Expedición a la Tierra

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

 

¿Qué pasará cuando lleguemos a la Luna? ¿Colonizaremos los otros planetas? ¿Encontraremos en ellos vestigios de vida? ¿Qué sucederá a nuestra propia raza cuando, tras un sinnúmero de años, por una evolución geológica irremediable, la Tierra se haya hecho inhabitable para el hombre? ¿En tiempos remotos hubo en la Tierra o en otros planetas, civilizaciones de las que no nos ha llegado noticia y fueron éstas más avanzadas que la nuestra? Todas estas preguntas y muchas más se las plantea Arthur Clarke en su privilegiada mente de científico y filósofo. ¿Qué harán los dos únicos ocupantes de una astronave que pierda casi todo su oxígeno, permitiendo sólo la subsistencia de uno de ellos? ¿Cómo harán los últimos hombres para salvaguardar los tesoros de las civilizaciones antiguas, cuando en la Tierra ya no sea posible la vida?

Arthur C. Clarke

Expedición a la Tierra

ePUB v1.1

TabernaHormiga
14.09.12

Título original:
Expedition to Earth

Arthur C. Clarke, 1953.

Traducción: Eduardo Salades

Editor original: TabernaHormiga (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

Prólogo

Que Arthur Clarke es hoy día uno de los que mejor culti­van el género de la novela científica lo saben ya los lec­tores de COLECCIÓN NEBULAE que han leído su no­vela
Las Arenas de Marte
, en cuyo prólogo puse de mani­fiesto los antecedentes científicos y literarios de este cono­cido autor inglés.

La obra que hoy tenemos el gusto de presentar a nues­tros lectores es una colección de novelitas cortas, la prime­ra que ha escrito Arthur Clarke. Sin embargo, los que no gusten de tales colecciones y prefieran a ellas una obra larga de bien hilvanado trabazón, no deben por esto des­deñar este volumen pues todas las novelas cortas que lo componen responden a una idea única; el planteo de los problemas con que tendrá que enfrentarse el hombre cuan­do en un futuro, que cada vez parece más próximo, haya podido salir de su actual morada, el planeta que habita­mos, y conquistar, para la expansión de su raza, primero los planetas y después quizá también los ámbitos de nuestra Galaxia y quién sabe si de las demás.

Amigo lector; por el sólo hecho de serlo de COLECCIÓN NEBULAE, es usted una persona que gusta de especular sobre el futuro y siente una ansia —que le honra— por saber cómo los grandes y acelerados progresos científicos y técnicos de nuestro tiempo influirán en la vida de mañana. Seguramente, en su interior, se ha planteado usted mu­chos problemas, todos de acuciante interés: ¿Qué pasará cuando lleguemos a la Luna? ¿Colonizaremos los otros planetas? ¿Encontraremos en ellos vestigios de vida? ¿Qué sucederá a nuestra propia raza cuando, tras un sinnúmero de años, por una evolución geológica irremediable, la Tie­rra se haya hecho inhabitable para el hombre? ¿Hubo en tiempos remotos, en la Tierra o en otros planetas, civilizaciones de las que no nos ha llegado noticia y fueron éstas o no más avanzadas que la nuestra?

Todas estas preguntas, y muchas más, se las ha planteado también Arthur Clarke en su privilegiada mente de cientí­fico y filósofo. Con sus disquisiciones hubiera podido, como otras veces, llenar doctos volúmenes que, dada su bien ci­mentada y merecida fama, hubieran sido leídos con gusto por los especialistas, pero que probablemente no hubieran llegado nunca al gran público. Es quizá por esto que Clarke, en lugar de dar el fruto de sus reflexiones en forma de abstrusos conceptos, ha preferido escribir una serie de no­velas cortas, cada una de las cuales responde a uno de los citados problemas.

