Por lo que se refiere a los viajes espaciales, un meteoro es solamente de interés si al penetrar en el casco de una nave deja un orificio lo suficientemente grande para ser peligroso. Se trata de una cuestión de velocidades relativas además de tamaños. Se han preparado tablas que indican los tiempos aproximados de colisión para diversas partes del Sistema Solar y para meteoros de diversos tamaños, hasta los menores, de masas de unos pocos miligramos.
El que había alcanzado a la
Reina Estelar
, había sido un gigante, de aproximadamente un centímetro de ancho y de unos diez gramos de peso. Según las tablas, el tiempo que había que esperar para chocar con un monstruo semejante era del orden de diez elevado a nueve días —aproximadamente unos tres millones de años—. La certeza virtual respecto a que tal cosa no volvería a ocurrir durante el transcurso de toda la historia humana no consolaba mucho a McNeil y a Grant.
Sin embargo, podía haber sido peor. La
Reina Estelar
llevaba 115 días en su órbita, y solamente le quedaban otros treinta de viaje. Avanzaba, como todos los cargueros, por la larga elipse tangencial que rozaba las órbitas de la Tierra y de Venus a lados opuestos del Sol. Las rápidas naves de pasajeros podían cruzar de un planeta a otro a una velocidad tres veces mayor —y con un consumo de combustible diez veces mayor—, pero aquella podía ir avanzando por su ruta predeterminada, como un tranvía, y tardaba aproximadamente 145 días por viaje.
Hubiese sido difícil imaginar algo menos parecido a la idea de una nave espacial de principios del siglo veinte, que la
Reina Estelar
. Consistía en dos esferas, una de cincuenta, y otra de veinte metros de diámetro, unidas por un cilindro de unos cien metros de longitud. En conjunto la estructura se asemejaba a un modelo de bolas y palillos que representase un átomo de hidrógeno. La tripulación, el cargamento y los mandos se encontraban en la esfera mayor, mientras que la más pequeña transportaba los motores atómicos, y era zona prohibida para toda materia viviente.
La
Reina Estelar
había sido construida en el espacio, y no hubiese nunca podido elevarse ni tan sólo de la superficie de la Luna. A toda potencia su motor iónico podía producir una aceleración que era un vigésimo de la gravedad, la cual en una hora le daba toda la velocidad necesaria para convertirse en un satélite de la Tierra o en uno de Venus.
Transportar el cargamento desde los planetas era el trabajo de los pequeños pero poderosos cohetes químicos. Dentro de un mes subirían a su encuentro los remolcadores desde Venus, pero la Reina Estelar no se detendría, pues no habría nadie en los mandos. Continuaría ciegamente en su órbita, pasando Venus a varios kilómetros por segundo, y cinco meses más tarde volverían a estar de vuelta en la órbita de la Tierra, si bien la Tierra misma estaría entonces muy lejos.
* * *
Es curioso el tiempo que se tarda en hacer una sencilla suma, cuando la vida de uno depende del resultado. Grant recorrió media docena de veces la corta columna de números, antes de abandonar finalmente la esperanza a que variase el total. Y luego se quedó sentado manoseando nerviosamente el blanco plástico del escritorio del piloto.
—Haciendo todas las economías posibles —dijo— podemos durar unos veinte días. Eso quiere decir que estaremos a unos diez días de Venus cuando… —su voz fue desvaneciéndose hasta terminar en un silencio.
Diez días no parecían mucho —pero lo mismo hubiesen sido diez años—. Grant pensó sardónicamente en todos los escritores baratos que habían utilizado precisamente esa situación en sus historias y en aventuras por entregas en la radio. En tales circunstancias, según los expertos de mesa de café —pocos de ellos habían estado nunca más allá de la Luna—, podían ocurrir tres cosas.
La solución más adecuada —que se había convertido casi en un cliché— consistía en convertir la nave en un invernadero de lujo o granja hidropónica, y dejar que la fotosíntesis hiciese lo demás. O bien se podían realizar prodigios de ingeniería química o atómica —explicados con pesado detalle técnico— y constituir una planta que produjese oxígeno, que no solamente salvaba la vida de uno, y naturalmente la de la heroína, sino que también le convertía a uno en el propietario de unas patentes fabulosamente valiosas. La tercera solución,
deus ex machina
, consistía en la llegada de una oportuna nave que precisamente daba la casualidad que igualaba exactamente vuestro propio rumbo y velocidad.
Pero eso era ficción, y las cosas son diferentes en la vida real. Si bien la primera de aquellas ideas era correcta en teoría, no había ni un sólo paquete de semillas de hierba a bordo de la
Reina Estelar
. Y por lo que se refiere a proezas de ingeniería inventiva, dos hombres —por muy brillantes y desesperados que estuviesen— no era fácil que en pocos días mejorasen el trabajo de docenas de grandes organizaciones de investigación industrial durante todo un siglo.
