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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

Expedición a la Tierra (5 page)

»Te he pedido que vinieses aquí, Eris, en parte porque quería renovar nuestra antigua amistad, y en parte porque tu palabra tendrá ahora mucho más influencia que la mía. Eres un héroe entre tu propio pueblo, y también los mitraneos te es­cucharán. Quiero que regreses, llevándote contigo algunos filenios y sus productos. Muéstraselos a tu pueblo, y pídeles que envíen a sus hombres jó­venes aquí, para ayudarnos en nuestro trabajo.

Se produjo una pausa durante la cual Jeryl no consiguió enterarse en absoluto de los pensamien­tos de Eris. Y entonces éste replicó algo vacilante:

—Pero todavía no lo comprendo. Esas cosas que hacen los filenios son muy bonitas, y algunas de ellas pueden sernos útiles. Pero ¿cómo pueden transformarnos tan profundamente como pareces creer?

Terodimus suspiró. Eris no podía ver más allá del presente, en el futuro que no existía aún. No había captado, como Terodimus, la promesa que se encontraba tras las atareadas manos y herra­mientas de los filenios, las primeras y vagas limi­taciones de la Máquina. Quizá no podría nunca comprenderlo, pero todavía podía ser convencido.

Velando sus pensamientos más profundos, Te­rodimus dijo:

—Quizá algunas de esas cosas son juguetes, Eris, pero pueden ser más poderosas de lo que te figuras. Sé que a Jeryl le causaría gran pesar tener que prescindir de la suya…, y quizá pueda encon­trar una que te convenza a ti.

Eris parecía escéptico, y Jeryl podía darse cuen­ta que estaba en uno de sus tenebrosos humores.

—Mucho lo dudo —dijo.

—Bueno; podemos probarlo. —Terodimus silbó y uno de los filenios se acercó corriendo. Hubo un breve intercambio de palabras.

—¿Quieres venir conmigo, Eris? Tardaremos un rato.

Eris le siguió, mientras los otros, por indicación de Terodimus, se quedaron. Salieron de la gran cueva y se dirigieron hacia la hilera de las más pequeñas, que los filenios utilizaban para sus di­versas industrias.

El extraño zumbido iba resonando más fuerte­mente en los oídos de Eris, pero de momento no pudo ver su origen, pues la luz de las burdas lám­paras de aceite era demasiado débil para sus ojos. Luego percibió a uno de los filenios inclinado so­bre una mesa de madera, encima de la cual algo giraba rápidamente, movido por una correa unida a un pedal, que operaba otra de las pequeñas cria­turas. Había visto que los alfareros utilizaban un dispositivo semejante, pero éste era diferente. Es­taba moldeando madera, y no arcilla, y los dedos del alfarero habían sido sustituidos por una afilada hoja de metal de la cual salían largas y delgadas virutas que se arrollaban en forma de fascina­doras espirales. Con sus grandes ojos los filenios, a quienes desagradaba la plena luz del sol, podían ver perfectamente en la penumbra, pero pasó al­gún tiempo antes que Eris pudiese comprender lo que estaba sucediendo. Pero luego, repentina­mente, comprendió.

* * *

—Aretenon —dijo Jeryl cuando los otros los hubieron dejado—, ¿por qué tienen los filenios que hacer todas estas cosas para nosotros? ¿Sin duda son ya felices tal como son, no?

Aretenon pensó que tal pregunta era caracterís­tica de Jeryl, y que Eris nunca la hubiese hecho.

—Harán todo lo que les diga Terodimus —res­pondió—, pero, aparte de eso, hay también mu­cho que nosotros podemos darles. Cuando dedica­mos nuestras mentes a sus problemas, podemos ver formas de resolverlos que nunca se les hubiesen ocurrido a ellos. Tienen mucho interés en apren­der, y ya debemos haber hecho avanzar su cultura en centenares de generaciones. Y también, física­mente, son muy débiles. A pesar que no posee­mos su destreza, nuestra fuerza hace posible tareas que ellos no podrían nunca ni intentar.