¿Qué hubiera podido llegar a ser una civilización basada tan sólo en un gran desarrollo filosófico y mental, pero sin ningún desarrollo de la técnica, de las ciencias aplicadas? Esta cuestión la encontrarán tratada en
La Segunda Aurora
, la primera de las novelitas de este volumen. La dramática situación que se origina entre los dos únicos ocupantes de una nave espacial que viaja por las regiones siderales y en la que por una fuga se ha escapado el oxígeno, de tal manera que no queda más que el suficiente para permitir la supervivencia de uno solo de ellos hasta llegar a término y la drástica solución a que se llega, las encontrarán uste­des descritas con mano maestra literaria en
Tensión Extrema
. ¿Cómo harán los últimos hombres que puedan subsistir sobre la Tierra, para salvaguardar los tesoros de las civilizaciones ancestrales, cuando en nuestro planeta ya no sea posible la vida? Esta obsesionante cuestión es el tema de
Expedición a la Tierra
. ¿No puede un exceso de técnica, una busca obsesiva de refinamientos científicos en las artes bé­licas paradójicamente conducir a una inferioridad militar frente a otros pueblos que se hayan contentado con armas más «clásicas», más antiguas, si se quiere? De esto se trata en
Superioridad
. ¿Un espía del futuro que, perseguido por una gran astronave, aterriza en una luna de Marte, puede burlar a su perseguidor dando continuas vueltas al pequeño satélite como una ardilla en su jaula? Léalo usted en
Juego de Escondite
. Nosotros, hasta ahora por lo menos, no hemos alcanzado la Luna pero ¿si en otros planetas de nuestro sistema solar, o de otros sistemas, han florecido civilizaciones que hayan llegado a un desarrollo técnico tal que, en la época que sea, les ha permitido emprender vuelos interplanetarios, no sería posible que hubiesen alcan­zado nuestro satélite y en él hubiesen dejado rastros de su paso o quién sabe si lugares de observación desde los cuales poder vigilar el desarrollo de la civilización terres­tre? Esta aventurada lucubración es el tema de
El Centinela
. Me parece que con lo dicho basta para que el lector se dé cuenta que la lectura de las novelitas de este volumen le proporcionará una amplia visión de un porvenir casi ilimi­tado. No habrá sido una lectura en vano, sino una de aqué­llas que hacen reflexionar y ensanchan los límites de nues­tra imaginación.

Miguel Masriera

LA SEGUNDA AURORA

(Second Dawn, 1951)

—Ahí vienen —dijo Eris alzando sus patas de­lanteras y volviéndose para mirar a lo largo del extenso valle. Pena y amargura habían abandona­do sus pensamientos por un instante, hasta el pun­to que incluso Jeryl, cuya mente estaba más precisamente ajustada a la suya que ninguna otra, apenas pudo percibirlas. Había incluso un resabio de dulzura que le recordaba acerbamente aquel Eris que había conocido en los días antes de la Guerra, el viejo Eris que ahora parecía casi tan remoto y tan perdido como si estuviese yaciendo con los otros, allá abajo en la llanura.

Una oscura marea fluía subiendo por el valle, adelantando con curioso y vacilante movimiento, haciendo extrañas pausas y avanzando a pequeños saltos. A sus flancos brillaba el oro de la delgada línea de guerreros atelenios, tan terriblemente es­casos, comparados con la negra masa de los pri­sioneros. Pero eran los suficientes; en realidad, eran solamente necesarios para guiar aquel río sin meta en su indecisa marcha. Y sin embargo, a la vista de tantos miles de enemigos, Jeryl des­cubrió que temblaba, y se acercó instintivamente a su compañero, piel de plata que se apoyaba con­tra la de oro. Eris no dio señales de haber com­prendido, ni tan sólo observado el movimiento.

El miedo se desvaneció cuando Jeryl vio lo des­pacio que la corriente oscura adelantaba. Le ha­bían dicho lo que tenía que esperar, pero la reali­dad era aún peor de lo que se había imaginado. Al acercarse los prisioneros, todo el odio y la amargura se desvanecieron de su mente, siendo reemplazados por una penosa compasión. Nadie de su raza debería temer ya nunca más a la horda idio­ta y sin objetivo que era conducida a través del paso, hacia el valle del que nunca más saldría.

