La llave maestra (36 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

—¿Es algo serio?

—No lo creo. Sólo que necesita descansar.

—Muy bien. Dígale que me telefonee en cuanto pueda. Aprovechó el móvil para llamar a Bielefeld al suyo y pedirle que le relevara. Faltaban un par de horas para la cita con Gabriel Lazo, y quería dar una vuelta por la ciudad, tomar algo y poner sus ideas en orden.

Cuando llegó, el comisario le tendió un papel.

—Ahí tiene el teléfono de Jonathan Lee.

—No me diga que nuestros muchachos se están volviendo eficientes.

—No han sido ellos, sino viejas amistades que uno conserva. Y aquí tiene su cámara. Ya les he enviado la fotografía de ese individuo. David estuvo por contarle quiénes habían llamado a Raquel. Pero se había vuelto desconfiado. Se limitó a preguntarle:

—¿Y el permiso para entrar a los subterráneos? Se lo digo por esta chica. Se la ve muy preocupada por su madre. No dice nada, pero la procesión va por dentro.

—Más no puedo hacer. He vuelto a estar con Gutiérrez. Hemos ido otra vez al claustro de la catedral, donde siguen reconstruyendo la custodia pieza a pieza. Desesperante. Por mucho que les insista, siempre terminamos estrellándonos con que no se pueden acelerar los trabajos y no hay pruebas de que ella esté ahí abajo. Al menos, han empezado a retirar los adoquines de la Plaza Mayor y se confirma que el lunes van a explorarla con un radar geodésico. Dicen que es mejor esperar a sus resultados.

—Si al menos pudiéramos probar que Sara está ahí abajo. Eso lo cambiaría todo…

—¿Y usted? ¿Cómo va su cebo? ¿Ha picado algo?

Dudó si contarle o no la cita con Gabriel Lazo. Era una imprudencia ocultarla. Pero se lo pensó mejor y llegó a la conclusión de que, tal como se estaban poniendo las cosas, era mejor andarse con pies de plomo.

—No sé si fue una buena idea salir en el telediario —se despidió. Tan pronto llegó a su habitación, David llamó al teléfono que le había proporcionado Bielefeld.

—¿Jonathan Lee, por favor?

—Un momento, ¿de parte de quién? —le contestó una voz de mujer.

—De David Calderón… el hijo de Pedro Calderón —añadió.

No tardó en ponerse el propio Jonathan.

—¡David, cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Qué es de tu vida?

—Bien, ¿y tú…? Perdona que vaya al grano, pero estoy en España y necesito que me ayudes. Es un asunto muy urgente.

—Tú dirás.

—Eres quien más tiempo pasó al lado de mi padre en el hospital de la Agencia. ¿Recuerdas haber visto a un hombre muy delgado, chupado, que andaba raro, como ladeado?

David pudo notar la vacilación de su interlocutor, y un embarazoso silencio.

—Jonathan, ¿sigues ahí?

—Sí, David, estoy aquí. Discúlpame, pero creo que no deberíamos hablar de esto por teléfono.

—Lo sé, Jonathan, lo sé. No lo haría de no encontrarme en un Apuro.

—Lo dices por lo que ha pasado ahí con el Papa, ¿verdad?

—¿Cómo lo has adivinado? —se sorprendió David.

—Porque tu padre hablaba así, con los mismos farfullos del Papa. Al final de su discurso. Lo vi todo por televisión.

Y esta vez notó miedo en sus palabras. De nuevo aquella sensación que empezaba a percibir por todas partes, en todos sus interlocutores. O quizá es que se le empezaba a contagiar aquella paranoia. Pero se trataba de una pista demasiado importante como para arriesgarse a perderla. Y se apresuró a rogarle:

—Espera, Jonathan, no cuelgues, por favor. ¿Sería mucho pedirte que identificaras una foto? Sólo tienes que decirme sí o no, si ese hombre chupado es el mismo que estuvo en el hospital con mi padre. Nada de nombres.

