La llave maestra (45 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

—¿Está seguro? Espere un momento, voy a buscarlos.

El sonido del teléfono interrumpió las palabras del arquitecto. Lo descolgó e hizo un gesto a David para que no se marchara.

—Sí, está aquí, junto a mí. Se lo paso… Es para usted —dijo al criptógrafo—. De John Bielefeld.

—¿Alguna novedad? —preguntó el joven.

—Es sobre lo que le dije antes a Maliaño —le contestó Belefeld—, los movimientos que hemos detectado en la Agencia de Seguridad Nacional. Creo que es James Minspert quien está viajando hacia Antigua. Si no está ya aquí en la ciudad…

—¿James en persona? —se sorprendió David.

—Ha debido verle las orejas al lobo. No necesito decirle que deben extremar las precauciones.

—Gracias, comisario.

El criptógrafo puso al tanto de la situación a sus acompañantes y fue a buscar los ocho fragmentos del pergamino.

Los colocó sobre la mesa, encajándolos primero de dos en dos, hasta formar con ellos cuatro triángulos equiláteros. Y luego agrupó los triángulos de modo que compusieran una cruz:

—¿Por qué los ordena de ese modo? —le preguntó Raquel.

—Fue usted quien los ordenó así durante su sueño, en el hospital, mientras farfullaba en ese lenguaje ininteligible. ¿Lo ve?

Y le mostró el gráfico que le había entregado el doctor Vergara. Tras ello, se dirigió a Maliaño para preguntarle:

—¿Algo así es lo que tiene usted en El Escorial?

—Déjeme ver —le pidió el arquitecto—. La forma externa, el reborde, es una decoración que aparece a menudo en Antigua, tallada a bisel en los restos visigodos. Se trata de la cruz germánica… Y en cuanto a esos signos laberínticos grabados en el interior de la cruz, efectivamente, hay trazos así entre los planos de Herrera… Mientras recorría con el dedo aquellos laberintos, Maliaño se había quedado boquiabierto. Tras un momento de reflexión, se quitó las gafas para mirar a los dos jóvenes, y en su rostro se reflejó una profunda conmoción:

—¡Dios mío…! Yo diría que los cuatro fragmentos que guardo allí son las piezas que faltan para completar el diseño de este pergamino.

—¡Creo que lo tenemos! —exclamó David.

—¿Se los enseñaste a mi madre? —preguntó Raquel.

—Sí. Y ahora entiendo su reacción. Debieron de darle la clave para lo que andaba buscando.

—Entonces, también nos la dará a nosotros. ¿Cuándo podremos ir a El Escorial para verlos? —insistió la joven, ansiosa.

—El mejor día sería mañana, lunes. El edificio estará cerrado al público.

—¿No es mañana cuando van a explorar la Plaza Mayor con el radar? —objetó David.

—Lleva usted razón. Bueno, pues el martes.

—¿Y esta tarde? ¿No podríamos ir esta tarde? —se impacientó Raquel.

—Habrá mucha gente, es un poco precipitado, y no sé si los guardias de seguridad podrán atendernos…

—Seguro que tú lo arreglas todo para que podamos ir —le rogó ella, cogiéndole del brazo.

—El señor Maliaño lleva razón, es muy precipitado —intervino David—. Y Bielefeld acaba de decirnos que debemos extremar las precauciones.

Raquel dirigió al criptógrafo una de sus afiladas miradas asesinas. No le gustaba nada que se interpusieran entre ella y su padrino. Aprovechó que lo tenía bien cogido por el brazo para llevarse al anciano hasta la biblioteca, alejándolo de él. El criptógrafo les oyó discutir un buen rato. Hasta que vio cómo el arquitecto accedía. O mejor, sucumbía ante la vehemencia de su ahijada.

—Está bien —le dijo—. Mientras vosotros vais a cambiaros al hotel, haré una llamada, a ver si es posible ir esta tarde.

LOS MISTERIOS DE EL ESCORIAL

—¿Vino Herrera, al fin? —pregunta Raimundo Randa a su hija tan pronto se quedan solos en el calabozo.

—Vino. Yo no pude verle, pero sí Rafael.

—¿Es cierto que me denunció?

