La llave maestra (65 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

—Si fuera criptógrafo lo entendería. Descifrar algo exige una tremenda concentración, que produce serios trastornos. Lo que estás estudiando te impregna totalmente, sueñas con ello, se te hunde hasta lo más profundo. Y aunque suene ridículo, creo que, de un modo inexplicable, algo se nos ha metido dentro del cerebro. Supongamos que ese laberinto es una clave, una llave que abre un pasadizo desconocido. Que está escrito en un lenguaje o en imágenes que activan unos Túneles de la Mente que habitualmente están cegados o infrautilizados. Y que producen un efecto poco habitual.

—Eso es ciencia ficción. Comprenderá que no puedo dar por buena semejante hipótesis.

—Porque no sabe a qué me refiero. Disculpe que le hable así, doctor, pero es que ese laberinto no es algo común. Esconde algún lenguaje extraño. No sé de qué tipo. Puede tener cientos o miles de años. No lo sabemos. No lo sabe nadie.

—¿Algo así como un virus en un ordenador?

—Usted mismo dijo que el cerebro está lleno de partes abandonadas, de viejos andamiajes. Pasadizos de mantenimiento, o de seguridad, donde están las instrucciones y los códigos, los programas secretos e inaccesibles a la conciencia. ¿Quién le dice que además del ADN no haya otros códigos intermedios para la construcción de un ser humano? ¿Cómo se explica, si no, que sea la única especie que ha evolucionado hasta tener conciencia, religiones y mitos, y un lenguaje articulado?

—Bueno. Hay quien considera que las palabras no sólo son una conquista adquirida por el cerebro, sino invasores o parásitos que crean sus circuitos y atienden a sus propios intereses. Hay quien ha hablado de memes, que son algo así como los genes de la memoria, que tienen su propio caldo de cultivo en la cultura humana, donde evolucionan en paralelo a la biología.

—O sea que, en cierto modo, el lenguaje es como un Túnel de la Mente. Muy especializado, claro.

—Pues, hombre, si quiere decirlo así…

—Y si hubiera una lengua universal habría un túnel universal, una llave maestra para el cerebro —concluyó David.

—A su manera, me está contando usted la historia de la Torre de Babel.

—Quizá ese laberinto guarda los secretos del lenguaje anterior a Babel. Quizá no sea algo físico y externo, hecho de ladrillos, sino que esté dentro, en algún lugar del cerebro, agazapado, esperando que alguien le abra la puerta.

Bielefeld aprovechó el silencio que siguió a estas palabras para recordar a los presentes:

—Mientras ustedes arreglan y averiguan el mundo, a mí me reclama la dura realidad. Tengo que irme a una excursión guiada por el inspector Gutiérrez, a ver cómo va lo del agujero de la Plaza Mayor, y si podemos entrar ahí o no.

—Y usted no está en un congreso de neurología, presentando una ponencia —añadió el doctor Vergara dirigiéndose al criptógrafo—. Tiene que descansar para que le podamos hacer mañana ese escáner en condiciones.

—Antes de marcharnos —prosiguió el comisario—, una cuestión de orden práctico: ¿cómo pudieron saber Pedro Calderón y Sara Toledano lo que ustedes acaban de averiguar?

—Buena pregunta —dijo David—. Quizá la respuesta esté en los CDs que nos iba a enviar Sara. Con todo este follón no había podido contarles que los recuperé y los he guardado en la caja de seguridad del hotel… Por cierto, ¿a qué día de la semana estamos?

—Miércoles —contestó Raquel.

—Mañana había quedado con la arqueóloga que trabajó con tu madre, Elvira Tabuenca.

—Iré yo. ¿Dónde es la cita?

—En la Facultad de Filosofía y Letras, a las once y media. Llámala antes, para confirmar.

Mientras se encaminaba hacia la puerta, Bielefeld se volvió hacia Raquel para preguntarle:

—¿Te dejo en el hotel?

—No, yo me quedo, dormiré en esa otra cama. —Y, ante la mirada de asombro del criptógrafo, añadió dirigiéndose a él—: Hay que amortizar eso que tienes ahí sobre los hombros. Eso no es una cabeza, es una mina. No sabemos lo que va a pasar esta noche en su interior. Y tú también te quedaste velándome a mí, ¿no?

—Está bien —aceptó el comisario, observando el sosiego en que quedaba aquel frente de batalla—. Pero ten cuidado. Hemos detectado mucho movimiento entre los sicarios de Minspert. Están tramando algo gordo. Mañana no quiero que vayas sola a la facultad. Pasaré a recogerte con el coche y te acompañaré a ver a esa arqueóloga.

A propósito de esa arqueóloga, ¿qué pasa con ella? —preguntó James Minspert—.

—Se está trabajando el tema, señor, pero hasta el momento no hemos descubierto nada entre sus papeles… Una pregunta a ese respecto: ¿qué hacemos con Raquel Toledano?

—Ya la he avisado que no se interponga, pero últimamente no contesta a mis llamadas. Espero que sepa lo que le conviene.

—¿Y si no lo sabe?

