La llave maestra (11 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Entonces se le veía congestionado, y la plaza reverberaba con aquel incomprensible farfullo:


Et em en an ki sa na bu apla usur nu bu ku dur ri us ur sar ba

Abría mucho los ojos, las mandíbulas se le encasquillaban, y balbuceaba la melopea extrañamente rítmica:


Ar ia ari ar isa ve na a mir ia i sa, ve na a mir id a sar ia
.

Seguía luego un zumbido que saturaba la cinta, como si ésta fuera incapaz de registrar el sonido.

La reacción de David fue tan rápida e inesperada que el comisario no tuvo tiempo de replicar. Fue hasta la mesa, abrió el cajón y extrajo el archivador azul con el rótulo
«Notas para el libro DE BABEL AL TEMPLO. Lenguaje, religión, mito y símbolo en los orígenes de la conciencia
». Recogió sus papeles, la carta de Sara, los pergaminos, incluido el de la Fundación, la vieja fotografía, su ordenador portátil, y lo metió todo en una bolsa. Finalmente, sacó la cinta del magnetoscopio y se la entregó a Bielefeld.

—¡Vámonos! ¡Rápido!

—Pero ¿qué hace? —preguntó el sorprendido comisario.

Ahora no tenemos tiempo para explicaciones…

Salieron al pasillo. Bielefeld se encaminó hacia la entrada.

—¡Por ahí no! —David lo agarró por el brazo—. Salga por aquí.

Y le franqueó el paso, empujando una puerta de emergencia que daba directamente al muelle sobre el lago. Mientras avanzaba a largas zancadas por la pasarela de madera, tendida sobre las aguas, le preguntó:

—¿Qué tal se le da la navegación, señor Bielefeld?

Sin esperar la respuesta, David lo arrastró hasta una piragua que estaba amarrada al embarcadero y le entregó un remo. Soltó la cuerda y empujó con el suyo para alejarse de la orilla.

—Oiga, ¿no cree que debería decirme algo? —protestó el comisario.

—Ahora no hay tiempo. ¿Dónde tiene su coche?

—En el parking.

—¡Deprisa! Carter ya nos estará buscando. Esta canoa es suya.

No tardaron en oír los gritos del gerente. Les llamaba desde el embarcadero, que se iba alejando a golpes de remo.

Cuando Carter vio que abandonaban la piragua junto al puente del aparcamiento, dejó de mascullar maldiciones, sacó su teléfono móvil y marcó un número con gesto amenazador.

REBECA

R
aimundo Randa se incorpora en el poyo de piedra al oír los pasos que se aproximan a la celda. Oye girar la llave en la cerradura, con su largo chasquido de resortes. Se abre la puerta y en el umbral aparece el hombre embozado.

—¿Dónde está mi hija? —se pregunta, angustiado, el prisionero.

El embozado sigue allá arriba, inmóvil. Al escuchar voces tras él, vuelve la cabeza, como si esperara a alguien, y se aparta para cederle el paso. Randa no acierta a distinguir entre los bultos de quienes se acercan. Escruta el pasillo con sus ojos debilitados por la edad y la oscuridad.

Respira aliviado cuando ve entrar a Ruth. La joven baja las escaleras y atraviesa la mazmorra con su leve trote. Al pasar bajo el tragaluz que rasga, allá en lo alto, el centro de la bóveda, el sol se refleja en su melena rubia, que centellea durante unos instantes, iluminando la estancia.

—¿Cómo estáis, padre? —le saluda mientras la puerta se cierra a sus espaldas.

—Entumecido. Este poyo de piedra es duro y frío. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo he dormido de un tirón.

—¿Lo veis? Ya os lo dije ayer. Hablar os hace bien. No debéis dejar que se os pudran los recuerdos ahí dentro. Ni que el día de mañana la gente pueda seguir contando las falsedades que se dicen de vos.

—¿Qué me importa el día de mañana?

