La llave maestra (33 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Tomada esta provisión, se cortó en doce gajos, se distribuyeron entre otras tantas familias, y se hizo una lista de los depositarios, que quedó en manos de los Toledano. Los Juramentados, se llamaron.

—Tales fueron aquellos huéspedes que recibimos en nuestra casa de Estambul —continuó Moisés Toledano—, venidos de distintos puntos del Mediterráneo, para discutir la nueva situación que se planteaba en España con la abdicación de Carlos V en su hijo don Felipe.

—Don Carlos ya parecía conocer el negocio cuando leyó el mensaje en Yuste —dije yo.

—Porque hubo un intento de pacto con el emperador. Pero estaba demasiado ocupado para tomarlo en cuenta. Ahora, al abdicar y retirarse a Yuste, su hijo Felipe parece más accesible, por que nuestro administrador, Askenazi, guarda amistad con gente próxima a él.

—Y en especial con Artal de Mendoza, su Espía Mayor —apunté.

—Así es, por desgracia, pero nosotros no conocíamos el alcance de su traición, ni que ambos se hubieran conchabado a espaldas nuestras. Antes bien, parecía haber llegado el momento. Y enviamos mensajes para que todos los juramentados acudieran a nuestra casa. Sólo faltó uno, Rubén Cansinos, de Fez, el más anciano y el único superviviente del reparto.

—Por eso duró tanto aquel conciliábulo.

—En efecto. Le estuvimos esperando. Lo achacamos a la lejanía de aquella ciudad de Marruecos, y a los peligros con los piratas berberiscos. El problema es que este pergamino no vale nada si no está completo. Pero al fin hubimos de tomar una resolución y decidimos seguir adelante con nuestros planes, preparando el terreno con el rey don Felipe. Entonces fue cuando mataron a Rinckauwer y decidimos enviaros a vos en su lugar, dejando para más adelante averiguar qué había sucedido con Rubén Cansinos, el juramentado de Fez.

Tras un momento de reflexión, dije a Moisés Toledano:

—No sé si sabéis que Artal de Mendoza ya había intentado apropiarse de la Casa de la Estanca.

—Esa casa es la única que queda en pie de las que pertenecieron a Azarquiel. No se puede echar abajo, por estar allí los registros del agua. Pero nadie ha podido encontrar el modo de entrar en los subterráneos de Antigua a través de ella.

—Yo bien estuve buscando esa entrada. Y nada hallé. Ni tampoco parece saber nada Manuel Calderón, que así se llama quien habita ahora aquella casa.

—Para ello necesitaréis tener los doce gajos del pergamino, sin que falte uno solo, saber cómo se ordenan y encajan entre sí y, finalmente, descifrarlos. De lo contrario, se pueden tener esas señales delante de los ojos y no reconocerlas: Creedme que esto parece cosa de magia y no es tarea fácil. Yo lo he intentado con gran prudencia, repitiendo el método de Azarquiel, mostrando alguno de sus diseños a los más renombrados rabinos, y dicen ser esto artificio de mahometanos, que no de judíos. He frecuentado también a musulmanes, y uno de éstos, muy viajado y entendido en teologías de las suyas, me ha asegurado que los signos que se ven aquí forman un laberinto, y que sólo ha podido apreciarlos en los lugares más sagrados, como la Kaaba de La Meca y la Cúpula de la Roca de Jerusalén. Y que bien pudo ser asunto del patriarca Abraham, quien fundó ambos santuarios cuando extendió la creencia de un solo Dios, huyendo de la idolatría de Babilonia. Y que ése es el nombre y secreto que le condujo a Él, con tal fe y ardor que no dudó en intentar sacrificarle a su hijo cuando se lo pidió.

—En ese caso, iré a ver la Cúpula de la Roca cuando esté en Jerusalén —afirmé.

—Eso es imposible —me advirtió don Moisés—: Toda la explanada donde un día se alzó el Templo de Salomón, y hoy está la mezquita de Al Aqsa y la Cúpula de la Roca, es Haram, un templo que cuenta con la presencia de la divinidad. Sólo a la Kaaba de La Meca le reconocen igual rango, y jamás le ha sido permitido penetrar en ninguno de esos dos lugares a quien no abrace la fe del islam. Está prohibidísimo para cualquier infiel. Ningún gobernador ni cualquier otra autoridad lo autorizará. Y quien sea sorprendido allí será lapidado de inmediato.

—Puedo hacerme pasar por musulmán.

Tanto él como Rebeca trataron de disuadirme. Pero yo les hice ver que no se repetiría aquella oportunidad, y que siempre nos arrepentiríamos de tener al alcance de la mano aquel expediente y haber sido incapaces de aprovecharlo.

—Está bien —dijo Moisés Toledano—. Ya que no puedo disuadiros, al menos atended a esto. Al parecer, dentro de la Cúpula de la Roca, el laberinto de este pergamino puede verse a través de un agujero que hay en esa piedra sagrada que da nombre a la cúpula. El orificio tiene el tamaño de la cabeza de un hombre, y está hecho exactamente en el lugar en el que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac por mandato de Yahvé.