Habían ido paseando hasta la orilla del río, y se detuvieron un momento contemplando las tran­quilas aguas que se deslizaban hacia el mar. Jeryl se volvió para remontar el curso, pero Aretenon la detuvo.

—Terodimus no quiere que vayamos por allí, todavía —explicó—. No es sino otro de sus pe­queños secretos. Nunca le gusta revelar sus planes hasta que están a punto.

Algo molesta, y francamente curiosa, Jeryl obe­dientemente dio la vuelta. Naturalmente, iría allá tan pronto como no hubiese nadie por los alrede­dores.

Era muy tranquilo allí, en la caliente luz del sol, entre las lagunas de calor rodeadas de árbo­les. Jeryl había casi perdido su miedo a la selva, a pesar que sabía que nunca sería verdaderamente feliz en ella.

Aretenon parecía muy abstraído, y Jeryl se daba cuenta que él quería decir algo y estaba po­niendo en orden sus pensamientos. Y de pronto comenzó a hablar, con la libertad que sólo es po­sible entre dos personas que se aprecian, pero en­tre las cuales no hay lazos sentimentales.

—Resulta muy penoso, Jeryl —comenzó—, volver la espalda al trabajo de toda la vida de uno. En un tiempo yo había tenido esperanzas para que las grandes fuerzas nuevas que hemos descubierto pudieran ser empleadas impunemente, pero ahora ya sé que es imposible, por lo menos por muchos años. Terodimus tenía razón, no podemos progre­sar ya más solamente con nuestras mentes. Nues­tra cultura ha sido excesivamente unilateral, si bien no tenemos nosotros la culpa de ella. No po­demos resolver el problema fundamental de la paz y de la guerra sin tener un dominio sobre el mun­do físico, como el que tienen los filenios, y que no­sotros esperamos aprender de ellos.

»Quizá habrá aquí otras grandes aventuras para nuestras mentes que nos hagan olvidar lo que ten­dremos que abandonar. Por fin podemos aprender algo de la naturaleza; cuál es la diferencia entre el fuego y el agua, entre la madera y la piedra, qué son los soles, y qué son aquellos millones de débiles luces que vemos en el cielo cuando los dos soles se han puesto. Quizá las respuestas a todas estas preguntas se encuentren al fin del nuevo ca­mino a lo largo del cual tenemos que avanzar.

Hizo una pausa.

—Nuevos conocimientos, nueva sabiduría, en reinos en los cuales no hemos nunca antes soñado. Quizá nos aparte de los peligros que hemos encon­trado; pues con certeza, nada de lo que podamos aprender de la Naturaleza constituirá nunca un peligro tan grande como el que hemos descubierto en nuestras propias mentes.

El curso de los pensamientos de Aretenon se vio repentinamente interrumpido. Y entonces dijo:

—Creo que Eris quiere verte.

Jeryl se preguntó por qué Eris no le habría en­viado a ella directamente el mensaje, y se pregun­tó también a qué se debía el tono vagamente di­vertido —¿o es que era otra cosa?— en la mente de Aretenon.

No se veían ni rastros de Eris al acercarse a las cuevas; pero les estaba esperando y se les acercó dando saltos a la luz del sol antes que ella pudiera llegar a la entrada. Y entonces Jeryl dio un grito involuntario, y se retiró un paso o dos, mientras su compañero se acercaba a ella.

Pues Eris estaba otra vez entero. Había desapa­recido el quebrantado muñón de su frente, y había sido sustituido por un cuerno nuevo y resplande­ciente, no menos espléndido que el que había per­dido.

Con un gesto algo tardío de salutación, Eris tocó cuernos con Aretenon. Y desapareció en la selva dando grandes y alegres saltos, pero no sin que antes su mente hubiese encontrado la de Jeryl como pocas veces lo había hecho desde los días de antes de la Guerra.