—Esa desesperanza es el mejor regalo que podéis hacer a vuestros enemigos. Sobre todo, al carcelero que os retiene aquí —le regaña la muchacha. Luego, se acerca a él, le acaricia el pelo lacio y le mira de frente, para asegurarle—: Es el hombre de la mano de plata.

—¿Qué dices? —se revuelve Randa, poniéndose en pie y tomando las manos de su hija.

—El que atormentó y mató a vuestra familia —insiste la joven, al observar que la noticia hace revivir a su padre, como enfermo curado por la picadura del alacrán.

—¿Estás segura? —el prisionero se ha acercado todavía más a Ruth, y le aprieta las muñecas con una fuerza y vehemencia que el día anterior apenas podían sospechársele.

—Padre, me estáis haciendo daño —protesta la muchacha.

—Perdona, hija —le pide mientras se deja caer sobre el poyo de piedra.

—Lo he visto con mis propios ojos. Un guante en la mano derecha y, debajo, cinco dedos de metal, con los que se ayuda para dar vuelta a la llave, mientras sujeta la puerta con la izquierda.

—Un guante de piel de perro, la más fina y resistente. Ese hombre es la pesadilla de mi vida. Cada paso que he dado ha sido bajo su sombra. Hasta el final…

—Si os dejáis caer en ese abatimiento será tanto como darle la razón. Seguid contándome vuestra historia. Necesito entender lo que está pasando. Y vos también. Ahora ya sabéis quién es vuestro carcelero. Y quizá podamos trazar un plan para sacaros de aquí.

Algo debe tramar ese hombre al dejarte entrar.

—¡Qué más da lo que él pretenda!

—Puede estar escuchándonos.

—Es imposible que nadie nos oiga a través de estas paredes. Randa se levanta, tantea los muros largo rato, examina el suelo, mira hacia el techo… Vuelve luego junto a su hija, y baja la voz para preguntarle:

—¿Has escrito todo lo que te conté ayer?

—Punto por punto.

—¿Y lo has puesto a buen recaudo?

—Guardad cuidado. Nadie lo encontrará. Ahora me gustaría saber cómo conocisteis a mi madre. Fuisteis criado suyo, o cautivo, ¿no es cierto?

—Sólo durante algún tiempo, y por culpa mía. Pero en casa de tu madre me trataron como a uno más de la familia. O casi. ¿Te conté el otro día como llegué hasta allí? —le pregunta Randa mientras se sienta al lado de su hija.

—Me relatasteis vuestra huida del almirante turco, Alí Fartax, el Tiñoso. Tras la traición de ese griego que dijo apalabrar un barco que nunca apareció, estabais escondido entre las mercancías del muelle de Estambul. Y os iban a descubrir quienes las recogían.

Ya recuerdo… Sí, mal asunto aquel… Cada vez quedaban menos fardos, entre los cuales estaba yo, aterrorizado. Tan pronto fuese descubierto, me llevarían directamente a Fartax, y éste me haría empalar. Me revolvía en mi escondite, inquieto, cuando oí una voz familiar. Miré por encima de los sacos y vi a un hombre ya entrado en años, tocado con un bonete rojo que indicaba su condición de galeno. Era Laguna, aquel judío sefardí que tanto me había favorecido.

—¿El médico del Tiñoso?

—El mismo. Iba delante de los demás, revisando fardo por fardo, para separar los suyos. Sacando fuerzas de flaqueza, me deslicé entre los bultos por los que se disponía a pasar el buen médico. Esperé a que llegara a mi altura y le llamé quedo, pidiéndole silencio por señas e indicándole que se arrimara. Noté la confusión y el asombro en sus ojos, pero como me quería bien, ordenó a sus criados que esperasen con los guardias junto al carro que tenían prevenido para transportar aquella carga.

