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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

Expedición a la Tierra (24 page)

A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22.00 enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera, las rocas ardían todavía bajo el sol casi ver­tical, pero para nosotros era de noche hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía mu­cho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad, cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que caían los objetos.

Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rin­cón de la cabina principal que servía de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante, pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés,
Da­vid de la Roca Blanca
. Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje espacial, inspeccionando nues­tras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett, estaba de pie delante, haciendo algunas anotacio­nes en el diario de a bordo del día anterior.

Mientras estaba de pie junto a la sartén, espe­rando, como cualquier ama de casa terrestre, que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease distraídamente por las paredes de la mon­taña que cubría todo el horizonte meridional, ex­tendiéndose hasta perderse de vista hacia el este y el oeste, por debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor, pero sabía que la más cercana estaba a treinta ki­lómetros de distancia. En la Luna, como es na­tural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.

Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente desde la llanu­ra, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.

Alcé los ojos hacia las cumbres que ningún hom­bre había escalado aún, cumbres que, antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en retirada se hundían sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por enci­ma de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de una noche de invierno en la Tierra.

Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de un gran pro­montorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros hacia el oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hu­biese sido arrancada al cielo por una de aquellas crueles cumbres, y me imaginé que alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo re­flejaba directamente hacia mis ojos. Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las grandes cordilleras del
Oceanus Procellarum
arden con una iridiscencia azul-blanca, al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla de observación e hice girar ha­cia el este nuestro telescopio de diez centímetros.

Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual, las cumbres de las montañas parecían estar a solamente un kilóme­tro, pero lo que fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto con detalle. Y sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se elevaba era extraña­mente plana. Contemplé largo rato aquel resplan­deciente enigma, forzando mis ojos hacia el espa­cio, hasta que un olor de quemado procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros.

Toda aquella mañana discutimos durante nues­tra marcha a través del
Mare Crisium
, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo. Incluso cuando estábamos buscando mine­rales en nuestros trajes espaciales, continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros soste­nían que era absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían alguna vez existido allí, eran unas cuantas plantas pri­mitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe temer ha­cer el ridículo.

—Escúchenme —dije al fin—, voy a subir allá arriba, aunque solamente sea para tranquilidad de mi conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura —es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra— y pue­do hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he tenido ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una exce­lente excusa.

—Si no te rompes la cabeza —dijo Garnett—, serás el hazmerreír de la expedición cuando vol­vamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña probablemente se llamará «La Locura de Wilson».

—No me romperé la cabeza —dije firmemen­te—. ¿Quién fue el primero en ascender a Pico y a Helicon?

—¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? —preguntó suavemente Louis.

—Eso —dije con gran dignidad— es otra razón más para ir.

Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un kilómetro del pro­montorio. Garnett iba a venir conmigo a la ma­ñana siguiente; era un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas. Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la máquina.

A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro del alpinismo lunar estriba en un exceso de confian­za; una caída de cien metros en la Luna puede matar con tanta seguridad como una de veinte en la Tierra.

Hicimos nuestra primera parada sobre una re­pisa a unos mil metros sobre el llano. La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros es­taban algo rígidos por el desacostumbrado esfuer­zo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metá­lico allá a lo lejos, al pie del acantilado, e informa­mos al conductor sobre la marcha de nuestra as­censión antes de partir de nuevo.

De hora en hora nuestro horizonte se fue ensan­chando, y una porción cada vez mayor de la lla­nura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta kilómetros a través del
Mare
, in­cluso las cumbres de las montañas de la costa opues­ta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas lla­nuras lunares son tan planas como el
Mare Cri­sium
, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de agua y no de roca a tres kilómetros por de­bajo de nosotros. Solamente un grupo de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.

Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exac­tamente al este de nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su primer cuadrante. El sol y las estrellas segui­rían su lenta marcha a través del cielo y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin moverse nunca de su lugar fijo, cre­ciendo y menguando a medida que iban pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días sería un disco cegador que bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces más brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes de la noche, o nos quedaríamos en ellas para siempre.

En el interior de nuestros trajes estábamos con­fortablemente frescos, pues las unidades de refri­geración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de nuestros esfuerzos. Rara vez nos ha­blábamos, salvo para comunicarnos instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé lo que pensaba Garnett, probable­mente que aquella era la aventura más descabella­da en que se había metido en su vida. Yo casi es­taba de acuerdo con él, pero el gozo de la ascen­sión, el saber que ningún hombre había pasado antes por allí y la sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.

No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre nuestras ca­bezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no sería sino una roca astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.

No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón. Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas. La primera vez no agarró, y volvió cayendo len­tamente cuando tiramos de la cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.

Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Len­tamente, sin apresurarme, comencé la ascensión final.

Incluso contando mi traje espacial, aquí solamen­te pesaba unos veinte kilos, de modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al borde me detuve y saludé a mi com­pañero, luego acabé de subir y me alcé, mirando frente a mí.

Deben comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido que no podía en­contrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas había comenzado.

Me encontraba ahora sobre una meseta que ten­dría quizá unos treinta metros de ancho. Había sido lisa en un tiempo —demasiado lisa para ser natural—, pero los meteoros en su cara habían marcado y perforado su superficie en el transcurso de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una estructura aproxima­damente piramidal, de una altura doble de la de un hombre, engastada en la roca.

Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inex­plicable. Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo, había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me perturbaba; era suficiente haber lle­gado.

Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas. ¿Era eso un edi­ficio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de palabra? Si un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los adeptos de algún extraño sa­cerdocio clamando a sus dioses que les salvasen, mientras la vida de la Luna refluía con los agoni­zantes océanos; ¡clamando en vano!

Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabía algo de arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado aque­lla montaña, y levantado aquellas brillantes super­ficies especulares que deslumbraban aún mis ojos.

Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído los extraños ma­teriales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto, no se me ocurrió pensar que quizá estaba contemplando la obra de una raza más ade­lantada que la mía. La idea que la Luna había poseído alguna inteligencia era aún demasiado inu­sitada para ser asimilada, y mi orgullo no me per­mitía dar el último y humillante salto.

Y entonces observé algo que me produjo un es­calofrío por el cuero cabelludo y la espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros; estaba también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo per­turben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban abruptamente en un círcu­lo que incluía a la pequeña pirámide, como si una barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del espacio.

Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta que Garnett me había estado llamando desde hacía algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar. Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Recogí un fragmento de roca y lo arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido si el guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero pareció tocar una superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.

Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, cuales­quiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya demasiado. Pensé en todas las radia­ciones que el hombre había capturado y domina­do durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y mortífera de una pila atómica sin protección.

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