—Déjale ir —dijo suavemente Terodimus—. Preferirá estar solo. Cuando regrese creo que lo encontrarás diferente. —Se rió un poco—. Los filenios son listos, ¿no es verdad? Quizá ahora Eris apreciará más sus juguetes.

—Ya sé que soy impaciente —dijo Terodi­mus—, pero soy viejo, y quisiera ver el comienzo de las transformaciones durante mi propia vida. Por esta razón estoy comenzando tantos proyectos con la esperanza que por lo menos algunos ten­drán éxito. Pero entre todos, es éste aquel en el cual he puesto más fe.

Por un instante se perdió en sus pensamientos. Ni tan sólo uno entre cien de los de su propia raza podría compartir completamente su sueño. Inclu­so Eris, a pesar que ahora creía en él, lo hacía más bien con su corazón que con su mente. Quizá Aretenon, el brillante y sutil Aretenon, tan deses­peradamente ansioso por neutralizar los poderes que había traído al mundo, pudiera haber vislum­brado la realidad. Pero de todas las mentes la suya era la más impenetrable, excepto cuando él de­seaba precisamente lo contrario.

—Tú lo sabes tan bien como yo —continuó Te­rodimus, mientras remontaban la corriente— que nuestras guerras se deben solamente a una razón: comida. Nosotros y los mitraneos nos encontra­mos prisioneros en este continente con sus recursos limitados, y nada podemos hacer por aumen­tarlos. Frente a nosotros se alza siempre la pesa­dilla de la inanición, y a pesar de la inteligencia de la que tan orgullosos estamos, no hay nada que podamos hacer para evitarlo. ¡Oh, sí, hemos con­seguido excavar laboriosamente algunos canales de irrigación, pero qué pequeña ha sido la ayuda que nos han prestado!

»Los filenios han descubierto cómo cultivar co­sechas que aumentan en muchas veces la fertilidad del suelo. Yo creo que nosotros podemos hacer lo mismo, una vez hayamos adaptado sus herramien­tas para nuestro propio uso. Ésta es nuestra pri­mera y más importante tarea, pero no es aquella a la cual me dedico con más afán. La solución final de nuestro problema, Eris,
debe ser el descu­brimiento de nuevas tierras vírgenes a las cuales pueda emigrar nuestro pueblo
.

Se sonrió ante el asombro del otro.

—No, no creas que estoy loco. Tales tierras existen, estoy seguro de ello. Una vez me encon­traba al borde del océano, y observé una bandada de pájaros que venían hacia tierra desde la lonta­nanza del mar. También los he visto volar hacia afuera, con tal determinación, que estoy seguro que éstos iban a algún otro país. Y los he seguido con mis pensamientos.

—Incluso si tu teoría es cierta, y probablemen­te lo es —dijo Eris—. ¿De qué nos puede servir? —Señaló de un gesto al río que fluía junto a ellos—. En el agua nos ahogamos, y no se puede construir una cuerda que nos soporte… —Sus pensamientos se desvanecieron repentinamente en un arremolinado caos de ideas.

Terodimus se sonrió.

—De modo que ya has adivinado lo que confío hacer. Bueno, ahora podrás ver si tienes razón.

Habían llegado a una porción llana de la orilla, donde un grupo de filenios trabajaba afanosamen­te, bajo la supervisión de algunos de los ayudantes de Terodimus. Junto al borde del agua había un extraño objeto, que, según pudo darse cuenta Eris, consistía en muchos troncos de árbol unidos por medio de cuerdas.

Continuaron observando fascinados hasta que el organizado tumulto llegó a su punto culminante. Hubo mucho estirar y empujar, hasta que la balsa entró pesadamente en el agua, produciendo un gran chapoteo. Apenas habían cesado de caer las salpicaduras, cuando un joven mitraneo saltó desde la orilla y comenzó a danzar alegremente sobre los troncos que ahora tiraban de sus ama­rras, como ansiosos de desprenderse y de seguir el curso del río hasta el mar. Un momento más tarde se le habían unido los otros, regocijándose en su dominio de un nuevo elemento. Los peque­ños filenios, incapaces de saltar, permanecieron de pie contemplando pacientemente desde la orilla como se divertían sus amos.