Los guardias apenas si hacían más que instar a los prisioneros con gritos sin sentido pero alentado­res, como niñeras que llaman a niños demasiado pequeños para comprender sus pensamientos. Por más que se esforzase, Jeryl no podía percibir ves­tigio alguno de razón en ninguna de aquellos mi­llares de mentes que pasaban tan cerca. Aquello hizo que se diese cuenta más vívidamente que nin­guna otra cosa, de la magnitud de la victoria y de la derrota. Su mente era lo suficientemente sensi­ble para detectar los primeros pensamientos vagos de los niños, que bordeaban el límite de la conciencia. Los derrotados enemigos no eran ni tan sólo niños, sino bebés con cuerpos de adultos.

La marea pasaba ahora a pocos palmos de ellos. Por vez primera, Jeryl se dio cuenta de cuánto ma­yores que su propia gente eran los mitraneos, y cuán bellamente la luz de los soles gemelos res­plandecía sobre el oscuro raso de sus cuerpos. Una vez, un magnífico ejemplar que sobrepasaba a Eris en una cabeza, se apartó del grupo principal y se acercó tambaleándose hacia ellos, deteniéndose a pocos pasos. Luego se agachó como un niño perdi­do y asustado, moviendo inciertamente de un lado a otro su espléndida cabeza, como si buscase no sa­bía qué. Por un instante, sus ojos grandes y vacíos contemplaron de frente la cara de Jeryl. Ella sabía que era tan hermosa para los mitraneos como para su propia raza, pero no hubo ni un parpadeo de emoción en aquellas facciones sin expresión, ni pausa en los movimientos sin sentido de aquella cabeza inquisitiva. Y entonces un exasperado guardia dirigió nuevamente al prisionero hacia sus compañeros.

—Larguémonos —rogó Jeryl—. No quiero ver nin­guno más. ¿Por qué me trajiste aquí? —Este úl­timo pensamiento estaba cargado de reproches.

Eris comenzó a alejarse sobre las pendientes herbosas, dando grandes saltos que ella no podía esperar igualar, pero a medida que avanzaba su mente lanzó un mensaje hacia la de ella. Los pen­samientos de él aún eran amables, pero el dolor que había tras ellos era demasiado profundo para poder ser ocultado.

—Quería que todos, incluso tú, viesen lo que tuvimos que hacer para ganar la Guerra. Así, qui­zá, no tendremos ya más en el curso de nuestras vidas.

Eris la estaba esperando sobre la cresta de la co­lina, tranquilo a pesar de la alocada violencia de su ascensión. La corriente de prisioneros estaba ahora demasiado por debajo de ellos para que pu­diesen apreciar los detalles de su penoso avance. Jeryl se agachó junto a Eris y comenzó a pacer la escasa vegetación que había emigrado desde el fértil valle. Comenzaba a recuperarse lentamente de su impresión.

—Pero ¿qué les ocurrirá? —preguntó al fin, perturbada aún por el recuerdo de aquel espléndi­do gigante sin razón, en su camino hacia un cauti­verio que no podría jamás comprender.

—Se les puede enseñar a comer —dijo Eris—. En el valle hay alimento para medio año, y luego los desplazaremos. Será una pesada carga para nuestros recursos, pero estamos bajo una obliga­ción moral, y lo hemos hecho constar en el tratado de paz.

—¿No sanarán jamás?

—No. Sus mentes han sido completamente des­truidas. Serán así hasta que mueran.

Hubo un largo silencio. Jeryl dejó que su mira­da vagase por las colinas, que bajaban ondulando suavemente hasta el borde del océano. Podía vis­lumbrar, a través de una abertura entre las coli­nas, la distante línea azul que indicaba el mar, el misterioso e impasible mar. Su azul se hundiría pronto en la oscuridad, pues el feroz y blanco sol se estaba poniendo, y pronto no habría sino el disco rojo —cientos de veces mayor, pero que daba mu­cha menos luz—, de su pálido compañero.

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