Desde el amanecer, una gran multitud rodeaba el santuario, presa del fervor. Cuando entramos, se produjo gran alboroto, y hubo de abrirnos paso la guardia personal del jerife, integrada para la ocasión por unos treinta hombres. Nos ayudaron, desde el otro lado, los cincuenta eunucos negros que guardan la Kaaba, tocados con turbantes, largas túnicas sujetas con cinturones de cuero y bastones de madera blanca, de los que no dudan en hacer uso a la menor ocasión.
La única entrada a la Kaaba está cerrada con dos medias puertas que me parecieron de oro macizo. Se halla en la parte de oriente, cerca de la piedra negra, a unos siete pies de altura. Por ello es necesario utilizar una escalera de madera bien labrada, que se lleva sobre seis cilindros de bronce. El jerife fue el primero en subir, provisto de una llave de plata. Cuando la hubo abierto, se alzó un torbellino de brazos, y fue tanto el alboroto de la multitud que la guardia de eunucos negros empezó a repartir palos sin miramientos.
Nos hicieron con ello retroceder hasta muy atrás, y quedamos tan lejos que apenas podían vernos, pues tuvimos que refugiarnos junto al pozo Zemzem para protegernos de los empujones. Era imposible salvar la distancia que nos separaba, y menos en mi estado de convalecencia. Había alrededor de la Kaaba más de un millar de personas, tan enfervorizadas, apretadas y fundidas en uno que era un milagro que pudieran desplazarse o realizar movimiento alguno. Me había explicado Sidi Bey que el jerife Omar designaría los dos elegidos en función de los asistentes que observase sobre el terreno, según sus compromisos con ellos. Y me pareció que mis posibilidades eran muy escasas.
Renació en mí cierta esperanza cuando noté que no había elegido aún a nadie para acompañarle en la ceremonia de la purificación, y que parecía buscar a alguien con la mirada. Agité los brazos, con desesperación. Tanto debí de hacerlo que terminó reparando en mí, y pude ver cómo hacía una señal al jefe de los eunucos. Entonces éste, un negro gigantesco, me tomó por los brazos, gritó varias órdenes a sus hombres y, cargándome sobre él como un fardo, me llevó en volandas por un pasillo que abrieron de modo expeditivo, hasta depositarme al pie de la escalera. Una vez allí, me advirtió que subiera teniendo buen cuidado de pisar el primer peldaño con el pie derecho. Y de ese modo, logré llegar hasta el interior del cubo.
Lo que me angustiaba ahora era lograr que se nos uniera Sidi Bey, pues mi posición estaría seriamente comprometida si no acertaba a comportarme en una ceremonia tan pública y solemne. Y sin el comerciante a mi lado me sentía por completo extraviado. Sabía bien que debería haberme conformado con el privilegio que se me concedía, pero hube de arriesgarme a incurrir en la desaprobación del jerife, señalándole al comerciante, que había quedado al otro lado de aquella impenetrable marea humana. Me miró Omar no poco contrariado. Quizá porque en sus planes era a otro a quien pensaba conceder aquel honor, o quizá por lo dificultoso que resultaría volver a abrir de nuevo el pasillo entre la escalera y el pozo Zemzem. Pero accedió, y Sidi Bey se unió a nosotros para comenzar la ceremonia de la purificación:
Entonces pude comprobar que, de todos modos, debían mantener expedito aquel pasillo de comunicación para transportar los odres de agua desde el manantial hasta la puerta de la Kaaba. Dirigidos por Nabik, los servidores del pozo formaron una cadena que llevaba aquel preciado líquido, baldeándolo sobre el fino suelo de mármol del interior del cubo. Luego, éste caía por un canalillo hasta el patio, donde los fieles se apretujaban para recoger el agua, echándola por encima de su cabeza y bebiéndola, a pesar de su suciedad. Bien es verdad que, según noté, estaba perfumada con aroma de rosas.
