Expedición a la Tierra (15 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

Las primeras maniobras de ensayo resultaron satisfactorias, y el equipo pareció ser seguro. Se efectuaron numerosos falsos ataques, y las tripula­ciones se acostumbraron a la nueva técnica. Yo estuve en uno de los vuelos de ensayo, y recuerdo vívidamente mi impresión cuando se conectó el Campo. Pareció como si las naves en derredor nuestra se empequeñeciesen, como si estuviesen so­bre la superficie de una burbuja que se hinchase, y al cabo de un instante habían desaparecido por completo. También habían desaparecido las estre­llas, pero pudimos percibir que la Galaxia era aún visible en forma de leve franja luminosa alrededor de la nave. El radio virtual de nuestro pseudo-espacio no era realmente infinito, sino unos cuantos centenares de miles de años de luz, de modo que la distancia a las estrellas más lejanas de nuestro sistema no había aumentado mucho, si bien las más cercanas habían, como es lógico, desaparecido del todo.

Pero estas maniobras de adiestramiento tuvie­ron que ser suspendidas antes que fuese posible completarlas, debido a una serie de pequeñas difi­cultades técnicas en diversas piezas del equipo, especialmente en los circuitos de comunicaciones. Tales dificultades resultaban enojosas, pero no im­portantes, pero se pensó que lo mejor era regresar a la Base para resolverlas.

En aquel preciso momento el enemigo lanzó lo que evidentemente pretendía fuese un ataque de­cisivo contra el planeta fortaleza de Iton, en los límites de nuestro Sistema Solar. La Flota tuvo que lanzarse al combate antes que fuese posi­ble efectuar reparaciones.

El enemigo debió creer que habíamos consegui­do el secreto de la invisibilidad, y en cierto senti­do así era. Nuestras naves aparecieron repentina­mente de la nada, e infligieron un daño tremendo, por un tiempo. Y entonces ocurrió algo desconcer­tante e inexplicable.

Cuando comenzaron las dificultades yo estaba al mando de la nave insignia
Hircania
. Habíamos estado operando como unidades independientes, cada una contra objetivos previamente señalados. Nuestros detectores observaron una formación enemiga a una distancia media que los oficiales de navegación midieron con gran exactitud. Fijaron el rumbo y conectamos el generador.

Desconectamos el Campo Exponencial en el mo­mento en que deberíamos haber estado pasando por el centro del grupo enemigo. Pero, sin gran consternación por parte nuestra, emergimos en es­pacio normal a una distancia de muchos centena­res de kilómetros, y cuando encontramos al ene­migo, él también nos había encontrado a nosotros. Nos retiramos, y probamos nuevamente. Esta vez nos hallamos tan lejos del enemigo que fue él quien nos encontró primero.

Evidentemente, había algún serio defecto. Rom­pimos el silencio de comunicaciones, e intentamos establecer contacto con otras naves de la Flota para ver si ellas sufrían también la misma dificultad. Fracasamos una vez más, y esta vez el fracaso se escapaba por completo a la razón, pues el equipo de comunicación parecía estar funcionando per­fectamente. No pudimos sino suponer, por fantás­tico que pareciese, que todo el resto de la flota había sido destruido.

No quiero describir las escenas que se produje­ron cuando las dispersas unidades de la Flota regresaron a la Base. En realidad nuestras bajas ha­bían sido insignificantes, pero las naves estaban completamente desmoralizadas. Casi todas habían perdido contacto con las demás, y habían descu­bierto que sus equipos telemétricos mostraban errores inexplicables. Era evidente que el Campo Exponencial era la causa de las perturbaciones, a pesar del hecho que solamente se hacían apa­rentes cuando se le desconectaba.

