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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

Expedición a la Tierra (4 page)

A Eris le pareció como si se encontrase al borde de un gran abismo, mientras, desde el lado opues­to, Terodimus le hacía señas para que se acercase. Sus pensamientos lucharon por formar un puente, pero no pudo establecer contacto. Entre ellos se encontraba el vacío de media vida y de muchas batallas, de una miríada de experiencias no com­partidas, los años de Terodimus en esa tierra ex­traña, su propia unión con Jeryl, y el recuerdo de sus perdidos hijos. A pesar que se hallaban fren­te a frente, a pocos pasos de distancia, sus pensa­mientos no podían encontrarse ya nunca más.

Y entonces Aretenon, con todo el poder y la autoridad de su habilidad insuperable, hizo algo a su mente que Eris no pudo, después, recordar nunca. Solamente supo que los años parecían ha­ber sido obliterados, y que era una vez más el ansioso y vehemente alumno, y que podía nueva­mente hablar a Terodimus.

* * *

Dormir bajo tierra era extraño, pero menos des­agradable que pasar la noche entre los terrores desconocidos de la selva. Mientras observaba como las sombras carmesíes se oscurecían más allá de la entrada de la pequeña cueva, Jeryl trató de re­coger sus desperdigados pensamientos. Solamente había comprendido una pequeña parte de lo que había pasado entre Eris y Terodimus, pero sabía que estaba ocurriendo algo increíble. La evidencia de sus propios ojos era suficiente para probarlo; había visto cosas para las cuales no había palabras en su lenguaje.

Y también había oído cosas. Al pasar ante una de las bocas de las cuevas, había percibido un zumbido rítmico que procedía de ella, distinto del que hacía cualquier animal conocido. Había con­tinuado constante, sin pausa ni interrupción, todo el tiempo que pudo oírlo, e incluso ahora su ritmo calmoso continuaba en su mente. Creía que Aretenon también lo había oído, pero sin sorpresa al­guna; Eris había estado demasiado ocupado con Terodimus.

El viejo filósofo le había hablado muy poco, diciendo que prefería mostrarles su imperio cuando hubiesen descansado toda una noche. Casi toda su conversación se había referido a los acontecimien­tos de su propio país durante los últimos años, y Jeryl la había encontrado algo aburrida. Una cosa solamente le había interesado, y no tenía ojos para casi nada más. Y eso era la maravillosa cadena de cristales coloreados que Terodimus había llevado alrededor de su cuello. Lo que era, o como había sido creada, no podía imaginarlo, pero la codicia­ba. Al dormirse pensaba vagamente, pero más que medio en serio, en la sensación que causaría si volviese a su gente con una maravilla tal resplan­deciendo sobre su propia piel. Quedaría mucho mejor que sobre el viejo Terodimus.

Aretenon y Terodimus se les reunieron en la cueva poco después de la aurora. El filósofo había prescindido de sus adornos —que evidentemente sólo había lucido para impresionar a sus hués­pedes— y su cuerpo había vuelto al amarillo nor­mal. Eso era algo que Jeryl podía comprender, pues había visto frutos cuyo jugos producían cam­bios de color semejantes.

Terodimus se instaló a la entrada de la cueva. Comenzó su narración sin ningún preliminar, y Eris adivinó que lo debía haber contado antes mu­chas veces a anteriores visitantes.

—Llegué a este lugar, Eris, unos cinco años des­pués de salir de nuestro país. Como sabes, siempre me habían interesado los países extranjeros, y por los mitraneos había oído rumores que me habían intrigado mucho. Como conseguí seguirlos hasta su origen es una historia que ahora poco importa. Un verano crucé el río muy a lo alto, cuando el agua estaba muy baja. No hay más que un lugar donde se pueda hacer, y aun eso solamente en los años más secos. Más arriba todavía el río se pierde en las montañas, y no creo que haya ningún camino a través de ellas. De modo que esto es virtualmente una isla, casi completamente aislada de terreno mitraneo.

