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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (48 page)

—Os pondréis a disposición de nuestro superintendente, Artal de Mendoza, para dirigiros a Fez, de donde proceden esos volúmenes. Deberéis conseguir el resto, los desencuadernaréis y examinaréis sus tapas, donde va escrita esta Crónica sarracena, y completarla. Hemos de saber el paradero de ese tesoro tras la conquista de la ciudad de Antigua. Sólo entonces quedaréis libre de las graves acusaciones y sospechas que se han vertido contra vos.

Estas palabras me dejaron sin habla. Yo esperaba algún otro cometido, no caer otra vez en el expediente de correo o agente secreto. Y ahora estaría bajo la tutela de mi peor enemigo, Mano de Plata, aquel carnicero sin escrúpulos que había exterminado a toda mi familia. Se me pasó brevemente por la cabeza denunciarlo allí mismo, desvelando su juego ante el rey. Pero ¿cómo iba a creer a un renegado casado con una judía, que había servido a los turcos? Y no a un turco cualquiera, sino a su más temible adversario, Alí Fartax, el Tiñoso. Por otro lado, era una oportunidad irrepetible para hablar con el último superviviente del reparto de los gajos del pergamino y completar éste.

Debió adivinar Artal mis pensamientos, porque me reprochó:

—¿Acaso dudáis? ¿Hicisteis aquella mensajería desde Estambul a Yuste por los judíos, y os negáis a hacerlo por vuestro rey?

—Será un honor —hube de concluir con una inclinación de cabeza.

Raimundo Randa recapitula tomando de la mano a su hija Ruth:

—No podía ignorar aquellas amenazas, que os alcanzaban también a vosotras, a ti y a Rebeca. Comprendí que desde aquel mismo momento quedabais en rehenes, como garantía de mi silencio y lealtad en todo lo que había visto y oído. Ahora podrás entender por qué hube de dejaros, muy a mi pesar. Cuando me dieron suelta, en El Escorial, tardé en regresar a Antigua. Más aún me costó volver a casa, para daros la noticia. ¿Cómo deciros que iba a correr de nuevo peligros sin cuento? Yo, que le había prometido a tu madre traerla a un lugar en que no estaría continuamente al acecho, durmiendo con los ojos abiertos, como dicen que lo hacen las liebres, para mejor correr a la menor señal de peligro.

Fueron tantas sus lágrimas cuando se lo conté, que hube de dirigirme a Manuel Calderón y pedirle que me hiciera aquel favor supremo, de acoger en su casa a mi mujer e hija, y sus apadrinadas, en tanto yo estaba fuera. Rogué también a Juanelo que estuviera en ello, y aun a Herrera, de cuyo predicamento en la corte cabían pocas dudas, pues había visto con mis propios ojos que era el único capaz de enfrentarse al Espía Mayor. Les rogué encarecidamente que parasen los golpes que pudieran prepararse contra vosotras en mi ausencia. Y con el corazón destrozado partí hacia el sur un amanecer, cuando apenas alboreaba.

Pasé antes por Granada, para visitar a mi tío Víctor de Castro en su monasterio, donde lo encontré bien, y le dejé mal, muy preocupado por mi suerte.

Le mostré, ante todo, los once gajos del pergamino que llevaba conmigo, bien ocultos en mi cinturón. Y sólo supo decirme: —Nunca he visto por acá nada semejante. Ni parece de ese lugar al que te diriges.

—Otro fue encontrado en Fez —insistí.

—Quizá allí sepan decirte. Sin embargo, no lo muestres por entero. Sé muy prudente al hacer preguntas de este género.

Fue entonces, al referirle lo sucedido, cuando me contó todo lo que sabía de Alonso del Castillo, con el que había seguido trabajando en la recogida y examen de los códices arábigos.

—En este tiempo en que tú has faltado de aquí, don Alonso se ha empleado como intérprete en la guerra de las Alpujarras, donde don Juan de Austria redujo a los moriscos con gran derramamiento de sangre.