La explicación vino demasiado tarde para que nos sirviese de algo, y la derrota final de Norden fue escaso consuelo de la pérdida virtual de la guerra. Como ya he explicado, los generadores del Campo producen una distorsión radial del espa­cio, y las distancias aparecen tanto mayores cuan­to más se acerca uno al centro del pseudo-espacio artificial. Cuando se desconecta el Campo, las con­diciones vuelven a lo normal.

Pero no del todo. No era nunca posible resta­blecer
exactamente
el estado inicial. Conectar y desconectar el Campo era equivalente a una elon­gación y contracción de la nave que llevaba el generador, pero había un efecto de histéresis, por decirlo así, y no se podía nunca reproducir del todo la condición inicial, debido a todos los miles de cambios eléctricos y de movimientos de masas a bordo de la nave mientras estaba conectado el Campo. Esas asimetrías y distorsiones eran acu­mulativas, y aunque rara vez representaban más de una fracción de uno por ciento, eso era ya sufi­ciente. Significaba que los equipos telemétricos de precisión y los circuitos sintonizados en los aparatos de comunicación perdían por completo su ajus­te. Una nave, por sí sola, nunca podía percibir la perturbación, solamente cuando la comparaba con el equipo de otra nave, o trataba de comu­nicarse con ella, podía saber lo que había ocurrido.

Es imposible describir el caos que se produjo. No había ni un solo componente de una nave del que se pudiese esperar con seguridad que podría utilizarse a bordo de otra. Incluso los mismos tor­nillos y las hembrillas no eran ya intercambiables, y la situación de los suministros se hizo imposible. Si hubiésemos tenido tiempo hubiésemos quizá podido superar incluso esas dificultades, pero las naves enemigas nos estaban atacando ya a milla­res, con armas que ahora parecían siglos más anti­cuadas que las que habíamos inventado. Nuestra magnífica flota, mutilada por nuestra propia cien­cia, luchó lo mejor que pudo hasta que fue arro­llada y forzada a rendirse. Las naves equipadas con el Campo eran aún invulnerables, pero como unidades de combate eran casi inútiles. Cada vez que conectaban sus generadores para escapar de un ataque enemigo, aumentaban la distorsión de sus instalaciones. Al cabo de un mes, todo había terminado.

* * *

Esta es la historia verdadera de nuestra derrota, que doy sin prejuzgar mi defensa ante el Tribu­nal. La he expuesto, como ya he dicho, para con­trarrestar las calumnias que han estado circulando contra los hombres que lucharon a mi mando, y para mostrar dónde se encuentra la verdadera culpa de nuestras desgracias.

Finalmente; mi solicitud, que, tal como el Tri­bunal habrá podido apreciar, no presento frívo­lamente, y que, por lo tanto, confío me será con­cedida.

El Tribunal se habrá dado cuenta que las condiciones en que estamos alojados y la vigilan­cia a que se nos somete día y noche son muy quebrantadoras. Pero no me quejo de eso; ni me quejo del hecho que la falta de acomodación haya hecho necesario alojarnos por parejas.

Pero no se podrá considerar responsable de mis futuros actos si se me sigue obligando a com­partir mi celda con el Profesor Norden, ex Jefe del Personal de Investigación de mis fuerzas ar­madas.

NÉMESIS

(Exile of the Eons, 1950)

Ya temblaban las montañas al son del trueno que solamente el hombre puede producir. Pero allí la guerra parecía estar muy lejos, pues la luna llena pendía sobre los eternos Himalaya, y la fu­ria de la batalla estaba aún escondida tras el bor­de del mundo; mas no permanecería allá mucho tiempo más. El Amo sabía que los últimos restos de su flota estaban siendo arrojados de los cielos, mientras que el círculo mortal se estrechaba alre­dedor de su baluarte.

