La llave maestra (51 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Me dijeron mis compañeros de viaje que las hospederías eran abundantes, que excederían de las doscientas, y me recomendaron una cerca de la Gran Mezquita. Vi que estaba bien apañada, sin escatimar el agua ni la escoba, de modo que reinaban en ella la limpieza y el buen avío.

Salí a la calle con mis trebejos de orfebre, y pasé el día en varias plazas, manteniendo los ojos bien abiertos y la boca bien cerrada. Noté al volver a la posada que mis cosas andaban algo revueltas y descolocadas, como si alguien hubiese entrado en mi habitación. Empecé a recelar que mis movimientos estuvieran siendo vigilados, y decidí observar mayores precauciones.

Para averiguar qué fuera aquello, a la mañana siguiente tomé ceniza de un fogón y esparcí una leve capa por el suelo de mi cuarto. Al regreso, observé que había en él, de trecho en trecho, unas huellas a modo de rayas, que no parecían rastro humano. Muy preocupado me quedé.

Repetí la operación los dos días siguientes. Y al volver por las noches, de nuevo volvía a encontrar las mismas huellas, varias rayas en paralelo. ¿Qué era aquello? ¿Quién o qué cosa entraba en la habitación en mi ausencia, a pesar de dejarla yo bien cerrada?

Le pregunté al posadero. Se rió, diciendo:

—¡Ah, es esa truhana! La andaba buscando, y no sabía dónde paraba…

—¿A qué truhana os referís?

Y me explicó que tenía una serpiente amaestrada, muy mansa y comedida, que iba y venía por allí como si fuera un gato o perro doméstico, y entraba sin dificultad bajo las puertas. Me pidió disculpas por no haberme prevenido, y con ello quedé más sosegado.

Pensé entonces que quizá era mi recelo excesivo, que debía bajar la guardia y preguntar más, a más gente, y de modo más directo. Pues no avanzaba nada en mis averiguaciones, con gran desesperación. Pero no me atrevía, por no conocer allí a nadie y haber notado mucha desconfianza en mi trato con los sefardíes, entre quienes pensaba que no sería tan arduo obtener alguna noticia del Juramentado Rubén Cansinos, judío como ellos. Pasaron las semanas. Hasta que un día sucedió algo inesperado.

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A
causa del silencio de los sefardíes, había decidido trabar conversación con los musulmanes, aun a riesgo de que mi presencia y búsqueda trascendiesen más de lo debido. Y a través de ellos me enteré de que los judíos no me decían nada porque me consideraban un kanndz, que es como llaman a los buscadores de tesoros enterrados en aquella España que se habían visto obligados a dejar atrás, sin poder sacar sus riquezas del país. Al parecer, antes de mí ya habían venido otros con esas patrañas, creándose no pocos conflictos. Pues era ésta gran industria, y había bellacos que vivían de ella, prometiendo el reparto de lo hallado si sus antiguos propietarios les revelaban dónde habían escondido sus bienes. Pero ninguno regresaba una vez conseguido el botín.

Me inquietó que me vieran como un buscador de tesoros, por no estar tan lejos de la verdad. Y porque pronto sospecharían de mí al correrse la voz y llegar a oídos de las autoridades. Si es que no andaban ya tras de mi pista y esperaban a conocer mis planes, y presuntos cómplices, para caer sobre nosotros. Porque seguía teniendo la sensación de que me vigilaban.

Cuando ya llevaba más de un mes sin haber logrado encontrar vestigio alguno de Rubén Cansinos, empecé a preguntarme a qué se debía tanto silencio en torno a aquel Juramentado. Al resultar imposible cualquier indagación sobre él, decidí hacerlo sobre sus códices. No lo había intentado antes, reservándolo como medida extrema, por lo peligroso que sería. Pues si yo andaba preguntando por unos volúmenes capturados por una nave de guerra de los españoles, corría el riesgo de ser considerado un agente de éstos. Y si alguien me vigilaba, sería tanto como confirmar de lleno sus sospechas.