—He oído hablar de esas matanzas. Después de lo que don Alonso hubo de ver allí —le hice notar—, tiene que ser terrible para ese hombre servir a los enemigos de sus padres y abuelos.

—Quizá evitó así mayores males a los suyos. Y quizá recogiendo los manuscritos moriscos les ayude a mantener su orgullo y sus razones para vivir. ¿No harías tú lo mismo?

Me di cuenta de que, en realidad, era eso lo que yo estaba haciendo por los míos. Y recordé, en efecto, lo que me contaba Alcuzcuz de sus antepasados, sus palacios y mezquitas, y cómo todo ello les permitía sobrellevar su esclavitud y el escozor de sus marcas a fuego en el rostro.

—¿Y Artal de Mendoza? ¿Quién es, en realidad, ese hombre de la mano postiza de plata? —pregunté a mi tío.

—El Espía Mayor del rey, el Superintendente de las Inteligencias Secretas, debajo del cual está el jefe de Espías, y más abajo aún los agentes, corresponsales, los captados o instrumentales, enlaces, correos… Y, por encima, sólo el propio rey. Ese hombre conoce demasiados secretos. Muchas de sus actuaciones, que a otros valdrían la muerte inmediata, no pueden imputársele a él, porque quizá estén detrás los más inconfesables intereses de Estado. O el propio Felipe II. Sólo alguien que tenga con el monarca igual o mayor privanza que Artal se encontrará a salvo de sus asechanzas. O alguien que cuente con el amparo de la Iglesia, como es mi caso. Ya te dije que este claustro es mi mejor baluarte. Vale tanto como la más gruesa de las murallas.

—¿Por qué va siempre embozado y enguantado, incluso en presencia del rey? —le pregunté.

—Porque tu padre, y hermano mío, el gallardo Álvaro de Castro, le dio un tajo con la espada que se le llevó media quijada y la mano derecha, que hubo de sustituir por una de plata. Quienes han visto lo que le queda de cara a Artal aseguran que su aspecto pone pavor.

—¿Cómo fue eso?

—Un duelo. Cosas de jóvenes compañeros de armas, que se enamoran de la misma mujer y disputan por ella. La mujer era tu madre, Clara Toledano. De una de las más rancias familias de Antigua. Y guardianes de la Casa de la Estanca desde tiempos inmemoriales.

—Por eso disputaron, entonces, Artal de Mendoza y mi padre…

—Mi hermano Álvaro peleó por tu madre, no creo que le interesara la Estanca. En cuanto a Artal, juzga tú mismo. Es un bastardo de la familia de los Mendoza, de las más poderosas del reino, y de las más turbulentas. Al arrebatarle la dote de tu madre y destrozarle la cara, tu padre le rompió con ello las ambiciones. Con su aspecto, no podía hacer carrera en la corte, como no fuera a la sombra. Y así es como se convirtió en espía. Supongo que lo empezaría viviendo como una condena. Pero a todo se le termina tomando gusto. Y en especial si va aumentando el poder que te dan. Ahora controla la red de agentes secretos más numerosa que ha habido nunca en el Mediterráneo. La Corona gasta en ella tantos miles de ducados que no te resultará fácil escapar de él. Ni siquiera en tierra de infieles.

—Ya he podido comprobarlo —dije con tristeza—. ¿Por qué no me contasteis todo esto cuando me recogisteis aquí, tras la muerte de mis padres?

