La llave maestra (29 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Desde detrás de ellos, Gabriel Lazo reparó en que el tal Bielefeld entregaba algo a Calderón. A pesar de la discreción con que lo hizo, pudo ver que se trataba de una pistola. Apretó los dientes con rabia.

—Aquí tiene el permiso de la policía española —dijo el comisario a David—. Si va usted a servir de cebo, es mejor que vaya armado. Y si va a ir armado, es mejor que lo haga con todas las bendiciones. No quiero líos con ese Gutiérrez.

—Sólo me faltaba ir por ahí pegando tiros —replicó el criptógrafo rechazando el arma.

—Yo que usted me lo tomaría en serio —insistió Bielefeld. David negó con firmeza. Al ver que no aceptaba la pistola, Gabriel Lazo aflojó su crispación. Pero ésta aumentó de nuevo al observar que se dirigían hacia un coche, en el que les esperaba un agente al volante.

—Si se mete en el coche, lo perderé… —murmuró limpiándose el sudor de la frente.

Entonces vio cómo David se separaba de sus acompañantes y se dirigía a un quiosco de prensa.

—Ahora o nunca —se dijo Lazo.

Se acercó sigilosamente hasta situarse a sus espaldas. Esperó a que se inclinara para coger un periódico y miró al vendedor que estaba enfrente de ellos, atendiendo a una señora. Echó un rápido vistazo a los clientes que les rodeaban y se cercioró de que tenía la escapatoria asegurada. Y entonces, sí, metió rápidamente la mano en el bolsillo derecho. Antes de que el criptógrafo se enderezara, Lazo se agachó junto a él como si se dispusiera a coger otro periódico.

Pero en ese momento reparó en la presencia, junto a Calderón, de aquel policía corpulento de nombre extranjero, y esto pareció precipitar sus planes.

Aprovechando que el criptógrafo se había vuelto hacia el otro lado para hablar con el recién llegado, metió algo en el bolsillo de David y se alejó a toda prisa, antes de que éste pudiera reaccionar. Para cuando él se dio cuenta cabal, Lazo había desaparecido tras una esquina. El criptógrafo tanteó el bolsillo y notó que había en él un papel doblado. Prefirió estar a solas para leerlo.

Tan pronto llegó a su habitación lo desplegó, encontrándose con aquel apresurado y nervioso mensaje: «Soy el que hizo la llamada de teléfono sobre Sara Toledano. Sé que me está buscando. Venga a mi casa esta noche, a partir de las diez. Para entonces habré preparado algo que le interesará. Venga solo. Confíe en mí. Conocía su padre cuando trabajaba en el Centro de Estudios Sefardíes. Y no lo comente con nadie, especialmente con el inspector Gutiérrez. De lo contrario, soy hombre muerto». Seguía el nombre, Gabriel Lazo, y la dirección, calle Roso de Luna, 23.

Se preguntó si se trataría de una pista o de una trampa. «Tampoco tengo muchas opciones —se dijo—. No me queda más remedio que ir».

Intentaba echar una cabezada, cuando llamaron a la puerta. David se levantó del sofá para calzarse los zapatos y se dispuso a abrir. Era Raquel, tal y como se esperaba. Pero le alarmó su aspecto.

—¿Se encuentra bien?

—Así, así —reconoció la joven mientras se sentaba, con un gesto de cansancio—. Quería comentar con usted estos documentos que nos llevamos de la Agencia —los distribuyó ordenadamente sobre la mesa—. Me pasé toda la noche en el avión dándoles vueltas, porque no podía dormir. Si he de serle sincera, no entiendo lo que buscaba su padre emborronando papeles y más papeles milimetrados. Me cuesta creer que esto sea un proyecto importante, un secreto de alto nivel. Y más todavía que ese Programa AC-110 sea un sistema de señalización para residuos nucleares. Usted dijo que era algo así como un lenguaje universal, ¿no?