El jerife Omar nos entregó sendas escobillas de finas hojas de palma, y él mismo tomó otra y se puso a barrer el suelo. Poco había que limpiar, puesto que el baldeo había dejado el suelo como una patena, si se me permite esta inoportuna expresión. Además, toda mi preocupación era buscar de un modo discreto dónde andaban aquellas inscripciones de las que me habían hablado el jeque de la Cúpula de la Roca de Jerusalén y el imán de la mezquita de El Cairo, y que podrían aclarar cómo se ensamblaba y descifraba el pergamino.
El interior del cubo estaba sostenido por dos columnas, revestidas de seda de color rosa. De columna a columna había barras de plata, de las que colgaban varias lámparas, también de plata, y doce textos devotos que no estaban a la vista, sino velados, y que, según supe luego, se reputaban por los más delicados trabajos caligráficos conocidos. El pavimento estaba enlosado con mármoles de diversos colores, y corría por todo el interior un hermoso zócalo de esta misma piedra, con inscripciones de oro.
Estaba yo perplejo, sin acertar a qué indicio atender. ¿Dónde estaba la clave para los gajos del pergamino que yo llevaba conmigo? ¿En aquel zócalo? Alcancé a leerlo, y sólo vi allí una de las aleyas del Corán, la que llaman del Trono, que es jaculatoria muy usada. Pregunté discretamente al jerife por aquellas señales de devoción, y noté una fuerte desconfianza en su mirada cuando me respondió:
—Muchos de estos presentes se renuevan cada vez que un nuevo sultán sube al trono en Estambul. Y la última vez fue mucho el socorro recibido, pues Solimán el Magnifico restauró todo el techo y otros pormenores.
Me temí que, con todas estas atenciones, la Kaaba hubiese perdido aquellas trazas y rastros que tan valiosos me habrían resultado, y que el zócalo no respetase el original que habían visto en tiempos el jeque de la Cúpula de la Roca y el imán de El Cairo. Por lo tanto, debía de tratarse de aquellos escritos colgados del techo, que en tanto aprecio parecían ser tenidos. Había empezado a preguntar por ellos al jerife, cuando noté la mirada de advertencia que me dirigía Sidi Bey. Esto me hizo desistir de mis propósitos, pues cualquier recelo supondría poner en peligro mi vida y de rechazo, la suya. De modo que me apliqué a la tarea de escobar el suelo en actitud de recogimiento, mostrando la más ardiente fe, y musitando oraciones sin cuento. Comprobé de ese modo que el interior era un cuadrado de algo más de treinta pies por cada lado. Y que tendría otro tanto de alto. Era, pues un cubo. Quizá no perfecto, pero sí en su intención y diseño.
En esos momentos, mientras yo hacía tales cálculos, desatendiendo las oraciones, el jerife —que había estado observándome en mis exploraciones del recinto— se alzó y vino hacia mí. Por su actitud, directa y decidida, temí que me hubiera descubierto, al comparar mi actitud con la de otras personas a las que les había sido concedido aquel raro privilegio. Me tomó del brazo con toda firmeza, me hizo levantar y me llevó hasta la puerta. Miré hacia atrás, hacia Sidi Bey, pidiéndole ayuda con la mirada. Pero él apartó la vista, como indicándome que llegado a aquel punto él nada podía hacer.
Me llevó Omar, como digo, hasta la puerta y desde aquella altura me mostró a la muchedumbre, que comenzó a levantar fuerte algarabía. Pidió silencio alzando una mano. Se volvió hacia mí con una actitud que, así, de repente, se me antojó maligna. Entre los que observaban la escena junto al pozo Zemzem, estaba Nabik, el envenenador. Y sonreía de un modo taimado.
Poco a poco se hizo el silencio. Y entonces dijo estas solemnes palabras, que nunca olvidaré:
—Haddem Bei't Alá el Haram.
Acababa de proclamarme servidor de la Casa de Dios, la Prohibida. La multitud estalló en vítores, y yo suspiré tan hondo que mi rostro estuvo a punto de descubrir el verdadero sentimiento que me embargaba: el alivio.