—Muchas de estas cosas no las sabía. Las he ido averiguando a raíz de aquello. Otras las conocía a través de los moriscos, cuyos testimonios no podían darse por buenos sin más. Y otras no te las conté porque no quería que cometieses ninguna locura. Te habría costado la vida. Y quizá me la habría costado a mi, que entonces no contaba con las protecciones que he ido logrando. Tampoco me parecía la mejor idea que un muchacho dedicara el resto de su existencia al rencor y la venganza. Mi esperanza era que olvidases. Ahora veo que todo ha sido inútil, que cada huida no ha hecho más que acercarte al peligro y estrechar el cerco. Tendrás que tener mucho cuidado. No des pasos en falso. Tu mujer e hija están a su merced…

Cuando llegó el momento de la despedida, mi tío aún añadió una última recomendación:

—El reino de Marruecos anda en guerras civiles y los caminos se ven asolados por continuas bandas de saqueadores. Habrás de esperar una caravana bien armada que vaya hacia el sur, y unirte a ella. De lo contrario, no sobrevivirás ni una jornada.

Randa cesa en su relato al oír los pasas de sus guardianes, que se aproximan. Y mientras acompaña a su hija hasta la puerta, baja la voz para advertirle:

—Ahora, cuando abran esa hoja de hierro, no digas nada, por mucho que te extrañe mi conducta.

—¡Por Dios, padre! ¿Qué locura se os ha pasado por la cabeza?

—¡Haz lo que te digo!

Cuando suena la cerradura y aparece Artal en el umbral, el prisionero se dirige a él de modo inesperado:

—Esa mano os está destrozando el muñón —le suelta a bocajarro: Por el resquicio del embozo, su carcelero le mira sorprendido.

—¡Qué sabréis vos! —replica, despectivo.

—Más de lo que pensáis —le dice Randa, subiendo las escaleras.

Uno de los soldados saca su espada y la pone en el pecho del prisionero. Éste ni siquiera se inmuta. Sigue subiendo las escaleras, acercándose a Artal.

—Dejadme ver vuestra mano —insiste.

El soldado mira al Espía Mayor, esperando sus instrucciones. Éste duda durante unos instantes. Pero no quiere ser tomado por timorato. Ordena al soldado que retire su arma, se saca el guante de piel y tiende a Raimundo el brazo derecho, con su mano metálica.

—Es por el frío, que la contrae —explica Artal—. Y ahora ni siquiera vive ese maldito Juanelo, que es el único que sabría repararla.

—Yo puedo hacerlo.

—¿Un correveidile como vos? —y el recelo se acusa en cada repliegue de su ronquera.

Por toda respuesta, el prisionero extiende hacia él la mano, esperando que su carcelero le confíe el postizo. Así lo hace éste, tendiendo su brazo. Con pulso seguro, valiéndose de un simple giro, Randa la desencaja del muñón y examina el mecanismo. Mientras Artal se frota lo que queda de la dolorida extremidad, enrojecida por el tenaz pinzamiento, Raimundo comprueba la articulación de los garfios. Los abre y los cierra, y sin que sus carceleros adviertan el modo en que lo hace, regula el escape que los sujeta a la carne. Luego, se la devuelve a su dueño.

—Probad ahora —le pide.

Artal de Mendoza sigue sus instrucciones al ponerse la mano de plata, forcejea con ella y mueve la cabeza con aprobación. El alivio aparece en su rostro. Pero no el agradecimiento. Más bien, mientras cierra la puerta dejando a Randa dentro, asoma en su rostro la desconfianza.

LA PIEDRA ANGULAR

A
través de la ventanilla de la furgoneta, James Minspert señaló a Juan de Maliaño, Raquel Toledano y David Calderón. Ajenos a la vigilancia de que eran objeto, el arquitecto y sus dos acompañantes examinaban la mole del monasterio de El Escorial, perfilándose al sol de la tarde.

El vehículo desde el que los habían seguido Minspert y sus tres sicarios estaba ahora aparcado a unos cincuenta metros, y el cristal de espejo unidireccional les permitía observarlos sin ser vistos desde el exterior.

—¿Está lista esa cámara? —apremió James, volviéndose hacia el agente que estaba tras él.

—Cuando quiera, señor.

El musculoso agente había encendido los monitores y probaba la imagen y el sonido, mascando chicle con parsimonia. En la rumia, su poderosa mandíbula cuadrada subía y bajaba tan metódica como sus preparativos. Minspert se situó junto a él en la parte trasera de la furgoneta, se caló los auriculares que le tendía el intérprete y ajustó el micrófono.

