La llave maestra (17 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

—Seguro, gracias.

Cuando la muchacha hubo salido de la habitación en busca de las bebidas, Bielefeld palmeó el hombro de David:

—Lo está haciendo muy bien. Creo que Raquel empieza a olvidar su estampida de la Fundación. No lo eche todo a perder.

—Es muy fácil decir eso dejándome solo ante el peligro.

—Al menos, y por el momento, no dormirá usted en la cárcel del condado. Pero no se preocupe, tendrá esa celda a su disposición siempre que quiera. Recuerde, les espero a comer. Le dejo la cinta de video por si la necesitan. Y suerte.

Mientras veía a través de la ventana cómo se alejaba el coche del comisario, tocando el claxon para despedirse del jardinero, David se preguntó si no era una innoble táctica de Bielefeld para obligarle a un armisticio con Raquel Toledano. Aquello iba tomando cada vez más el cariz de una encerrona.

«¡Lo que me faltaba! —pensó—. Un policía que parece salido de una película de Frank Capra».

La joven regresó con una bandeja. Le alcanzó la bebida y el hielo y para ella, se sirvió un té frío, mientras se disponía a observar cómo David se estrujaba, literalmente, la cabeza. Le vio revolver con sus dos manos el ensortijado pelo negro, masajeándose la robusta nuca en busca de ideas. Era atractivo, no podía negarlo. Y, a pesar de cierta brusquedad, no parecía tan patán ni tan bronco como había llegado a pensar en su anterior encontronazo, cuando la amenazó exigiéndole los negativos de aquellas fotos.


ETEMENANKI
—leyó David—. Coincide con la inscripción que hay detrás de ese gajo del pergamino, el que se conservaba en la Fundación. Debieron de utilizarla como una consigna, o la clave principal de la misión de Raimundo Randa. Creo que su madre se ocupa de ello en el libro que estaba escribiendo. En su carta, ella insiste mucho en que me lo lleve de su despacho. Por eso lo tengo aquí.

Echó mano a su bolsa y sacó el archivador de color azul que en la portada llevaba el título «Notas para el libro DE BABEL AL TEMPLO. Lenguaje, religión, mito y símbolo en los orígenes de la conciencia».

—Traiga, déme la mitad —le pidió Raquel—. Entre los dos miraremos antes. ¿Quiere otro trago?

—Está bien así, gracias.

Pensaba David que la joven parecía relajarse cuando no había testigos, ni nada que demostrar. Pero se equivocaba, una vez más. Porque fue ella quien antes revisó los papeles de su madre, y quien encontró lo que andaban buscando. Alzando la carpeta, le mostró el registro con la menuda y esquinada letra de Sara:

—Se lo leo:

«
ETEMENANKI
. En un principio se llamaba así a un gigantesco zigurat de Mesopotamia, el templo en honor del dios Marduk. Los extranjeros que se lo oían nombrar a los babilonios traducían ETEME NANKI por Piedra Angular o de la Fundación, ya que pretendían que a partir de ella se había originado todo el Universo».

Pero su significado real era el de Llave Maestra, interpretación que suele ignorarse porque
ETEMENANKI
resultaba muy difícil de traducir a otros idiomas, que carecían del concepto de llave, un artefacto inventado en Mesopotamia (la primera llave conocida está en un cilindro babilonio de arcilla que data del tercer milenio antes de Cristo, y es ya una llave plana, el modelo Yale que hoy se usa en todo el mundo).

El edificio de
ETEMENANKI
fue restaurado por el fundador de la dinastía caldea Na-bu-apla-usur o Nabopolasar (625-605 a. C.) y su hijo Na-bu-ku-dur-ri-us-ur o Nabucodonosor (605-562 a. C.). Es te último conquistó Jerusalén, arrasó el Templo de Salomón y esclavizó a los judíos. Así fue como, mientras estuvieron cautivos en Babilonia, tuvieron ocasión de ver
ETEMENANKI
, y cambiaron ese nombre por el más conocido de Torre de Babel, palabra que algunos derivan del babilonio Bab-ili, que significa Puerta de Dios; otros creen que procede de blbl, palabra hebrea que indica confusión. Quizá el mito bíblico de una lengua única sea lo más parecido al concepto babilonio de Llave Maestra, que hoy nosotros traduciríamos por Código Fuente, gracias a los instrumentos informáticos de que disponemos.

Para mi libro, conviene subrayar que Nabucodonosor es, a la vez, quien destruye el Templo de Salomón (símbolo de los judíos como Pueblo Elegido) y restaura Babel (el último mito que en la Biblia concibe la Humanidad como un todo, antes de ocuparse sólo de los hebreos).

—De modo que
ETEMENANKI
es como llamaban los babilonios a la Torre de Babel… —apuntó David.

—En la Agencia de Seguridad Nacional, ¿no se llamaba también Babel a ese Programa AC-110 en el que trabajó su padre?

