La llave maestra (21 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Poco a poco, fue discurriendo y apaciguándose aquella leve maquinaria cortesana. El cerero pasó a reponer las velas, y tras él hizo su visita el médico, junto con el boticario y su ayudante. Juanelo me miró para tranquilizarme, haciéndome saber que eran señales inequívocas de los preparativos para el almuerzo. Luego, los monjes se reintegraron a sus oficios, y los domésticos a las ocupaciones preparatorias de la comida. El lugar había ganado en intimidad, caldeado por el sol del mediodía, hasta el punto de que el monarca pidió a su guardarropa Morón que le retirase la manta de las piernas.

Con toda probabilidad, no pasaríamos a la estufa. Los tapices que revestían las paredes daban calidez a la estancia y, conseguida la privacidad que le otorgaba su confianza, Juanelo vio llegado el momento de explicar al emperador quién era yo en realidad. Se acercó a él, le habló en voz baja, y luego me hizo un gesto para que me llegase hasta don Carlos y le expusiera el motivo de mi viaje.

Pero el monarca era perro viejo. Como luego me advertiría Juanelo, el emperador había emprendido una maniobra que nadie, excepto él, solía advertir.

—En efecto, hay una familia que vive en la ciudad de Antigua y ocupa la Casa de la Estanca desde algún tiempo después de la muerte de Álvaro de Castro en tierras de Andalucía. Su nombre es Calderón, señor. Manuel Calderón.

Al llegar a este punto, quizá agobiado por el recuerdo de su padre y su cruel suplicio en la sierra de Granada, Raimundo Randa alza la vista hacia Ruth. La joven advierte la fatiga en su rostro.

—Seguiremos otro día, hija. Hoy no doy más de mí. Háblame de ti y de tu madre. No las desgracias, sino la vida ordinaria que llevabais.

—Habéis de saber que ella siempre esperó vuestro regreso, padre. A pesar de nuestras penurias, cuando sintió que debíais estar a punto de volver, pidió dinero prestado, buscó la mejor lana, la aparejó en su telar y empezó a tejer un tapiz para vos. Y lo continuó haciendo hasta su último aliento. Era el único lujo que podía ofreceros.

Lo que la muchacha le cuenta parece actuar como un lenitivo sobre la torturada memoria de su padre. Hasta que se abre la puerta de la celda y el embozado la reclama desde lo alto de las escaleras.

Randa observa ahora con mayor detenimiento el modo en que su carcelero se vale de la mano metálica para sujetar la llave. Sus ojos siguen los movimientos de Artal con una frialdad de la que no se sospechaba capaz. Eso permite a Raimundo advertir el dolor que parece sentir. Con toda probabilidad, se debe al bloqueo del mecanismo de escape que ajusta la presión de los garfios sobre el muñón, tal y como le explicó Juanelo Turriano, el artífice de aquel postizo.

Y al hilo de esa palabra, escape, una idea se va asentando en la mente del cautivo. Improbable y descabellada. Tan descabellada, que quizá resulte. De modo que susurra a su hija, al despedirse de ella:

—Trata de averiguar dónde está Juan de Herrera. Si tú no puedes, porque te sientes vigilada, que lo haga tu marido.

LA AGENCIA

L
lovía a cántaros sobre el aeropuerto internacional de Baltimore-Washington cuando la tarde del viernes John Bielefeld, Raquel Toledano y David Calderón bajaron del avión que les había traído desde Newark. Un enviado de la Agencia de Seguridad Nacional esperaba con un coche a pie de pista para conducir al comisario hasta la zona de helicópteros. No disimuló su sorpresa al comprobar que venía acompañado.

—La visita a la Agencia estaba prevista sólo para usted. Y aquí hay tres personas —dijo a Bielefeld, al ver entrar en el automóvil a Raquel y a David.

—¿Lo ve? Ya se lo advertí —murmuró el criptógrafo, mientras intentaba salir—. Yo me voy directamente a la base de Andrews y les espero allí.

—Usted se queda —se opuso Bielefeld—. Es el único que puede autentificar esos documentos.

Y bloqueó la puerta con su corpachón, empujando a David contra Raquel, y embutiéndole entre ambos.

«Bastante trabajo tengo con que no se me peleen estos dos, como para que encima vengan fastidiando los de la Agencia» —pensó el comisario recordando lo que le había costado convencer al criptógrafo para que les acompañara—. ¡Y usted, marque el número de su jefe y pásemelo! —ordenó al funcionario, señalando el sistema de comunicación con manos libres del salpicadero.

Mientras el conductor sorteaba los charcos que inundaban la pista, Bielefeld forcejeó con su interlocutor telefónico. Hubo varios tiras y aflojas, hasta que llegaron a la vista del helicóptero. En ese momento, el comisario zanjó la cuestión:

—Está bien, yo asumo toda la responsabilidad. Firmaré ese formulario.

El enviado de la Agencia detuvo el coche, sacó una hoja de la guantera, la rellenó y señaló al comisario dónde debía firmar. Después, les acompañó hasta el helicóptero y entregó una copia al piloto.