—Lo hizo por salvaros la vida.

—¡Extraño modo!

—No ha querido explicar nada más, pero dice que en aquel momento corríais peligro de muerte, y lo primero era evitar que Artal de Mendoza acabara con vos. Y que ya nos relataría la historia con más calma. Rafael cree que dice verdad. Le contó vuestro plan y tras conocerlo, Herrera insistió también en recuperar el telar. Ha pagado la fianza de su bolsillo y piensa que vuestra idea no es tan descabellada.

—Entonces, ¿está el telar en tu poder?

—Tal como lo dejó mi madre.

—Tenlo todo prevenido. Y recuerda lo que te dije: Herrera debe encontrar de inmediato esos diseños de Juanelo.

—Todos estamos en ello. Contadme ahora lo que os sucedió tras quedaros encerrado en aquella sala de El Escorial que usaban como biblioteca.

—Yo temía el despuntar del día. Barruntaba la luz del sol que se filtraría por las ventanas, allá en lo alto, sustituyendo a la luna llena que en ese momento clareaba en el cielo. Traté de hacerme cargo de lo que implicaría la llegada del bibliotecario, Benito Arias Montano. En cuanto me descubriera, llamaría de inmediato a la guardia, al percatarse de la gravedad de una situación que, de otro modo, habría de afrontar él como responsable de aquel lugar. Aun contando con la mejor disposición por su parte, a Montano le bastaría con verme para sospechar alguna trampa de su adversario Herrera. Por no hablar del rey, quien se sentiría traicionado en su buena fe. Y no había nada que le encolerizase tanto.

Me pregunté por qué no venía a buscarme el arquitecto. ¿Cómo no reparaba en que, caso de ser encontrado allí, él mismo se vería comprometido? Esperé un buen rato, alimentando la esperanza de que apareciese. Cuando la perdí, ensayé todas las posibilidades de escapatoria, sin resultado alguno. Tras ello, me senté en el suelo y me recosté contra una pared, desalentado.

Me empezó a invadir una extraña serenidad, el fatalismo de quien se sabe perdido. Y en ese dilatado silencio, mientras la luna iba deslizando por las paredes el perfil enrejado de las ventanas, escuché un ruido que parecía venir de abajo. Se diría agua, como si hubiesen abierto una compuerta. Reparé entonces en que había desechado desde el principio una posible vía de escape: el suelo.

Era mi última oportunidad.

Pegando el oído a cada una de las compactas losas de granito, fui colocando libros en aquellas bajo las que oía directamente el fluir del agua. De ese modo, y gracias a aquellas señales, obtuve una primera composición de lugar: la sala estaba cruzada en diagonal por una leve corriente. Quizá un conducto para los desagües. Fui examinando las losas así señaladas, y al apoyarme sobre una de las que cubrían el pasadizo subterráneo reparé en que oscilaba ligeramente. Al encontrarse junto a una pared, la humedad era mayor y el mortero estaba reblandecido.

Necesitaba un objeto punzante con el que ayudarme. En la mesa había un pequeño estilete, del que Montano debía de valerse para las encuadernaciones. Apurando el peso sobre la losa desencajada, logré introducirlo entre sus bordes. Pulgada a pulgada, fui recorriendo todo el perímetro para liberarla del mortero. Cuando al fin lo conseguí, el problema era sacarla. ¿Cómo abrazar, sujetar y alzar pieza tan pesada?

Hice un alto y me sequé el sudor mientras recorría la habitación. En la mesa no encontré nada con que ayudarme. Hasta que en un rincón apartado observé un libro descalabrado que el bibliotecario estaba recomponiendo. Se valía para ello de una recia aguja, una lezna de zapatero, y un bramante fino. Probé el cordel, y lo encontré resistente.

Enhebré la aguja con una triple carga de bramante y la introduje por el hueco que antes ocupaba el mortero. Ayudándome del estilete, la hice pasar bajo la losa. Repetí la operación otras cinco veces, cada vez con mayor seguridad y presteza. La losa había quedado sujeta por varias vueltas de aquella cuerda. Arranqué una delgada tira de cuero del respaldo del sillón en el que se sentaba el bibliotecario, y uní los cabos de uno y otro extremo de la cuerda, consiguiendo un asidor con el que centrar mis esfuerzos.

