Las primeras maniobras de ensayo resultaron satisfactorias, y el equipo pareció ser seguro. Se efectuaron numerosos falsos ataques, y las tripulaciones se acostumbraron a la nueva técnica. Yo estuve en uno de los vuelos de ensayo, y recuerdo vívidamente mi impresión cuando se conectó el Campo. Pareció como si las naves en derredor nuestra se empequeñeciesen, como si estuviesen sobre la superficie de una burbuja que se hinchase, y al cabo de un instante habían desaparecido por completo. También habían desaparecido las estrellas, pero pudimos percibir que la Galaxia era aún visible en forma de leve franja luminosa alrededor de la nave. El radio virtual de nuestro pseudo-espacio no era realmente infinito, sino unos cuantos centenares de miles de años de luz, de modo que la distancia a las estrellas más lejanas de nuestro sistema no había aumentado mucho, si bien las más cercanas habían, como es lógico, desaparecido del todo.
Pero estas maniobras de adiestramiento tuvieron que ser suspendidas antes que fuese posible completarlas, debido a una serie de pequeñas dificultades técnicas en diversas piezas del equipo, especialmente en los circuitos de comunicaciones. Tales dificultades resultaban enojosas, pero no importantes, pero se pensó que lo mejor era regresar a la Base para resolverlas.
En aquel preciso momento el enemigo lanzó lo que evidentemente pretendía fuese un ataque decisivo contra el planeta fortaleza de Iton, en los límites de nuestro Sistema Solar. La Flota tuvo que lanzarse al combate antes que fuese posible efectuar reparaciones.
El enemigo debió creer que habíamos conseguido el secreto de la invisibilidad, y en cierto sentido así era. Nuestras naves aparecieron repentinamente de la nada, e infligieron un daño tremendo, por un tiempo. Y entonces ocurrió algo desconcertante e inexplicable.
Cuando comenzaron las dificultades yo estaba al mando de la nave insignia
Hircania
. Habíamos estado operando como unidades independientes, cada una contra objetivos previamente señalados. Nuestros detectores observaron una formación enemiga a una distancia media que los oficiales de navegación midieron con gran exactitud. Fijaron el rumbo y conectamos el generador.
Desconectamos el Campo Exponencial en el momento en que deberíamos haber estado pasando por el centro del grupo enemigo. Pero, sin gran consternación por parte nuestra, emergimos en espacio normal a una distancia de muchos centenares de kilómetros, y cuando encontramos al enemigo, él también nos había encontrado a nosotros. Nos retiramos, y probamos nuevamente. Esta vez nos hallamos tan lejos del enemigo que fue él quien nos encontró primero.
Evidentemente, había algún serio defecto. Rompimos el silencio de comunicaciones, e intentamos establecer contacto con otras naves de la Flota para ver si ellas sufrían también la misma dificultad. Fracasamos una vez más, y esta vez el fracaso se escapaba por completo a la razón, pues el equipo de comunicación parecía estar funcionando perfectamente. No pudimos sino suponer, por fantástico que pareciese, que todo el resto de la flota había sido destruido.
No quiero describir las escenas que se produjeron cuando las dispersas unidades de la Flota regresaron a la Base. En realidad nuestras bajas habían sido insignificantes, pero las naves estaban completamente desmoralizadas. Casi todas habían perdido contacto con las demás, y habían descubierto que sus equipos telemétricos mostraban errores inexplicables. Era evidente que el Campo Exponencial era la causa de las perturbaciones, a pesar del hecho que solamente se hacían aparentes cuando se le desconectaba.
La explicación vino demasiado tarde para que nos sirviese de algo, y la derrota final de Norden fue escaso consuelo de la pérdida virtual de la guerra. Como ya he explicado, los generadores del Campo producen una distorsión radial del espacio, y las distancias aparecen tanto mayores cuanto más se acerca uno al centro del pseudo-espacio artificial. Cuando se desconecta el Campo, las condiciones vuelven a lo normal.
Pero no del todo. No era nunca posible restablecer
exactamente
el estado inicial. Conectar y desconectar el Campo era equivalente a una elongación y contracción de la nave que llevaba el generador, pero había un efecto de histéresis, por decirlo así, y no se podía nunca reproducir del todo la condición inicial, debido a todos los miles de cambios eléctricos y de movimientos de masas a bordo de la nave mientras estaba conectado el Campo. Esas asimetrías y distorsiones eran acumulativas, y aunque rara vez representaban más de una fracción de uno por ciento, eso era ya suficiente. Significaba que los equipos telemétricos de precisión y los circuitos sintonizados en los aparatos de comunicación perdían por completo su ajuste. Una nave, por sí sola, nunca podía percibir la perturbación, solamente cuando la comparaba con el equipo de otra nave, o trataba de comunicarse con ella, podía saber lo que había ocurrido.