»Es una isla, pero no está deshabitada. Las gen­tes que aquí viven se llaman filenios, y tienen una cultura muy notable, enteramente diferente de la nuestra. Ya han visto algunos de los productos de esa cultura.

»Como ya saben, en nuestro mundo hay mu­chas razas diferentes, y bastantes de ellas tienen cierta inteligencia. Pero hay un gran abismo entre nosotros y todas las demás criaturas. Por cuanto sabemos, nosotros somos los únicos seres capaces de pensamiento abstracto y de procesos lógicos complejos.

»Los filenios son una raza mucho más joven que la nuestra, y constituyen un intermedio entre no­sotros y los demás animales. Han vivido aquí, en esta isla, que es bastante grande, durante varios millares de generaciones, pero su velocidad de desarrollo ha sido muchas, muchísimas veces ma­yor que la nuestra. Ni poseen ni comprenden nuestros poderes telepáticos, pero tienen algo que bien podemos nosotros envidiarles, algo que es la causa de toda su civilización y de su progreso increíblemente rápido.

Terodimus hizo una pausa, y se alzó lentamen­te sobre sus pies.

—Síganme —dijo—. Les llevaré a ver a los fi­lenios.

Les condujo de vuelta a las cavernas, de las cua­les habían salido la noche anterior, deteniéndose frente a la entrada por la cual Jeryl había oído aquel susurro extraño y rítmico. Era ahora más claro y más fuerte, y Jeryl observó cómo Eris se sobresaltaba, como si lo escuchase ahora por vez primera. Terodimus emitió un agudo silbido, e in­mediatamente el zumbido se fue debilitando, ba­jando octava por octava, hasta desvanecerse en el silencio. Un momento después algo salió de la oscuridad, dirigiéndose hacia ellos.

Era una pequeña criatura, de escasamente la mitad de su propia altura, y no saltaba, sino que caminaba sobre dos miembros unidos que parecían delgados y débiles. Su gran cabeza esférica estaba dominada por dos enormes ojos, situados a bastan­te distancia el uno del otro, y capaces de movi­miento independiente. Con la mejor voluntad del mundo, a Jeryl no le pareció muy atractiva.

Entonces Terodimus silbó nuevamente, y la criatura levantó hacia ellos sus miembros delan­teros.

—Miren bien —dijo Terodimus muy suave­mente—, y verán la respuesta a muchas de vues­tras preguntas.

Por primera vez Jeryl vio que los miembros de­lanteros de aquella criatura no terminaban en pe­zuñas, ni, a decir verdad, en la forma de ningún otro animal que conociese. En su lugar, se dividían en por lo menos una docena de tentáculos flexibles y delgados, y en dos garras ganchudas.

—Acércate a él, Jeryl —ordenó Terodimus—. Tiene algo para ti.

Dubitativamente, Jeryl se adelantó. Observó que el cuerpo de la criatura estaba cruzado de bandas de material oscuro, a las cuales había suje­tos una serie de objetos no identificables. Bajó un miembro delantero a uno de ellos, y una tapa se abrió revelando una cavidad dentro de la cual algo resplandecía. Y luego los pequeños tentáculos tomaron aquel maravilloso collar de cristal, y con un movimiento tan rápido y tan diestro que Jeryl apenas pudo seguirlo, el filenio se adelantó y lo prendió alrededor de su cuello.

Terodimus apartó su confusión y su gratitud, pero su vieja y astuta mente quedó bien satisfecha. Ahora Jeryl sería su aliada en todo lo que él pro­yectase. Pero las emociones de Eris no serían quizá tan fácilmente influidas, y en aquella cuestión la lógica por sí sola no era suficiente. Su antiguo alumno había cambiado tanto, había sido herido tan profundamente por el pasado, que Terodimus no podía estar seguro del éxito. Sin embargo, tenía un plan que podía volver en su favor incluso aque­llas dificultades.

