La llave maestra (68 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

—¿Nos desviaremos de nuestro camino?

—Apenas.

Asentí, y continuamos remontando el río, hasta llegar a la vista de lo que parecían unas ruinas. Allí nos aproximamos a la orilla y escondimos la embarcación entre los juncos gigantes. Echamos pie a tierra, y nos internamos en la desolada llanura. El aspecto era inquietante, sembrado el suelo de sal y azufre. Se veían rocas, algo sobremanera extraño en las marismas. También hornos de ladrillo, fragmentos de cerámica, algunos idolillos semienterrados, figuras de mujer con el pecho desnudo, piezas de plomo… Restos, sin duda, de una antiquísima civilización.

La luz, intensa y dorada, vibraba entre el polvo con un raro espesor. Y las sombras subrayaban una vasta cicatriz cárdena. La llanura mostraba una herida que debía de haber sido mucho más profunda, pero había terminado por ceder a las tormentas de arena, a los desbordamientos del río y al propio limo negruzco que rezumaba aquella inmensa sutura. En su centro se alzaba una extensión de tierra reseca, rodeada por un foso. Era poco más que un leve montículo. Sin embargo, la regularidad de las formas —un cuadrado perfecto—, los intencionados desmontes que lo rodeaban y los adobes esparcidos por doquier permitían adivinar la mano del hombre. Noté que todavía se conservaban los cimientos y que, aun mellados como estaban, se podía reconocer en ellos una forma en todo semejante al laberinto.

—¿Qué es esto? —pregunté a Yunán—.
ETEMENANKI
.

—¿Las ruinas de la Torre de Babel?

—Así las llaman algunos. Pero su verdadero nombre es
ETEMENANKI
, la Piedra Angular de la Fundación o Llave Maestra.

—¿No es éste el modelo del laberinto?

—Esa es su forma original, la que conoció Abraham antes de abandonar estas tierras de Ur y Babilonia para marchar a Jerusalén y La Meca llevándola consigo. El que vos tenéis, el que hay en la Kaaba y el que habéis visto en la Cúpula de la Roca son copias de éste.

—Y cualquier otro.

—También cualquier otro que se encuentre —confirmó.

—Esta torre debió de ser enorme.

—Dicen que su cima se perdía entre las nubes, que en lo alto había una habitación cúbica, y dentro sólo un trono vacío… —añadió Yunán—. Porque en un principio los hombres podían oír dentro de sí la voz de Dios, y la entendían, pues era aquella Lengua Primordial. Pero cuando ésta se fue de su lado, con la confusión de los diversos idiomas, sólo podían escucharla en sueños, al cesar en sus parloteos diurnos. Por eso pusieron ese trono en lo alto, para que el siguiera bajando y hablándoles cada noche. Y por eso registraron esos dictados suyos, y cuando esta torre fue destruida los guardaron lejos del valle, en la Casa del Sueño.

Me acerqué hasta el foso. Era demasiado hondo y ancho para salvarlo. De haberlo intentado, habría sido engullido por una sustancia espesa y bituminosa. Una brea de olor acre y penetrante, que la rodeaba por completo.

—Se está haciendo tarde… —me dijo mi acompañante. Regresamos hasta el lugar donde habíamos dejado los caballos y pasamos allí la noche. Pero no podía dormir. Los pensamientos y emociones se agolpaban en mi cabeza. Salí de la casa y me senté junto al río. Las estrellas se reflejaban en el agua oscura, parpadeando como mecidas por el croar de las ranas. De vez en cuando, éste se veía interrumpido por un gemido lastimero, indicando que alguna serpiente había atrapado a una de ellas. Luego, aquel inmenso latido de los pantanos se reanudaba, como el agua se cierra sobre un ahogado. Al volverme, vi a Yunán, que había permanecido tras de mí, en silencio.

—Mañana partiremos hacia la Casa del Sueño —anunció—. Descansad ahora. Lo vais a necesitar.