Con estas advertencias y consejos, Moisés Toledano nos entregó los once gajos del pergamino, nos despedimos de él y nos pusimos de camino hacia Jerusalén.

—De eso me acuerdo —le interrumpe Ruth—. Tú y mi madre os pasasteis todo el camino discutiendo.

—¿Y te acuerdas de la ciudad?

—Me acuerdo de aquel torrente seco, con olivos en lo alto.

—El Cedrón.

—Y de aquella cúpula dorada por el sol como una naranja.

—Ésa era precisamente la Cúpula de la Roca.

—Y las murallas, tan bien trazadas.

—Las acababan de reconstruir. Al igual que aquel refugio para caravanas, donde nos establecimos como musulmanes.

Tan pronto nos asentamos, fui a ver al jeque del santuario en el que se hallaba la Cúpula de la Roca. Le dije que venía desde Estambul, que era orfebre y quería obsequiar a aquel Haram con una lámpara de plata que había hecho por mi propia mano. La recibió el santo varón con muy buen semblante, y me preguntó dónde sentía yo que haría papel aquella luminaria. Le respondí que estaría muy honrado si alumbrara la cueva que había bajo la Roca. Asintió, llegándose hasta el depósito del aceite para que la fueran cebando y preparando, y entretanto decidió acompañarme en la visita al Haram.

Muy feliz y protegido me sentí en un principio por tal distinción. Pero no tardé en advertir que, sutilmente, me estaba probando. Me hizo numerosas preguntas sobre Estambul, que conocía bien, y pareció quedar satisfecho. Sin embargo, no se detuvo ahí, pues mientras caminábamos junto a los estudiantes del Corán que velaban día y noche en unas casillas, para que nadie ofendiese el lugar, comenzó una oración, una cita del Corán, que aquellos eremitas supieron continuar, uniéndose a ella, pero no yo, que no estaba tan ágil en teologías.

Pasamos adelante, y aquí o allá se descolgaba con nuevas invocaciones al libro santo, alguna aleya o versículo, y la dejaba en suspenso por ver si yo era capaz de completarla. Empecé a reconocer más de una de aquellas piadosas palabras, pero no estaba seguro de su continuación, y no me atrevía a proseguirlas por miedo a errar o, peor aún, incurrir en alguna blasfemia involuntaria al corromper el texto.

Con lo que noté que iba subiendo el recelo del jeque del Haram. Y cuando nos llegamos hasta el muro oriental entendí que debía manifestar a las claras mi conocimiento de aquella fe, o allí mismo sería tomado por infiel y perdería la vida.

Me llevó, como digo, hasta aquel muro oriental, que da sobre el valle de Josafat, abierto por el curso del torrente Cedrón. Está en dicho valle el cementerio de Jerusalén, para tener mejor posición en el día del Juicio Final que allí se celebrará. Me mostró el jeque una abertura sobre el barranco, y me explicó que allí se encontraba un puente invisible, el Sirat, más estrecho y cortante que el filo de una espada, sobre el cual deberían caminar los fieles para entrar en el Paraíso. Y ahuecó la voz para decir, en un sonoro racheado lleno de modulaciones, como si recitara:

—Unos lo atravesarán con la velocidad del rayo; otros, con la de un caballo espantado; otros, al paso; otros, arrastrándose con el peso de sus pecados. Y todos los infieles que se atrevieran a intentarlo se precipitarán en el abismo de los infiernos —concluyó el jeque con un tono que ponía espanto.

Me empezaron a entrar sudores espesos, y creí que se refería a mí cuando retomó aquel aire profético para decir:

—Nadie podrá ocultarse a las miradas del Señor, que separará a los buenos de los malos —continuó—. El sudor llegará a unos hasta el tobillo, a otros hasta la rodilla, a otros hasta la boca, y a otros por encima de la cabeza. Y se verán obligados a sudar durante cincuenta mil años.

Estaba claro que me habían descubierto. Miré disimuladamente alrededor, intentando calcular por dónde podría escapar, pero en todas las puertas había guardias armados hasta los dientes. Sabía yo que matar a un cristiano es para un musulmán tan meritorio como ir a La Meca, y a menudo mucho menos fatigoso. De modo que me vi perdido. Tanteé entonces con la vista la altura del muro, y la encontré grande y terrible, de tal magnitud que si por ella saltase, me despeñaría. Y no era lugar de apetencia, sino de los que imponen: amortajado, austero, árido, de rocas peladas, tumbas rotas, el dolor rezumando por todos los poros. Sólo algunas matas de hisopo, algunas vides requemadas por el sol, algunos olivos baldados, alguna higuera desmedrada.

Volví la cabeza hacia el jeque, que continuaba con sus palabras, en lo que parecía un rapto de inspiración:

—No es raro que la gente rompa a llorar aquí —decía—, pensando en lo que le espera el día del juicio, lamentando faltas y errores y haciendo severos propósitos de enmienda.

Y empezó a recitar:

—«Cuando la trompeta suene, ya no habrá lazos de amistad ni de parentesco… ».