Tan pronto ganó altura, el aparato giró y puso rumbo a la autopista 295, sobrevolando el reguero de vehículos que discurría bajo sus pies en dirección a Washington. La lluvia complicaba todavía más el agobiante tráfico habitual, hasta producir un enorme embotellamiento en el cruce de Annapolis Junction. Una vez allí, el piloto se inclinó hacia la izquierda, alejándose de aquel caos de bocinas que les llegaban amortiguadas y se internó en la emboscada área de Fort Meade.

Cuando descendieron sobre la pista asfaltada, había dejado de llover. El aire, fresco y limpio tras la tormenta, estaba cargado de un tonificante olor a pino y tierra mojada que asaltó a David junto a un cúmulo de recuerdos. Y esa primera sensación le trajo otras, rebotando en la memoria. Había pasado en aquel lugar días interminables, encerrado en despachos claustrofóbicos. Y, de pronto, parecía el escenario de una excursión campestre.

Un nuevo automóvil les estaba esperando para conducirlos al Cuartel General. Mientras bordeaban la discreta valla de hierro, deslizándose por entre los árboles, el paisaje que se ofreció ante sus ojos podría haberse confundido con el de un apacible parque. Hasta que apareció uno de los carteles murales con la insignia de la Agencia de Seguridad Nacional. David limpió el vaho del cristal con un pañuelo de papel, para ver mejor el águila dorada sobre fondo azul cobalto que sostenía en sus garras una llave plateada. Aquella imagen le trajo el recuerdo del primer día en que se la mostraron, al ingresar en la Escuela de Criptografía: «La clave para la mayor masa de información del planeta», había dicho el director, señalándola. Y añadió: «Algún día serán dignos de tenerla en sus manos».

El paisaje cambió bruscamente. Cesaron los árboles, arreció el cemento e irrumpieron los bloques de edificios. Al pasar junto a una torre erizada de antenas, Bielefeld se volvió hacia él para señalársela.

—Son los enlaces por microondas —le explicó David.

—No resulta muy impresionante.

—No lo es. Ya irá viendo el resto de las instalaciones. La Agencia es discreta, pero no se engañe. Son capaces de succionar las comunicaciones de países enteros como una aspiradora. Cuando yo trabajaba aquí teníamos ciento veinte satélites enviando información sin parar y procesábamos unos dos mil millones de comunicaciones al día.

—¿Ha dicho dos mil millones?

—Cada diez horas procesábamos el equivalente a toda la Biblioteca del Congreso. ¿Se acuerda de lo que dice en el reverso de los billetes de dólar?

—«En Dios confiamos».

—Eso lo cumplimos a rajatabla: en Él, confiamos; pero al resto, los interceptamos.

Se aproximaban a la primera valla de seguridad. A lo largo de ella se distribuían los avisos sobre la entrada en un área militar restringida y la prohibición de fotografiar, tomar notas o simplemente hacer cualquier croquis o plano, bajo la amenaza de aplicar a los infractores el Acta de Seguridad Interna.

—Aún estamos a tiempo de dar la vuelta —previno David a Bielefeld—. Pero, si a pesar de todo, han decidido seguir, déjenme aquí. Yo les espero fuera y luego me recogen.

—David, le necesitamos para esa autentificación, ya se lo he dicho —le rogó el comisario.

—Pero ¿es que no se da cuenta? No sólo lo digo por mí. Si mete a la Agencia en esto ya no se la podrá quitar de encima. Con esta solicitud oficial se lo está poniendo usted en bandeja. Además, en cuanto me vea James Minspert no habrá ningún documento que autentificar, porque no les entregará nada.

—Tendrá que hacerlo en cuanto vea la autorización de mi madre —intervino Raquel—. Minspert será todo lo que usted quiera, pero cumple las leyes escrupulosamente.

El criptógrafo se sentía incapaz de discutir con la joven estando literalmente pegado a ella. Pero aún alcanzó a rebullir:

—Sí, sí… Ya verá lo que hace James con su autorización…

El conductor redujo la velocidad al llegar a unas sólidas barreras de hormigón reforzadas con antitanques hidráulicos, que obligaban a conducir en zigzag, hasta desembocar en una cabina rodeada de cámaras de video. El oficial que se encontraba en la garita comprobó la matrícula y examinó la documentación que le tendía el enviado de la Agencia:

—Nos está esperando James Minspert, del Servicio Central de Seguridad —le informó Bielefeld.

Tras una breve consulta por teléfono, el oficial levantó la barrera y les indicó que siguieran adelante.

Comandos de la policía especial, vestidos de negro, patrullaban con perros. Detectores de movimiento y cámaras de video rotaban en sus pértigas, barriendo los alrededores con potentes teleobjetivos. A medida que se acercaban al edificio central, David pudo comprobar que la gran torre de refrigeración había aumentado en dotación y tamaño, lo cual significaba nuevos ordenadores, la gran obsesión de la casa: tener los mejores, los mayores, los más rápidos.