—No sólo eso. Hay algo que ya he contado al comisario Bielefeld, pero no a usted. Cuando mi padre volvió a trabajar en ese proyecto, poco antes de desaparecer en las catacumbas de Antigua, empezó a farfullar como lo ha hecho el Papa en el incidente de la Plaza Mayor. ¿Ha visto con calma alguna grabación del discurso?

—No.

—Tenga —y David le alargó la cinta de vídeo—. Todo sucede cuando habla de Jerusalén, la Explanada de las Mezquitas y el Templo de Salomón —explicó el criptógrafo mientras la invitaba a buscar aquel pasaje con el mando a distancia—. Exactamente lo que preocupaba a su madre. ¿No le parecen muchas coincidencias?

—Un momento, un momento… No estará insinuando que es mi madre quien habla a través del Papa, o por encima de él… David no quería empezar una nueva discusión, y se adelantó a sus objeciones:

—No lo sé. Pero suba el volumen y escuche eso.

La imagen del Papa apareció en la pantalla. Cuando empezaba a tener dificultades para hablar, se le oía farfullar:


Et em en an ki sa na bu apla usur na bu ku dur ri us ur sdr ba bi li
.

—No se entiende nada —dijo Raquel.

—Quizá sí —discrepó David—. Déjeme esas notas de su madre, rebobine, y vaya pasando la cinta de nuevo.


Et em en an ki
… —sonó en el altavoz.

—¿Lo ha oído? «
ETEMENANKI
». Fíjese en la siguiente palabra:
Na bu apla usur

—U sea, «Nibopolasar», como aquí anota Sara —subrayó David.


Na bu ku dur ri us ur

—«Nabucodonosor».


Ba bi li

—«Nabopolasar y Nabucodonosor, reyes de Babilonia» —concluyó el criptógrafo.

—Creo que ahora empiezo a entender por qué mi madre está empeñada en titular su libro
«DE BABEL AL TEMPLO
». Y por qué ese proyecto le ha causado tantos problemas.

—¿Usted ha leído el contenido de este archivador azul?

—No, pero me lo ha comentado, y sé que es la obra de su vida. En realidad, es su vida. Ha renunciado a muchas cosas por sacarlo adelante, entre ellas a la respetabilidad de una carrera académica. Y se ha enfrentado a la familia y otros amigos del abuelo. Lo que pasa es que retrasa su publicación por las reacciones que ha ido recogiendo a medida que pronunciaba conferencias o publicaba algún artículo adelantando sus tesis. Ha recibido críticas muy duras, y por eso no quería que esas notas salieran de la Fundación. Hay muchos intereses en que no se publiquen nunca.

—Supongo que es demoledor para los mitos en los que se sustenta el Estado de Israel, ¿no?

—Eso y muchas más cosas. Si para cualquiera resulta complicado cuestionarlo, imagínese para alguien que lleva el apellido Toledano. Usted lo sabe mejor que yo, ella me ha mantenido muy conscientemente al margen, y yo no he querido insistir, por los problemas con mi padre.

—Entiendo —asintió David—. Me temo que se nos está haciendo tarde. Tengo que pasar todavía por casa para hacer la maleta.

—Yo tengo la mía hecha. Si quiere puedo llevarle —se ofreció Raquel—. ¿Dónde se aloja?

—En la residencia de investigadores.

—Nos toca de paso para ir a casa de Bielefeld.

EL RETORNO

R
aimundo Randa oye forcejear la llave en la cerradura, la puerta se abre y Ruth entra en la celda. La pesada hoja de hierro se cierra tras ella y al otro lado se escucha amortiguada la voz ronca de Mano de Plata dando instrucciones a la guardia. La muchacha baja las escaleras de piedra, se acerca a su padre y abrevia su magra relación de novedades, para preguntarle:

—¿Cómo terminó lo que me estabais relatando ayer?

—¿Te refieres a lo que sucedió tras caerme por las escaleras y el encierro que siguió? No es asunto agradable, y menos para contar a una muchacha como tú. Pero, en fin, llevas razón, ya eres casada y aquello tuvo su importancia en todo lo que siguió. De manera que allá vamos…

Cuando José Toledano y aquellos cinco correligionarios barbados entraron en la habitación donde yo estaba, supe de inmediato que no quedaría entero tras su visita. Y así fue. Después de extender sobre una mesa vendajes y ungüentos, y preparar un afilado cuchillo y unas tijeras, don José alargó sus manos hacia mí. Entonces comprendí cuál era el objeto del singular corte de aquellas cuidadas uñas de sus dedos índices: ayudarle en las circuncisiones que llevaba a cabo. Pues ésa era otra de las funciones que desempeñaba en aquella comunidad, como servicio a los suyos.

Un desapacible temblor me recorrió el espinazo ante la perspectiva que se presentaba. Todavía no sabía cuál de sus dos especialidades se disponía a ejercitar don José, si la circuncisión o la fabricación de eunucos.

Pronto me lo hizo saber. Puesto que yo era judío, hora iba siendo de obrar en consecuencia:

—Ese pellejito que traes en tu natura o capullo ha ofendido nuestra vista, y no permitiré que yazga en mi casa alguien con achaque de gentiles —explicó con gran sosiego.