—Un lenguaje universal que luego se actualizó. Se hizo una versión para enviarlo desde el mayor radiotelescopio del mundo, en Arecibo, Puerto Rico. Y también con las naves espaciales Voyager I y II, pensando en hipotéticos encuentros con extraterrestres.

—Eso lo entiendo, es esta imagen de aquí —Raquel apuntó a uno de los pliegos milimetrados—. Es algo público, y la incluí en la entrevista con el Consejero de Seguridad Nacional. Él mismo me la explicó. La joven vaciló. Acababa de darse cuenta de lo inoportuno de referirse a aquella entrevista, que años atrás les había enfrentado, provocando la salida de David de la Agencia. Falta de reflejos, por el agotamiento. Pero como la cosa ya no tenía remedio, decidió tirar para adelante:

—Corríjame si me equivoco: aquí están representados los números atómicos de varios elementos, un esquema de la molécula de ADN, una figura humana y el propio radiotelescopio. De ese modo, quien capte este mensaje sabrá que procede de un planeta con vida inteligente. ¿No es eso?

—Correcto —asintió David.

—Bueno. Pues eso lo entiendo: las cuadrículas se utilizan para visualizar un código binario, que también puede ser expresado en números, o en impulsos de radio, para ser enviados al espacio o emitidos por una nave… Una cuadrícula en negro equivale a ON o un uno, y una cuadrícula en blanco equivale a OFF o un cero. Todo eso lo entiendo. Y también esto.

La joven señalaba un pliego de papel milimetrado que contenía un diseño de forma geométrica. A partir del centro, un pequeño hexágono negro se iba expandiendo hasta configurar un entrelazo cada vez más complejo…

—Usted está más acostumbrado a estas cosas, pero a mi me costó lo suyo descubrirlo —continuó Raquel—. A ver si estoy en lo cierto. Este dibujo se basa en una rejilla hexagonal, en vez de cuadrada, como el anterior. Se toma la celdilla del centro y se rellena de negro.

—Ese es el punto de partida, el paso I. Después, se rellenan de negro las celdillas vecinas, las que están en contacto con esa primera. Es el Paso 2. Y se continúa rellenando de negro las celdillas siguientes, pero sólo si las vecinas son negras; de lo contrario, se dejan en blanco. Eso es el Paso 3. Y así sucesivamente, hasta el Paso 31.

—Exacto —asintió David—. La idea es que a partir de una regla muy sencilla se pueda llegar a algo tan complicado como los cristales de un copo de nieve. Tan complicados, que no hay dos iguales. Por eso mi padre puso ahí, sujeta a ese papel con un clip, esta fotografía microscópica de cristales de nieve, que son casi idénticos a los dibujos anteriores:

Raquel asintió, mientras buscaba otro pliego y lo ponía sobre la mesa:

—Luego intentó hacer lo mismo con los vegetales —continuó la joven—. Aquí está. Un tronco en forma de I latina se ramifica en dos, con lo que tenemos una Y griega o una T.

—Mi padre fue muy consciente de estas semejanzas —aseguró David—. La prueba es que las clasificó como en un herbolario, siguiendo las fotografías de hojas reales que guardaba junto a ellas.

—Muy bien. Todo eso lo entendí yo solita. Me resultó un poco extraño que toda una Agencia de Seguridad Nacional financiara estas cosas, pero lo entendí. Los problemas vienen ahora. Con este otro pliego:

—Creo que, al igual que en los casos anteriores, se sigue una regla muy sencilla —afirmó Raquel—. Se coge una línea de cuadrículas y se rellena de negro la del medio. Luego, se le añade debajo una segunda línea en la que se rellenan sólo las cuadrículas que están en contacto con esa cuadrícula negra de la línea superior. Las demás, que están en contacto sólo con cuadrículas blancas, se dejan en blanco. Y lo que resulta es un triángulo que podría continuar hasta el infinito. Pero lo que no entiendo es esto:

—Es lo mismo —afirmó David—. Se trata de una regla de transformación, un sistema para representar visualmente lo que usted acaba de decir. Así se puede aplicar de un modo mecánico y automático. En una retícula como ésta cada cuadrícula está en contacto con otras ocho, que la rodean. De manera que aquí, en estos tripletes de arriba, se han desarrollado las ocho variantes que pueden tener las vecinas, y eso nos indica cómo será la de abajo —blanca o negra en función de las tres superiores con las que está en contacto, según sean blancas o negras. Siempre que haya contacto con una cuadrícula negra, la de la línea siguiente será negra. Sólo cuando el contacto es con tres blancas permanece blanca.

—De acuerdo. Y aquí fue donde me atasqué del todo —Raquel se refería a un juego de pliegos milimetrados que parecían haber supuesto grandes energías a Pedro Calderón. De hecho, le había dedicado el doble de folios que a las demás juntas—. A pesar de que lo intenté una y otra vez, porque me di cuenta de que se parecían mucho a los trazos laberínticos esos del pergamino.

David reparó en el nombre que le había puesto su padre: AC-30.

—¿Qué significarán las siglas AC? —preguntó Raquel.

—No lo sé. Pero tiene usted razón. Esto que se llama AC—30 es de forma triangular, como los gajos del pergamino, un triángulo que se descuelga desde el vértice superior y va desarrollando formas laberínticas… Aquí está la regla de transformación, con sus ocho tripletes. Las cuadrículas de arriba coinciden con las del caso anterior, porque siempre son iguales. En cuanto a las de abajo, las cinco de la derecha son iguales a las que acabamos de ver. Pero las tres de la izquierda van al revés, en vez de negras dan blancas.

—Y eso es lo más curioso —añadió David—. A pesar de un punto de partida tan parecido, fíjese qué diferencia en los resultados a medida que se aleja del arranque y se va desarrollando.

—Efectivamente —admitió Raquel—, a partir del paso 50 empieza a parecerse a esos trazos laberínticos de los gajos del pergamino. Es como si se tratara de reconstruir todo el pergamino a través de una parte de los gajos, ensayando una y otra vez hasta localizar el patrón que siguen las formas. Como si se intuyeran. Pero lo más sorprendente es esto. La joven le mostró la fotografía de una concha. El diseño de aquella caracola era idéntico, punto por punto, al que había obtenido Pedro con sus cuadraditos de papel milimetrado.

—Lo asombroso —aseguró David— es que con unos simples cuadraditos se termina desentrañando la regla que sigue la concha de una caracola, que ha crecido aparentemente al azar.

—Asombroso es poco —concedió Raquel—. ¿En qué estaba trabajando exactamente su padre?

—Tendríamos que saber qué significan las siglas AC. Después, qué es lo que le añade la cifra 30. O la cifra 110. Así sabríamos qué significa AC-110, que yo creía simplemente que era un número de expediente administrativo. Pero se me ocurre una hipótesis, por muy descabellada que le parezca.

—Diga, diga. A estas alturas…

—Si usted tuviera que encontrar un lenguaje universal, ¿dónde lo buscaría? ¿En los idiomas humanos?

—Supongo que no. Son todos distintos, y todos inventados.

—Exactamente. Hoy se hablan cerca de seis mil, pero la humanidad ha debido de inventar unos veinte mil idiomas distintos. Ése no es el camino. Habría que buscarlo en el lenguaje que emplea la naturaleza. En el propio código con el que está hecho el Universo… Pues eso es lo que creo que intentaba encontrar mi padre: cómo fabrica la naturaleza un cristal de nieve, un árbol, o la concha de una caracola. Si el Universo se construyó a partir de un principio unitario, quizá en muchos de sus procesos se haya preservado la fórmula originaria de la que deriva todo él. Y a lo mejor se ha hecho visible en alguna de sus criaturas.

Se hizo un largo silencio, en el que se miraron perplejos, por el alcance de lo que tenían en sus manos.