Así lo hicimos. Cabalgamos río arriba durante varias jornadas. Al cabo de ellas, el calígrafo me anunció que al día siguiente dejaríamos el Éufrates para internarnos hacia el oeste. Pasamos la noche en una de las muchas cuevas que se abrían en las paredes rocosas, y que en su día debieron de albergar eremitas.

Cuando apenas despuntaban los primeros rayos del sol, Yunán me despertó y proseguimos nuestro camino. Entramos en un cauce seco, que se fue estrechando cada vez más. Pensé al principio que aquel congosto no tenía salida, pero me equivoqué. Al fondo del valle, apenas visible tras grandes piedras cubiertas de plantas espinosas, se escondía una hendidura muy estrecha, por la que entramos a duras penas, llevando nuestros caballos de la mano. No tardamos en percibir humedad y, poco después, el ruido del agua que caía desde lo alto. Me pareció ver en las paredes de piedra pinturas de color rojo, negro y blanco, sobre un fondo ocre.

Dejamos allí las caballerías, en un prado que se abría bajo una pequeña cascada, y ascendimos por la pared de la hendidura, pisando sobre peldaños tan regularmente labrados que bien habrían podido tomarse por una escalera tallada en la roca. Cuando llegamos a la cima, me conmovió la soledad de aquel oleaje de piedra, herido por la luz violácea. No crecía ni una brizna de hierba, como si el tiempo se hubiera detenido, sin sucesión alguna de estaciones.

Al doblar un recodo, apareció ante nosotros un enorme farallón, aislado de la cordillera que lo rodeaba. Tenía un aspecto imponente, enigmático, reverberando con una luz cegadora que lo impulsaba hacia lo alto. A primera vista, todo en él parecía obra de la Naturaleza. Sin embargo, el camino que nos condujo hasta allí revelaba la mano del hombre. Y así llegamos hasta una galería que se internaba en la montaña, dando paso a un corredor donde se alineaban las viviendas excavadas a uno y otro lado. Me extrañó que sus habitantes apenas repararan en nosotros. Llegamos hasta el extremo y allí Yunán me señaló una entrada mucho mayor que las que habíamos visto hasta entonces.

—Es la Casa del Sueño —dijo.

Al entrar en ella, sus paredes producían admiración. Cientos de nichos llenos de objetos que no logré identificar. Nos recibió un anciano de grandes barbas blancas, seco y avellanado. Era el guardián de aquella casa, a quien Yunán explicó el motivo de mi presencia allí. Asintió el anciano, y a mi pregunta por el contenido de aquellos nichos o columbario contestó:

—Sueños. Son sueños.

Sonrió al advertir la sorpresa en mi rostro, añadiendo:

—Relatos de sueños. Restos de lenguajes muy antiguos, rescatados de esa región inmersa de la memoria humana que son los sueños. Contenidos en tabletas de arcilla, de madera, papiros, pergaminos, papel… Algunos soñados hace miles de años.

—Hacen falta muchas tabletas de arcilla para contener tantos.

—No lo creáis. Se repiten. Sólo se sueñan unos pocos sueños. Bastará que me digáis los vuestros para que yo pueda guiaros.

—¿Es ésa vuestra función? —le pregunté.

—Puedo ayudaros a explorar los vuestros —me contestó—. Habréis de desechar los que no conducen a ninguna parte, para llegar a donde pretendéis.

—¿Cómo puede ser eso?

—¿Nunca habéis soñado que estabais dentro de vuestros sueños, y os veíais a vos mismo, dirigiéndolos? —me preguntó.

—Algunas veces. Pero ese estado es fugaz, y pronto se desvanece. —Porque no sabéis cómo prolongarlo y gobernarlo. Cuando aprendáis, podréis elegir los caminos que aparezcan ante vos, seguir por uno o por otro, o despertar, o volver al mismo lugar que estabais soñando, si así lo deseáis. ¿Hay algún sueño en particular que queráis explorar?