La nave espacial que «daba la casualidad que pasaba por allí», era, casi por definición, imposible. Incluso si hubiese habido otros cargueros avanzando sobre la misma ruta elíptica —y Grant sabía que no había ninguno—, precisamente por las mismas leyes que determinaban sus movimientos, mantendrían siempre su separación original. No era del todo imposible que una nave de pasajeros, corriendo por su órbita hiperbólica, pasase a unos cuantos centenares de miles de kilómetros de ellos, pero a una velocidad tan grande que sería tan inaccesible como Plutón.
—¿Si arrojásemos el cargamento —dijo finalmente McNeil—, tendríamos alguna posibilidad de alterar nuestra órbita?
Grant movió la cabeza.
—Así lo había esperado —respondió—, pero no serviría. Podríamos llegar a Venus dentro de una semana, si quisiésemos; pero no nos quedaría combustible para frenar, y nada del planeta podría alcanzarnos a nuestro paso.
—¿Ni siquiera una nave de pasajeros?
—Según el
Registro de Lloyd
, actualmente Venus solamente tiene un par de cargueros. En todo caso sería una maniobra prácticamente imposible. Incluso si consiguiese igualar nuestra velocidad, ¿cómo podría la nave de salvamento regresar? Para completar la operación se necesitarían unos cincuenta kilómetros por segundo.
—Si nosotros no podemos encontrar una solución —dijo McNeil—, quizá alguien en Venus pueda hacerlo. Hablemos con ellos.
—Voy a hacerlo —replicó Grant— tan pronto haya decidido lo que voy a decirles. Ve y prepara el transmisor, ¿quieres?
Contempló cómo McNeil salía flotando de la habitación. Probablemente el ingeniero daría trabajo en los días que se acercaban. Hasta ahora se habían entendido bastante bien. Como todos los hombres gruesos, McNeil era persona de carácter fácil y pacífico. Pero ahora Grant se daba cuenta que le faltaba temple. A fuerza de vivir tanto tiempo en el espacio, se había vuelto lacio, tanto física como moralmente.
* * *
Resonó un zumbido en el tablero del transmisor. El espejo parabólico del casco estaba orientado hacia la resplandeciente lámpara de arco de Venus, que estaba solamente a diez millones de kilómetros de distancia, y que se movía en una trayectoria casi paralela. Las ondas de tres milímetros del transmisor de la nave harían el viaje en poco más de medio minuto. Era amargo darse cuenta que estaban a solamente treinta segundos de la salvación.
El monitor automático de Venus dio su señal impersonal de
Adelante
, y Grant comenzó a hablar pausadamente y, así lo esperaba, desapasionadamente. Analizó cuidadosamente la situación, y terminó con una solicitud de consejo. Nada dijo de sus temores en lo referente a McNeil. Entre otras razones, sabía que el ingeniero le estaría escuchando en el transmisor.
Hasta aquel momento nadie en Venus habría aún oído el mensaje, a pesar que había ya pasado el tiempo de retraso del transmisor. Estaría todavía arrollado en los carretes grabadores, pero dentro de pocos minutos llegaría un inocente oficial de señales y lo haría sonar.
No tenía ni idea de la bomba que iba a estallar, despertando olas de simpatía en todos los mundos habitados, en cuanto la televisión y los periódicos se apoderasen de la noticia. Un accidente en el espacio tiene una calidad tal que barre de los titulares a todas las demás noticias.
Hasta entonces Grant había estado demasiado preocupado por su propia seguridad para haber pensado en el cargamento que se le había confiado. Un capitán de barco de los tiempos pasados, cuyo primer pensamiento era para su barco, podría quizá haberse escandalizado de tal actitud. Sin embargo, la razón estaba en este caso del lado de Grant.
La
Reina Estelar
nunca podría hundirse, nunca podría chocar con rocas que no figuran en los mapas, ni desaparecer silenciosamente para siempre, como tantos barcos han desaparecido, del mundo de los hombres. La nave estaba a salvo, ocurriese lo que ocurriese a su tripulación. Si no se la perturbaba, continuaría trazando su órbita con tal precisión que los hombres podrían fijar sus calendarios por ella, durante siglos por venir.
Grant recordó repentinamente que el cargamento estaba asegurado en veinte millones de dólares. No había muchas cosas que fuesen lo suficientemente valiosas para ser transportadas de un mundo a otro, y la mayoría de los cajones que había en la bodega valían más que su peso —o mejor dicho, su masa—, en oro. Quizá alguno de los artículos fuese útil en la emergencia presente, y Grant se dirigió a la caja fuerte para sacar la lista de embarque.
Estaba separando las delgadas y resistentes hojas cuando McNeil entró nuevamente en la cabina.