Finalmente, respiré hondo varias veces, hice acopio de todas mis fuerzas, y tiré hacia arriba de la losa. Concentré todo mi esfuerzo en una de las esquinas, en vez de soportar todo su peso de vez. La alcé y coloqué debajo un tope de papel. Luego otro mayor, hasta que logré desencajarla, de modo que sobresaliera. Repetí la operación con las otras tres esquinas. Varios empujones la liberaron del todo.

Cuando la hube retirado, el hueco que dejaba era lo bastante grande como para permitir el paso de un hombre. Metí la cabeza en él y comprobé que se podía avanzar por el desagüe, arrastrándome tumbado sobre la corriente de agua, leve en aquel momento. La duda que me asaltó fue si aquello me conduciría hasta un lugar seguro, o si no me estaba metiendo yo solo en una encerrona mucho más peligrosa.

Miré hacia las ventanas y comprobé que ya apuntaban las primeras luces. Recordé la fama de madrugador del bibliotecario Montano. No había tiempo para hacer cábalas. Tendría que arriesgarme.

Sólo quedaba borrar las huellas de mi estancia en el lugar y, sobre todo, cualquier indicio de por dónde me disponía a escapar. Así pues, situé la losa en paralelo al lugar en el que estaba encajada. Di la vuelta a los bramantes y el tirador de cuero, de modo que quedase abajo y pudiera valerme de él para arrastrarla desde el desagüe y tapar la entrada. Finalmente, me tumbé en el lecho de agua y tiré con todas mis fuerzas, colocándola donde antes estaba. Sobre mí.

«Es como si yo mismo me sepultara en vida», hube de reconocer, mientras cortaba los bramantes con el estilete y recuperaba los cabos, para que no quedase rastro alguno.

Encogido dentro del desagüe, en el que apenas cabía, me envolvió la más absoluta oscuridad. Por instinto, decidí arrastrarme sobre los codos, siguiendo la misma dirección que la corriente. Avancé a tientas, y no tardé en empaparme al contacto con el agua. Estaba muy fría. Al cabo de un trecho, el suelo del conducto se interrumpía bruscamente. Tanteé el terreno con la mano. Debía de ser un registro. O un pozo. La angostura del canal por el que me deslizaba era tal que no me permitía cambiar de posición, para hacer comprobaciones. De modo que para salvar aquello habría de estirarme hacia delante. Cayendo, quizás, en el vacío.

¿Qué decisión tomar? No sabía si estaba ante un desnivel grande o pequeño. La única forma de averiguarlo era dejarse caer. Y eso fue lo que hice. No fue un espacio plano el que me recibió, sino un escalonamiento o rampa de irregular compostura, por la que rodé. Intenté sujetarme, sin conseguirlo, a los salientes con los que me iba encontrando. Difícil lograrlo a ciegas. De rebote en rebote, sentí las magulladuras por todo el cuerpo. Y un punzante dolor en las costillas. La velocidad que fui tomando hizo que los golpes fueran cada vez más dolorosos.

Sin embargo, mientras estaba en contacto con la rampa, me sabía relativamente seguro, si no me rompía la crisma contra uno de los salientes. Lo peor era el vacío. Acababa de pensar en esa posibilidad, cuando me di cuenta de que eso era lo que estaba sucediendo. La caída se me hizo interminable. Sentía el zumbido del aire en mis oídos, mientras esperaba de un momento a otro el choque contra la durísima piedra. «Quizá sea lo mejor. Acabar de una vez».

Eso estaba pensando, cuando se produjo el impacto.

Había chocado contra el agua. Fría. Muy fría. Más aún que la del pasadizo por el que había llegado hasta allí. Aunque lo bastante profunda para amortiguar la caída. Y reaccionar al instante.

Me sorprendió la amplitud y fuerza del cauce, que me arrastró sin permitirme más alternativas que mantenerme a flote. Aquello era una acequia.

«¿Cómo es posible que haya bajo el monasterio una corriente de agua de semejante magnitud?», me pregunté.

