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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

Expedición a la Tierra (18 page)

Muy lentamente Trevindor se volvió y se aden­tró andando en la noche. El silencio y la soledad del mundo descendieron sobre él como un sudario. La arena, tanto tiempo contenida, comenzó a pe­netrar a través de los abiertos portales de la tumba del Amo.

JUEGO DE ESCONDITE

(Hide and Seek, 1949)

Regresábamos caminando a través de los bos­ques, cuando Kingman vio la ardilla gris. Nuestro botín era pequeño, pero variado: tres faisanes, cuatro conejos (uno, triste es decirlo, era una cría) y dos palomos. Y a pesar de algunas predicciones siniestras que afirmaban lo contrario, los dos pe­rros estaban aún vivos.

La ardilla nos vio en el mismo instante. Sabía que estaba destinada a una ejecución inmediata a consecuencia del daño que había causado a los ár­boles de la finca, y quizá había perdido parientes próximos bajo la escopeta de Kingman. Alcanzó en tres saltos la base del árbol más cercano, y des­apareció tras él como un relámpago gris. Vimos una vez más su cara, cuando apareció por un ins­tante tras su escudo a unos cuantos metros del suelo; pero a pesar que esperamos apuntando esperanzados a diversas ramas, no la volvi­mos a ver.

Kingman pareció muy pensativo mientras regre­sábamos a la espléndida y vieja mansión, caminan­do a través del césped. No dijo nada cuando entre­gamos nuestras víctimas a la cocinera —quien las recibió sin mucho entusiasmo— y no salió de su ensueño hasta que estuvimos sentados en el fu­mador y él recordó sus deberes de anfitrión.

—Aquella rata de árbol —dijo repentinamen­te (siempre las llamaba «ratas de árbol», fundán­dose en que la gente era demasiado sentimental para matar a las simpáticas ardillas)—. Me re­cuerda un hecho muy extraordinario que ocurrió poco antes que me retirase. Muy poco antes, a decir verdad.

—Ya me figuraba yo que te lo recordaría —dijo Carson secamente. Le miré molesto; había estado antes en la Armada, y ya había oído las historias de Kingman, pero para mí eran aún nuevas.

—Naturalmente —observó Kingman, algo molesto—, si crees que es mejor que no…

—Cuéntelo, por favor —dije apresuradamen­te—. Me ha despertado la curiosidad. No puedo imaginarme qué relación puede existir entre una ardilla gris y la Segunda Guerra Joviana.

Kingman pareció ablandarse.

—Creo que será mejor alterar algunos nombres —dijo pensativamente—, pero no modificaré los lugares. La historia comienza a eso de un millón de kilómetros de Marte, por el lado del Sol…

* * *

K 15 era un agente de información militar. Le dolía mucho cuando gentes sin imaginación le lla­maban espía, pero en aquel momento tenía razo­nes mucho más fundadas de queja. Hacía ya algunos días que un crucero rápido se le estaba acer­cando por la popa, y si bien era lisonjero merecer la atención exclusiva de una nave tan hermosa y de tantos hombres especialmente adiestrados, era un honor del que K 15 hubiese prescindido con mucho gusto.

Lo que hacía la situación doblemente enojosa era el hecho que sus amigos iban a salir a su encuentro cerca de Marte al cabo de unas doce ho­ras, a bordo de una nave perfectamente capaz de entendérselas con un sencillo crucero, de lo cual podrán deducir que K 15 era persona de cierta importancia. Desgraciadamente, los cálculos más optimistas indicaban que los perseguidores esta­rían a tiro de cañón preciso dentro de seis horas. Era por lo tanto probable que al cabo de seis horas y cinco minutos K 15 ocupase un volumen de es­pacio, que se dilataría constantemente. Quizá tuviese aún tiempo de aterrizar en Marte, pero eso sería una de las peores cosas que podría hacer. Con seguridad molestaría a los agresivamente neutrales marcianos, y las complicaciones políticas serían espantosas. Además, si sus amigos no tenían más remedio que descender al planeta para salvarle, les costaría más de diez kilogramos por segundo en combustible, la mayor parte de su reserva ope­rativa.