Dio otro silbido, y el filenio hizo un curioso ademán con la mano y desapareció en la cueva. Un momento más tarde el curioso zumbido ascen­dió nuevamente del silencio; pero la curiosidad de Jeryl estaba ahora completamente dominada por el deleite que le producía su nueva posesión.

—Iremos a través de los bosques —dijo Terodi­mus—, al establecimiento más cercano; está muy cerca de aquí. Los filenios no viven al aire libre como nosotros. En realidad, difieren de nosotros en casi todos los aspectos posibles. Incluso me temo —añadió pensativamente—, que su carác­ter sea mucho mejor que el nuestro, y creo que un día serán inteligentes. Pero primeramente, deja que te explique lo que he aprendido acerca de ellos, de modo que puedas comprender lo que in­tento hacer.

* * *

La evolución mental de una raza cualquiera está condicionada, incluso dominada, por factores físicos que aquella raza casi invariablemente acep­ta como parte del orden natural de las cosas. Las manos maravillosamente sensitivas de los filenios les habían permitido encontrar, por experimento y ensayo, hechos que la única otra especie inteli­gente del planeta había tardado mil veces más en descubrir por pura deducción. Muy pronto en el curso de su historia, los filenios habían inventado sencillas herramientas. De éstas habían pasado a los tejidos, la cerámica y el uso del fuego. Cuando Terodimus los descubrió, habían inventado ya el torno y la rueda de alfarero, y estaban a punto de entrar en su primera Edad del Metal, con todo lo que eso significaba.

En el aspecto puramente intelectual, su progreso había sido menos rápido. Eran inteligentes y hábiles, pero les disgustaba el pensamiento abs­tracto, y sus matemáticas eran puramente empí­ricas. Sabían, por ejemplo, que un triángulo de lados en la relación tres:cuatro:cinco era rectán­gulo, pero no habían sospechado que ése era sola­mente un caso de una ley mucho más general. Sus conocimientos estaban llenos de grandes lagunas de ese tipo, las cuales no parecían tener prisa en llenar, a pesar de la ayuda de Terodimus y de sus docenas de discípulos.

A Terodimus lo adoraban como a un dios, y du­rante dos generaciones enteras de su raza de corta vida le habían obedecido en todo, dándole todos los productos de su habilidad que necesitaba, y ha­ciendo a sugerencia suya, las nuevas herramientas y dispositivos que se le habían ocurrido. Esa aso­ciación había sido extraordinariamente fértil, pues era como si ambas razas se hubiesen repentina­mente liberado de sus cadenas. Una gran habilidad manual y un gran poder intelectual se habían fundido en una fructífera unión probablemente única en todo el universo, y un gran progreso que normalmente hubiese requerido milenios había sido alcanzado en menos de una década.

Tal como Aretenon les había prometido, si bien Eris y Jeryl vieron muchas maravillas, no encon­traron nada que no pudieran comprender, una vez que vieron trabajar a los pequeños artífices filenios, y observaron con qué arte mágico sus manos moldeaban los productos materiales dándoles formas hermosas o útiles. Incluso sus minúsculas ciudades y primitivas granjas pronto dejaron de ser maravillas y pasaron a ser parte del orden natural de las cosas.

Terodimus les dejó contemplar a su gusto, hasta que vieron todos los aspectos de aquella sutil cultura de la edad de piedra. Como no ha­bían visto otra cosa, no les pareció nada incon­gruente ver un alfarero filenio —que apenas si sabría contar hasta diez —formar una serie de superficies algebraicas complejas bajo la dirección de un joven matemático mitraneo. A semejanza de todos los de su raza, Eris poseía un tremendo poder de visualización mental, pero se dio cuenta de cuánto más fácil sería la geometría si uno pu­diera realmente
ver
las formas que consideraba. De ese principio (si bien él no podía adivinarlo), evolucionaría algún día la idea de un lenguaje escrito.

