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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

Expedición a la Tierra (8 page)

Por lo que se refiere a los viajes espaciales, un meteoro es solamente de interés si al penetrar en el casco de una nave deja un orificio lo suficiente­mente grande para ser peligroso. Se trata de una cuestión de velocidades relativas además de tama­ños. Se han preparado tablas que indican los tiem­pos aproximados de colisión para diversas partes del Sistema Solar y para meteoros de diversos ta­maños, hasta los menores, de masas de unos pocos miligramos.

El que había alcanzado a la
Reina Estelar
, ha­bía sido un gigante, de aproximadamente un cen­tímetro de ancho y de unos diez gramos de peso. Según las tablas, el tiempo que había que esperar para chocar con un monstruo semejante era del orden de diez elevado a nueve días —aproximadamente unos tres millones de años—. La certeza virtual respecto a que tal cosa no volvería a ocurrir durante el transcurso de toda la historia humana no conso­laba mucho a McNeil y a Grant.

Sin embargo, podía haber sido peor. La
Reina Estelar
llevaba 115 días en su órbita, y solamente le quedaban otros treinta de viaje. Avanzaba, co­mo todos los cargueros, por la larga elipse tangen­cial que rozaba las órbitas de la Tierra y de Ve­nus a lados opuestos del Sol. Las rápidas naves de pasajeros podían cruzar de un planeta a otro a una velocidad tres veces mayor —y con un consumo de combustible diez veces mayor—, pero aquella podía ir avanzando por su ruta predeterminada, como un tranvía, y tardaba aproximadamente 145 días por viaje.

Hubiese sido difícil imaginar algo menos parecido a la idea de una nave espacial de principios del siglo veinte, que la
Reina Estelar
. Consistía en dos esferas, una de cincuenta, y otra de veinte me­tros de diámetro, unidas por un cilindro de unos cien metros de longitud. En conjunto la estructura se asemejaba a un modelo de bolas y palillos que representase un átomo de hidrógeno. La tripula­ción, el cargamento y los mandos se encontraban en la esfera mayor, mientras que la más pequeña transportaba los motores atómicos, y era zona pro­hibida para toda materia viviente.

La
Reina Estelar
había sido construida en el espacio, y no hubiese nunca podido elevarse ni tan sólo de la superficie de la Luna. A toda poten­cia su motor iónico podía producir una aceleración que era un vigésimo de la gravedad, la cual en una hora le daba toda la velocidad necesaria para con­vertirse en un satélite de la Tierra o en uno de Venus.

Transportar el cargamento desde los planetas era el trabajo de los pequeños pero poderosos cohe­tes químicos. Dentro de un mes subirían a su en­cuentro los remolcadores desde Venus, pero la Rei­na Estelar no se detendría, pues no habría nadie en los mandos. Continuaría ciegamente en su ór­bita, pasando Venus a varios kilómetros por se­gundo, y cinco meses más tarde volverían a estar de vuelta en la órbita de la Tierra, si bien la Tie­rra misma estaría entonces muy lejos.

* * *

Es curioso el tiempo que se tarda en hacer una sencilla suma, cuando la vida de uno depende del resultado. Grant recorrió media docena de veces la corta columna de números, antes de abandonar finalmente la esperanza a que variase el total. Y luego se quedó sentado manoseando nerviosa­mente el blanco plástico del escritorio del piloto.

—Haciendo todas las economías posibles —dijo— podemos durar unos veinte días. Eso quiere de­cir que estaremos a unos diez días de Venus cuan­do… —su voz fue desvaneciéndose hasta termi­nar en un silencio.

Diez días no parecían mucho —pero lo mismo hubiesen sido diez años—. Grant pensó sardónica­mente en todos los escritores baratos que habían utilizado precisamente esa situación en sus histo­rias y en aventuras por entregas en la radio. En tales circunstancias, según los expertos de mesa de café —pocos de ellos habían estado nunca más allá de la Luna—, podían ocurrir tres cosas.

La solución más adecuada —que se había con­vertido casi en un cliché— consistía en convertir la nave en un invernadero de lujo o granja hidro­pónica, y dejar que la fotosíntesis hiciese lo de­más. O bien se podían realizar prodigios de inge­niería química o atómica —explicados con pesado detalle técnico— y constituir una planta que pro­dujese oxígeno, que no solamente salvaba la vida de uno, y naturalmente la de la heroína, sino que también le convertía a uno en el propietario de unas patentes fabulosamente valiosas. La tercera solución,
deus ex machina
, consistía en la llegada de una oportuna nave que precisamente daba la casualidad que igualaba exactamente vuestro propio rumbo y velocidad.

Pero eso era ficción, y las cosas son diferentes en la vida real. Si bien la primera de aquellas ideas era correcta en teoría, no había ni un sólo paquete de semillas de hierba a bordo de la
Reina Estelar
. Y por lo que se refiere a proezas de inge­niería inventiva, dos hombres —por muy brillan­tes y desesperados que estuviesen— no era fácil que en pocos días mejorasen el trabajo de docenas de grandes organizaciones de investigación indus­trial durante todo un siglo.

