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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (15 page)

—¿Para qué? La foto ya había sido publicada.

—Su solicitud tenía base. Había otras fotos además de las publicadas, y si se ampliaban podían proporcionar más datos sobre aquel documento. Así se lo explicaron los agentes del FBI a Raquel Toledano. Ella se comprometió a custodiar los negativos con todo cuidado, pero se negó a entregarlos. Y aquí es donde entré yo en la zarabanda. Mejor dicho, me metió Minspert a pesar de mis protestas, justamente por mi buena relación con la madre de la niña. Craso error. Ella se lo tomó como una especie de chantaje, una mezcla inaceptable entre lo personal y lo profesional, y se empeñó a fondo en demostrármelo.

—Bueno. Ya sabe usted cómo son los periodistas —comentó Bielefeld con aire filosófico—. Es mucho peor cuando se te ponen éticos.

—No sea cínico, comisario. Aunque le pueda parecer un poco ingenuo, yo lo hice con la mejor voluntad, porque me sentía responsable de todo aquello: nada habría sucedido si le hubiera puesto una cubierta al documento para protegerlo. Pero ¿cómo iba a pensar que el consejero se fotografiaría con él en la mano?

—Pues sí. Menos mal que se dedicaba a la Seguridad Nacional… Estamos ya cerca —explicó Bielefeld a David señalando un cauce de agua—. Ahora basta con seguir ese río… Me decía que Raquel Toledano se negó a entregarle los negativos.

—Entonces la llamé y concerté una entrevista personal. Nuevo error por mi parte.

—¿Dónde estuvo el error?

—Debería haber medido mejor mis pasos. Oficialmente, la Agencia de Seguridad Nacional no puede intervenir en asuntos internos. Para esas cuestiones se supone que debemos ponernos en contacto con los del FBI. Yo actuaba de buena fe y di por sentado que Raquel Toledano iba a hacer lo mismo. Hablé con ella, le expuse el caso y la intenté convencer por activa y por pasiva para que colaborase con nosotros. Pero era como estrellarse contra un muro: que si yo estaba fuera de control, que sabía muy bien que en la Agencia pensaban lo mismo, que alguien debía darme una lección, que ya estaba bien de gastar a espuertas el dinero del contribuyente, que nosotros los latinos éramos demasiado tribales y tendíamos a saltarnos todas las normas en cuanto estaban los amigos o la familia de por medio… Eso fue lo que me sacó de mis casillas, porque lo entendí como una alusión a lo que había costado mantener a mi padre en el hospital. El caso es que, fuera de mí, le grité: «Hablando de dinero, ¿sabe usted cuánto le costará al contribuyente este capricho suyo? Unos cien mil dólares. ¡Todo por un maldito negativo!».

—¿Cien mil dólares? —preguntó Bielefeld, incrédulo.

—Bueno —reconoció David— quizá exageré un poco. Pero no crea que mucho. Eso es lo que viene a costar modificar el código de un documento base, como era éste. Hay que introducir el cambio en todo el sistema. Eso significa hacer nuevos tampones, transportarlos por un correo especial a cada uno de los puestos de observación distribuidos a lo largo del planeta, entregarlos personalmente a todos nuestros aliados, para evitar errores y problemas que podrían ser trágicos.

—¡Caray! ¿Y después de explicarle todo eso ella no cedió?

—Ni un milímetro. Bueno, le ahorro los detalles. Esa chica tiene la virtud de sacarme de quicio. Para rematar la faena, yo cometí un tercer error imperdonable: la amenacé.

—¿La amenazó? ¡Por Dios!

—Hombre, no de una forma abierta. Digamos que más o menos. Pronuncié palabras que podrían ser tomadas como una amenaza velada. A ella le faltó tiempo para contárselo a sus superiores.

Éstos llamaron a los míos exigiendo una satisfacción, a cambio de no montar un escándalo. Y lo que tenía que haber terminado con un beso a tornillo acabó como el rosario de la aurora. El lema de la Agencia de Seguridad Nacional es la invisibilidad, y mi cabeza fue el precio convenido.

—¿No le respaldaron?

—¿Respaldarme? ¿Perder todos sus privilegios por un pelanas como yo? James estaba deseando verme fuera del Programa AC-110, lo quería para él solito. Y nunca arriesgaría su coche oficial, su información privilegiada a la hora del desayuno, su casa, sus vacaciones… todo a cargo del Gobierno. ¡Cómo se ve que no lo conoce usted!

—Sólo he hablado con él por teléfono.

—Es de ésos que llevan la corbata del mismo color que la camisa. Una mezcla de camaleón y cocodrilo. ¿Sabe lo que me contestó?: «En la Agencia ni se respalda ni se elogia. Si no te despiden, es que lo estás haciendo bien. Y si lo estás haciendo mal, te despiden». No me despidió, pero me retiró el pase de alto nivel, y en la Agencia, perder un pase equivale a perder el empleo. Todo eso después de ser él quien me había metido en aquel lío de convencer a Raquel Toledano, con gran resistencia por mi parte… ¿Comprende ahora por qué no quiero tratos con esos dos?