Había pasado la primera prueba.
Llegados a casa, Sidi Bey me reprochó:
—Sois un imprudente. No debisteis preguntar allí por esos pergaminos colgados del techo de la Kaaba. Es mejor hablar con el calígrafo que mantiene el jerife en el santuario, cuando le visitéis para examinar los códices de Cansinos. Él tiene que saberlo. Muchos le consideran el mejor calígrafo del islam.
—¿Lo conocéis vos?
—Es un viejo amigo, y cliente habitual de mi establecimiento. Os acompañaré hasta el lugar donde trabaja en el oratorio. Pero no os aseguro ningún resultado, porque es hombre muy desengañado. La ventaja es que, yendo en mi compañía, será también sincero, y no dudará en daros una negativa si así lo estima oportuno.
Se llamaba Abbas, y pude ver que, en efecto, se mostró afectuoso con Sidi Bey, pero mantuvo las distancias conmigo. Mientras charlábamos, y por hacer gasto para compensarle el tiempo que nos dedicaba, le pedí un certificado como recordatorio de haber asistido a la ceremonia de la purificación. Me preguntó el nombre para ponerlo en él, con la advertencia de que debería someterlo a la firma el jerife, como máxima autoridad del lugar.
—Pagando un estipendio, claro está —añadió.
Por el modo en que lo dijo, vi que no sobrellevaba bien aquel modo venal en que había desembocado su oficio. Elogié su trazo mientras escribía, y reparé en su cálamo.
—Lo he heredado de mi padre —dijo con orgullo—, y no cuento con tener otro igual en lo que me queda de vida.
Cuando hubo terminado, le pagué generosamente, y él lo agradeció, creo que más que por el dinero, por el aprecio que yo había mostrado a su arte.
Intervino entonces Sidi Bey para decirle:
—Randa deseaba haceros una consulta.
Dibujé sobre un papel algunos trazos como los que llevaba el pergamino y le pregunté:
—¿Habéis encontrado algo así en los códices que os enviaron recientemente desde El Cairo?
—¿En cuál de todos exactamente? —me preguntó, señalando los muchos tomos que había tras él.
—En uno que lleva el nombre de Rubén Cansinos.
Esta respuesta pareció convencerle. Buscó entre aquellos volúmenes y puso tres de ellos sobre una mesa baja. Al hojear el segundo, apareció aquel fragmento de forma triangular, con sus inconfundibles trazos. No cabía duda: era el duodécimo gajo del pergamino. A duras penas pude disimular mi contento.
Pedí al calígrafo que me dejara verlo. Intentó pasarme el gajo, pero estaba tan fuertemente cosido a las guardas del códice que, al tirar de él, se despegó la vitela que habían utilizado para su cubierta, con un pasaje de la Crónica sarracena. Y ello le convenció para que me permitiera desencuadernarlo, así como también los otros dos pertenecientes a Cansinos. Para vencer su recelo, hube de anticiparle la materia sobre la que versaba lo que íbamos a encontrarnos, y él lo comprobó, encontrando ser cierto. De tal modo que, poniendo en orden aquellas vitelas, pudimos leer estas palabras, que completaban lo que yo conocía de aquella Crónica:
El mismo año en que el último rey godo, don Rodrigo, rompió los veinticuatro cerrojos del Palacio de los Reyes, fue la entrada de los muslimes en España, cuando Tariq ben Ziyad pasó el mar y el gobernador de Kairuán, Muza ben Noseir, fue apoderándose de las ciudades a izquierda y derecha, hasta llegar a Antigua. Pues ardía en deseos de hacer suyo aquel tesoro donde se encontraba el talismán que protegía el reino.
Sucedió todo esto bajo el califato de Al Walid I, de la dinastía de los omeyas, quien gustaba de pasar largas temporadas en Qasarra, en el desierto de Siria. Y hasta allí hizo llamar a Tariq y Muza, para que le rindieran cuentas. Por sus palabras y las de sus consejeros y alfaquíes, a los que consultó, entendió que todo el poder del talismán se cifraba en el dibujo o laberinto que en él había, y que poniéndolo bajo su trono se aseguraría el poder de las tierras extendidas desde Qasarra hasta Al Ándalus, a través de todo el Mediterráneo. Pero que no convenía moverlo ni turbarlo, como había hecho el imprudente don Rodrigo.