De nuevo el silencio, esta vez más largo. Al fin, se oyó:

—Está bien. Sólo sí o no.

—Dame tu correo electrónico, y te la mandaré ahora mismo… —tras tomar nota de la dirección, hizo una pausa y añadió—. Jonathan…

—Sí, dime, David.

—Sé que lo haces por la memoria de mi padre. Muchas gracias.

A las diez de la noche no había un alma en aquel estrecho callejón sin salida. David Calderón comprobó el nombre: calle Roso de Luna. Tal y como había sospechado, el número escrito por Gabriel Lazo en la nota que le había entregado en mano se correspondía con el palacio de la Casa de la Estanca, la antigua sede del Centro de Estudios Sefardíes que había dirigido su padre. Con sus ojos de niño, le parecía un edificio enorme. Pero ahora sólo era un maltrecho caserón en forma de H que cerraba la calle con su fachada principal. ¿Por qué vivía allí aquel hombre?

La oscuridad aún lo hacía más inquietante. A medida que se adentraba, apenas podía ver el suelo, ni las paredes, ni mucho menos el fondo. Por lo que recordaba, los antiguos registros de agua estaban en el patio trasero, al otro lado del cuerpo principal del edificio. Éste era el travesaño de la H, y había que entrar en él y pasar al otro lado para llegar hasta allí. En cuanto a las dos alas, abrazaban el callejón por los laterales, de modo que éste se cerraba sobre sí mismo en un cul-de-sac, sin dejar escapatoria.

«Perfecto para una trampa —pensó—. Pero tengo que arriesgarme».

La noche era calurosa, y el silencio apenas estaba amortiguado por el sonido intermitente de las cigarras. Avanzó hacia el fondo, donde las paredes ganaban altura y se volvían amenazadoras. Una rata chilló cuando estuvo a punto de pisarla.

Avanzó de nuevo, esquivando los escombros y zapatas de madera donde se apoyaban las vigas para apuntalar varias de las casas, abandonadas a su suerte. Un penetrante olor a gato brotaba de las paredes desconchadas, en las que sobresalían los ladrillos desgastados por la intemperie.

Oyó pasos a sus espaldas, a la entrada del callejón. Se echó a un lado y hurtó el bulto tras el quicio de una puerta. En el leve contraluz que perfilaba la boca de la calleja no se veía nada. Si alguien estaba al acecho, era evidente que había decidido, a su vez, ocultarse. Aguzó el oído y se dispuso a escuchar. Fue inútil, porque en el interior del caserón empezó a ladrar un perro.

Los ladridos se oían cada vez más cerca y más fuertes. El perro había detectado su presencia, y arañaba la puerta por dentro. David abandonó el hueco de la entrada donde se había refugiado y se alejó hasta otro vecino. Pero el perro siguió ladrando.

Se encendió una luz en el interior del caserón. Se oyó la tos pedregosa de alguien que se acercaba hacia la puerta desde el interior, caminando por el pasillo. Hubo un ruidoso descorrer de cerrojos. Y por fin la maciza silueta de Gabriel Lazo apareció en el umbral.

Con una mano sujetaba un mastín de gran alzada, y en la otra llevaba una escopeta con los cañones recortados.

«Este tipo no se anda con bromas —pensó David—. O quizá es que alguien lo ha puesto en guardia».

Lazo examinó el callejón con desconfianza, blandiendo el arma en todas direcciones. Orientado por los ladridos del perro, no tardó en volverla hacia donde se encontraba escondido el criptógrafo.

Éste se preguntó de nuevo si había sido una buena idea venir, y si en aquellas condiciones sería prudente arriesgarse a dar señales de vida. Pero cuando vio que el mastín tiraba de la cadena en dirección a él, le pareció evidente que no tardaría en descubrirle, y que lo mejor era salir a su encuentro.

