La llave maestra (13 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

—Ese es hombre que no tiene de caudal para una capa, y el que mi yerno ha de ser ha de menester que traiga de caudal cien mil ducados y otros tantos de oro y plata. Y otros tantos te daré, hija mía de mi alma.

Descansó de nuevo en su cantar, mientras el rabel repetía la melodía, a la espera de darle de nuevo la entrada. Suspenso andaba yo por el transcurso de la historia, pues no estaba seguro de si el romance era así, o ella lo modificaba a su gusto, ya que la cantidad de la dote coincidía con los trescientos mil ducados que tenía asignados Rebeca para la suya. Pero nadie parecía extrañado. Sólo yo parecía darme cuenta de su juego, pues ella me miraba con intención en cada quiebro de la historia.

Me desengañó de este sentir una sombra que vi levantarse de la cena y deslizarse, saliendo de la habitación. Era Noah Askenazi. También Poca Sangre, más pálido que nunca, parecía haber reparado en lo que sucedía entre Rebeca y yo. Por el modo en que se marchó pude apercibirme de cuán profundo era su odio hacia mí. Pero yo estaba hechizado, esperando el fin de la historia, pues en la versión de mi madre éste era triste.

Continuó Rebeca cantando, y sus palabras sonaron como si las dijera no la muchacha del romance, sino ella misma, a su propio padre:

Un día que estaban juntos, dijo León a su dama: Mañana te he de pedir, no sé si es cosa acertada.

Padre, casadme con él aunque nunca me deis nada. Allí conoció don Pedro que de amores se trataba. Alquiló cuatro valientes, los mayores de la plaza, que mataran a León y le sacaran el alma. A la subida del monte, con los cuatro se encontrara. A los tres dejara muertos, y uno malherido estaba. Tres días no son pasados, León en la plaza estaba, cuando acertara a pasar por la calle de su dama. Alzó tres chinas del suelo, las arrojó a la ventana. Mi dama que no responde, parece que está trocada.

No estoy trocada, León, que aún estoy en mi palabra. Abajó las escaleras como una leona brava. Y otro día en la mañana las ricas bodas se armaban.

Tuve el barrunto de que aquel final feliz era de su invención. De tal manera que, cuando terminó de cantar, yo estaba rendido de amor. Su voz me había atravesado de parte a parte, como cuchillo que llega al hueso. Había revuelto mis sentimientos como un gavilán que entrara de pronto en un palomar. Y empecé a sentir una pasión tan grande como la muerte.

Terminó aquel cónclave. Fueron partiendo los diez juramentados con tanto sigilo como llegaron, y la casa volvió a su ser y condición. Para todos, menos para mí y Rebeca. Sabía ahora que ella también ardía en deseos de estar conmigo. Pero esto no era posible durante el día, en que siempre la tenían acompañada y a buen recaudo. No era tarea fácil. Ella dormía en una alcoba del piso de arriba, frente a la de sus padres, y yo en el piso inferior, justo debajo de Rebeca.

En más de una ocasión la oí revolviéndose en el lecho, y dejando escapar tales suspiros que me cabían pocas dudas de que ella pensaba en mí al menos con tanto ardor como yo pensaba en ella.

Difícil me sería decir si suspiraba despierta o dormida, pues fue entonces cuando descubrí que podía soñar con ella tan a lo vivo que me costaba distinguirlo de la realidad. Y a Rebeca le sucedía lo mismo, de tal manera que nuestros encuentros en sueños no parecían sino la unión de nuestros ánimos. Lo achaqué entonces, por pura superstición, al dormir bajo el mismo techo, mi cama debajo de la suya. Pero pude comprobar más tarde —en mis viajes, cuando estábamos muy lejos el uno del otro— que cada vez que yo la soñaba, ella me soñaba a mí. Y llegábamos a comunicarnos por este medio. Sólo ahora, tras todo lo vivido, alcanzo a barruntar las causas de este misterio.

Acostumbraba Rebeca sentarse a la puerta para halagarle los pellejos a un gato que tenía. No era raro que le cepillara las greñas y le hiciera arrumacos, mientras decía al animalillo lindezas como de enamorada. Pero, un buen día, sus carantoñas con aquella bestezuela fueron tantas, y las miradas que me dirigió tan intencionadas, que supe que era a mí a quien iban encaminadas. Tan encendidas y declaradas fueron, que decidí pasar a la acción esa misma noche.

Para llegar hasta ella tenía que subir la escalera y pasar delante del dormitorio de don José y su señora, aquella matrona con unos bigotazos que impondrían respeto a todo un regimiento de jenízaros. La primera noche que lo intenté desconocía el terreno, y no logré pasar del tercer peldaño. La maldita escalera crujía de tal manera que hubiera despertado a toda la casa, y aun a las ánimas benditas del purgatorio.

Al día siguiente estudié la escalera con detenimiento, y comprobé que lo que había tomado por crujido no era tal, sino un ingenioso sistema de alarma. Consistía éste en unas grapas metálicas bajo los travesaños, colocadas de tal modo que al hundirse con las pisadas rozaban con otras pestañas de cobre situadas en la caja de la escalera. Y producían ese ruido para advertir a los dueños de cualquier movimiento sospechoso.