No tenía sino una ventaja, y esa muy dudosa. El comandante del crucero quizá adivinase que se dirigía a una cita, pero no sabría a qué distancia, ni el tamaño de la nave que vendría a su encuen­tro. Si podía mantenerse vivo solamente durante doce horas, estaría a salvo. Aquel «si» era verda­deramente importante.

K 15 contempló pensativamente sus mapas, pre­guntándose si valdría la pena quemar el resto de su combustible en una carrera final. ¿Pero una carrera a dónde? Se quedaría entonces completa­mente indefenso, y quizá la nave perseguidora tu­viese aún el suficiente en sus tanques para alcan­zarle mientras se escapaba hacia la vacía oscuri­dad, fuera de toda esperanza de salvación…, y pa­sando a sus amigos en su trayectoria en dirección hacia el Sol, a una velocidad relativa tan elevada que no podrían hacer nada para salvarle.

Los procesos mentales de ciertas gentes son tan­to más lentos cuanto menor es el tiempo que espe­ran vivir. Parecen hipnotizados ante la aproxima­ción de la muerte, tan resignados a su suerte que no hacen nada para evitarla. Pero K 15, al contra­rio, descubrió que su mente marchaba mejor en una situación tan desesperada, y comenzó a fun­cionar ahora como rara vez lo había hecho antes.

El comandante Smith —este nombre servirá tan bien como otro cualquiera— del crucero
Doradus
, no se sorprendió demasiado cuando K 15 comenzó a desacelerar. Había esperado a medias que el espía aterrizase en Marte, pensando que la in­ternación era mejor que el aniquilamiento, pero cuando la sala de posiciones comunicó que la pequeña nave exploradora se dirigía hacia Fobos, se sintió completamente desconcertado. Aquella luna interior no era sino un amasijo de rocas de unos veinte kilómetros de diámetro, y ni siquiera los económicos marcianos le habían po­dido encontrar utilidad alguna. K 15 debía sentir­se bien desesperado si se figuraba que a él le iba a servir de algo.

El pequeño explorador se había ya casi detenido cuando el operador del radar lo perdió frente a la masa de Fobos. K 15 había derrochado casi todo su combustible durante la maniobra de frenado y el
Doradus
se encontraba ahora a solamente unos cuan­tos minutos…, a pesar que ahora comenzaba a desacelerar para evitar sobrepasarle. El crucero esta­ba a menos de tres mil kilómetros de Fobos cuan­do se detuvo por completo; de la nave K 15 no se veía aún señal alguna. Debería ser fácilmente visi­ble con los telescopios, pero estaba probablemente del lado opuesto de la pequeña luna.

Reapareció solamente unos cuantos minutos más tarde, dirigiéndose a toda velocidad en dirección opuesta a la del Sol. Estaba acelerando a casi cinco gravedades…, y había quebrantado el silencio de su radio. Un aparato automático estaba emitiendo una y otra vez el siguiente e interesante mensaje:

—He aterrizado en Fobos, y me ataca un cru­cero de la clase Z. Creo que puedo sostenerme hasta que ustedes lleguen. Pero apresúrense.

El mensaje no estaba ni siquiera cifrado, y dejó muy perplejo al Comandante Smith. Suponer que K 15 estaba todavía a bordo de la nave, y que todo ello no era sino una argucia, era algo demasiado inocente. Pero podía ser una jugada doble; era evidente que el mensaje se había dejado en len­guaje corriente a fin que él lo recibiese, y le confundiese. No tenía ni el tiempo ni el combusti­ble para perseguir a la nave exploradora, si K 15 realmente había aterrizado. Era evidente que ha­bía refuerzos en camino, y cuanto antes abandona­se aquellos parajes, tanto mejor. La frase «Creo que puedo sostenerme hasta que ustedes lleguen» podía ser pura impertinencia, o podía significar que la ayuda estaba realmente muy próxima.

