrozándola. Pero siguieron girando, y sólo me separaba de ellas una pequeña distancia. Me quité, entonces, la camisa, e hice con ella lo mismo que con el jubón. Por ser ésta más flexible, se enredó en el mecanismo. Sin embargo, no paró de dar vueltas, y la distancia era ya mínima.

A la desesperada, aflojé una correa bien herrada que llevaba y me saqué las calzas, lanzándolas también contra las aspas. Y ya me precipitaba sobre ellas, cuando los restos de mis ropas, junto con este último envío y los herrajes del cinturón, al trabar aquellos engranajes, los desencajaron, haciéndolos saltar por el aire y estrellarse en una pared, con gran estruendo.

Yo fui a topar contra el madero que hasta ese momento les servía de eje, provocando la caída de una compuerta sujeta a él, que me cerró el paso. Me agarré a su hoja como pude y trepando por ella, salí hasta una estrecha escalera que arrancaba en aquel punto, y sólo permitía el descenso. Al bajar los peldaños observé el curso de la corriente que acababa de abandonar de modo tan accidentado: tras mover las aspas del molino, desembocaba en un estanque de gran amplitud. Se encontraba en una estancia muy holgada, un amplio sótano que no alcancé a ver en toda su extensión. Ahora, las paredes ya no traspiraban humedad, sino que el aire era seco, y el calor aumentaba a medida que me internaba en aquel recinto. Lo que agradeció mi aterido y desnudo cuerpo.

Pasado el primer momento, empezó a parecerme sofocante, con un olor acre, como de azufre. Algo muy extraño en aquellas profundidades. Y durante unos segundos pasó por mi cabeza la conseja de la Boca del Infierno sobre la que —según decían— se asentaba la fábrica del monasterio. Y de la que procedían los escoriales o montones de escoria que le daban nombre.

No tardé en oír gritos y voces, sonando cada vez más cerca. Supuse que vendrían a averiguar el estruendo producido por la rotura del molinete y el cierre de la compuerta. Me eché a un lado, tras una columna, y vi pasar dos hombres cubiertos de sudor, que se acercaban hasta un altísimo tragaluz, abierto de manera que pudiera recibir desde el exterior. A un grito, cayeron troncos de mediano tamaño, que fueron apilando en montones regulares y precisos. Cuando no me observaba nadie, salí de detrás de la columna y me escondí entre las pilas de madera.

Avancé agachado hacia el centro de la pieza, todo lo cerca que me permitía la hilera de troncos. Y al asomar la cabeza contemplé un espectáculo que me dejó mudo de asombro.

Ahora podía ver en su práctica totalidad la gran sala que se extendía ante mí, en la que se afanaban hasta una docena de peones. Toda ella estaba cubierta por una enorme bóveda que se apoyaba a modo de columna en un horno central del que salían las nervaduras, como las ramas de una palmera. A lo largo de las paredes había numerosos alambiques, en los que se acumulaban retortas y matraces de las más diversas formas.

Tres fogoneros bregaban en el gigantesco fuelle que atizaba el horno central, ayudados por un complicado sistema de poleas y contrapesos. Cada vez que inyectaban su corriente de aire, las llamas brotaban del horno como de un volcán, esparciendo por la estancia un humo que picaba en la garganta. Un maestro destilador controlaba las retortas sobre el atanor, escupía y pedía a gritos a un ayudante que le trajese un nuevo matraz.

Pero la vista se iba tras aquel inusitado aparato que había en el centro. Sobre un horno de ladrillo se alzaba un cuerpo de cobre rematado en forma de cúpula, al que se sujetaban docenas y docenas de alambiques. En un rápido cálculo, me pareció que superaban holgadamente el centenar. Era una torre filosofal, de tan gran altura y diámetro que nunca hubiera pensado que se pudiese construir algo semejante. Debía superar los veinte pies de alta, y tres hombres puestos el uno encima del otro apenas habrían alcanzado la cima, ni llegarían con sus brazos a rodearla.

Ahora empezaba a entender las muchas medidas de seguridad, la desconfianza de los lugareños respecto a lo que allí se hacía, las murmuraciones sobre perros negros, Bocas del Infierno, los trastornos del clima que se le achacaban, y tantos otros oscuros presagios.

Había logrado salir con bien de la biblioteca para irme a dar de bruces con otro secreto mayor.

«Escapé del trueno y di en el relámpago», pensé.

Intenté examinar el ángulo opuesto de la estancia, por ver si se hallaba allí una salida por la que huir. Pero no podía verlo desde donde me encontraba, ya que lo tapaba una de las pilas de leña tras la que me escondía. Me removí en mi escondrijo.

Entonces, se produjo la catástrofe.