Se agachó junto a mí, como si examinara la mercancía, mientras me interrogaba con la vista. En dos palabras le conté el intento de fuga y la amenaza de Fartax. Se quedó espantado. Me miraba de arriba abajo, sin saber qué decir. Me temí lo peor. Él conocía el ascendiente de que yo gozaba en casa del Tiñoso, y no se acababa de fiar de mí. O, como judío que era, no encontraba motivos para comprometerse por culpa de un cautivo cristiano.

Aumentaba en mi interior la comezón a medida que notaba crecer la desconfianza en los ojos de aquel hombre. Si se apiadaba, era la única oportunidad de salvarme; por el contrario, si no lo hacía y me denunciaba, estaba perdido. Le bastaría con dar una voz a la guardia para que mi suerte estuviese echada. Entonces, para vencer su resistencia, no se me ocurrió nada mejor que asegurarle que, en realidad, yo también era judío. Se extrañó el buen médico de momento, pero luego recordó mi conocimiento del hebreo, y me preguntó cómo era eso. Le conté que mi madre pertenecía a los Toledano de Antigua.

—¿Y eso es verdad? —le interrumpe Ruth.

—Esto último sí que lo es. Como sabes, mi madre se llamaba Clara Toledano. Sólo que éste es apellido que viene de muy atrás. Y en Antigua tanto lo llevan linajudas familias cristianas como aquellos hebreos o moriscos a los que apadrinaron en el bautismo. El caso es que tan pronto oyó nombrar a los Toledano y a la ciudad de Antigua, Laguna cambió de actitud. Me hizo esconder en una alfombra, que enrolló alrededor mío. Llamó después a dos de sus criados y les ordenó que la llevaran con cuidado hasta el carro en el que cargaban. Tuvo él la atención de sujetarla por el centro, para que no se desfondara ni me descubrieran. Así fue como me salvé. De momento.

Me ofreció asilo en su casa, aunque advirtiéndome que sólo lo haría por esa noche. No fue sólo ésa, sino otra más. Pero con esa me habría valido, porque estaba yo desfallecido y destemplado en extremo. Pronto repuse fuerzas gracias a una escudilla de garbanzos con hinojo, y aún añadió unos ajos crudos con un golondrino de raqui, que es el mejor brasero del estómago.

—¿Qué cosa es raqui y golondrino? —le interrumpe Ruth.

—Eso tiene poca importancia para tu relación de estos hechos por escrito, pero te diré que los golondrinos son vasos de estaño que harán algo menos de un cuarto de azumbre. Y raqui vale tanto como aguardiente. Sólo que aderezado con anís y almáciga.

—¿Almáciga, dijisteis?

—Es una resina que llora el lentisco, que también mastican ellos para blanquear los dientes y quitar la fetidez del aliento. Pero déjame proseguir, que no es de esta historia descender a todos los singulares de ella ni derribarse en menudencias, que así no acabaremos nunca.

Con esta comida entretuve el hambre, como digo. Y a la tercera noche, Laguna me sacó de casa con grandes precauciones para ponerme en manos de un arriero. Éste me llevó por el camino real, no sin algún tropiezo, pues es senda muy pasajera, y me dejó a las afueras de Estambul, alojado en casa de un correligionario que necesitaba los servicios de un escribiente.

Empecé a entender el atolladero en que me había metido cuando supe que aquel correligionario se llamaba José Toledano. Y mi sobresalto pasó todavía a mayores al averiguar que, al igual que Laguna, también era médico, y de los más mentados. Aunque ya apenas si ejercía esta profesión, pues vivía de las rentas, que eran cuantiosísimas. Sólo se ocupaba de las personas más principales, y en especial del sultán, al que en el momento de mi llegada venía de visitar.

Supe luego que contaba el Gran Turco con otros que cuidaban de su salud, pero sólo don José acertaba a tratarle el asma que padecía. Y aquel sultán, que mantenía docenas de catadores y no se fiaba de hombre nacido, vestido ni calzado, nunca tomaba los jarabes y pócimas sino de su mano, y sin necesidad de que Toledano las probara antes, como es habitual con los escanciadores, para evitar los venenos. Lo cual da prueba de cuánta era la estima y confianza en que le tenía.