Es imposible describir el caos que se produjo. No había ni un solo componente de una nave del que se pudiese esperar con seguridad que podría utilizarse a bordo de otra. Incluso los mismos tornillos y las hembrillas no eran ya intercambiables, y la situación de los suministros se hizo imposible. Si hubiésemos tenido tiempo hubiésemos quizá podido superar incluso esas dificultades, pero las naves enemigas nos estaban atacando ya a millares, con armas que ahora parecían siglos más anticuadas que las que habíamos inventado. Nuestra magnífica flota, mutilada por nuestra propia ciencia, luchó lo mejor que pudo hasta que fue arrollada y forzada a rendirse. Las naves equipadas con el Campo eran aún invulnerables, pero como unidades de combate eran casi inútiles. Cada vez que conectaban sus generadores para escapar de un ataque enemigo, aumentaban la distorsión de sus instalaciones. Al cabo de un mes, todo había terminado.
* * *
Esta es la historia verdadera de nuestra derrota, que doy sin prejuzgar mi defensa ante el Tribunal. La he expuesto, como ya he dicho, para contrarrestar las calumnias que han estado circulando contra los hombres que lucharon a mi mando, y para mostrar dónde se encuentra la verdadera culpa de nuestras desgracias.
Finalmente; mi solicitud, que, tal como el Tribunal habrá podido apreciar, no presento frívolamente, y que, por lo tanto, confío me será concedida.
El Tribunal se habrá dado cuenta que las condiciones en que estamos alojados y la vigilancia a que se nos somete día y noche son muy quebrantadoras. Pero no me quejo de eso; ni me quejo del hecho que la falta de acomodación haya hecho necesario alojarnos por parejas.
Pero no se podrá considerar responsable de mis futuros actos si se me sigue obligando a compartir mi celda con el Profesor Norden, ex Jefe del Personal de Investigación de mis fuerzas armadas.
(Exile of the Eons, 1950)
Ya temblaban las montañas al son del trueno que solamente el hombre puede producir. Pero allí la guerra parecía estar muy lejos, pues la luna llena pendía sobre los eternos Himalaya, y la furia de la batalla estaba aún escondida tras el borde del mundo; mas no permanecería allá mucho tiempo más. El Amo sabía que los últimos restos de su flota estaban siendo arrojados de los cielos, mientras que el círculo mortal se estrechaba alrededor de su baluarte.
Al cabo de algunas horas, a lo sumo, el Amo y sus sueños de imperio se habrían desvanecido en el torbellino del pasado. Las naciones todavía maldecirían su nombre, pero ya no le temerían. Más tarde, incluso el odio desaparecería, y no significaría más para el mundo que Hitler, o Napoleón o Genghis Khan. Sería, como ellos, una borrosa figura allá a lo lejos en el pasillo infinito del tiempo, desvaneciéndose hacia el olvido. Por algún tiempo, su nombre viviría en la región incierta comprendida entre la historia y la leyenda, y luego el mundo ya no pensaría más en él. Se habría unido a las legiones sin nombre que habían muerto para ejecutar su voluntad.
A lo lejos, y hacia el sur, al borde de una montaña se iluminó repentinamente de una llamarada violácea. Siglos más tarde, el balcón sobre el cual se alzaba el Amo se estremeció al impacto de la onda terrestre transmitida por las rocas del suelo. Y más tarde aún, el aire trajo el eco de la gigantesca conmoción. ¡Seguro que no podían estar ya tan cerca! El Amo confiaba en que no era sino un torpedo errante que había pasado a través de la línea de batalla, que se iba contrayendo. Si no lo era, quedaba aún menos tiempo de lo que había supuesto.
El Jefe de Estado Mayor salió de las sombras y se le unió junto a la barandilla. Las duras facciones del mariscal —las más odiadas en todo el mundo, después de las del Amo— estaban marcadas de arrugas y perladas de sudor. Hacía días que no dormía, y su uniforme, otrora brillante, colgaba ahora desgarbadamente sobre él. Pero sus ojos, aunque indescriptiblemente cansados, aparecían aún resueltos incluso en la derrota. Permanecía en silencio, esperando sus últimas órdenes; ya no le quedaba nada más que hacer.
A cincuenta kilómetros de distancia, el eterno penacho del Everest flameaba su rojo oscuro reflejando el resplandor de algún colosal incendio bajo el horizonte. Pero el Amo ni se movió ni hizo gesto alguno. No fue sino hasta que, sobre su cabeza, pasó una descarga de torpedos, con su demoníaco aullido que, finalmente, se volvió, y después de contemplar por última vez el mundo que ya no volvería a ver, descendió a lo profundo.
El ascensor bajó trescientos metros, y el ruido de la batalla se desvaneció. Al salir del pozo, el Amo se detuvo un momento para oprimir un escondido botón. El Mariscal incluso se sonrió cuando oyó el ruido de las rocas que se desplomaban allá arriba, y comprendió que tanto la persecución como la huida eran igualmente imposibles.