—Pues, en ese caso, si no eres parte de la solución es que formas parte del problema. La necesitamos para ver si esa arqueóloga le cuenta algo. Y después, no olvidéis que es una ciudadana americana, y periodista, y de una familia influyente. Con ella hay que afinar, debe parecer un accidente. Pero antes hay que acabar con Calderón. Es él quien supone una verdadera amenaza.

ETEMENANKI

E
se día, el penúltimo del plazo fijado, Artal de Mendoza y Raimundo Randa ni siquiera se miran. Es el cansancio, que hace mella en ambos.

El carcelero baja la vista por no dar a entender aquella debilidad que le destroza un cuerpo ya muy castigado por la edad y las fatigas, a sabiendas de la terrible vejez que le espera. Temido y rechazado por todos, querido de nadie, sumido en el frío y la soledad. Despreciado por un rey al que su simple presencia recuerda lo peor de sí mismo, la parte más inconfesable de su gobierno y la podredumbre que acompaña las razones de Estado.

El prisionero, porque empieza a temer que sus planes se tuerzan. Y le abruma aquel destino no querido, de múltiples disfraces y tretas, que le ha llevado a perseguir con renglones tan torcidos una vida en paz y a derechas que nunca acaba de llegar.

Por eso, cuando su hija Ruth se queda a solas con él, intenta animarle diciéndole:

—Padre, habrá una sorpresa en el tapiz.

—Mira, hija, que no estamos para esas alegrías. Acabemos de una vez. Esto dura ya demasiado, y todo ha de ir muy en su punto.

—Juan de Herrera me ha dado unos planos suyos de este edificio del Alcázar en que nos encontramos, cuando rehizo una escalera y los sótanos que la sustentaban, por los desplomes que había.

—¿Dices que hay desplomes? Otro peligro más que complicará nuestros planes.

—Rafael ya está preparándolo todo. Tiene los caballos. Hoy los llevará a herrar como acordamos.

—Espero que el herrero sea de la total confianza de tu marido. —Rafael lo conoce bien. Guardará el secreto. Y un amigo nuestro ha revisado las postas y apalabrado las monturas de refresco.

—¿Terminarás el tapiz a tiempo?

—Estará terminado. Tranquilizaos… Seguid ahora con vuestro relato. Quiero saber de una vez a qué nos enfrentamos y también adónde os llevó aquella caravana que acababais de tomar en La Meca.

—Está bien… —se resigna Randa—. Como te dije, hacíamos de noche nuestro camino hacia Bagdad. Fue aquella una forma muy liviana de viajar por el desierto. Hube de acordarme hartas veces de sus ventajas cuando, antes de llegar al río Éufrates, abandoné la caravana para dirigirme hacia aquel pabellón de caza de Qasarra donde, según rezaba la Crónica sarracena, el califa Al Walid I había hecho trazar el laberinto en un mosaico, bajo su trono. Me acompañaban los cinco hombres apalabrados en La Meca por Sidi Bey.

Al cabo de algunas jornadas, en las que fuimos siguiendo un wadi, que es como llaman a los cauces secos de los ríos, me anunciaron que abandonaríamos esta senda más cómoda y segura, para internarnos en los arenales del desierto. En ellos —me dijeron—, escaseaba todo, excepto el sol.

Sobrellevamos bastante bien aquellas ásperas llanuras hasta que en las proximidades de una cisterna tuvimos que dar un rodeo, para esquivar a los salteadores que allí acechaban a los viajeros. No pudimos reponer el agua. Mis guías esperaban compensarlo con un pozo al que debíamos llegar al día siguiente, ya cerca de Qasarra. Su nombre, Faswat at Ajuz, que en árabe quiere decir «el coño de la bruja», no presagiaba nada bueno.

Avanzábamos por entre las dunas, cuando el suelo comenzó a vibrar con un estrépito ronco, que parecía surgir del entrechoque de millones de partículas. Creció luego, hasta convertirse en un rugido que asustaba a las caballerías. Y remató en una furiosa tormenta de arena que nos impedía el avance, nos laceraba los ojos, no nos dejaba respirar y amenazaba con sepultarnos vivos.

Logramos sobrevivir. Pero cuando salimos del refugio aparejado con nuestros animales y tiendas habíamos perdido todo rastro del pozo y de la ruta seguida. Tratamos de adivinar dónde quedaba Qasarra. Cabalgamos sobre pedregales torvos y resecos, de los que se desprendía un calor polvoriento que nos quemaba las gargantas al respirar. No se veía ni un árbol, ni una roca lo suficientemente alta como para ofrecer un poco de sombra. Un sol implacable caía sobre nuestras cabezas. El pedregal dio paso a una arena blanca, de la que brotaba un calor infernal. Apenas soplaba el viento, y cuando lo hacía era en corrientes súbitas y abrasadoras.

Avanzábamos lentamente. Ni nosotros ni nuestras caballerías habíamos bebido desde hacía tres jornadas. No nos quedaba una sola gota de agua, y pronto comenzamos a apreciar sus devastadores efectos.

Las primeras en caer fueron las mulas de carga. Tuvimos que acudir en su ayuda, aliviándolas de todo lo que no fuera imprescindible. Lo que resultó extenuante y acabó por agotar las pocas fuerzas que nos quedaban.