Tan pronto le informaron de mi presencia en su casa, don José quiso verme, para conocer de primera mano lo que ya le había adelantado Laguna. No hizo muchos aspavientos al oír mis desventuras, pues venía cansado y era hombre cortesano, acostumbrado a moderar sus sentimientos. Pero cuando me oyó decir que mi apellido materno era el de los Toledano de Antigua, yo bien noté su conmoción, el temblor de la barba blanca y el brillo de los ojos hundidos y apergaminados. Me hizo algunas preguntas, y le satisfice de mi persona como mejor supe. Mencionó, como de pasada, la Casa de la Estanca, entre otros palacios de la ciudad. Y le di cumplida noticia de aquel lugar, sin decirle que era allí donde yo había nacido. No recelé entonces de estas cuestiones, pero más tarde conocí que fueron decisivas para la acogida que se me hizo en aquel su hogar y colonia sefardí.

Pareció conforme, y quiso averiguar si conocía la ley de Moisés según la cursan los hebreos. Contesté que la conocía mal. Asintió don José Toledano, rascándose las barbas con una de sus manos sarmentosas. Y murmuró, con un punto de misterio:

—Habrá que ocuparse de ello.

Me inquietó el modo en que lo dijo. Y aun noté que tenía este hombre las uñas de los pulgares muy cuidadas y recias, de forma extraña. En vez de ser redondeadas, como las comunes, tenían dos cortes hacia adentro. Pero, de momento, había salvado la piel, y no concedí más importancia a estas minucias, sino que me instalé en una habitación que me dieron, separado de los otros criados. Por eso, me atrevo a decir que me consideraban parte de la familia.

En realidad, pronto pude comprobar que, más que un escribiente, buscaban un corrector de pruebas y oficial de imprenta. Cargo este de gran responsabilidad. Pues habían montado allí un taller para imprimir, el primero de Turquía.

Empeñaban su prestigio en el intento, y precisaban de alguien que se manejara en varias lenguas, como era mi caso. Esto da idea del poder e influencia de don José Toledano, pues los turcos no permiten imprentas, y con él hacían excepción.

—¿Las tienen prohibidas? —le interrumpe Ruth—. ¿Y en razón de qué?

—El principal objeto de los libros es entre los turcos la difusión de su fe, y entienden que en letras de molde la palabra del Profeta dejaría de ser sagrada. Aunque tengo para mí que la verdadera razón es que los hombres de religión viven allí de copiar a mano esos escritos, y luego venderlos, que un Corán llega a valer hasta ocho ducados. El caso es que a este Toledano le permitían imprimir con tal de que no lo hiciese ni en árabe ni en turco.

Es fama que los mejores impresores son los tudescos, y la mejor feria de libros la de Francfort, a donde ambicionaban llegar con sus trabajos. Por eso habían recurrido a tres artesanos de Maguncia, a cuyo mando estaba un tal Meltges Rinckauwer. Antes de volver a Alemania debían enseñar el oficio a alguien del lugar, y yo les parecí bueno para aprenderlo. Era hombre muy hábil con las manos y las máquinas, y él me enseñó mucho de lo que llegué a saber en el manejo de las herramientas.

Rinckauwer y yo nos parecíamos, incluso físicamente, y no tardamos en congeniar. Le acompañaba todos los domingos a misa, de la que él era muy devoto. Porque, aunque los cristianos no pueden tocar campanas ni órganos, sí les dejan sonar trompeta los días de fiesta, y no son molestados durante los oficios. Antes ponen los turcos dos jenízaros a la puerta de la iglesia, cada uno con una gran tranca, y si algún musulmán quiere entrar en el templo les han de pedir licencia. Y ellos se la dan diciendo:

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