—Eso quiere decir que si se conoce esa fórmula que marca el arranque, se puede prever todo el proceso —aventuró Raquel.

—Y también reconstruir materialmente cualquiera de sus pasos —añadió David—. Pero sólo si se conoce el comienzo. No se puede desandar el camino, de atrás hacia adelante. Y hay algo más que debe saber. Esta regla, la AC—30, fue propuesta por mi padre como clave criptográfica. Era la única forma inmediata de rentabilizar algo tan abstracto. No podía vivir del aire. Aquí en esta carpeta hay un montón de solicitudes en las que él pide que sea reconocida como clave oficial por la Agencia de Seguridad Nacional. Por su insistencia, se ve que se jugaba mucho. Supongo que el acceso a los ordenadores, para poder trabajar con seguridad y rapidez… Y aquí está el informe en el que se lo niegan y que desencadena su ostracismo. ¿Sabe quién lo firma…? James Minspert. Que luego es quien se apropia de todos sus hallazgos, porque el compromiso de confidencialidad no le permitía a mi padre utilizarlos fuera de la Agencia. Echarlo de allí era tanto como robárselos…

Raquel se levantó para despedirse, no sin antes dejar caer:

—Minspert llevaba razón cuando nos amenazó, diciendo que todo este asunto volvería a abrir viejas heridas… En fin, ahora tengo que marcharme. El comisario y yo vamos a ir al convento de los Milagros a entrevistarnos con el arzobispo Presti. Pásese por allí en un par de horas. Le dejo esos documentos, pero no olvide depositarlos en la caja de seguridad del hotel.

—Descuide… —y cuando la joven ya salía de la habitación, la alcanzó para decirle—: Raquel, perdone mi intromisión, pero insisto en que no tiene buen aspecto.

—Se me pasará esta noche, en cuanto duerma un poco. Llevo mucho sueño atrasado.

—¡A quién se le ocurre, pasarse todo el vuelo trabajando en esos papeles!

—A otros les da por contar ovejas…

La vio alejarse por el pasillo y se preguntó por qué le apartaban a él de aquella entrevista con Presti en el convento de los Milagros. ¿Era idea de Bielefeld o de Raquel? Quizá de aquel arzobispo, o de alguien que se lo había aconsejado. Pero ¿quién era ese alguien? ¿Minspert otra vez?

«Bueno, a lo mejor me mantienen al margen por la misma razón por la que yo no les he contado lo de ese hombre, Gabriel Lazo, y la cita que tengo con él esta noche», se contestó a sí mismo.

EL PERGAMINO

C
uando se abre la puerta y Ruth entra en la celda, Raimundo Randa la previene sobre la importancia de lo que va a contarle:

—¿Cuántos días nos quedan, hija mía?

—Seis, además de hoy.

—Siéntate aquí a mi lado. Ahora empezarás a entender los misterios que se esconden tras la Casa de la Estanca, las razones por las que desplazaron de ella a mi padre y le dieron tan terrible muerte. También, lo que ha hecho Artal de Mendoza con los Calderón, con tu madre y contigo. Y lo que quizá pretenda ahora. Todo lo que comencé a averiguar, en fin, tras el regreso a Estambul al tener conocimiento en Antigua de la muerte de tu abuelo, don José Toledano.

Tan pronto como Juanelo y Herrera me comunicaron la noticia, me excusé con doña Blanca, Rafaelillo y don Manuel, explicándoles lo sucedido como mejor supe, y cuál era mi verdadera personalidad. Calderón no dio importancia a aquellas argucias de titiritero. Antes bien, dijo: «Esta casa siempre será la vuestra». Y me proveyó con generosidad de caballos y dineros para que me dirigiera a la costa de inmediato. Allí embarqué y, ya mediada la singladura, supe en un puerto que Alí Fartax, el Tiñoso, no estaba en Turquía. Lo que me alivió mucho en los cuidados y peligros de la aduana cuando al cabo de algunas semanas entré en Estambul.

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