—¡Señor Lazo, soy yo, David Calderón! —gritó primero a modo de advertencia; y, sólo cuando vio que bajaba la escopeta, caminó hasta la raya de luz que permitió su identificación.

—Ah, ¿es usted? Suba, le estaba esperando.

Le bastaron tres zancadas para salvar los peldaños de la escalera. Lazo despedía un intenso olor corporal, al que el mastín parecía estar más que acostumbrado, pues lo primero que hizo fue olisquear al criptógrafo de arriba abajo.

Le hizo entrar por el largo pasillo, que ahora tenía los baldosines desgastados y desencajados. David recordaba la hilera de habitaciones, alineadas a los dos lados, con distintas dependencias, y el despacho de su padre al fondo. Fue allí donde le llevó Lazo. Estaba convertido en un desastrado salón, presidido por un sofá, en el que el perro se tumbó sin ninguna ceremonia.

—Los chuchos saben muy bien cuál es el sitio más fresco de la casa —celebró Lazo, con una risotada—. Se les deja elegirlo, luego se les echa de un puntapié y se pone uno allí. A ver, Canelo, que ahí nos vamos a sentar nosotros.

Lo apartó de un manotazo en el hocico y ofreció el asiento libre a David. Este prefirió permanecer de pie, y alerta. Tras la persiana medio bajada se adivinaba el patio que daba a la Casa de la Estanca, de donde llegaban en sordina los caliginosos cacareos de las gallinas, que intentaban conciliar el sueño. Por aquel lado, todo parecía tranquilo.

Se volvió hacia Gabriel Lazo y le interrogó con la mirada. Él no se hizo esperar:

—Usted no me conoce, ya me habían echado de aquí cuando nació. En cambio, yo sé bien quién es usted. Traté mucho a su padre. No le habría reconocido de no haber visto su nombre en la televisión. Pero una vez que se sabe, se le ve enseguida el parecido con él.

—Creía que iba a hablarme de Sara Toledano.

Y al decir esto miró con atención a Lazo y calibró qué crédito conceder a sus palabras. Reparó en su rostro cuadrado, de atormentada frente, los labios finos y apretados, y sus ojos negros, diminutos y punzantes. ¿Cuántos años tenía aquel hombre? ¿Sesenta y tantos? De haber estado aún vivo, su padre andaría ahora por los setenta. Parecía verosímil que le hubiera conocido. Es más, aquel hombre quizá fuese el mismo que asomaba al fondo de la foto que presidía la mesa de Sara en la Fundación.

Como si le adivinara el pensamiento, su interlocutor precisó:

—Fui conserje de esta casa cuando aún era el Centro de Estudios Sefardíes. También conocí a don Abraham Toledano, y a su hija. Una bonita historia la que tuvo con su padre de usted, aunque terminara como terminó.

—¿De qué años me está hablando, señor Lazo?

—De principios de los sesenta. Y ahórrese el «señor». Coincidía, en efecto, con la vuelta de su padre a Antigua y la foto de la Plaza Mayor. El corazón le dio un vuelco. Por fin se encontraba con alguien que podía hablarle de lo que había sucedido allí, de cómo se había embarcado Pedro Calderón en aquellos trabajos y fatigas de los que parecía haberse borrado todo rastro:

—¿Qué le pasó aquí a mi padre?

Para cuando se dio cuenta, ya fue demasiado tarde. La ansiedad con la que David había hecho su pregunta, acercándose a Lazo en actitud vehemente, fue malinterpretada por éste. Y la confianza que podía haber comenzado a surgir entre ellos pareció quebrarse.

—Oiga, no pensará que yo… —empezó a balbucir aquel hombre, revolviéndose con violencia.

—Cálmese, Gabriel, yo no pienso nada… Es que no hay forma de saber qué le pasó a mi padre en esta maldita ciudad.