Con semejante ánimo, decidí instalarme con mis bártulos de orfebre frente a los puestos que tenían los libreros junto a la Mezquita Mayor. Se apretaban unos treinta en la parte de poniente, no lejos de los notarios y memorialistas. Día tras día, espaciando las consultas para que no desconfiaran sobre los verdaderos motivos de mi presencia, empecé a preguntar aquí, dejar caer una palabra allí, examinar unos tomos acullá, haciendo apreciaciones como de pasada… Pero no logré avanzar en mis pesquisas ni una pulgada. No sólo eso, sino que tuve la certeza de que al menos en dos ocasiones me habían seguido hasta la posada.

Y una tarde, cuando ya había hablado con más de la mitad de los libreros, apareció en aquel albergue un hombre que preguntaba por mí. No me dijo allí mismo quién era, ni lo que quería.

Se limitó a preguntarme si mi habitación sería lugar discreto para hablar.

—Así lo creo —le contesté.

Una vez solos, fue directamente al grano:

—Me llamo Muley Idris, y he venido a aconsejaros que no sigáis adelante con vuestras averiguaciones.

«O sea que me vigilaban, tal y como suponía», pensé para mí, mientras trataba de adivinar para quién trabajaba aquel sujeto, cuyo rostro no me resultaba del todo desconocido. Pero nada de esto dejé traslucir, sino que, dirigiéndome a él, le dije:

—No sé de qué me estáis hablando.

—Lo sabéis muy bien. Me refiero a esos códices que pertenecieron a Rubén Cansinos.

La expresión de sorpresa de mi rostro fue tal que habría bastado a mi interlocutor para despejar cualquier duda sobre los motivos de mi presencia en aquel lugar.

—¿Conocéis a Rubén Cansinos? —le pregunté, atónito.

—No. Pero he tenido en mis manos otros libros suyos. —Y como advirtiera la desconfianza en mi rostro, prosiguió—: Soy librero, me los trajeron para peritarlos. Ésa es la razón por la que he podido deducir estos días lo que buscabais al preguntar a mis compañeros. Si hubieseis continuado haciéndolo, vos mismo os habríais delatado.

—¿Por qué deseáis ayudarme? —dije, sin bajar la guardia.

—No quiero ayudaros, sino que dejéis de andar por ahí haciendo preguntas, poniéndoos en evidencia y, de paso, poniéndome a mí en peligro.

No acababa de convencerme. Pero era la primera persona que me proporcionaba una pista. Verdadera o falsa, tenía que aferrarme a ella.

—Si no conocéis a Cansinos, ¿quién os llevó sus libros? —le pregunté.

—Maluk, un comerciante que hace ya tiempo compró a ese sefardí su negocio y casa. O mejor sería decir que se las expropió.

—¿Dónde puedo encontrar a Maluk?

—Tengo entendido que marchó de viaje a El Cairo. Pero como veo que no os fiáis de mí y deseáis comprobar si os digo la verdad, os indicaré dónde está su almacén, con la condición de que dejéis de andar preguntando por ahí.

Así lo acordamos. Por mi parte, visité el establecimiento de Maluk e interrogué a sus empleados. Confirmaron éstos las palabras del librero Muley Idris, y que su amo no regresaría de El Cairo hasta pasados dos o tres meses. Pero en cuanto me interesé por Rubén Cansinos, me echaron con cajas destempladas.

Comprobé, de nuevo, que no iba a resultar sencillo dar con el Juramentado. Escaldado, busqué al librero y concerté una cita con él. Esta vez lo encontré menos amistoso aún. Se limitó a decir:

—Veo que seguís sin creerme, de manera que os explicaré por qué no deseo que vengáis aquí ni volváis a verme bajo ningún pretexto, ya que si algo os pasara a vos, yo sería la siguiente víctima.