—Cálmese y termine de contarme la historia —le rogó Bielefeld.

—Minspert me ofreció un destino discreto, hasta que las aguas volvieran a su cauce… etcétera. Algo inaceptable. Entonces fue cuando decidí dejar la Agencia y trabajar por libre. A fin de cuentas, si entré en ella fue por mi padre, con la esperanza de continuar su trabajo, para saber lo que le había pasado. Nunca tuve intención de perpetuarme en ese nido de ratas.

El tráfico se había reducido drásticamente y la carretera se estrechaba para bordear un riachuelo.

—Estamos llegando —le informó Bielefeld—. ¿Y cómo se gana la vida ahora?

—No me falta faena, ya lo ve. Vivimos en un mundo de criptógrafos, desde la clave secreta de las tarjetas de crédito a esos tipos que descifran el genoma humano.

—Yo me refería a su especialidad, las antigüedades.

—Ah, bueno. La artesanía siempre se cotiza, porque cada vez somos menos los que nos apañamos con los viejos métodos. Cualquier cosa aún no descifrada entra dentro de mis competencias. No importa que sea algo antiguo o moderno, porque puede encerrar algo irrepetible, ser utilizado por el enemigo, por un criminal, por un terrorista… Siempre hay un coleccionista millonario que tiene interés en un manuscrito en cifra, un museo con un documento problemático, un profesor con una carta que va a cambiar la interpretación de la Historia, un arqueólogo con una inscripción… Se asombraría de lo que puede llegar a pagar un buscador de tesoros por descifrar un legajo que se le resiste, y en el que está la clave para localizar un galeón hundido en el mar, repleto de lingotes de oro… Hay mucha gente que recurre a un buen criptógrafo cuando necesita trabajos de descifrado rápidos y discretos. No todo el mundo quiere tratos con la policía ni se fía de la Agencia de Seguridad Nacional. En realidad, de ellos no se fía nadie. Incluso el propio Gobierno o las autoridades, de tarde en tarde, recurren a los lobos solitarios como yo… Como usted ahora, por ejemplo.

—Esto es algo distinto, créame.

—Le creo. Usted al menos es de los que se pone colorado en un trance así. Mis jefes de la Agencia sólo se ruborizan cuando dicen la verdad. Pero no hay cuidado, porque eso sólo sucede muy de tarde en tarde.

—No quiero engañarle. A mí tampoco me gusta todo esto. No es un trabajo habitual —confesó Bielefeld.

—Ya lo supongo, porque de lo contrario no habrían recurrido a mí. Para eso ya tienen a todos esos meapilas con master de la Agencia.

El comisario movió la cabeza con desaprobación.

—Esa actitud suya… No se puede estar toda la vida lamiéndose las heridas. Tengo entendido que Raquel Toledano también tuvo sus problemas por ese asunto, que no fue iniciativa suya.

—¿Y usted se lo cree?

—Mi mujer conoce bien a esa chica. Dice que puede ser muy terca y cabezota, pero que también es muy honesta y profesional. Y seguramente se sintió presionada por sus jefes.

—¿Presionada? Pero si los Toledano tienen un montón de acciones en ese periódico… ¿Cómo le van a decir nada a la niña?

—Se equivoca, David. Ella nunca ha querido trato de favor, ni escudarse en la influencia de su familia. Estoy seguro de que la orden le vino de arriba. Y la prueba es que no se mostró conforme con el modo en que se llevó ese caso, que ha seguido coleando hasta hoy. Y que acaba de dejar temporalmente el periódico, para tomarse un período de reflexión, y decidir si vuelve o lo deja.

—No lo sabía… —admitió David—. ¿Y usted cómo se ha enterado?

—Por mi mujer, que le da clases de español.

—¿A Raquel Toledano? Pero si ya sabe. Lo habla bastante bien.

—Quiere mejorar su acento y ocuparse más de los asuntos que lleva su madre, de la que ha estado muy distanciada desde el divorcio de sus padres. Y anda muy preocupada por Sara. No la ve bien de salud.

—Entiendo. ¿Está usted casado con una española?

Bielefeld abrió la guantera del coche y le mostró una fotografía en la que se le veía sentado en la mecedora de un porche, junto a tres niños y una mujer morena, de aspecto latino.

—Violeta es de Perú. Trabajé allí varios años. Y ésos son nuestros hijos.

—Tiene suerte, John, mucha suerte.

—Intento preocuparme sólo por las cosas verdaderamente importantes. Y usted debería hacer lo mismo. ¿Entiende por qué le digo que no puede estar siempre lamiéndose las viejas heridas?

