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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

Expedición a la Tierra (25 page)

Recuerdo que entonces me volví hacia Garnett, quien se me había reunido y estaba de pie e in­móvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mí, de modo que no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el
Mare Crisium
, extraño y misterioso para la mayo­ría de los hombres, pero tranquilizadoramente fa­miliar para mí. Levanté los ojos hacia la media Tierra, yaciente en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del Car­bonífero, la desolada costa sobre la cual debían tre­par los primeros anfibios para conquistar la Tie­rra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada de la vida?

No me pregunten por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin titubear que aquella aparición crista­lina había sido construida por alguna raza perte­neciente al remoto pasado de la Luna, pero de re­pente y con avasalladora fuerza, se hizo en mí la certeza que esta era tan extranjera a la Luna como yo mismo.

En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas plantas dege­neradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia.

Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo que se rela­cionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una risa alocada e histérica, oca­sionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues me había imaginado que la pequeña pirámi­de me hablaba diciéndome: «Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí».

Hemos tardado veinte años en quebrantar aque­lla invisible coraza y en llegar a la máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y res­plandeciente cosa que encontré en la montaña.

Carecen de sentido. Los mecanismos —si es que en realidad son mecanismos— de la pirámi­de, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas.

El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido alcanzados, y que sabe­mos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente. Ni tampoco ninguna civi­lización perdida de nuestro propio mundo pudo nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, so­bre su montaña, antes que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.

Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad,
algo
procedente de las estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y prosiguió su camino. Hasta que la destrui­mos, aquella máquina seguía cumpliendo la mi­sión de sus constructores; y en cuanto a esa mi­sión, he aquí lo que yo presumo:

Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el círculo de la Vía Láctea, y hace mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber alcanzado y superado las alturas que nos­otros hemos alcanzado. Piensen en tales civiliza­ciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado sola­mente a un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.

Debieron haber estado buscando por los raci­mos de estrellas del modo que nosotros rebusca­mos por entre los planetas. Debía haber mundos por todas partes, pero debían estar vacíos, o po­blados de cosas rastreras y sin mente. Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus gran­des volcanes que manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y esperando a que co­menzasen sus historias.

Aquellos vagabundos debieron haber contem­plado la Tierra, que giraba en la estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron adivinar que era el favorito entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estre­llas delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.

Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho que nadie lo había descubierto.

Quizá comprenderán por qué fue colocada aque­lla pirámide de cristal sobre la Luna en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no les intere­saban las razas que estaban aún luchando por sa­lir del salvajismo. Solamente les interesaría nues­tra civilización si demostrábamos nuestra aptitud para sobrevivir, cruzando el espacio y escapándo­nos así de nuestra cuna, la Tierra. Ése es el reto con que todas las razas inteligentes tienen que en­frentarse, más tarde o más temprano. Es un reto doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la última elección entre la vida y la muerte.

Una vez que hubiésemos superado aquella crisis se­ría solamente cuestión de tiempo el que encontrá­semos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus señales, y aquellos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la Tierra. Qui­zá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben ser muy, muy viejos, y los viejos tienen con frecuencia una envidia loca de los jó­venes.

No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin pre­guntarme de cuál de aquellas compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonan un símil tan prosaico, diré que hemos roto el cris­tal de la alarma de bomberos, y no nos queda más que hacer sino esperar.

Y no creo que tengamos que esperar mucho.

ARTHUR C. CLARKE, (Arthur Charles Clarke; Minehead, Inglaterra 1917 - Colombo, Sri Lanka 2008). Escritor británico, autor de notables novelas y relatos de ciencia ficción en las que destaca la presencia de una cierta reflexión de talante filosófico. Interesado por la ciencia desde niño, no dispuso de recursos para seguir una carrera universitaria. Su participación en la Segunda Guerra Mundial, alistado en la Royal Air Force, le permitió sin embargo entrar en contacto con la nueva tecnología del radar.

Durante la contienda publicó sus primeros relatos sobre la conquista del espacio y, en un artículo aparecido en 1945 y acogido con escepticismo por los especialistas, predijo detalladamente el uso de un sistema de satélites para las telecomunicaciones. En estos primeros años como escritor usó el seudónimo de Charles Willis en tres ocasiones, y una vez el de E. G. OBrien. Es especialmente conocido por obras como
Claro de Tierra
(
Earthlight
, 1955),
Naufragio en el mar selenita
(
A Fall of Moondust
, 1961) y
Las fuentes del paraíso
(
The Fountains of Paradise
, 1979).

Sobre la base de uno de sus cuentos cortos,
El centinela
(
The Sentinel
, 1951), preparó junto con S. Kubrick el guión para el filme de este último
2001: una odisea del espacio
, que apareció también como libro en 1968 y del que luego publicó dos secuelas en 1983 y 1988. El relato de Clarke insistía en la aparición de unas mentes superiores que, desde fuera de nuestra galaxia, se hacían indirectamente presentes en la Historia humana.

A la vez que empezó a ser reconocido como autor de ciencia ficción, desarrolló un considerable interés por la exploración submarina en Ceilán (la actual Sri Lanka), y relató sus experiencias en este campo en una serie de libros de los que el primero fue
La costa de coral
(
The Coast of Coral
, 1956). En 1980 ganó el premio Hugo de novela por
Las fuentes del paraíso
. Poco después, una enfermedad degenerativa del sistema nervioso lo incapacitó para la escritura. Sin embargo, en 1989 publicó Días increíbles: una autobiografía de ciencia-ficción.

Clarke representa, como R. Bradbury, una corriente trascendentalista de la ciencia-ficción, en la que se expresa una visible nostalgia de la presencia divina en el cosmos. Otras obras del autor son
Odisea tres
,
Cánticos de la lejana Tierra
,
3001: odisea final
,
Cuentos del planeta Tierra
,
El león de Comarre
,
Tras la caída de la noche
y
Cita con Rama
.

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