—Pero ¿de quién debo guardarme y a quién teméis?

—¿Y lo preguntáis después de haber dejado vuestro rastro por media ciudad? Es sólo cuestión de tiempo que caigan sobre vos. Yo sólo sé que el comerciante Maluk hizo dos lotes con los libros de la biblioteca de Cansinos, porque le ayudé a tasarlos y a que estuvieran compensados, según sus destinatarios. Uno de ellos tenía el propósito de enviarlo a Argel, como obsequio al gobernador de allí, quien protege los barcos de Maluk. Y el otro lo llevaba éste consigo a El Cairo, para hacer lo propio con el visir de aquel lugar. Esperó a transportarlo personalmente porque, al parecer, el primer lote nunca llegó a su destino. Lo capturaron los españoles junto a otros volúmenes de nuestro rey. Y nadie desea, en consecuencia, verse mezclado en este asunto, pues podrían sospechar que fue de él de quien partió la información. ¿Comprendéis ahora el peligro que corréis y el compromiso en que me ponéis?

—Está bien —admití—, dejaré de preguntar por los códices. En ese caso, ¿quién podría ayudarme a encontrar a Rubén Cansinos? ¿Vive al menos?

Dudó mucho antes de contestar. Al cabo de un buen rato, quizá para librarse de un inoportuno como yo, me aconsejó:

—Id a ver a Abdullah, el mercader de cautivos. Y ante mi expresión de extrañeza, añadió:

—No trato de engañaros. Maluk me vendió a mí muchos de los libros que expropió a Cansinos, y a Abdullah sus esclavos. Quizá alguno de éstos aún obre en su poder, y sepa la suerte corrida por él antiguo amo. Son los únicos que se atreverán a hablar.

Me indicó el lugar y día en que mercaba y, antes de despedirse, me advirtió:

—No obréis como con los libreros, a quienes hicisteis perder mucho tiempo con vuestras preguntas, sin adquirir de ellos ni un mal papel que les compensara, lo cual os puso en evidencia, pues quedaba claro que era otro asunto el que os movía. Abdullah es mucho menos amable, y ni siquiera os atenderá si no le compráis algo. Aprovechad para haceros con un criado, alguien que conozca bien la ciudad y callejee por vos. Una persona de vuestra calidad está muy expuesta si va haciendo preguntas de tienda en tienda, sin interesarse por las mercancías de un modo convincente.

Medité mucho estas palabras mientras me dirigía al lugar donde se vendían los esclavos. Cuando llegué allí, consideraba ya seriamente la posibilidad de hacerme con un criado. Pero me bastó un vistazo para comprobar que lo que vendía Abdullah en ese momento eran mujeres. Cuando hubo acabado sus tratos, y ya se despejaba el lugar, me acerqué a él. Estaba echando sus cuentas y retenía tras de sí a una mujer blanca y a una joven mulata.

—Las dos son hermosas, ¿por qué no las ha querido nadie? —le pregunté, por entrar en conversación.

Me miró de arriba abajo, y respondió, malhumorado:

—Ésta es armenia, y las de esa nación tienen fama de poco dóciles. Y esta otra, que es de madre etíope —y señaló a la mulata— resulta igual de ingobernable, por no decir brava, y demasiado joven para la cría de pecho. No ha tenido dueño aún, y lo desconoce todo sobre la sumisión que se debe observar en tales casos.

—Es la más bella de las dos. Y aun de todas las que sacasteis a subasta.

Nada dijo la armenia, quien se mantenía indiferente, y ni siquiera parecía entender lo que de ella se hablaba. Pero noté que la muchacha mulata sonreía con picardía. El vendedor contaba las monedas y no lo advirtió. Se limitó a reconocer:

—Es bonita, para qué negarlo —gruñó, encogiéndose de hombros—. También es verdad que las de su raza tienen la naturaleza más dura que Alá haya creado, y son las más sufridas para las fatigas. Pero su olor es muy fuerte, y no gusta.