Al apoyarme en uno de los troncos, éste cedió, provocando el arrastre de los que estaban encima, y un desmoronamiento general. Retrocedí, asustado, al comprobar el alboroto que se producía en el sótano. Hubo voces y carreras. Pronto, el lugar empezó a llenarse de gente.

Fui retrocediendo, y estaba ahora junto al gran estanque que nutría los canales de refrigeración. Observé que los hombres se habían repartido por los pasillos, cubriendo todos los ángulos muertos. No tenía escapatoria.

Una mano me sujetó por el cuello, poniendo un cuchillo en él, y me sacó a empellones de mi escondrijo.

—¡Ya te tengo! —oí que decía mi captor. Y la voz de aquel me resultó conocida. Pero no podía verle la cara, porque estaba detrás.

Me empujó hasta el centro de la estancia y me arrojó al suelo con violencia. Recibí un fuerte golpe contra las losas. Cuando logré recuperarme y pude alzar la vista, comprobé quién acababa de capturarme. Era Centurio, el soldado fanfarrón con el que me había concertado en Antigua cuando adopté el nombre de Pacheco.

—¡Vaya, quién tenemos aquí, y en cueros! —dijo con sarcasmo—. ¿Venís solo, o con aquel burro sabio que era más listo que vos? Seguro que Artal de Mendoza tiene muchas preguntas que haceros.

Y, por este y otros comentarios, entendí que trabajaba para el Espía Mayor. Deduje también de las palabras de aquel bravucón que Artal se hallaba en El Escorial, adonde había llegado en compañía del rey, con quien despachaba en ese momento. Si caía en sus manos antes de ver a Felipe II, estaba perdido.

Ruth interrumpe a su padre para preguntarle:

—¿Sabía Mano de Plata que erais el hijo de aquel Álvaro de Castro, a quien él había dado tormento en la sierra de Granada?

—Eso mismo me preguntaba yo. Artal no podía saberlo antes de concertarse con Centurio. Pero sí en aquel momento, después de que éste le fuera con el cuento de mis tretas de titiritero para ganarme la confianza de don Manuel Calderón y entrar en la Casa de la Estanca.

—¿Le habíais explicado a Centurio lo que buscabais en la casa? —insiste Ruth.

—Desde luego que no. Pero si Centurio le había contado a Artal lo del borriquillo, a Mano de Plata no le resultaría difícil deducir mis motivos, porque él sí sabía los secretos de la Estanca. El caso es que Centurio me encerró en una habitación, y encargó que fuera custodiada por varios de sus hombres armados.

Se abrió la puerta al rato, y apareció Juan de Herrera. Cerró tras de sí, me llevó hasta un rincón, y me contó con todo el sigilo posible que había pasado la noche en vilo, esperando tener un momento para ir a buscarme a la biblioteca y sacarme de allí. Pero su Majestad estaba desvelado y le había entretenido mucho tiempo revisando planos, que era lo que más le sosegaba en sus preocupaciones.

—Cuando regresé a la biblioteca no os encontré, y esto me inquietó todavía más. ¿Cómo lograsteis escapar?

—Por el desagüe.

—¿La cloaca de las necesarias? Es muy pequeña.

—Decídmelo a mí. Pero se hace más grande al llegar a un colector. Desde allí, si uno se cae de bruces con la debida propiedad, se llega hasta la acequia del pudridero.

—¡Habéis entrado en el pudridero! —se alarmó el arquitecto.

—¿Cómo, si no, creéis que llegué a toparme con ese alambique gigantesco? ¿Qué es lo que está haciendo ahí abajo toda esa gente?

—Oh, nada —remoloneó Herrera—. El destilatorio de la botica.

—¿Decís que nada? Dudo que haya en el mundo un laboratorio semejante.

—Está bien. Tratamos de buscar las quintaesencias… —concedió, irritado.

Y como yo le mirara sin acabar de entender qué relación podía haber entre el destilatorio y el pudridero donde yacían los despojos de la familia real, prosiguió:

—… los hábitos primeros de las especies que yacen bajo los individuos y se transmiten de generación en generación.

—¿Para qué?

—Todo este edificio está construido según esos principios y encaminado a tal fin. Olvidáis que es el panteón de las dinastías españolas, la nueva casa de los reyes donde se ha de enterrar a sus monarcas a la espera del último Día… Pero no es el momento de hablar de ello, sino de vestiros y salvaros. Es un milagro que aún estéis con vida.

—Lo que resultará un milagro será conservarla después de esto.

—Os equivocáis. Juanelo y yo hemos respondido por vos, al explicar que caísteis a uno de los conductos de agua en el exterior, y que la corriente os arrastró. Pero eso no bastará para libraros de sospechas. Y, menos todavía, de Artal de Mendoza. Para ello tendréis que rendir al rey un servicio que él tenga en gran estima.