—Sí. Antes veía a mi esposa y era como estar con ella. Pero hace ya mucho tiempo que no la encuentro, ni siquiera en los más escondidos rincones de mis pesadillas.

Asintió el anciano, paciente, y preguntó:

—¿Algo más?

Le mostré el pergamino, con los gajos en buen orden.

—Esto es el mapa de un sueño muy antiguo —dijo con toda naturalidad—. Tan antiguo como el mundo. Dicen que el sueño de quien lo originó. Y que, por eso, yace debajo de todo lo creado.

De modo que andará en algún lugar dentro de vos. Quizá esté muy abajo en vuestro interior y nos cueste dar con él. ¿Conocéis los peligros que encierra su búsqueda?

—Los conozco.

—Y, a pesar de ello, ¿estáis seguro de que deseáis hacerlo?

—Lo estoy.

—En ese caso, empezaremos esta noche.

E hizo una señal a Yunán para que nos retiráramos.

Volvimos a la caída del sol. Me acomodó en una yacija, se sentó a mi lado y me dio a beber de un cuenco que contenía una sustancia cálida y dulce, fuertemente especiada.

A pesar de su aspecto enjuto y severo, era aquel anciano muy paciente y socarrón. Su sentido del humor contrastaba con la tiesa doctrina de cañaveral que había intentado inculcarme el calígrafo Gabbeh. Y le agradecí que fuera muy a tiro derecho. Conocía todos los sueños, en sus líneas generales, pues sabía distinguir las variantes y ramificaciones sin importancia, y reconducirlos hasta su tronco principal. Seguramente era esta familiaridad con la vida secreta de las gentes, y sus fantasías más recónditas, lo que le había llevado a aquella tolerante y amigable actitud.

Él me enseñó que no importaba interrumpir los sueños si se sabía mantener la continuidad de sus imágenes, retomándolas allí donde se las había dejado. Si yo soñaba que iba por un bosque y ante mí se abrían dos caminos, me preguntaba al despertar:

—¿Qué os ofrecía cada uno de esos senderos?

—En uno de ellos sólo he visto árboles, mientras que en el otro había unas ruinas —le contestaba.

—En ese caso, cuando volváis a vuestro sueño, tomad el camino de las ruinas, porque quizá por ellas podáis reconocer el lugar, mientras que los árboles por sí solos poco os dirán.

También me instruyó sobre el modo de desatascar los reiterados enredos en pasajes que a nada conducían. Y más importante aún, a distinguirlos de aquellos de sustancia en los que, por el contrario, era necesario perseverar. Por ejemplo, llevaba varios días cayendo por un pozo, cada vez más insondable y oscuro, donde nada veía. Por lo que yo deseaba pasar adelante, abandonando aquel lugar.

—Insistid —me aconsejó.

Así lo hice. Hasta que empecé a vislumbrar al fondo, lejano y remoto, un laberinto. Al cabo de no pocos intentos, reparé en que recordaba al del pergamino.

—Os estáis acercando a vuestro objetivo —me advirtió—. Pero es peligroso hacerlo antes de tiempo. Tratad de ascender. Para iros acostumbrando.

Al subir, no tardé en cruzarme con otro hombre, que caía. Sus ropas y aspecto eran muy extraños. Cuando se lo conté al anciano, me preguntó:

—¿Quién es?

—No lo sé.

—Pues preguntádselo —me aconsejó—. Conversad con él y averiguad su nombre y país.

Me costó varias noches ponerme a la altura de aquel desconocido y poder hablar con él. Al fin lo logré, y me sorprendió que entendiera mi idioma. Así se lo hice saber al guardián de los sueños:

—Se llama David, y dice ser de la ciudad de Antigua —dije—. Es donde yo nací. En España —le expliqué.

—Volved a vuestro sueño y preguntadle qué hay arriba, a la entrada del pozo. Así sabréis cómo encontrar ese lugar cuando regreséis a Antigua.