Había oído decir a los criados que los Toledano guardaban un cuantioso caudal en monedas de oro. Y por eso pensé que tomaban tantas precauciones. Me equivocaba. Otros detalles posteriores me permitieron comprobar que custodiaban algo todavía más preciado. Además de Rebeca, claro.

Muchas vueltas le di a aquel sistema de alarma de las escaleras, deseoso de llegarme hasta su habitación. Más no encontraba modo de salvar semejante barrera. Hasta que una mañana noté un alboroto y trajín desacostumbrados en una torre vecina. Fui hasta el lugar, por ver aquella novedad, y advertí que un cabrestante se disponía a izar hasta lo alto un pesado armatoste. Reconocí al relojero de Cremona que había venido con Noah Askenazi y llevaba ya algún tiempo construyendo aquella máquina para medir el tiempo.

Recordé que me había ofrecido a ayudar en el mantenimiento del artefacto, cuando estuviese concluido. Así lo hice, y me aficioné a visitarlo, después de mi trabajo en la imprenta. Rinckauwer y yo vimos cómo se montaba el reloj. Nos explicó aquel artífice el funcionamiento de cada pieza. E hicimos tan buenas migas, que él me reiteró la proposición de quedarme como guardián de aquel ingenio, templándolo y manteniéndolo una vez que él se hubiese marchado del lugar. Yo tenía dudas, pero me había comprometido a ello, y Rinckauwer me insistió para que aceptara, pues añadía buenos dineros a mi peculio y no me estorbaría en mi otro trabajo. Como regalo de despedida, el de Cremona me dejó un reloj de arena, de modo que con él pudiera ajustar todos los días el de la torre.

Quedé pues a su cargo, cuidando de engrasarlo para que hiciese sonar su campana cada hora. Y fue dicha campana la que me dio alas para llevar a cabo mis planes…

Randa interrumpe el relato y mira a su hija, dubitativo. Ésta le escucha con una sonrisa, advirtiendo esperanzada cómo renace ante ella aquel formidable narrador que tantas veces le alegró la niñez con sus cuentos.

—¿Veis? —le anima—. Ya os lo he dicho: hablar os hace bien. Continuad. Y recordad que estoy casada, padre. Por si pensabais dejarme en ayunas, como siempre hizo mi madre cuando le pregunté cómo os conocisteis.

—No, no es eso… —Y se ruboriza, confirmando que ha sido hallado en un renuncio y que no le quedará más remedio que contar aquello a su hija—. Fue una noche de luna llena, en que oía a Rebeca agitarse en su cama, encima de la mía. Dio en esto el reloj las doce campanadas de la medianoche. Y una idea cruzó por mi mente como un relámpago. Eran veintitrés los peldaños de la escalera, los había contado muchas veces. Si lograba salvar los escalones de dos en dos mientras sonaban las campanadas, éstas amortiguarían el sonido de las grapas de cobre de la alarma, y podría llegar hasta Rebeca sano y salvo.

Decidí ponerlo en práctica la noche siguiente.

El día, en la imprenta, se me hizo interminable, esperando el fin de la jornada y el momento de la medianoche. Llegó ésta, por fin. La casa estaba rendida al sueño, y sólo se oía de tiempo en tiempo el crujir de alguna madera y el cocear de las caballerías en la cuadra. Cuando el reloj de la torre dio las once, me levanté con sigilo y encendí una linterna. Di la vuelta al reloj de arena del que me valía para ajustar el de la torre, y esperé el momento propicio. Cuando vi que se acercaba la hora de la medianoche, maté la luz, salí a la escalera y me preparé junto al primer peldaño, tendiendo el pie para salvar los dos primeros escalones tan pronto comenzaran las campanadas de la torre.

Todo salió a la perfección, como si lo hubiera ensayado muchas veces. Conocía bien el ritmo de las campanadas, y no fue difícil hacer coincidir mis pasos con ellas. Ya estaba arriba, junto a la puerta de Rebeca, descalzo y en camisa, para menor impedimento, y sólo me separaban cuatro zancadas de su puerta.

Cuando, de pronto, noté debajo de mí un bulto peludo, que no pude evitar pisar, provocando un espantoso maullido. El gato salió como alma que lleva el diablo. Yo perdí pie, cayendo escaleras abajo y haciendo sonar con estrépito, uno tras otro, los veintitrés escalones que con tanta pericia había logrado escalar. Las grapas de cobre que había debajo de ellos resonaban como risas apagadas a medida que descendía, midiendo con las costillas el camino de mi deshonra.

Porque al coscorrón siguió el escarnio. Quiso mi mala suerte que quedara incrustado contra un sillón, sin poder moverme, y con las vergüenzas al aire. Cuando don José Toledano bajó alumbrándose con una candela y me vio en aquel lamentable estado, no hizo un solo comentario. Agarró por el hombro a su hija, y se la llevó a su cuarto.