Al escuchar aquellas palabras, vi abierto el cielo, porque me las sabía de memoria. Eran las que gustaba de recitar mi antiguo esclavo Alcuzcuz tomándolas del Corán, para mostrarme que nuestra amistad se había acabado, tras marcarle mi padre el rostro con el hierro candente. Allí sí que pisaba terreno seguro, y le interrumpí, retomando sus palabras y continuándolas:

—«Cuando la trompeta suene, ya no habrá lazos de amistad ni de parentesco… La nodriza dejará caer al niño que amamante; toda mujer embarazada abortará; los hombres andarán como ebrios y locos… Llegará un día en que la tierra será profundamente agitada; las montañas, hechas polvo, serán juguete de los vientos».

El rostro del jeque pareció cobrar otro color. Sonrió al oírme, y me felicitó por mi impecable desempeño en la lengua sagrada del islam. Me explicó, en fin, al hilo de aquellas palabras:

—Ese día del juicio, mientras resuene la trompeta y se alce en este lugar el trono del Altísimo, la Kaaba vendrá desde La Meca volando por los aires, y sentará sus reales en este monte, haciéndose una con la Roca.

Tras lo cual, tomamos la lámpara de plata en el almacén del aceite y entramos en la Cúpula por la puerta que llaman de Beb el Kebla, llegándonos junto a la Roca, que está en el centro de aquel santuario. Rezamos allí una oración más extensa, invocando a Mahoma, y tocamos con gran reverencia la huella de su pie. Bajamos luego a la cueva que hay en el seno de la Roca por una escalera labrada en su lecho y pronunciamos sendas jaculatorias en cada uno de los sitios que llevan los nombres de Salomón, David, Abraham, Gabriel y Elías.

Ensalzó en gran manera el jeque aquel santo lugar:

—Ésta es la cima y remate del monte Moria, piedra nunca hollada por espada ni hierro alguno.

—He oído decir que aquí estuvo en tiempos la base del sanctasanctórum del Templo de Salomón, y que esta piedra se encontraba ya en el Paraíso Terrenal y lleva escrito el nombre incomunicable de Dios —pregunté intentando no mostrar un excesivo interés, que me delataría. Me miró de un modo extraño, y me condujo hasta uno de los rincones, donde me pidió que le ayudara a levantar una losa. Llevaba ésta una inscripción con el nombre del califa Al Walid I, y al moverla quedó al descubierto un agujero del tamaño de una cabeza humana. Me asomé. Apenas se veía, pero a pesar de la escasa luz, pude apreciar que muchos pies más abajo discurría un laberinto cuyas formas recordaban en todo al que había en el pergamino. Aunque éste de allá abajo no era un dibujo o diseño, sino bien de bulto.

Debió de notarme el asombro en la mirada, porque cerró de nuevo el agujero con la losa, advirtiéndome:

—Lo llaman el Pozo de las Almas, porque ahí esperan el día del juicio todas las de la Humanidad, retenidas por ese laberinto, que les presta su ser. Conformaos con lo visto. Pocos lo han atisbado siquiera. Sólo quienes han entrado en el interior de la Kaaba han tenido un privilegio parecido.

—¿También está escrito allí? —pregunté.

—Dicen ser obra de Abraham, que construyó ambos santuarios después de venir de Babilonia, huyendo de la idolatría de los muchos dioses.

No quise insistir, pues recelaría de mí. Subí tras él la escalera que horadaba la Roca, salimos de la Cúpula, y con esto se terminó la visita al Haram. Mientras bajaba del monte y me dirigía al refugio de las caravanas donde me aguardabais tú y Rebeca, iba dándole vueltas al modo de entrar allá abajo, al Pozo de las Almas, para saber cuál era la forma original del pergamino, y su propósito. Pero cuando regresé junto a vosotras, vi que tu madre no sólo no había deshecho nuestros hatillos, sino que lo había dispuesto todo para la marcha de la ciudad.

—Apenas acabamos de llegar. ¿Qué sucede? —le pregunté.

—He estado en el mercado, y he visto a uno de los agentes de Askenazi. Iba preguntando a los comerciantes judíos. Me he acercado con cautela, ocultando el rostro como las mahometanas, y andan buscándonos. Me temo que han estado en Tiberíades y estrechado a preguntas a mi tío Moisés o a su gente, para que revele nuestro paradero. Ahora no podemos volver allí, porque habrán acabado con ellos.

—Si es así, sabrán que tenemos con nosotros los once gajos del pergamino, y querrán apoderarse de ellos a toda costa. Hemos de marcharnos lo más lejos posible —reconocí, muy preocupado.

—Pero ¿adónde? ¿Dónde vamos con la niña? —y noté la inquietud en el rostro de Rebeca.

—A España —contesté—.

Advertí su profunda desazón. Sabía bien del peligro que allí corrían los suyos. Hube de insistir:

—Toda la costa de África está en manos de los turcos, y otro tanto sucede con el resto del Mediterráneo hasta que no se pasa Italia en dirección a España. Sólo allí estaremos a salvo tanto de Askenazi como de Fartax.

—Olvidas a Artal de Mendoza.

—No se atreverá a molestarnos si logramos la protección directa del rey.

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