Al cabo de algunas horas, a lo sumo, el Amo y sus sueños de imperio se habrían desvanecido en el torbellino del pasado. Las naciones todavía mal­decirían su nombre, pero ya no le temerían. Más tarde, incluso el odio desaparecería, y no signifi­caría más para el mundo que Hitler, o Napoleón o Genghis Khan. Sería, como ellos, una borrosa figura allá a lo lejos en el pasillo infinito del tiempo, desvaneciéndose hacia el olvido. Por al­gún tiempo, su nombre viviría en la región incier­ta comprendida entre la historia y la leyenda, y luego el mundo ya no pensaría más en él. Se ha­bría unido a las legiones sin nombre que habían muerto para ejecutar su voluntad.

A lo lejos, y hacia el sur, al borde de una mon­taña se iluminó repentinamente de una llamarada violácea. Siglos más tarde, el balcón sobre el cual se alzaba el Amo se estremeció al impacto de la onda terrestre transmitida por las rocas del suelo. Y más tarde aún, el aire trajo el eco de la gigan­tesca conmoción. ¡Seguro que no podían estar ya tan cerca! El Amo confiaba en que no era sino un torpedo errante que había pasado a través de la línea de batalla, que se iba contrayendo. Si no lo era, quedaba aún menos tiempo de lo que ha­bía supuesto.

El Jefe de Estado Mayor salió de las sombras y se le unió junto a la barandilla. Las duras fac­ciones del mariscal —las más odiadas en todo el mundo, después de las del Amo— estaban marca­das de arrugas y perladas de sudor. Hacía días que no dormía, y su uniforme, otrora brillante, colgaba ahora desgarbadamente sobre él. Pero sus ojos, aunque indescriptiblemente cansados, apare­cían aún resueltos incluso en la derrota. Perma­necía en silencio, esperando sus últimas órdenes; ya no le quedaba nada más que hacer.

A cincuenta kilómetros de distancia, el eterno penacho del Everest flameaba su rojo oscuro re­flejando el resplandor de algún colosal incendio bajo el horizonte. Pero el Amo ni se movió ni hizo gesto alguno. No fue sino hasta que, sobre su ca­beza, pasó una descarga de torpedos, con su demo­níaco aullido que, finalmente, se volvió, y des­pués de contemplar por última vez el mundo que ya no volvería a ver, descendió a lo profundo.

El ascensor bajó trescientos metros, y el ruido de la batalla se desvaneció. Al salir del pozo, el Amo se detuvo un momento para oprimir un es­condido botón. El Mariscal incluso se sonrió cuan­do oyó el ruido de las rocas que se desplomaban allá arriba, y comprendió que tanto la persecu­ción como la huida eran igualmente imposibles.

Como siempre, el puñado de generales se alzó cuando el Amo entró en la habitación. Pasó la vista en derredor de la mesa. Estaban todos; in­cluso, al fin, no había habido traidores. Se dirigió en silencio a su puesto de costumbre, galvanizán­dose para el último y más difícil discurso que nunca tendría que hacer. Quemándole el alma sentía los ojos de los hombres que había conduci­do a la ruina. Tras ellos, y más allá, podía ver los escuadrones, las divisiones, los ejércitos, cuya sangre tenía en sus manos. Y más terribles aún eran los espectros de las naciones que ahora no podrían ya nunca nacer.

Finalmente comenzó a hablar. La fuerza hipnó­tica de su voz era tan poderosa como siempre, y al cabo de unas cuantas palabras se convirtió nue­vamente en la máquina perfecta e implacable, cuyo objeto era la destrucción.

—Caballeros, esta es nuestra última reunión. No hay nuevos planes que hacer, ni más mapas que estudiar. Sobre nuestras cabezas, la flota que formamos con tanto orgullo y cuidado está luchan­do hasta el fin. Dentro de pocos minutos no que­dará en el cielo ni una sola de aquellos millares de máquinas.