Ante ellos se alzaba la mole del Cuartel General, la llamada Caja Negra. Un inescrutable paralelepípedo de cristal ahumado, en el que se reflejaban, distorsionados, los coches del inmenso parking. Unos ojos desprevenidos hubieran podido tomarlo por un bloque administrativo más. Pero David sabía lo que ocultaba esa oscura piel de cristal reflectante tensada en torno al edificio. Tras ella se encontraba la verdadera guarida, con su barrera protectora, que impedía la irradiación al exterior de cualquier señal, onda, voz o vibración.

A su alrededor, docenas, cientos de edificios se extendían a lo largo de millas y millas, hasta configurar una población en sí misma.

—¿Todo esto que vemos pertenece a la Agencia? —preguntó Bielefeld, asombrado.

—La ciudad de los criptógrafos —asintió David—. Conejeras y más conejeras atiborradas de funcionarios. Más de cincuenta millas de calles y carreteras. Ya me había olvidado de lo siniestro que es esto.

Acababan de entrar en el centro de control de visitantes, donde fueron inspeccionadas sus pertenencias. Bielefeld depositó la pistola y el teléfono móvil en la bolsa que le tendían. Pero insistió en retener su vieja cartera de cuero, en la que llevaba los documentos acreditativos. Se lo permitieron, tras un minucioso registro.

Una vez cumplidos estos trámites, David comprobó cómo entregaban al comisario una tarjeta con las siglas VP, de Visitante Privilegiado. Raquel tuvo que conformarse con la V de simple Visitante. Y se indignó cuando a él le colocaron una tarjeta roja. En la Agencia se la conocía como «la letra escarlata». Quizá fuera impecable según los reglamentos: él era un antiguo empleado de la casa. Pero aquel distintivo infamante le degradaba al nivel de los trabajadores externos, los de las áreas administrativas: el banco, la peluquería o la pizzería… Era como recordarle su ignominiosa salida.

—Creo adivinar de quién ha sido tan brillante idea —masculló mientras se la colgaba al cuello.

Un hombre se acercaba hacia ellos a grandes zancadas. David previno al comisario:

—Atención, ahí viene James Minspert echando vapor por todas las junturas.

El hombre que atravesaba el vestíbulo pasaría de los sesenta años y, a pesar de ir muy vestido y peinado, distaba de resultar elegante. Había algo de perdiguero en su mirada glauca, en las serviciales mejillas de color cerúleo y en la fofa papada, contrariando la amenazante autoridad que intentaba imprimir a sus gestos. Dio órdenes al agente de seguridad para que sólo dejara pasar a Bielefeld por el primer control. Y tan pronto como llegó junto a él, le saludó sin ocultar su contrariedad:

—Comisario, creía que la cita era con usted. Para que me entregase en mano un sobre de Sara Toledano —Bielefeld abrió la boca para replicar, pero Minspert continuó con su perorata, manoteando como un molino—: ¿Y qué me encuentro? ¡Aparece con dos acompañantes!

Calló y se cruzó de brazos, esperando su explicación. Bielefeld se rascó el ralo pelo del cogote.

—Ya se lo acabo de decir por teléfono —admitió, bajando la cabeza—. Ha habido novedades que nos obligan a contar con la presencia de David Calderón y Raquel Toledano. Él conoce nuevos detalles que afectan a los fondos depositados aquí por la familia de la chica. Y en cuanto a ella, o mucho me equivoco, o este sobre que traigo aquí con su nombre contiene la autorización de Sara para que su hija pueda retirarlos.

Tan pronto oyó mencionar aquellos fondos, James Minspert alzó la mirada contra su interlocutor.

—Prefiero que sea usted quien me cuente esas novedades, ¿O es que ha olvidado que ella es periodista y él un antiguo empleado? Y que los dos nos han creado problemas. Es mejor que primero lea yo esa supuesta autorización de Sara Toledano, y luego hablemos nosotros. Sus acompañantes esperarán aquí. Ya les llamaremos, llegado el caso…

Desde el otro lado del cristal, David y Raquel observaban a los dos hombres.

—¿Ve lo que les decía? No nos dejarán entrar —aseguró el criptógrafo.

—No sea usted aguafiestas. Tendrá que hacerlo. Minspert conoce sus obligaciones.

—Bueno, quizá a usted sí la deje pasar. Pero lo que es a mí… Esta observación de David tuvo la virtud de encrespar los ánimos de Raquel, que seguía tomando las cosas por donde más quemaban:

—Si lo que está sugiriendo es que apruebo el comportamiento de Minspert, o que trato de justificar el mío en el pasado, está usted muy equivocado. Y si es una excusa para evitarse problemas, no se escude en los demás.

David no quiso echar más leña al fuego. Pero se preguntaba de qué lado estaría la joven si las cosas se ponían crudas con James. Dudaba mucho que alguien como Raquel Toledano se enfrentara abiertamente con un alto cargo de la Agencia. Eso sería tanto como tener en contra a la institución, y ella sabía muy bien lo peligroso que podía llegar a ser. Por el contrario, con la Agencia y Minspert de su lado todo serían facilidades para buscar a Sara. Mientras que la presencia de él no haría sino complicar las cosas.

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