Y entonces la nave de K 15 dejó de acelerar. Sin duda había agotado su combustible, y se alejaba del Sol a razón de algo más de seis kilóme­tros por segundo. K 15 debía evidentemente haber aterrizado, pues su nave se estaba ahora alejando sin remedio del Sistema Solar. Al Comandante Smith no le gustó el mensaje que aquél estaba emitiendo, y adivinó que se estaba acercando a la trayectoria de una nave de guerra que se aproxi­maba desde una distancia indefinida, pero no po­día evitarlo. El
Doradus
comenzó a avanzar hacia Fobos, deseoso de no perder tiempo.

En apariencia el Comandante Smith era el due­ño de la situación. Su nave estaba armada con una docena de proyectiles dirigidos pesados, y dos torres de cañones electromagnéticos. Al frente te­nía a un hombre en un traje espacial, encerrado en una luna de sólo veinte kilómetros de diámetro. No fue sino hasta después que el Comandante Smith hubo echado su primera buena ojeada a Fobos, desde una distancia de menos de cien kilómetros, que comenzó a darse cuenta que, des­pués de todo, quizá K 15 tuviese algunas cartas escondidas.

Decir que Fobos tiene un diámetro de veinte kilómetros, como lo hacen invariablemente los li­bros de astronomía, es muy engañoso. La palabra «diámetro» implica un grado de simetría del que Fobos ciertamente carece. Como aquellos otros trozos de escoria cósmica, los Asteroides, es una masa informe de roca que flota en el espacio, sin, naturalmente, ninguna atmósfera, y no mucha más gravedad. Gira alrededor de su eje una vez cada siete horas y treinta y nueve minutos, man­teniendo siempre la misma cara del lado de Marte…, el cual está tan cerca que solamente puede ver­se bastante menos de su mitad, quedando los polos bajo la curva del horizonte. Aparte de lo que an­tecede, hay muy poca cosa más que pueda ser dicha acerca de Fobos.

K 15 no tenía tiempo de disfrutar de la belleza del mundo en creciente que llenaba el cielo por encima de su cabeza. Había arrojado todo el equi­po que pudo sacar a través de la esclusa de aire, fijó los mandos y saltó. Cuando la pequeña nave se puso en movimiento arrojando llamaradas, y en dirección a las estrellas, la vio partir con un sen­timiento que no le agradaba analizar. Había defi­nitivamente quemado sus naves, y no le quedaba sino la esperanza que el mensaje de radio fuese interceptado por el acorazado que se aproximaba, mientras la vacía nave seguía su carrera hacia la nada. Estaba también la remota posibilidad que el crucero enemigo saliese en su persecución, pero eso era esperar demasiado.

Se volvió para examinar su nueva morada. La única luz era el resplandor ocre de Marte, pues el Sol se encontraba bajo el horizonte, pero aquella era suficiente para su objetivo, y podía ver muy bien. Se encontraba en el centro de una llanura irregular de unos dos kilómetros de ancho, rodea­da de bajas colinas sobre las cuales podía saltar con facilidad si así lo deseaba. Recordaba haber leído hacía tiempo una historia sobre un hombre que accidentalmente salió de Fobos de un salto; eso no era del todo posible —aunque sí lo era en Deimos— pues la velocidad de escape era todavía de unos diez metros por segundo. Pero a menos que tuviese cuidado, podría fácilmente encon­trarse a tal altura que tardase horas en descender nuevamente a la superficie y eso sería fatal. Pues el plan de K 15 era sencillo; permanecería tan cerca de la superficie de Fobos como le fuese posible…,
y en dirección diametralmente opuesta al crucero
. El
Doradus
podía entonces disparar todo su armamento contra aquellos veinte kiló­metros de roca, y ni tan sólo percibiría la conmo­ción. Había solamente otros dos serios peligros, uno de los cuales no le preocupaba mucho.