Como siempre, el puñado de generales se alzó cuando el Amo entró en la habitación. Pasó la vista en derredor de la mesa. Estaban todos; incluso, al fin, no había habido traidores. Se dirigió en silencio a su puesto de costumbre, galvanizándose para el último y más difícil discurso que nunca tendría que hacer. Quemándole el alma sentía los ojos de los hombres que había conducido a la ruina. Tras ellos, y más allá, podía ver los escuadrones, las divisiones, los ejércitos, cuya sangre tenía en sus manos. Y más terribles aún eran los espectros de las naciones que ahora no podrían ya nunca nacer.
Finalmente comenzó a hablar. La fuerza hipnótica de su voz era tan poderosa como siempre, y al cabo de unas cuantas palabras se convirtió nuevamente en la máquina perfecta e implacable, cuyo objeto era la destrucción.
—Caballeros, esta es nuestra última reunión. No hay nuevos planes que hacer, ni más mapas que estudiar. Sobre nuestras cabezas, la flota que formamos con tanto orgullo y cuidado está luchando hasta el fin. Dentro de pocos minutos no quedará en el cielo ni una sola de aquellos millares de máquinas.
»Sé que para todos los que estamos aquí la idea de rendición no es ni para pensarla, incluso si fuese posible, de modo que pronto tendrán que morir aquí, en esta habitación. Han servido bien a nuestra causa, y merecían algo mejor, pero no pudo ser. Y sin embargo, no quisiera que creyesen que hemos fracasado del todo. En el pasado, como han visto muchas veces, mis planes estaban siempre a punto para todo lo que pudiera ocurrir, por improbable que pareciese. Así, entonces, no les sorprenderá saber que estaba también preparado para la derrota.
Siempre el mismo soberbio orador, se detuvo para causar impresión, observando con satisfacción la pequeña oleada de interés, la repentina atención reflejada en las cansadas caras de sus oyentes.
—Mi secreto está seguro con ustedes —continuó—, pues el enemigo no encontrará nunca este lugar. La entrada está ya bloqueada por centenares de metros de roca.
Tampoco ahora hubo movimiento alguno. Solamente el Director de Propaganda palideció súbitamente, aunque se recuperó con rapidez, pero no tan rápidamente que escapase a los ojos del Amo. El Amo se sonrió internamente ante esa tardía confirmación de una antigua duda. Ahora importaba poco; fieles o falsos, todos morirían juntos; todos menos uno.
—Hace dos años —prosiguió—, cuando perdimos la batalla de la Antártica, supe que ya no podíamos estar seguros de la victoria. De modo que me preparé para el día de hoy. El enemigo había jurado ya matarme. No podía permanecer escondido en ningún lugar de la Tierra, y menos aún tener la esperanza de reconstruir nuestro destino. Pero aun hay otro camino, aunque sea desesperado.
»Hace cinco años, uno de nuestros científicos perfeccionó la técnica de la animación suspendida. Encontró que por medios relativamente sencillos todos los procesos de la vida podían ser detenidos durante un período indefinido. Voy a utilizar aquel descubrimiento para escaparme del presente a un futuro que me haya olvidado. Y entonces podré comenzar de nuevo la lucha, no sin ayuda de ciertos artificios que podrían aún habernos ganado esta guerra si hubiésemos dispuesto de más tiempo.
»Adiós, caballeros. Y, una vez más, gracias por vuestra ayuda, y de veras lamento vuestra mala suerte.
Saludó, giró sobre sus tacones, y desapareció. La puerta metálica retumbó decisivamente tras él. Se hizo un silencio helado; luego el Director de Propaganda se precipitó hacia la salida, solamente para retroceder dando un grito. La puerta de acero estaba ya demasiado caliente para poderla tocar; había quedado fijamente soldada a la pared.
El Ministro de la Guerra fue el primero que sacó su pistola automática.
* * *
El Amo no tenía ahora mucha prisa. Al salir de la sala del consejo había oprimido el secreto interruptor del circuito soldador. La misma acción había abierto un panel en la pared del pasillo, revelando un pequeño pasadizo circular que se inclinaba hacia arriba, y comenzó a caminar lentamente a lo largo de él.
Cada unos cien metros el pasillo cambiaba abruptamente de dirección, pero siempre siguiendo su subida. A cada recodo el Amo se detenía para manipular un interruptor, y se oía entonces el ruido atronador de las rocas que caían, al hundirse una sección del pasillo.
El pasadizo cambió de dirección cinco veces antes de terminar en una habitación esférica, de paredes metálicas. Numerosas puertas se cerraron suavemente sobre soportes de goma, y la última sección del túnel se hundió detrás. El Amo no sería perturbado ni por sus enemigos ni por sus amigos.
Miró rápidamente alrededor de la habitación para cerciorarse que todo estaba a punto, y luego se dirigió a un sencillo tablero de mandos, y conectó una serie de interruptores particularmente macizos, uno tras otro. Tenían que soportar poca corriente, pero habían sido construidos para que durasen. Lo mismo podía decirse de todo lo demás en aquella extraña habitación. Incluso las paredes habían sido construidas con metales mucho menos efímeros que el acero.