Mientras nadaba, vino a mi mente el recuerdo de Juanelo. Lo que me había contado sobre sus trabajos hidráulicos en El Escorial. ¿Hacia dónde conduciría aquel canal?

Percibí algo de luz. Debía filtrarse desde la acometida de aquella corriente. Era muy leve. Pero mis ojos, acostumbrados hasta entonces a la más absoluta oscuridad, la apuraron hasta el último rayo. La acequia estaba revestida de piedra, tan regularmente labrada como la bóveda de medio cañón que la cubría. Había de ser la madre principal, hacia la cual se encaminaban los sumideros menores, los de las cocinas, comedores, cavas, patinejos, patios grandes y letrinas.

Sin embargo, el agua estaba muy limpia para ser una cloaca. Y frente a mí no quedaba mucho trecho para toparme con un muro, atravesado por aquel cauce en su descenso. Se trataba de una de las macizas paredes maestras del monasterio. Con un aparejo muy distinto del resto.

No me inquietaba la pared en sí. No corría el peligro de estrellarme contra ella. La acequia la atravesaba limpiamente, gracias a un hueco practicado en el muro. Lo que me preocupaba era que había perdido ya toda noción de dónde me encontraba, adónde me dirigía, o qué podía esperarme tras aquel orificio. Porque iba a entrar en otra estancia. Imposible detenerme. La corriente era demasiado fuerte y me rompería los dedos si intentaba sujetarme a los bordes.

Apenas me dio tiempo a introducir la cabeza bajo el agua, para evitar los golpes contra la rotunda pared. Cuando la saqué, al otro lado del portillo, lo primero que sentí fue un hedor insoportable.

La corriente se remansaba. Perdía fuerza al dividirse en pequeños canales laterales. Yo permanecí en el central, hasta recibir un golpe seco y la constatación de que el agujero de salida de la acequia, tras atravesar aquella estancia, era demasiado estrecho para permitirme salir.

Me hallaba varado en un lugar cerrado por completo, excepto los orificios de entrada y salida del agua, gracias a los cuales el cauce transmitía un poco de luz. Cuando salí de él, chorreando, un macabro espectáculo se ofreció a mis ojos. Sobre una plataforma de piedra se encontraban los despojos de varios cadáveres.

Estaba en el pudridero.

Sacudí mis ropas y miré alrededor, sobrecogido. El escaso aire que circulaba por el lugar no conseguía arrastrar la cargada y sofocante pestilencia de la putrefacción, que emanaba de los cuerpos y subía hasta embolsarse bajo la bóveda de piedra. Tan baja, que apenas permitía estar de pie una vez que se había salido del agua. Me sentí débil y desfallecido. Y me entraron arcadas al ver la masa purulenta de gusanos que daban buena cuenta de uno de los cuerpos.

Me horrorizó la idea de quedarme allí encerrado. Conteniendo la respiración todo lo que pude, recorrí aquella habitación en busca de una salida. La única puerta, de hierro reforzado con robustos remaches, estaba cerrada desde el otro lado, y no presentaba fisuras. Sólo quedaba regresar a la acequia. Volver sobre mis pasos resultaría harto arriesgado. La corriente era muy fuerte, no me sería fácil remontarla y, aun así, podía suceder que algún obstáculo, un estrechamiento o reja, me impidiese el paso. Por otro lado, tampoco podía continuar aguas abajo, ya que no cabía por el estrecho agujero de salida. Cuando lo examiné más de cerca, comprobé que el estrechamiento no afectaba a la pared maestra. No era de sillería, sino de mampostería, un añadido posterior a la construcción, que más bien parecía tener como objeto acelerar el curso de la corriente después de su remanso en aquella estancia, para mejor aspirar y limpiar el aire. Esto me dio una idea. Regresé junto a los despojos y, venciendo la natural repugnancia, tomé una de las planchas de cinc sobre la que yacían las carroñas, vaciándola. Después, la doblé varias veces, hasta improvisar un ariete que utilicé contra el tabique de mampostería. Poco a poco, el obstáculo comenzó a ceder. Cuando calculé que cabía por el orificio, me metí en la acequia de nuevo, sumergí la cabeza bajo el agua, y me dispuse a proseguir mi desesperada huida.

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