Poco después del mediodía, uno de mis acompañantes cayó de su cabalgadura y rodó por una duna abajo, hasta quedar inmóvil, yerto como un cadáver. Nos detuvimos a socorrerle. Exprimimos sobre su boca nuestros odres, hasta que salieron algunas gotas de agua. Pero de poco valió auxilio tan parco. Yo mismo experimentaba una flojedad en mis miembros y una debilidad extrema, que hicieron muy penoso acomodar a nuestro compañero en su cabalgadura.

De habernos caído cualquiera de nosotros, habría resultado imposible volver a montar. Seguimos nuestra marcha a sálvese quien pueda. Incluso mi caballo, Dekra, el más fuerte y dotado de todos, empezó a temblar debajo de mí. Un silencio de muerte se adueñó del grupo. Finalmente, mi mirada se nubló y caí desfallecido por la fatiga y la sed.

Noté la piel completamente reseca, los ojos ensangrentados y heridos por la arena, la garganta como el cuero. La lengua y la boca, tumefactas y salitrosas, estaban cubiertas de una capa de sarro del grosor de una moneda. Llegué a tocar aquel sedimento con la mano y pasar la lengua por él, y era insípido y blando, como la cera de los panales. El cuerpo había caído en un profundo letargo que me impedía cualquier movimiento. Una pesadez, parálisis o congoja parecían ponerme un nudo que impedía a mi pecho respirar. Yo mismo me quedé sorprendido de que se escaparan de mis ojos algunas lágrimas gruesas, pues me parecía imposible que aún quedara en ellos alguna gota de humedad. Y lo achaqué al coraje de verme morir allí, tan sin sentido, en medio de aquel vacío, separado de mi mujer e hija.

Luchaba por no perder el conocimiento, cuando noté unos golpes secos. Lo tomé en principio por algún delirio mío, porque tenía los oídos obstruidos y el corazón me golpeaba en el pecho con violencia. Hice un esfuerzo e intenté concentrar la atención. Me parecieron reales, y cercanos. Sacando fuerzas de flaqueza alcé la cabeza. Con una mano despejé los lagrimones que me impedían la claridad de la visión. Y entonces vi la razón de aquel ruido.

Era mi caballo Dekra. Estaba de pie, y coceaba en la arena con su mano derecha. En medio de tan confuso estado, me extrañó su actitud. Pero vi que insistía en ella. Siguió coceando, y de un modo tan persistente que ya no me cupo ninguna duda de que estaba escarbando en la arena. Me pregunté para qué. El animal debió de advertir que yo estaba consciente, y relinchó para llamar mi atención.

Arrastrándome sobre mis codos, fui ganando terreno pulgada a pulgada, acercándome hasta el lugar donde excavaba el caballo. Vi que sobresalían de la arena unas manchas rojizas. Me costó darme cuenta de que se trataba de adelfas enterradas en la arena. Un arbusto de adelfas rosas, que revelan la presencia de agua subterránea. A medida que retiraba la arena reseca y polvorienta, ésta iba cediendo su paso a algunas capas más consistentes, con rastros de humedad. Aquel hermoso animal había olfateado un pozo.

Llamé a mis compañeros. Las mulas, que ya dábamos por perdidas, fueron viniendo, y de ese modo dispusimos de provisiones y herramientas con las que excavar. No tardamos en llegar al agua. Anocheció.

Al día siguiente, tras muchas horas de sueño reparador, examiné el lugar y pude darme cuenta de cuán providencial había sido aquel hallazgo. Dekra no había encontrado un pozo cualquiera, sino el de Qasarra. Me habían informado de que en sus buenos tiempos aquel pabellón de caza contaba con baños y agua en abundancia, antes de que terminara, al cabo de los siglos, azotado y sepultado por las tormentas de arena.

Nos llevó muchos días despejarlo. Poco a poco, el edificio construido por Al Walid I fue emergiendo, como el esqueleto de un animal derrengado. El edificio principal estaba casi intacto y nuestros esfuerzos se centraron en llegar hasta la sala del trono, señalada por una cúpula. A medida que íbamos sacando la arena, descubrimos en las paredes pinturas en un razonable estado de conservación. Me quedé pasmado al observar entre ellas una imagen de don Rodrigo, el último rey godo.

Sentado ante ella, me vino a la memoria la razón de mi presencia allí, tan lejos de mi patria. Recordé la reunión en la Pieza de Consulta de El Escorial, donde Felipe II me había encomendado aquella misión. Y consideré cuán paradójico era que allá en el corazón de Castilla un soberano soñase con el Templo de Salomón, hasta el punto de estar levantando un edificio en su honor, mientras aquí, en los desiertos de Siria, un califa omeya había despachado sus asuntos siglos antes ensimismado en los tesoros y vergeles de la lejana España. Quizá llevaran razón Alcuzcuz y Fartax cuando aseguraban que en el Mediterráneo tanto daba el Oriente como el Occidente, pues las gentes eran tan comunes que sus destinos terminaban por comunicarse por encima o por debajo de cuanto oleaje se les interpusiera.

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