—He reducido la presión del aire —dijo—. Hay algunas pérdidas en el casco, que en condiciones normales no hubiesen importado.
Grant asintió distraídamente y pasó un fajo de hojas a McNeil.
—Ésta es nuestra lista de embarque. Propongo que los dos la miremos, en caso que haya algo en el cargamento que nos pueda ser útil.
Y podía haber añadido que, sino para otra cosa, por lo menos serviría para ocuparles en algo.
Al ver a lo largo de las extensas columnas de partidas un muestrario completo del comercio interplanetario. Grant no pudo menos de preguntarse qué habría detrás de estos inanimados símbolos.
Partida 347 - 1 libro - 4 kilos bruto
.
Dejó escapar un silbido, al notar que estaba marcado con una estrella y asegurado en cien mil dólares, y repentinamente recordó haber oído por la radio que el Museo Hespérico acababa de comprar una primera edición de
Los Siete Pilares de la Sabiduría
.
Unas cuantas hojas más adelante había otra partida que contrastaba con aquella:
Libros Varios - 25 kilos - sin valor intrínseco
.
Había costado una pequeña fortuna enviar aquellos libros a Venus, y sin embargo «carecían de valor intrínseco». Grant dejó vagar su imaginación. Quizá alguien que deja la Tierra para siempre se llevaba consigo a un nuevo mundo sus posesiones más apreciadas, aquella docena aproximadamente de libros que más habrían contribuido a formar su mente.
Partida 564 - 21 carretes de películas
.
Eso sería, naturalmente, la súper-épica neroniana,
Mientras Arde Roma
, que había salido de la Tierra antes de la censura. Venus la esperaba con considerable impaciencia.
Suministros médicos - 50 kilos. Caja de cigarros - 1 kilo. Instrumentos de precisión - 75 kilos
. Y así seguía la lista. Cada partida era algo raro, algo que la industria y la ciencia de una civilización más joven no podía aún producir.
El cargamento estaba netamente dividido en dos clases: puro lujo, o necesidad imperiosa. Entremedio había poca cosa. Y no había nada, nada en absoluto que diese a Grant la más pequeña esperanza. No veía como pudo haber sido de otro modo, pero eso no impidió que sintiese una decepción poco razonable.
Cuando la respuesta de Venus llegó al fin, tardó casi una hora en ser grabada. Era un cuestionario tan detallado que Grant se preguntó malhumorado si viviría lo bastante para contestarlo. La mayor parte de las preguntas eran técnicas y se referían a la nave. Los expertos de dos planetas unían sus cerebros en un esfuerzo para salvar a la
Reina Estelar
y su cargamento.
—Y bien, ¿qué te parece? —preguntó Grant a McNeil cuando el otro hubo terminado de leer el mensaje. Observaba cuidadosamente al ingeniero, buscando alguna nueva muestra de tensión.
Hubo una larga pausa antes que McNeil hablase. Y entonces se encogió de hombros, y sus primeras palabras fueron un eco de los propios pensamientos de Grant.
—Evidentemente nos mantendrá entretenidos. No podré hacer todos estos ensayos en menos de un día. La mayor parte de las veces puedo darme cuenta de qué es lo que persiguen, pero algunas de las preguntas son sencillamente disparatadas.
Grant lo había sospechado, pero no dijo nada mientras el otro continuaba.
—Velocidad de pérdida del casco (eso es comprensible), pero ¿para qué quieren saber la eficiencia de nuestra protección a la radiación? Me figuro que tratan de conservar nuestra moral pretendiendo que tienen algunas ideas luminosas, o bien quieren mantenernos muy ocupados para que no nos preocupemos.
La calma de McNeil alivió, pero al mismo tiempo molestó a Grant —le alivió porque se había temido otra escena, y le molestó porque McNeil no parecía encajar claramente en la categoría mental que le había destinado—. ¿Fue el desfallecimiento del primer momento algo característico de aquel hombre, o era algo que pudiera haber ocurrido a cualquiera?
A Grant, para quien el mundo era con certeza un lugar de luces y sombras, le molestaba no poder decidir si McNeil era cobarde o valiente. Que podía ser ambas cosas a la vez, era una posibilidad que no se le había ni tan sólo ocurrido.
* * *
En los vuelos espaciales se pierde la sensación del tiempo de una manera inigualada en ninguna otra experiencia humana. Incluso en la Luna hay sombras que se desplazan lentamente de risco en risco, siguiendo, la pausada marcha del sol, a través del cielo. En dirección a la Tierra hay siempre el gran reloj del globo giratorio, que marca las horas, con continentes como manecillas. Pero en un largo viaje en una nave giro-estabilizada, las mismas sombras se dibujan inmóviles sobre las paredes y el suelo mientras el cronómetro va desgranando horas y días sin sentido.