—¿Y cómo lograré eso?

Artal está en este momento despachando con don Felipe, preparando una reunión que tendrá lugar en la Pieza de Consulta. Por eso me ha llegado a mí la noticia de vuestra captura antes de que él la reciba. Tenéis que asistir vos también a esa reunión.

—¿En pelota? —y abrí los brazos para mostrarle mi desnudez.

—He pedido a uno de mis amigos que os traiga ropa. También he hecho llegar a Su Majestad una nota referida a vos, y está deseando confirmar por vuestra propia boca lo que nos habéis dicho a Juanelo ya mí. Es la forma más segura de sacaros de este encierro. Ahora todo va a depender de vuestra habilidad. Y recordad que no tendréis otra ocasión de ver al rey ni poder dirigiros a él.

—¿Pero qué es lo que debo contarle? —me sorprendí.

—Materia no os falta. Lo que debáis decir o callar lo iréis viendo a medida que transcurra la reunión. Yo no conozco todavía cuál va a ser su orden, después del largo despacho que acaban de tener don Felipe y Artal de Mendoza. No debe parecer que estamos compinchados ni, desde luego, saberse nada de nuestra visita nocturna a la biblioteca. Y, menos aún, la de Su Majestad.

Hubo un alboroto en el pasillo. Se abrió la puerta y aparecieron varios soldados de la Guardia Española. Su estatura y vozarrón contrastaban con las de un enano de voz atiplada, con el que mantenían una áspera discusión. Deduje que era Borrasquilla, el bufón del rey, y gran amigo de Herrera, a quien prestaba su casa durante las estancias del arquitecto en El Escorial, como yo había tenido ocasión de comprobar el día anterior.

—¿Qué sucede? —preguntó Herrera.

—Nada grave. Que pretenden arrebatarme estas prendas vuestras —aseguró el enano, mostrando la ropa que me traía.

Herrera se dirigió a los alabarderos, y en las estrictas órdenes que les dio noté que surgía en él aquel curtido militar que yo había conocido durante nuestro viaje de Laredo a Yuste. Quedaron los guardias confusos y mientras uno de ellos iba en busca de instrucciones, otros dos permanecieron en el interior de la habitación donde yo estaba encerrado. Pero no hicieron nada por impedir que me vistiera, siguiendo las instrucciones del arquitecto.

No tardó en aparecer Centurio, ajustándose la espada. Dijo, señalándome:

—Ese hombre está preso.

—¿Quién ostenta el mando? —preguntó Herrera.

Lo sabía muy bien. Sólo que lo hacía por humillar a Centurio, al que miró con desprecio, reparando en el cinturón ladeado del talabarte, que le daba el aspecto menos marcial imaginable.

—Yo —aseguró el fanfarrón.

—¿Habéis vuelto a la Guardia? Os hacía en las tabernas. Pero ya que estáis aquí, habéis de saber que Su Majestad reclama el consejo de quien suponéis y tratáis como un prisionero. —Y, dirigiéndose a mí, añadió—: Venid, Raimundo, a don Felipe no le gusta esperar.

El arquitecto apartó las picas que interponían los alabarderos y me indicó una escalera interior que nos condujo a una antecámara. Un cauto rumor de diligencia cundía en torno a la pieza pequeña de secretarios y el lugar donde estaba reunido el rey. Herrera dio cuenta a uno de los escribanos, para que avisase a Felipe II de nuestra presencia. No tuvimos tiempo para muchas más consideraciones, porque bien presto nos reclamaron para la reunión en la Pieza de Consulta. Era ésta una habitación oscura, que daba a la galería del cierzo, donde en aquel momento silbaba el viento cuarteando los postigos. Habían encendido la chimenea, y junto a ella se hallaba la cabecera de la mesa que presidía el monarca. A su lado estaba Artal de Mendoza, y frente a él se sentaban el bibliotecario Benito Arias Montano, y el morisco Alonso del Castillo.

Reparé en el rey, a quien sólo había tenido ocasión de ver en la oscuridad de la biblioteca. Tenía la tez clara y el cabello y la barba rubios. Los ojos, grandes y de un azul acerado, con los párpados caídos, que le daban un aspecto distante. La nariz y las cejas, finas. Todo ello en abierta contradicción con los labios gruesos y sensuales, de un intenso color cereza. Vestía de seda negra con mucha elegancia, y un capote de damasco forrado de marta que destacaba sobre el jubón y bajo el sombrero de tafetán, forrado en armiños finos con vuelta y una cadena dorada rematada en una nuez de aljófar.

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