La nave espacial que «daba la casualidad que pasaba por allí», era, casi por definición, im­posible. Incluso si hubiese habido otros cargueros avanzando sobre la misma ruta elíptica —y Grant sabía que no había ninguno—, precisamente por las mismas leyes que determinaban sus movimien­tos, mantendrían siempre su separación original. No era del todo imposible que una nave de pasa­jeros, corriendo por su órbita hiperbólica, pasase a unos cuantos centenares de miles de kilómetros de ellos, pero a una velocidad tan grande que sería tan inaccesible como Plutón.

—¿Si arrojásemos el cargamento —dijo final­mente McNeil—, tendríamos alguna posibilidad de alterar nuestra órbita?

Grant movió la cabeza.

—Así lo había esperado —respondió—, pero no serviría. Podríamos llegar a Venus dentro de una semana, si quisiésemos; pero no nos quedaría combustible para frenar, y nada del planeta po­dría alcanzarnos a nuestro paso.

—¿Ni siquiera una nave de pasajeros?

—Según el
Registro de Lloyd
, actualmente Ve­nus solamente tiene un par de cargueros. En todo caso sería una maniobra prácticamente imposible. Incluso si consiguiese igualar nuestra velocidad, ¿cómo podría la nave de salvamento regresar? Para completar la operación se necesitarían unos cincuenta kilómetros por segundo.

—Si nosotros no podemos encontrar una solu­ción —dijo McNeil—, quizá alguien en Venus pueda hacerlo. Hablemos con ellos.

—Voy a hacerlo —replicó Grant— tan pronto haya decidido lo que voy a decirles. Ve y prepara el transmisor, ¿quieres?

Contempló cómo McNeil salía flotando de la habitación. Probablemente el ingeniero daría tra­bajo en los días que se acercaban. Hasta ahora se habían entendido bastante bien. Como todos los hombres gruesos, McNeil era persona de carácter fácil y pacífico. Pero ahora Grant se daba cuenta que le faltaba temple. A fuerza de vivir tanto tiempo en el espacio, se había vuelto lacio, tanto física como moralmente.

* * *

Resonó un zumbido en el tablero del transmisor. El espejo parabólico del casco estaba orienta­do hacia la resplandeciente lámpara de arco de Venus, que estaba solamente a diez millones de kilómetros de distancia, y que se movía en una trayectoria casi paralela. Las ondas de tres milí­metros del transmisor de la nave harían el viaje en poco más de medio minuto. Era amargo darse cuenta que estaban a solamente treinta segun­dos de la salvación.

El monitor automático de Venus dio su señal impersonal de
Adelante
, y Grant comenzó a ha­blar pausadamente y, así lo esperaba, desapasiona­damente. Analizó cuidadosamente la situación, y terminó con una solicitud de consejo. Nada dijo de sus temores en lo referente a McNeil. Entre otras razones, sabía que el ingeniero le estaría es­cuchando en el transmisor.

Hasta aquel momento nadie en Venus habría aún oído el mensaje, a pesar que había ya pa­sado el tiempo de retraso del transmisor. Estaría todavía arrollado en los carretes grabadores, pero dentro de pocos minutos llegaría un inocente ofi­cial de señales y lo haría sonar.

No tenía ni idea de la bomba que iba a esta­llar, despertando olas de simpatía en todos los mundos habitados, en cuanto la televisión y los periódicos se apoderasen de la noticia. Un acci­dente en el espacio tiene una calidad tal que barre de los titulares a todas las demás noticias.

Hasta entonces Grant había estado demasiado preocupado por su propia seguridad para haber pensado en el cargamento que se le había confiado. Un capitán de barco de los tiempos pasados, cuyo primer pensamiento era para su barco, po­dría quizá haberse escandalizado de tal actitud. Sin embargo, la razón estaba en este caso del lado de Grant.

La
Reina Estelar
nunca podría hundirse, nunca podría chocar con rocas que no figuran en los mapas, ni desaparecer silenciosamente para siempre, como tantos barcos han desaparecido, del mundo de los hombres. La nave estaba a salvo, ocurriese lo que ocurriese a su tripulación. Si no se la perturbaba, continuaría trazando su órbita con tal precisión que los hombres podrían fijar sus calendarios por ella, durante siglos por venir.

Grant recordó repentinamente que el cargamen­to estaba asegurado en veinte millones de dólares. No había muchas cosas que fuesen lo suficiente­mente valiosas para ser transportadas de un mun­do a otro, y la mayoría de los cajones que había en la bodega valían más que su peso —o mejor dicho, su masa—, en oro. Quizá alguno de los ar­tículos fuese útil en la emergencia presente, y Grant se dirigió a la caja fuerte para sacar la lista de embarque.

