La llave maestra (16 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

No la había oído entrar. Tampoco la recordaba tan joven ni tan rubia. Debía de ser por el traje sastre con el que la había conocido en su trabajo. Ahora tenía un aspecto bien distinto. Los pantalones de lino crudo le permitían lucir su espléndida figura, un cuerpo estilizado y flexible, realzado por una camiseta azul con tirantes, que se ceñía alrededor de un elegante escote. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo que subrayaba la esbeltez de su cuello y la finura de sus rasgos, sin apenas maquillaje. El sigilo casi felino con el que había aparecido se debía a unas zapatillas de tenis que en otra persona podrían haber sugerido un aire distendido e informal, pero no en Raquel Toledano. Por lo demás —pensó David—, todo en ella era de primera calidad.

A pesar de tenerle más cerca, la joven le ignoró, tendiendo la mano hacia el comisario, para saludarle antes. Y sólo después se dirigió a él, manteniendo las distancias y examinándole de pies a cabeza. Bajo su aparente autocontrol, estaba tensa, se diría que dispuesta a saltar a la mínima oportunidad. Y su preocupación aumentaba a medida que el comisario la iba poniendo al corriente de lo que se sabía sobre su madre, insistiéndole en la necesidad de aunar esfuerzos para dar con Sara.

Bajó la cabeza en señal de asentimiento, pero también para disimular sus temores. Hizo a ambos un gesto indicándoles el sofá, se acomodó frente a ellos en un butacón, y preguntó al cabo, intentando recuperar el dominio de sí misma:

—¿El señor Calderón está asignado formalmente al caso?

A ninguno de los dos se les escapó a dónde quería ir a parar: se mirara por donde se mirara, y por mucho que trabajase para Sara, David acababa de cometer un delito. Estaba claro que el gerente de la Fundación había telefoneado a Raquel para ponerla al corriente de la fuga precipitada, después de llevarse unos documentos que sólo podían consultarse dentro de sus muros. Y las cosas cambiaban si Calderón actuaba por libre o estaba de nuevo bajo el paraguas de una agencia del Gobierno.

Bielefeld se apercibió de la inminencia de otro encontronazo, como el que ya habían tenido David y la joven en el pasado, y tanteó dirigiéndose a ella:

—Bueno, Raquel, no nos pongamos legalistas, y menos en un momento como éste… Verás… Aunque su firma no figurará en el expediente, sí que se tendrán en cuenta sus informes y actuaciones. A efectos prácticos, es como si él cumpliera una misión oficial.

David iba a añadir algo, y abría la boca con ese propósito cuando el comisario le atizó una buena patada en el tobillo, para recordarle la prudencia exigida. La maniobra no podía ser observada por la joven, ya que los pies de los dos hombres quedaban ocultos por una mesa baja situada entre ellos y Raquel.

Sin embargo, David no se estuvo callado:

—Siento lo de su madre tanto como usted, señorita Toledano, y estoy dispuesto a hacer lo que sea con tal de encontrarla. Pero, por si le sirve de consuelo, le diré que venir aquí, ahora, a esta casa, no ha sido exactamente idea mía.

Bielefeld se llevó la mano a los ojos, consternado. «¡Por Dios, qué torpe es este chico! —pensó—. Es justamente lo que ella estaba esperando».

Ni más, ni menos. Cruzando los brazos, Raquel se encaró con David:

—¡No me diga! Ha sido el comisario Bielefeld quien le ha traído a punta de pistola, tras obligarle a sustraer esos documentos.

—Mire usted —replicó el criptógrafo—. Una cosa es que la vida de su madre pueda correr peligro, y que yo la aprecie, a ella, y otra muy distinta que esté dispuesto a soportar sus impertinencias, las de usted —subrayó, apuntándola con el dedo índice.

—¿Impertinencias? —la joven alzó la voz con indignación, mientras le temblaban las aletas de la nariz y su mirada se afilaba bajo las cejas, tensas como un arco—. Usted ya merodeó en una ocasión alrededor de los documentos de la familia, cuando trabajaba en ese proyecto para la Agencia de Seguridad Nacional.

David iba a contestar cuando un nuevo e inmisericorde tobillazo de Bielefeld le hizo poner los pies en la tierra. Doloridos, pero en tierra.

Luego, el comisario desplegó la mejor de sus sonrisas y se dirigió a la joven, con tono tan conciliador como firme:

—Raquel, cabe suponer que el señor Calderón no está exactamente orgulloso de todas sus actuaciones. Pero ahora es distinto: trabaja en esos papeles a petición de tu madre, no lo olvides. Y, a juzgar por la carta que le acaba de enviar, ésa sigue siendo su voluntad. El es quien mejor conoce esos documentos. Y, a propósito de tu madre, el tiempo corre. Debemos ir a la Agencia de Seguridad Nacional esta misma tarde. Y, por la noche, tomar un avión que despegará de la base de Andrews con destino a España, donde tenemos concertadas una serie de citas para seguir el rastro de Sara… antes de que sea demasiado tarde.