—¿Quién puede pensar en el olor de una criatura tan hermosa? —me sorprendí.

—Les hieden las axilas, os digo —refunfuñó—. Y eso impide que se las tome.

A espaldas del mercader, la mulata levantó los brazos e hizo gesto y burla de oler sus sobacos, negando con el dedo. Me quedé perplejo de su desenvoltura.

Volví a la carga con Abdullah:

—Me han dicho que hace poco el comerciante Maluk os ofreció un lote de esclavos de los que pertenecían a Rubén Cansinos.

—No conozco a ningún Cansinos —me respondió. Y noté por su destemplanza que no deseaba para nada hablar de aquel asunto.

—Es un hombre de mucha edad, judío de los expulsados de España —insistí, a pesar de todo.

Negó de nuevo con la cabeza. Me dio la espalda con descortesía, y ya recogía sus cosas, disponiéndose a marcharse, cuando la joven mulata tomó la palabra:

—Yo le conozco.

—¿A Rubén Cansinos? —dije, asombrado. La muchacha asintió con vehemencia.

—A ti nadie te ha preguntado —la reconvino Abdullah.

—¿Dónde puedo encontrarle? y me dirigí a ella, para desmentir al mercader.

—No podréis —repuso la joven.

Notó Abdullah mi interés, y no la castigó por su osadía, pues de considerarme un entrometido pasó a verme como la ocasión de colocar una mercancía difícil. Le miré, a mi vez, buscando alguna confirmación a las palabras de la mulata.

—Yo nada sé, pero quizá ella diga verdad —aceptó el mercader—. Pues ha nacido y crecido aquí. Es hija de Samsara, una de las cortesanas más hermosas que hubo nunca en esta ciudad. Me la quitarían de las manos si su madre hubiera tenido tiempo de instruirla en sus artes. Pero murió, y desde entonces esta muchacha ha andado por estas calles en compañía de aguadores y mozos de cuerda de la mañana a la noche. Es ingobernable, una gata salvaje. Aunque, eso sí, conoce la ciudad como pocos.

Al ver que yo dudaba, me preguntó:

—¿Tenéis alguien a vuestro servicio?

Negué con la cabeza.

—Os puedo hacer un buen precio. Por las dos, si así lo gustáis.

—Debo estar seguro de que esa joven mulata sabe dónde puedo encontrar a Rubén Cansinos.

—Sin mí, no lograréis dar con él —insistió ella con descaro. Como Abdullah estaba deseando rematar su mercancía, me hizo un barato. Pero sólo la compré a ella, con la intención de concederle la libertad tan pronto consiguiera mi objetivo y dejase la ciudad. Lo hice entonces resignado. Estaba lejos de sospechar la destreza de aquella muchacha, que se llamaba Tigmú.

—¿Su destreza para qué? —le interrumpe Ruth.

Calla Randa. No desea contar a su hija asuntos que entendería mal. Por ejemplo, que llevara a Tigmú con él a la posada, aunque cambiase la habitación que tenía por una más amplia, a fin de acomodarla en un lugar aparte, separado de su cama por una pudorosa cortina. No quiere entrar en aquellos enojosos detalles. De manera que nada le dice a Ruth. Pero él bien recuerda lo que sucedió.

Una vez que estuvieron solos, preguntó a la muchacha:

—¿Cómo es que tú, una etíope, conoce a Rubén Cansinos? Y Tigmú le contestó:

—Habéis de saber, ante todo, que no soy etíope, sino de los judíos descendientes de la coyunda de Salomón con la reina de Saba. Y que no me hieden las axilas.

Otra vez las dichosas axilas. Parecía aquello cuestión de honor. Y se lo quiso demostrar de inmediato: bajando primero al patio donde estaba la fuente; buscando después agua con la que lavarse; y por fin, volviendo a subir envuelta en una toalla, para levantar los brazos con coquetería.

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