Estaba separando las delgadas y resistentes ho­jas cuando McNeil entró nuevamente en la cabina.

—He reducido la presión del aire —dijo—. Hay algunas pérdidas en el casco, que en condi­ciones normales no hubiesen importado.

Grant asintió distraídamente y pasó un fajo de hojas a McNeil.

—Ésta es nuestra lista de embarque. Propongo que los dos la miremos, en caso que haya algo en el cargamento que nos pueda ser útil.

Y podía haber añadido que, sino para otra cosa, por lo menos serviría para ocuparles en algo.

Al ver a lo largo de las extensas columnas de partidas un muestrario completo del comercio interplanetario. Grant no pudo menos de preguntar­se qué habría detrás de estos inanimados símbolos.
Partida 347 - 1 libro - 4 kilos bruto
.

Dejó escapar un silbido, al notar que estaba marcado con una estrella y asegurado en cien mil dólares, y repentinamente recordó haber oído por la radio que el Museo Hespérico acababa de com­prar una primera edición de
Los Siete Pilares de la Sabiduría
.

Unas cuantas hojas más adelante había otra partida que contrastaba con aquella:
Libros Va­rios - 25 kilos - sin valor intrínseco
.

Había costado una pequeña fortuna enviar aquellos libros a Venus, y sin embargo «carecían de valor intrínseco». Grant dejó vagar su imagi­nación. Quizá alguien que deja la Tierra para siempre se llevaba consigo a un nuevo mundo sus posesiones más apreciadas, aquella docena aproxi­madamente de libros que más habrían contribuido a formar su mente.

Partida 564 - 21 carretes de películas
.

Eso sería, naturalmente, la súper-épica neronia­na,
Mientras Arde Roma
, que había salido de la Tierra antes de la censura. Venus la esperaba con considerable impaciencia.

Suministros médicos - 50 kilos. Caja de cigarros - 1 kilo. Instrumentos de precisión - 75 kilos
. Y así seguía la lista. Cada partida era algo raro, algo que la industria y la ciencia de una civilización más joven no podía aún producir.

El cargamento estaba netamente dividido en dos clases: puro lujo, o necesidad imperiosa. En­tremedio había poca cosa. Y no había nada, nada en absoluto que diese a Grant la más pequeña es­peranza. No veía como pudo haber sido de otro modo, pero eso no impidió que sintiese una de­cepción poco razonable.

Cuando la respuesta de Venus llegó al fin, tardó casi una hora en ser grabada. Era un cuestionario tan detallado que Grant se preguntó malhumora­do si viviría lo bastante para contestarlo. La mayor parte de las preguntas eran técnicas y se referían a la nave. Los expertos de dos planetas unían sus cerebros en un esfuerzo para salvar a la
Reina Es­telar
y su cargamento.

—Y bien, ¿qué te parece? —preguntó Grant a McNeil cuando el otro hubo terminado de leer el mensaje. Observaba cuidadosamente al inge­niero, buscando alguna nueva muestra de tensión.

Hubo una larga pausa antes que McNeil hablase. Y entonces se encogió de hombros, y sus primeras palabras fueron un eco de los propios pensamientos de Grant.

—Evidentemente nos mantendrá entretenidos. No podré hacer todos estos ensayos en menos de un día. La mayor parte de las veces puedo darme cuenta de qué es lo que persiguen, pero algunas de las preguntas son sencillamente disparatadas.

Grant lo había sospechado, pero no dijo nada mientras el otro continuaba.

—Velocidad de pérdida del casco (eso es com­prensible), pero ¿para qué quieren saber la efi­ciencia de nuestra protección a la radiación? Me figuro que tratan de conservar nuestra moral pre­tendiendo que tienen algunas ideas luminosas, o bien quieren mantenernos muy ocupados para que no nos preocupemos.

La calma de McNeil alivió, pero al mismo tiempo molestó a Grant —le alivió porque se ha­bía temido otra escena, y le molestó porque McNeil no parecía encajar claramente en la categoría mental que le había destinado—. ¿Fue el desfa­llecimiento del primer momento algo característico de aquel hombre, o era algo que pudiera haber ocurrido a cualquiera?

A Grant, para quien el mundo era con certeza un lugar de luces y sombras, le molestaba no po­der decidir si McNeil era cobarde o valiente. Que podía ser ambas cosas a la vez, era una posibilidad que no se le había ni tan sólo ocurrido.

* * *

En los vuelos espaciales se pierde la sensación del tiempo de una manera inigualada en ninguna otra experiencia humana. Incluso en la Luna hay sombras que se desplazan lentamente de risco en risco, siguiendo, la pausada marcha del sol, a tra­vés del cielo. En dirección a la Tierra hay siempre el gran reloj del globo giratorio, que marca las horas, con continentes como manecillas. Pero en un largo viaje en una nave giro-estabilizada, las mis­mas sombras se dibujan inmóviles sobre las pare­des y el suelo mientras el cronómetro va desgra­nando horas y días sin sentido.

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