De todas las cosas, lo que más fascinaba a Jeryl era ver como las pequeñas mujeres filenias tejían en sus primitivos telares. Podía permanecer senta­da horas enteras contemplando las voladoras lan­zaderas y deseando poder usarlas. Una vez se ha­bía visto hacer, parecía tan sencillo y obvio, y tan por completo fuera del alcance de los burdos e inútiles miembros de su propia gente.

Llegaron a apreciar mucho a los filenios, quie­nes parecían ansiosos de agradar, e infantilmente orgullosos de todas sus habilidades manuales. En ese ambiente nuevo y original, y viendo cada día nuevas maravillas, Eris parecía irse recuperando de algunas de las cicatrices que la Guerra había dejado en
su
mente. Pero Jeryl sabía que aún que­daba mucho daño por reparar. A veces, y antes que él pudiese ocultarlas, encontraba abiertas y enconadas heridas en las profundidades de la men­te de Eris, y temía que muchas de ellas —como el roto muñón de su cuerpo —no se curarían nunca. Eris había odiado la Guerra, y la forma en que había terminado le oprimía aún. Pero, además, Jeryl lo sabía, le torturaba el miedo a que pudie­se venir de nuevo.

A menudo discutía esas dificultades con Terodimus, a quien ahora apreciaba mucho. No podía aún comprender del todo por qué les había hecho ir allí, o cuáles eran sus planes y los de sus discí­pulos. Terodimus no tenía prisa por explicar sus acciones, pues deseaba que, en lo posible, Eris y Jeryl hiciesen sus propias deducciones. Pero, final­mente, cinco días después de su llegada, los llamó a su cueva.

—Ahora ya han visto —comenzó— la ma­yor parte de las cosas que podemos mostrarles aquí. Saben lo que pueden hacer los filenios, y quizá han pensado lo mucho que nuestras vidas se enriquecerán una vez podamos utilizar los pro­ductos de su habilidad. Eso fue lo primero que pensé cuando llegué aquí, hace muchos años.

»Era una idea obvia y más bien infantil, pero me condujo a otra mucho más importante. A me­dida que fui conociendo a los filenios, y observé lo rápidamente que sus mentes habían avanzado en tan corto tiempo, me di cuenta de la tremenda desventaja que nuestra raza había siempre sufrido. Comencé a preguntarme cuánto más hubiésemos nosotros avanzado si hubiésemos tenido el dominio de los filenios sobre el mundo físico. No es sencilla­mente una cuestión de comodidad, ni de la posibi­lidad de fabricar cosas hermosas como ese collar tuyo, Jeryl, sino algo mucho más profundo. Es la diferencia entre la ignorancia y el conocimiento, entre la debilidad y el poder.

»Hemos desarrollado nuestras mentes, y sola­mente nuestras mentes, hasta que ya no podemos avanzar más. Como Aretenon les ha dicho, he­mos llegado ahora a un peligro que amenaza a toda nuestra raza. Estamos bajo la sombra del arma irresistible contra la cual no hay defensa.

»La solución está, literalmente, en manos de los filenios. Tenemos que utilizar nuestra habilidad para transformar nuestro mundo, y eliminar así la causa de todas nuestras guerras. Tenemos que vol­ver al principio, y establecer de nuevo los funda­mentos de nuestra cultura. Y no será solamente nuestra cultura, pues la compartiremos con los filenios. Ellos serán las manos, y nosotros los cere­bros. ¡Oh, he estado soñando en el mundo del futuro, que puede venir dentro de siglos, cuando in­cluso las maravillas que ahora ven en derredor vuestro serán consideradas juguetes infantiles! Pero no muchos son filósofos, y necesitan argu­mentos más substanciales que puros sueños. Y creo que he encontrado este argumento definitivo, aun­que no puedo aún estar seguro.

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