Raquel movió la cabeza en señal de silencioso asentimiento. Una tregua que aprovechó Bielefeld para concluir:

—Aunque el señor Calderón no haya procedido del modo más adecuado, estoy seguro de que ha tenido buenas razones para hacer lo que ha hecho.

Y miró a David con insistencia, para que confirmara sus palabras. Pero el criptógrafo no parecía dispuesto a cometer otra vez el mismo error que en el pasado:

—Si no les importa —dijo—, preferiría hablar después de que usted le haya entregado a la señorita Toledano la carta de su madre. Quizá ahí tengamos nuevas pistas, y sabremos a qué atenernos.

—Por mí, de acuerdo —aceptó Bielefeld, mientras echaba mano a su cartera de cuero y sacaba un sobre.

Raquel lo cogió y se levantó del sillón.

—Discúlpenme un momento. Preferiría leerla en privado.

Se dirigió a la habitación contigua. Pasaron unos minutos, que David Calderón y John Bielefeld aprovecharon para releer la carta que Sara le había enviado al criptógrafo. Alzaron la vista cuando oyeron abrirse la puerta y vieron aparecer a la joven. Vino hacia ellos, cabizbaja, y se sentó en el mismo lugar que ocupaba antes. Aunque intentaba que no se notase, tenía todo el aspecto de haber llorado.

David respetó su silencio. Quizá llevara razón Bielefeld en sus apreciaciones sobre la joven. Quizá estuviese siendo sincera. Reparó en aquellos ojos tan hermosos, de un verde intenso. Ahora, humedecidos, habían perdido su aguzado aire felino. Resultaban cálidos, incluso familiares —se acababa de dar cuenta—, por lo mucho que recordaban a los de Sara. Aquel relámpago de reconocimiento le hizo olvidar por un momento dónde se encontraba. Le costó un buen rato retomar el hilo, para preguntar, al cabo:

—¿No le ha enviado su madre un CD?

Ella negó con la cabeza.

—Un disco con los apuntes que iba tomando en el archivo del convento. Y quizá algo más… —insistió David.

Raquel volvió a leer la carta antes de reafirmarse en su contestación:

—Habla de ello. Dice que me lo manda. Pero en el sobre no hay ningún CD.

—Se le habrá olvidado. ¿Qué le parece, comisario?

—Hay un tercer sobre, pero no podemos abrirlo. Es para James Minspert —aclaró Bielefeld.

Raquel Toledano apenas podía reprimir su ansiedad. Sacó un cigarrillo de la pitillera de plata que había encima de la mesa y preguntó:

—¿Les importa que fume? —tras la primera calada, les informó—: Creo que deben saber algo que dice mi madre en su carta. Una frase que quizá usted, señor Calderón, sepa lo que significa: «Hasta la menor brizna de hierba es símbolo».

—Era la primera lección de criptografía de mi padre —dijo David.

Y como sus dos interlocutores, sorprendidos por la rapidez y seguridad de su respuesta, le miraran pidiendo una explicación, continuó:

—El primer día de clase, mi padre tomaba varios lápices y los partía en dos pedazos. Luego bajaba de la tarima e iba entregando una de las mitades a varios alumnos y las otras a otras tantas alumnas. Finalmente, los hacía salir a la pizarra, delante de sus compañeros, y les retaba a recomponerlos. No resultaba difícil, porque cada uno encajaba con otro, y sólo con otro: ninguno rompía de la misma manera, dejando las mismas esquirlas. Una vez que cada cual había encontrado su complementario, explicaba que ése era el primer sistema criptográfico, y uno de los más sencillos; ya empleado por los antiguos griegos: cuando un general dividía sus tropas y quería establecer un sistema de comunicaciones con el comandante de una avanzadilla, cogía un trozo de madera, la rama de un arbusto, por ejemplo, la partía en dos y le daba un fragmento al jefe del destacamento, quedándose él con el otro. Si quería comunicarse, se lo entregaba a un correo, y al comandante de la avanzadilla le bastaba con juntar los dos trozos para saber que el mensajero resultaba fiable. A eso lo llamaban un symbolon. Mi padre decía que el símbolo era el primer criptograma, el primer lenguaje con el que la mente humana se hacía cargo del mundo. De ahí la frase «Hasta la menor brizna de hierba es símbolo».

—Si no entiendo mal, Sara sugiere que ha utilizado ahora el mismo método —terció Bielefeld.

—Todavía se emplea hoy en día, porque es muy fácil y seguro: si usted quiere establecer un contacto, puede coger un billete de metro o de autobús y partirlo en dos con la tranquilidad de que ninguno se rompe de la misma manera, y podrá identificar a su contacto.

—¿Y cuáles serían ahora las dos mitades? ¿Los dos sobres que les ha enviado a cada uno de ustedes? —preguntó Bielefeld.

—Ésa es mi hipótesis. Por alguna razón, Sara trata de impedir que cualquiera de nosotros dos pueda actuar sin el otro. No me pregunte por qué, pero eso parece fuera de duda.

—Al sustraer de la Fundación esos documentos, usted, señor Calderón, ya ha empezado a actuar por su cuenta —constató Raquel.