Para el profano, que no sabe nada de los pre­cisos detalles de la astronáutica, el plan podría ha­ber parecido suicida. El
Doradus
estaba armado con lo último en armas ultra-científicas; y, ade­más, los veinte kilómetros que le separaban de su presa representaban menos de un segundo de vue­lo a toda velocidad. Pero el Comandante Smith no era un profano en la materia, y se sentía ya bas­tante incómodo. Sabía perfectamente que de todas las máquinas de transporte que el hombre ha in­ventado, un crucero del espacio es, con mucho, el menos manejable. Era sencillamente un hecho que K 15 podía dar media docena de vueltas al peque­ño mundo, antes que el Comandante pudiese persuadir al
Doradus
para que diese siquiera una.

No hay necesidad de entrar en detalles técnicos, pero quienes no se hayan convencido todavía po­drán quizá considerar los siguientes hechos ele­mentales. Una nave espacial propulsada por cohe­tes no puede, evidentemente, acelerar más que en dirección de su eje principal —es decir, hacia «adelante». Cualquier desviación de una trayecto­ria recta requiere hacer girar físicamente la nave, de modo que los motores puedan dirigir su chorro en otra dirección. Todo el mundo sabe que esto se efectúa por medio de giróscopos internos o chorros directores tangenciales; pero pocas personas saben el tiempo que esa sencilla maniobra requiere. Un crucero medio, con su carga de combustible com­pleta, tiene una masa de dos o tres mil toneladas, lo que no conduce precisamente a una ligereza de movimientos. Pero las cosas son aún peor que todo eso, pues no es la masa, sino el impulso de iner­cia lo que aquí importa— y puesto que un cru­cero es un objeto largo y delgado, su impulso de inercia es algo colosal. Es un hecho lamentable (aunque rara vez mencionado por los ingenieros astronáuticos) que se tardan sus buenos diez mi­nutos en hacer girar 180° una astronave, cuan­do los giróscopos son de tamaño razonable. Los chorros de mando no son mucho más rápidos, y en todo caso su uso es restringido porque la rota­ción que producen es permanente y tienen tenden­cia a dejar la nave girando como un trompo retar­dado, con el consiguiente disgusto de los que se encuentran en su interior.

En circunstancias normales tales desventajas no son muy graves. Se dispone de millones de kiló­metros y de cientos de horas para cuestiones de detalle tales como una alteración en la orientación de la nave. Es francamente contrario a las reglas del juego moverse en círculos de diez kilómetros de radio, y el comandante del
Doradus
no pudo menos de sentirse ofendido; K 15 no jugaba limpio.

Al mismo tiempo aquel astuto individuo estaba examinando la situación, que muy bien podía ha­ber sido peor. Alcanzó las colinas en tres saltos, y se sintió allí menos expuesto que en la abierta lla­nura. Había escondido el alimento y el equipo que había sacado de la nave donde creía que podría volverlo a encontrar, pero como su traje no le podía mantener vivo más de un día, aquello era lo que le preocupaba menos. El pequeño paquete que era la causa de todas las dificultades, seguía con­sigo, en uno de los numerosos escondrijos que pro­porciona todo traje espacial bien ideado.

Reinaba una estimulante soledad en torno de su nido de altura, a pesar que no estaba realmente tan solitario como hubiese podido desear. Perpetua­mente fijo en el cielo, Marte menguaba casi visi­blemente mientras Fobos se dirigía hacia el lado nocturno del planeta. Podía apenas percibir las luces de algunas ciudades marcianas, puntos res­plandecientes que marcaban las uniones de los in­visibles canales. Todo lo demás eran estrellas y silencio, y una línea de desgarradas cumbres tan cer­canas, que casi parecían estar al alcance de su mano. No había aún señales del
Doradus
. Pero quizá se estaba aproximando por alguna dirección inesperada; incluso podía —y ese era en verdad el único peligro verdadero— incluso podía haber desembarcado un grupo explorador.

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