La escena era tan alegre, que ninguno de los presentes podía dejar de percibirlo, si bien pocos de entre ellos se daban cuenta que se encon­traban en un punto crucial de la historia. Sola­mente Terodimus se mantuvo un poco alejado de los demás, perdido en sus propios pensamientos. Sabía que aquella primitiva balsa no era más que un comienzo. Había que probarla en el río, y lue­go a lo largo de las costas del océano. El trabajo requeriría años, y no era probable que pudiese ver a los primeros viajeros a su regreso de aquellos países fabulosos cuya existencia no era aún más que una hipótesis. Pero lo que él había comenza­do, otros lo terminarían.

Sobre su cabeza una bandada de pájaros pasaba a través de la selva. Terodimus los contempló pa­sar, envidiándoles su libertad de moverse a vo­luntad sobre la tierra y el mar. Había comenzado la conquista del agua para su raza, pero que los cielos también pudieran ser suyos algún día, es­taba fuera incluso de su imaginación.

Aretenon, Jeryl y el resto de la expedición ha­bían ya cruzado el río cuando Eris se despidió de Terodimus. Esta vez lo habían hecho sin que ni una sola gota de agua tocase sus cuerpos, pues la balsa había descendido la corriente y prestaba va­lioso servicio como trasbordador. Se estaba ya construyendo un modelo muy mejorado, pues era muy evidente que el prototipo no era precisamente muy marinero. Esas dificultades iniciales fueron rápidamente superadas por diseñadores que, a pe­sar de verse forzados a emplear herramientas de la edad de piedra, sabían manejar sin dificultad las matemáticas de metacentros, flotaciones e hi­drodinámica avanzada.

—Tu trabajo no será sencillo —dijo Terodi­mus—, pues no puedes mostrar a tu pueblo todas las cosas que has visto aquí. Al principio tendrás que contentarte con sembrar la semilla, con des­pertar interés y curiosidad, especialmente entre los jóvenes, quienes vendrán aquí para aprender más. Quizá te encontrarás con oposición; así lo supon­go. Pero cada vez que vuelvas a nosotros tendre­mos nuevas cosas que enseñarte y que reforzarán tus argumentos.

Se tocaron los cuernos, y Eris se fue, llevándose consigo el conocimiento respecto a que iba a cambiar el mundo —muy lento al principio— y luego cada vez más rápidamente. Una vez cayesen las barreras, una vez que se hubiese dado a los mitraneos y los atelenios las sencillas herramientas que pudiesen sujetar a sus miembros delanteros, y usarlas sin otra ayuda, el progreso sería rápido. Pero, de momento, tenían que fiarse de los filenios para todo, y de esos había muy pocos.

Terodimus estaba satisfecho. Solamente desde un punto de vista se hallaba decepcionado; había tenido la esperanza que Eris, que siempre ha­bía sido su favorito, fuese también su sucesor. El Eris que ahora regresaba a su propio pueblo no estaba ya ni obsesionado ni amargado, pues tenía una misión y esperanza en el futuro. Pero carecía de la visión aguda y de largo alcance que aquí se necesitaba; sería Aretenon quien debería terminar lo que él había comenzado. Pero en fin, eso tenía remedio, y no era aún necesario pensar en tales cosas. Terodimus era muy viejo, pero sabía que aún se encontraría muchas veces con Eris, aquí junto al río, a la entrada de su país.

* * *

En aquel momento el trasbordador había desaparecido, y si bien Eris lo había ya esperado, se detuvo asom­brado ante el gran arco del puente, que oscilaba li­geramente en la brisa. La ejecución no igualaba al diseño —en su suspensión parabólica habían en­trado muchas matemáticas—, pero seguía siendo la primera gran obra de ingeniería de la historia. A pesar de haber sido construido enteramente con madera y cuerdas, predecía la forma de los gigan­tes metálicos del porvenir.

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