»Sé que para todos los que estamos aquí la idea de rendición no es ni para pensarla, incluso si fuese posible, de modo que pronto tendrán que morir aquí, en esta habitación. Han servido bien a nuestra causa, y merecían algo mejor, pero no pudo ser. Y sin embargo, no quisiera que cre­yesen que hemos fracasado del todo. En el pasa­do, como han visto muchas veces, mis planes estaban siempre a punto para todo lo que pudiera ocurrir, por improbable que pareciese. Así, entonces, no les sorprenderá saber que estaba también pre­parado para la derrota.

Siempre el mismo soberbio orador, se detuvo para causar impresión, observando con satisfac­ción la pequeña oleada de interés, la repentina atención reflejada en las cansadas caras de sus oyentes.

—Mi secreto está seguro con ustedes —conti­nuó—, pues el enemigo no encontrará nunca este lugar. La entrada está ya bloqueada por centena­res de metros de roca.

Tampoco ahora hubo movimiento alguno. So­lamente el Director de Propaganda palideció sú­bitamente, aunque se recuperó con rapidez, pero no tan rápidamente que escapase a los ojos del Amo. El Amo se sonrió internamente ante esa tar­día confirmación de una antigua duda. Ahora im­portaba poco; fieles o falsos, todos morirían jun­tos; todos menos uno.

—Hace dos años —prosiguió—, cuando perdi­mos la batalla de la Antártica, supe que ya no podíamos estar seguros de la victoria. De modo que me preparé para el día de hoy. El enemigo había jurado ya matarme. No podía permanecer es­condido en ningún lugar de la Tierra, y menos aún tener la esperanza de reconstruir nuestro des­tino. Pero aun hay otro camino, aunque sea deses­perado.

»Hace cinco años, uno de nuestros científicos perfeccionó la técnica de la animación suspendi­da. Encontró que por medios relativamente sen­cillos todos los procesos de la vida podían ser dete­nidos durante un período indefinido. Voy a utili­zar aquel descubrimiento para escaparme del pre­sente a un futuro que me haya olvidado. Y en­tonces podré comenzar de nuevo la lucha, no sin ayuda de ciertos artificios que podrían aún haber­nos ganado esta guerra si hubiésemos dispuesto de más tiempo.

»Adiós, caballeros. Y, una vez más, gracias por vuestra ayuda, y de veras lamento vuestra mala suerte.

Saludó, giró sobre sus tacones, y desapareció. La puerta metálica retumbó decisivamente tras él. Se hizo un silencio helado; luego el Director de Propaganda se precipitó hacia la salida, solamen­te para retroceder dando un grito. La puerta de acero estaba ya demasiado caliente para poderla tocar; había quedado fijamente soldada a la pa­red.

El Ministro de la Guerra fue el primero que sacó su pistola automática.

* * *

El Amo no tenía ahora mucha prisa. Al salir de la sala del consejo había oprimido el secreto inte­rruptor del circuito soldador. La misma acción había abierto un panel en la pared del pasillo, re­velando un pequeño pasadizo circular que se in­clinaba hacia arriba, y comenzó a caminar lenta­mente a lo largo de él.

Cada unos cien metros el pasillo cambiaba abruptamente de dirección, pero siempre siguien­do su subida. A cada recodo el Amo se detenía para manipular un interruptor, y se oía entonces el ruido atronador de las rocas que caían, al hun­dirse una sección del pasillo.

El pasadizo cambió de dirección cinco veces an­tes de terminar en una habitación esférica, de pa­redes metálicas. Numerosas puertas se cerraron suavemente sobre soportes de goma, y la última sección del túnel se hundió detrás. El Amo no se­ría perturbado ni por sus enemigos ni por sus amigos.

Miró rápidamente alrededor de la habitación para cerciorarse que todo estaba a punto, y lue­go se dirigió a un sencillo tablero de mandos, y co­nectó una serie de interruptores particularmente macizos, uno tras otro. Tenían que soportar poca corriente, pero habían sido construidos para que durasen. Lo mismo podía decirse de todo lo de­más en aquella extraña habitación. Incluso las pa­redes habían sido construidas con metales mucho menos efímeros que el acero.

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