Por ello, ordenó el califa que el laberinto fuera copiado con todo detalle, y encomendó al mejor de sus calígrafos que trazase un mosaico con aquel diseño, para colocarlo bajo su trono de Qasarra. También lo mandó poner en el Haram de La Meca y en el de la Cúpula de la Roca de Jerusalén, que había construido su padre. Y otro tanto mandó levantar en Antigua, siguiendo el modelo del laberinto que protegía aquel talismán, de modo que sólo pudiera llegar a él quien conociera tal secreto, sin que nadie más lo turbara en su poder y efecto.
Y por que se vea como fue, trazamos en esta Crónica ese diseño, tal como nos fue transmitido a nosotros, por cierto y verdadero. Y lo ponemos aquí en esta fina piel de gacela, por mejor preservarlo.
—¿En qué parte del desierto de Siria está la ciudad de Qasarra? —pregunté al calígrafo.
—Al sur. Pero no es ciudad, sino uno de aquellos palacios a modo de castillos o pabellones de caza, que los omeyas usaban para alejarse del ajetreo de la corte.
—¿Y cómo puedo llegar hasta allí?
—Tomando la caravana que va desde La Meca a Bagdad, y desviándoos hacia el oeste antes de alcanzar el río Éufrates.
Me di cuenta de que ahora el calígrafo Abbas recelaba menos de mí, pero que no pasaría a mayores si yo no le daba una muestra inequívoca de los afanes en los que andaba. Creí llegado entonces el momento de jugar mis bazas, y saqué uno de los gajos del pergamino. No uno cualquiera, sino aquel que llevaba por detrás escrito
ETEMENANKI
. Se lo tendí. Y él lo tomó, examinándolo largo rato por la parte delantera, en el más absoluto silencio. Le dio luego la vuelta, y cuando leyó la palabra
ETEMENANKI
bien vi que palideció. Pero no soltó prenda.
Dirigí entonces los ojos hacia Sidi Bey, cuya expresiva mirada me había ejercitado en interpretar hasta sus menores matices. Y leí en ella la necesidad de poner toda la carne en el asador, para vencer las dudas que corroían al calígrafo. De manera que extendí en la mesa los diez gajos restantes, que completaban los doce, junto al que acabábamos de encontrar y el que llevaba escrito al dorso
ETEMENANKI
. Y volví a la carga, haciendo una apuesta arriesgada, a todo o nada:
—Entonces —dije—, si encuentro en Qasarra ese mosaico con el laberinto, que hay debajo del trono, podré saber cómo encajan estos fragmentos del pergamino…
—Eso parece —afirmó Abbas, entrando en mi juego de un modo tácito.
—Y, una vez ordenado, ¿qué creéis vos que resultará? —y señalé los doce gajos, con toda naturalidad—: ¿Es esto laberinto, como dice la Crónica, o escritura?
—Quizá ninguna de las dos cosas, y las dos —respondió de modo enigmático.
—Si vos, que sois calígrafo, no lo sabéis, ¿quién podrá responderme?
—Semejante estilo no se gasta por aquí, sino que viene de Mesopotamia. Se dice que de la ciudad de Kufa, que no está lejos de Qasarra. Pero tengo para mí que es anterior a la fundación de ella y procede de la vecina Babilonia. Su diseño se usó tanto en la escritura derivada del cuadrado como en la arquitectura procedente del cubo, que es su rudimento o fundación. En él están contenidos los alfabetos más antiguos, los jeroglíficos y las lenguas primitivas, antes de que se separaran las distintas voces de la Naturaleza, las imágenes y las palabras. Y permite captar el alma y esencia del mundo, como una gota de agua puede reflejar todo lo que la rodea.