David no quiso entrar al trapo. Se limitó a devolverle la pelota, tendiéndole la carta enviada por Sara y señalándole uno de los párrafos:

—Mire esto. No he actuado por mi cuenta, sino por cuenta de su madre. Y sospecho que ella ha tenido buenas razones para pedirme que me llevara esos documentos de la Fundación.

—Usted sabe que mi madre se deja llevar a menudo por sus impulsos.

—Yo no soy quién para juzgar a Sara —la atajó el criptógrafo—. Y creo que nos está pidiendo que averigüemos la relación entre los fragmentos de pergamino que me envía a mí y algo que le manda a usted.

«Touché! —pensó Bielefeld—. El chico se nos está volviendo sutil. Esa ha sido una buena estocada».

Raquel se sintió aludida. Extrajo un papel del sobre y se lo tendió. Durante un instante, sus dedos se rozaron, y David reparó en sus manos largas y finas. Por eso mismo, llamaban la atención las uñas. Se las mordía. Ella se dio cuenta, y carraspeó, incómoda, para informarle:

—Mi madre dice en su carta que usted sabrá explicarme qué es este dibujo.

—¿Le dice Sara de dónde lo ha sacado?

—Del archivo del convento de los Milagros… —consultó la carta de su madre antes de añadir, medio leyéndola—: Del proceso a un tal Raimundo Randa…, el correo que recogió ese dibujo en Milán, poco antes de tomar la ruta de los Taxis para ir hasta Bruselas…, donde debía entregarlo a Felipe II… Ella sospecha que ese diseño lo hizo Girolamo Cardano… Si le vale con esto…

—Déjeme ver. Entre tanto, échele un vistazo a la carta que me envía su madre, y a esos cuatro fragmentos de pergamino. Quizá haya algo que a mí se me escapa.

David le entregó el sobre y fue hasta la ventana para ver al trasluz aquel dibujo. Lo examinó por delante y por detrás, ensayando distintos puntos de vista, antes de sentarse de nuevo y opinar:

—Hay una posibilidad. Me refiero a Girolamo Cardano. Él ideó la transmisión Cardan, que lleva su nombre y todavía se usa en los coches. La utilizó con éxito en una carroza del padre de Felipe II, el emperador Carlos V, para amortiguar el traqueteo. Aquí, en el dibujo de esta máquina, ese sistema de transmisión podría permitir el doble juego de estos manubrios, para conseguir combinaciones múltiples mediante el giro de esos dados cúbicos. Y Cardano era muy amigo de Juanelo Turriano, quien en su época no tenía rival en esto de los mecanismos de precisión. También él trabajó para Carlos V y Felipe II, como relojero. Pero, además de eso, era una especie de manitas, que lo mismo arreglaba una cerradura que una ballesta o un mecanismo elevador del agua. Un ingeniero, vamos. Sara me comentó que había diseñado una llave maestra para El Escorial, que no pasó de lo que hoy llamaríamos la fase de prototipo, aunque la probaron en el Alcázar de Antigua y se instaló en algunas puertas del monasterio.

—Mi madre encontró ese dibujo junto con estas dos cuartillas —añadió Raquel mientras las ponía encima de la mesa.

La primera mostraba un cuadrado dividido, a su vez, en otros más pequeños, que formaban una retícula de diez por diez. Cada casillero llevaba dentro una letra mayúscula.

La segunda cuartilla era más recia, una cartulina con un cuadrado de las mismas dimensiones que el anterior. Y estaba perforada.

David contó las perforaciones:

—Nueve, que en realidad son diez, porque hay una que son dos perforaciones juntas…

Y calló. Durante largo rato se sumió en un largo silencio. Se revolvió un par de veces en el sofá, incómodo. Raquel le miraba con curiosidad, un tanto sorprendida, preguntándose qué cavilaciones eran aquellas que tanto parecían trastornarle.

Al fin, David bajó la voz para preguntarle:

—¿No tendrá por ahí un poco de whisky? Estoy casi en ayunas.

—¿Le corre mucha prisa?

—Necesito concentrarme.

—Ya —constató Raquel con un rictus sarcástico. Y volviéndose hacia Bielefeld, añadió—: John, ¿también tú necesitas concentrarte?

—No, gracias. En realidad, os voy a dejar. Os propongo pasaros por mi casa a comer, cuando hayáis terminado. Mientras tanto, yo me asearé un poco e iré preparando una barbacoa. Recordad que luego hemos de tomar el avión para ir a Baltimore. Así que venid ya con el equipaje.

—Un momento, comisario —dijo David—. Yo no pienso ir a Baltimore, porque no tengo intención de volver a pisar la Agencia de Seguridad Nacional.

—Venga o no a la Agencia, esta noche bien tendrá que tomar el avión para España. ¿Por qué no lo discutimos mientras comemos? —le propuso Bielefeld.

—¿Dónde está su casa?

—Junto a la biblioteca pública, a la salida de la gasolinera. Quizá Raquel pueda llevarle en su coche.

—De acuerdo —contestó, resignada, la joven—. ¿Seguro que no quieres tomar nada antes de dejarnos?

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