Por mucho que intentase rectificar el paso en falso que había dado, Lazo amenazaba con replegarse de nuevo sobre sí mismo, surgía en él aquella mirada en ruinas, a la deriva, mientras aseguraba:

—No sé lo que le habrán dicho, pero yo no tuve nada que ver… ¿Ha sido el inspector Gutiérrez, verdad? Ese hombre siempre me ha odiado. Y también odiaba a su padre.

—¿Qué tiene que ver el inspector Gutiérrez con mi padre?

Lazo le miraba ya con desconfianza, y estaba a punto de encerrarse en su mutismo. Tenía demasiado miedo a aquel hombre.

—Gabriel, créame. He conocido al inspector Gutiérrez esta mañana. Si nos ha visto juntos es por razones de trabajo. Eso es todo. Yo no soy policía.

—Entonces, ¿a qué se dedica usted?

No podía contestar: «Soy criptógrafo». Eso habría sido mucho peor. Siempre era un problema explicarle a la gente su profesión. Pero en la España de «hay gente para todo» las cosas se complicaban. ¿Qué oficio decirle a Lazo que no condujese a peores malentendidos?

—Estoy ayudando a Sara Toledano con sus papeles —aseguró, al fin—. Usted también ha trabajado con ella, ¿verdad?

Aquél era, con toda evidencia, terreno más seguro, y Lazo no parecía experimentar de momento mayores sobresaltos. Asintió con un gesto, permaneciendo a la expectativa. Pero aún dudaba. Habría que ayudarle.

—¿Desde cuándo la conoce? —continuó, persuasivo, David.

—Muchos años, muchos.

—¿Venía a menudo a Antigua?

—Al principio, sólo durante los veranos… En su ausencia, yo le guardaba la casa. Cuando venían los Toledano, ellos vivían en el piso de arriba. También su padre de usted vivió aquí, hasta que encontró vivienda propia.

Se detuvo. Otra vez dudaba, desconfiado.

—Siga, por favor —le pidió David.

Lazo decidió limitarse a hablar de su relación con Sara Toledano.

—Yo la ayudaba, y le servía de guía cuando me lo pedía la señora. Pero eso fue al principio. Luego ella fue conociendo bien la ciudad y se las apañaba sola.

—¿Quiere decir que ya no contaba con usted?

—No. Empezó a llevar mucho trajín. Hasta que este año se mudó al convento de los Milagros. Supongo que habría encontrado lo que andaba buscando.

—¿Y qué es lo que andaba buscando?

—Ella decía que la casa de sus antepasados, lo mismo que su padre, don Abraham Toledano. Pero yo nunca me lo creí. Supongo que buscaba lo que todo el mundo… —Y ante la actitud de extrañeza de David, prosiguió—: Ya sabe. El oro y el moro. Tesoros ocultos. Pero ya podía buscar, ya…

Se interrumpió con un carraspeo de pulmones castigados y resecos. Los ojillos aceitosos de Lazo volvieron a brillar cuando bajó la voz para susurrar:

—Lo que se ve de Antigua es sólo la punta del iceberg. No es que las casas sean bajas. Es que son como rascacielos enterrados. La verdadera ciudad empieza debajo. No tiene idea de lo que se traga la tierra, y esta gente camina sobre oro sin saberlo.

Y aquí, sus palabras desembocaron en una ristra de toses. Cuando se hubo repuesto, continuó, moviendo la cabeza, contrariado:

—¿No me cree, verdad? Ya me lo suponía.

Se puso en pie y salió de la habitación. David oyó cómo arrastraba los pies por el interminable pasillo. Luego, puertas y cajones que se abrían, y los pasos de Lazo, que se acercaba, flanqueado por su perro. Entró de nuevo en la habitación, con un fajo de papeles. Echó mano de ellos y le tendió una fotografía.

En ella se veían unas fortificaciones impresionantes, que el flash de la cámara iluminaba en medio de lo que parecía la más absoluta oscuridad. No había nada alrededor. Sea lo que fuere, aquellos muros ciclópeos parecían completamente aislados. Debía tratarse de un subterráneo.

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