También yo fui llevado al mío por los criados. Y allí se me mantuvo encerrado. Mientras me reponía de las costaladas, me preguntaba cuál sería mi perra suerte. Lo había echado todo a perder por una acción precipitada. Ahora, me apartarían de la hermosa Rebeca. Pero eso no sería nada al lado de lo que me aguardaba: si la voluntad de don José se había torcido, me entregaría a mi antiguo amo, el Tiñoso, quien me haría empalar de inmediato en el patio del almacén.

Sin embargo, pasaron los días y no me entregaron. Yo estaba perplejo y achaqué en un principio este comportamiento a la enemistad con Fartax que mantenían don José Toledano y Noah Askenazi. Lo que pasó durante mi encierro y convalecencia sólo más tarde lo supe, pero fue, en sustancia, que discutieron sobre mi persona. Poca Sangre me reputaba por espía de Fartax, y defendía que yo buscaba por la casa algo muy valioso, que no acerté a adivinar.

En consecuencia, era partidario de matarme, para que no se descubriese lo que allí se tramaba, que era gran negocio, al parecer, ya que la visita de los diez Juramentados debía quedar en el más absoluto de los secretos.

Dudoso como estaba, don José no acababa de ser del mismo parecer. En este vaivén anduvieron toda una jornada, y parecía ganar la partida Poca Sangre, apoyándose en otro espinoso indicio: el impresor Rinckauwer acababa de ser apuñalado y muerto en una de sus furtivas escapadas. Ello agravaba la situación, por parecer una acción concertada con la mía, y ambas contra aquella casa, de resultas del conciliábulo allí habido con los juramentados.

Habría prevalecido la opinión de Askenazi de no mediar la intervención de Rebeca. Cuando supo que se disponían a acabar conmigo, se presentó en el lugar donde discutían su padre y el administrador, y les dijo:

—Raimundo no está en vuestro secreto. Ni buscaba lo que pensáis.

Los dos hombres se quedaron mirándola en suspenso.

—¿Cuál era, entonces, su propósito? —preguntó, al fin, don José.

—Yo —respondió ella.

—Pensad bien en lo que estáis diciendo —intervino Askenazi—. ¿Cómo sabéis que es así?

Era cuestión grave, y pregunta muy comprometida, de la que iba a depender mi suerte. Sabedora de ello, Rebeca contestó, muy templada:

—Porque no era la primera vez que subía hasta mi habitación. Y nunca ha faltado nada. ¿No es cierto?

De este modo, por cubrirme y salvarme la vida, Rebeca arriesgaba la suya. Y su honra. Quedaba roto su compromiso con Poca Sangre, corría el peligro de ser desheredada, perder una envidiable dote y ser repudiada por sus padres y aquella comunidad, cuyos intereses había puesto en entredicho.

Pero, como digo, esto lo supe más tarde. Ahora, yo seguía encerrado en mi cuarto. A quienes me venían a traer la comida les daba conversación por ver si sacaba algo en claro, y en especial a una criada que servía como doncella a Rebeca. Nada podía decirme sobre lo que su señora pensaba, aunque sí logré averiguar de dónde procedía la cuantiosa fortuna de José Toledano. Sabía yo que había sido médico. Y cirujano. Pero no conocía su especialidad: castrar varones, para hacer de ellos eunucos.

Era ésta gran industria, y labor sumamente delicada, ya que de cada diez capados morían unos siete. Pues no sólo les cortan las dos turmas, como en otros lugares, sino también el miembro a raíz del vientre, que son los turcos muy celosa gente. De modo que el precio alcanzado por los supervivientes era altísimo. Sólo los acaudalados los podían pagar, siendo el mayor regalo que se podía hacer a un príncipe. El cirujano que sabía cumplir bien su papel estaba muy solicitado y bien remunerado. Don José había logrado que le sobrevivieran seis de cada diez capados, y exportaba eunucos a los harenes de medio Oriente. Ése era el primer origen de su fortuna, que unas inversiones adecuadas habían multiplicado muchas veces. Pronto tendría ocasión de averiguar las otras procedencias.

Conocer estos detalles y habilidades de mi anfitrión no contribuyó a sosegar mi ánimo, precisamente. Y hasta pienso que la doncella de Rebeca me lo contaba con toda intención, para mortificarme. Pero no pudo continuar sus consejas, porque en ese momento se abrió la puerta de la habitación donde yacía yo magullado y apareció don José. Hizo un gesto a la criada para que abandonara la pieza, y en su lugar entraron otros cinco correligionarios, todos barbados.

Cerraron bien tras ellos y se colocaron alrededor de mi cama. Estaban muy serios, se tocaban con unos bonetes de copa alta, forrados de paño morado, y llevaban una toquilla alrededor. Empezaron a cantar alto y recio. Y aun algo fúnebre, diría yo. Con mucha parsimonia, don José fue disponiendo vendas y ungüentos sobre una mesa de buena taracea. Cuando hubo acabado, extendió la mano, y uno de aquellos acólitos le alcanzó un primoroso estuche de plata labrada. Lo abrió y pude ver dentro, en orden y concierto, un cuchillo afilado, unas tijeras curvas, una varita y un pequeño recipiente, todo del mismo metal.

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