Como viera mi cara de espanto, añadió un refrán alusivo:

—Vamos, vamos, el cirio da mejor llama cuando se le corta la mecha.

No pensaba yo en ese momento en cirios ni en llamas, pero tampoco podía desairar a mi anfitrión. Y menos todavía confesar que no era judío. Esto aumentaría las sospechas, y me valdría la entrega a Alí Fartax y el inmediato empalamiento a manos de éste. Dudosa elección, entre ser intervenido por delante o por detrás.

Hube de resignarme a aquella dolorosa operación.

Sentí como estiraba, con fuerza, de mi prepucio. Noté los nervios uno a uno y me agarré a la cama como náufrago al tablón. De pronto, un horrible dolor, un rayo o quemazón, se abatió sobre la piel tensa. Desde ella, se extendió alrededor del miembro, y un latigazo sacudió mi espinazo de abajo arriba. Abrí los ojos. Don José acababa de cercenar aquel pellejo de un certero golpe de tijera. Un gran charco de sangre empezó a teñir las sábanas, mientras pedía que le alcanzaran las vendas y el ungüento astringente. Tras aquella carnicería, perdí el conocimiento.

Cuando volví en mí supe cuán complicada resultaba la cicatrización. Apenas podía moverme por el dolor y hube de escuchar, en la duermevela, este comentario de don José:

A ver si hay suerte y no se presenta la gangrena. Pues entonces lo perderíamos.

Maldije, al pronto, mi mala estrella. Pero eso fue entonces. Después, como tendría ocasión de comprobar, este doloroso contratiempo me salvó la vida más de una vez en mis andanzas por tierras de infieles. La circuncisión es lo primero que se compulsa cuando sospechan que alguien trata de hacerse pasar por judío o musulmán, preguntando a los criados o a uno mismo, y comprobándolo sin tardanza en caso de duda.

El único consuelo en aquel cruel trance fue comprobar que Rebeca no se había olvidado de mí. Al punto envió a su doncella con algunas golosinas, y a su través supe la discusión entre Askenazi y don José a propósito de mi persona.

—En breve os contarán por qué os han respetado la vida —concluyó.

«Si a esto puede llamársele respetar la vida de alguien» —pensaba yo palpándome las partes.

Poco a poco fue viniendo el alivio, y un día noté que ya no ponían vigilancia a la puerta de mi cuarto, sino sólo a la entrada de la casa. Y en su siguiente visita don José empezó a insinuarme sus planes. Me preguntó qué tal jinete era, y le respondí la verdad: que una vez curado, no lo encontraría mejor en todo Estambul. Hablaba de viajes, de una importante misión. Tanto lo hizo, que llegué a preocuparme. No quería irme de allí. Me encontraba bien en aquella casa. Deseaba a Rebeca, estaba loco por ella. Nadie había hecho tanto por mí en todos los días de mi vida. Y los dos trabajos que desempeñaba, como oficial de la imprenta y guardián del reloj, eran más que decorosos y muy descansados. No encontraría nada parecido en ningún otro lugar. La existencia que podría haberme esperado en mi patria, junto a mis padres y familia, se había desquiciado para siempre con su brutal muerte. No tenía yo intención de volver. Aquélla era mi casa, y Rebeca era mi patria.

Al parecer, querían probarme. Había sido una de las condiciones para aplacar a Askenazi. El artero administrador no se fiaba de mí. De manera que nada me dirían de la misión mientras permaneciese en Estambul, para que no pudiera comunicársela a nadie. Debía viajar hasta Ragusa, en las orillas del mar Adriático, frente a las costas de Italia, donde me sería revelada. Sustituiría en aquel viaje a Meltges Rinckauwer, quien se disponía a emprenderlo en el momento de ser apuñalado.

La muerte del impresor tudesco seguía intrigándome. Y no sólo por el aprecio en que le tenía, sino por el misterio que rodeaba todos sus movimientos. De modo que cuidé de preguntar más tarde aquí y allá. Y aunque no me lo dijeron con claridad, deduje luego que no sólo editaba volúmenes, sino también gacetas u otros papeles noticiosos y volanderos, utilizando el comercio de libros para ejercer de correo y espía. Entonces entendí sus visitas clandestinas por la ciudad y me pregunté cuáles serían sus negocios con el hermano de don ]osé, Moisés Toledano. Quien, por cierto, había desaparecido de la casa, sin que nadie quisiera darme noticia de su paradero. También entendí por qué habían respetado mi vida: para que me la jugase en aquel empeño. Ocuparía el puesto de Rinckauwer. Y si alguna trampa más le esperaba, yo sería la víctima. Todo estaba preparado para el viaje del impresor desde el conciliábulo de los diez juramentados en casa de los Toledano, y no podía aplazarse. De modo que utilizaría su salvoconducto para salir de la ciudad sin ser interceptado por los hombres del almirante Fartax, el Tiñoso, y viajaría en naves y convoyes del consorcio controlado por mi enemigo mortal, el administrador Askenazi. Así me lo hizo saber don José tan pronto me hube recuperado. Me explicó la situación, y concluyó:

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