—Enfoca un poco más a la izquierda y habla —ordenó al pelirrojo—… ahora… Recibo imagen y sonido… ¿Me oyes tú a través del audífono?

—Sí, señor.

Examinó el disfraz de turista del agente, sus zapatillas deportivas, el pantalón corto, la gorra de béisbol. Torció el gesto al reparar en su chaleco de fotógrafo.

—Deberías haberte puesto algo más discreto. En fin, podrás llevar la cámara de video a la vista, y eso te dará mayor libertad de movimientos. Y ahora, mira ahí afuera —señaló la explanada del monasterio a través de los cristales semitransparentes de la furgoneta—. Fíjate bien en esos tres.

Se refería a Juan de Maliaño y sus dos acompañantes, que se encaminaban ya hacia la entrada principal del monasterio. Pero antes se detuvieron en el ángulo noreste, frente a la esquina de la torre del colegio, donde el arquitecto pareció explicar algo a David y Raquel, señalando con su bastón hacia el edificio.

En el interior de la furgoneta, James supervisaba ahora las instrucciones que el hombre delgado, de rasgos angulosos y vestido de negro, daba al agente:

—¿Ves al viejo de la barba blanca? —le preguntó aquel individuo, afilando su rostro chupado—. Conoce este lugar como la palma de la mano. Pero tú no. Ese será tu primer problema. Segundo: él cuenta con autorización para moverse dentro del monasterio con total libertad. Tú, no. Deberás utilizar una entrada de pago, como todo el mundo, y ceñirte al recorrido turístico habitual, mucho más restringido. Tercer problema: en los lugares donde ellos estén solos, tú no podrás entrar. Y en los sitios donde te dejen entrar, habrá otros visitantes. De manera que no les abordes hasta que te lo digamos nosotros y estés completamente seguro de que no te ve nadie. Entonces sí, ve a por ellos.

—¿Empleándome a fondo? —preguntó el pelirrojo, dirigiéndose a Minspert.

—Sin contemplaciones —le contestó James—. Tienes que conseguir esos documentos a cualquier precio. ¿Entendido? —el agente asintió, respetuoso—. Habla lo imprescindible, para que no sepan de dónde eres. Ese tipo, Calderón, conoce tu lengua. Cuando te comuniques conmigo, hazlo en inglés. Nunca en tu idioma. Y no utilices nombres propios.

—Muy bien, señor. ¿Algo más?

—Que ellos no te vean demasiado. Procura meterte en algún grupo para pasar desapercibido, pero sin perderlos nunca de vista. Y grabando imagen y sonido aceptables, para que yo pueda darte las indicaciones desde aquí. A mí no deben verme en ningún momento, ni siquiera sospechar que ando por aquí. De manera que tú serás mis ojos y oídos.

El hombre de negro desplegó un plano del conjunto monumental y señaló al agente el suyo, para que hiciera otro tanto.

—Vamos a revisarlo por última vez. Hay dos entradas para el público, donde te vas a encontrar con arcos detectores de metales y con escáneres. Por eso, la cámara lleva integrado el transmisor y el arma.

—Pero recuerda que sólo dispones de dos balas, la que ya está lista para disparar y otra de repuesto —añadió Minspert—. Si las cosas se ponen feas, dispara entre los ojos utilizando la fijación del objetivo por láser. Es segura al cien por cien.

—¿Qué hago cuando entren en una zona reservada, donde no me dejarán seguirles? —preguntó a James.

—Esperarles, hasta que vuelvas a tomar contacto con ellos, sin levantar sospechas en los vigilantes. Ten mucho cuidado con ellos, porque están intercomunicados. Si alguno intenta transmitir tu presencia, debes neutralizarlo de inmediato. No podemos fallar, porque no nos dejarán intentarlo de nuevo. Tampoco pierdas de vista a David Calderón. Es el más peligroso.

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