—¿Es eso posible? Volver al sueño en el punto exacto en que lo dejé, quiero decir. ¿Estará aún ese hombre?

—Probadlo y veréis.

Reingresé en el sueño. Busqué a aquel hombre llamado David, y se lo pregunté.

—Arriba de este pozo está la Plaza Mayor de Antigua, la fuente que se halla en el centro de sus edificios —me contestó.

Desperté y se lo conté al anciano.

—¿Y bien? —dijo él—. Ya tenéis una pista sobre lo que buscabais: la entrada a ese lugar donde está el laberinto.

—Es que en Antigua no hay ninguna Plaza Mayor —objeté. El anciano pareció meditar largo rato. Al fin dijo, sin ocultar su preocupación:

—Estáis entrando en una dimensión peligrosa. Tenéis que extremar las precauciones al acercaros a ese laberinto que hay en el fondo del pozo. Podríais extraviaros en un sueño ajeno, y no acertar a salir de él, sino desembocar en otro sueño, y luego en otro, y en otro… Y si no es un sueño ya soñado, tampoco yo podría ayudaros, por quedar fuera de mi jurisdicción.

No tardé en experimentar aquellos angustiosos extravíos. Y cada vez me costaba más volver a mi ser y conciencia. Vi muy intranquilo al guardián del sueño. Pero el laberinto parecía tan al alcance que no quise abandonar. Hasta que un día lo logré rozar con mi mano. Experimenté entonces una conmoción que me desorientó por completo. Se empezaron a abrir puertas ante mí, una detrás de otra, succionándome, hasta verme arrojado en un lugar que parecía suspendido en el vacío. No contaba con nada donde apoyarme, y reinaba la oscuridad más absoluta. Trataba de salir, pero ¿por dónde?

Me contó luego el guardián que estuvo sacudiéndome largo rato con ayuda de Yunán, para hacerme abandonar aquel estado, en el que llegó a creerme muerto. Yo sólo recuerdo que al cabo de algún tiempo empecé a oír una voz que me llamaba por mi nombre. Y que tras escucharla una y otra vez conocí que era la de Rebeca. Hasta que la vi ante mí. Su imagen era muy débil, aunque bastaba para iluminar aquellas tinieblas pavorosas, y parecía indicarme un camino. Traté de seguirla. No resultaba fácil. Aquella efigie suya era fugaz, iba y venía, la perdía de vista. Sin embargo, logró llevarme de vuelta al pozo, y pude encontrar la salida.

Ahora que por fin la tenía ante mí, no quería dejar allí dentro a Rebeca, sino que me acompañara. Había esperado largo tiempo para poder verla, y no estaba dispuesto a separarme de su lado. Estuve esperando largo rato, tendiéndole la mano. Pero no podía seguirme, se desintegraba, desvaneciéndose, cuando trataba de abandonar aquel lugar, al que parecía sujeta. No sólo eso. Las paredes se desmoronaban a mi alrededor, y si no escapaba de allí me quedaría encerrado para siempre en aquellas tinieblas. Me acometió una angustia infinita cuando vi que su imagen aún parpadeaba levemente, antes de extinguirse para siempre, junto con su voz, que susurraba una despedida.

Y Randa cesa en su relato al advertir el llanto silencioso de su hija.

—Ella también dijo haberos visto así en su larga agonía —le informa Ruth, entre sollozos—. Y extendía su mano hacia vos, llamándoos. Lo achacamos a sus fiebres y delirios.

—Para mí todo aquello era como si lo estuviese viviendo. Rompí a gritar, y de ese modo desperté, sintiéndome igual de baldado que si hubiera regresado de entre los muertos.

Cuando me hube recuperado pregunté al guardián del sueño qué me había sucedido y le hice saber mi decisión de dejar aquel lugar cuanto antes. Éste movió la cabeza con consternación, y dijo:

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