—Bueno, es que uno empieza a tener cicatrices en las cicatrices. Y tampoco conviene olvidar. Yo no olvido lo que me contaba Jonathan Lee, un compañero de mi padre, cuando iba a visitarle todas las semanas al hospital, mientras le llevábamos en silla de ruedas por el jardín: «Nadie nos ha agradecido los servicios prestados, oficialmente no existimos —se lamentaba Jonathan—. Nos robaron la juventud. Cuando debíamos estar persiguiendo chicas o buscando un buen empleo, nos pudríamos en un cuchitril descifrando mensajes, toda la noche con los auriculares puestos y el magnetófono de pedal transcribiendo aquellas interminables conversaciones. Un verdadero suplicio, que te exigía poner los cinco sentidos, y podía volverte loco. Todo para que la traducción estuviera lista a las seis de la mañana en la mesa del jefe, que llegaba de su casa fresquito y recién duchado. Pero a veces la vida de nuestros muchachos dependía de que hiciéramos bien nuestro trabajo. Y allí estábamos, aprendiendo nuevos idiomas, casi sin más instrumentos que un lapicero y una hoja de papel. Nosotros somos de esa escuela».

—Pero usted, Calderón, también se maneja con los ordenadores.

—Naturalmente, aquí en la bolsa llevo mi portátil, pierda cuidado. La diferencia es que yo trabajo lo mismo con esos trastos que sin ellos. Digamos que soy como esos roqueros que un día hacen música electrónica y al siguiente te graban un disco desenchufados. Pero donde me muevo como pez en el agua es en la criptografía antigua. Ésa es mi especialidad.

—Y si algún día las cosas le van mal, incluso podría dedicarse a escribir crucigramas para algún periódico.

—Por ejemplo, en el de Raquel Toledano. Podría pedirle una recomendación a esa chica —rió David.

—Lo podrá hacer ahora mismo, porque estamos llegando a su casa. Ahí la tiene…

—¡Dios, lo último que deseo en este momento es hablar con ella!

—Pues usted verá. Nos está esperando.

El coche cruzó el riachuelo por un bucólico puente de piedra que imitaba el tosco acabado de la cantería medieval. Un letrero les advirtió que entraban en un camino privado, bordeado de robles tan corpulentos que apenas dejaban pasar el sol. Al final del sendero, sobre un montículo, empezó a perfilarse entre los árboles la espléndida casa, monumental en su tracería, desde el impecable jardín hasta el tejado festonado de mansardas y chimeneas.

Un jardinero chino se afanaba en los setos cortando el césped, entre el sobresaltado corretear de las ardillas. El comisario se detuvo ante la verja y tocó el claxon.

—¿Qué tal está, señor Bielefeld? —le saludó el jardinero disponiéndose a franquearles la entrada.

—Muy bien, Chang. Y usted ¿ya ha hecho el pronóstico para este verano?

—Húmedo y caluroso. Continuaron en dirección a la casa.

—Chang tiene una habilidad especial para saber cuál va a ser el tiempo —explicó el comisario—. Le basta con examinar los brotes de las cañas de bambú. Rara vez se equivoca.

Aparcó el coche en la rotonda. Cuando se disponía a subir por las escaleras, David observó a izquierda y derecha las dos añosas hiedras que flanqueaban el arco de entrada, para entrelazarse sobre él, bordear las ventanas del piso superior y retrepar bajo los aleros. Su padre decía que aquella casa rezumaba la misma destilación de siglos y musgo del foso del Alcázar de Antigua.

Al pulsar el timbre no tardó en abrirles una doncella con uniforme y cofia, que les llevó hasta la biblioteca. Una habitación enorme, revestida de libros en su práctica totalidad. David se sorprendió al darse cuenta de que era la primera vez que pisaba aquel lugar, frecuentado por su padre durante tanto tiempo. Al pasear por el resto del salón pudo comprobar lo acogedor que era, a pesar de su magnitud. Los muebles y alfombras acotaban rincones íntimos, donde cada objeto ocupaba su lugar con la naturalidad cotidiana de lo usado y vivido. No había allí nada de lujo barato, sino la pátina del tiempo, posada sobre las viejas ediciones en piel. Se sintió tentado por una amplia estantería, ocupada en su integridad por diferentes versiones de La Odisea. Una de ellas estaba firmada por T B. Shaw.

—Es un seudónimo de Lawrence de Arabia —dijo mostrándosela al comisario—. Mi padre decía que era la mejor traducción al inglés. Y hay más de doscientas.

Junto a ella podía verse una edición en árabe de Las mil y una noches. Mientras la hojeaba, Bielefeld le previno:

—Sea prudente, David. Y no se enzarce en discusiones innecesarias. Lo pasado, pasado.

Siguió recorriendo la biblioteca. Le llamaron la atención las desproporcionadas dimensiones de la chimenea de mármol, con varios trofeos deportivos. Debían pertenecer a Peggy, retratada saltando a caballo en varias fotos. Pero también había incluido un par de imágenes de su yerno, George Ibbetson. En una de ellas posaba como capitán del equipo de rugby, alzando una copa. Y en la otra estaba de nuevo con sus compinches, el día de su boda con Sara, delante de la capilla de la universidad de la Ivy League donde se habían conocido. La aturdida novia se encontraba en el centro, tan perdida como un novato en un campamento.

Iba a coger la foto para verla mejor, cuando Bielefeld alzó los ojos frente a él para indicarle que se volviera. Al girar, casi se dio de bruces con ella. Allí estaba —no simplemente en su presencia ni en su compañía, sino ante él— Raquel Toledano.

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