Norden probó lo que había afirmado menos de un mes más tarde, cuando presentó la Esfera de Aniquilación, que producía la desintegración completa de la materia dentro de un radio de varios centenares de metros. Nos entusiasmamos con la potencia de la nueva arma, y estuvimos dispuestos a prescindir de considerar su defecto fundamental, el hecho que era precisamente una esfera, y que, por lo tanto, destruía su relativamente complicado mecanismo de generación en el instante de su formación. Eso naturalmente, significaba que no podía ser utilizada sobre naves de guerra, sino solamente sobre proyectiles dirigidos, por lo cual se comenzó un gran programa para cambiar todos los torpedos de dirección automática a fin que éstos pudieran transportar la nueva arma. Desde aquel momento, se suspendieron todas las ofensivas.
Nos damos cuenta ahora que aquél fue nuestro primer error. Todavía creo que fue una equivocación lógica, pues entonces nos pareció que todos los armamentos existentes se habían quedado anticuados de la noche a la mañana, y casi los considerábamos supervivientes primitivos. De lo que no nos dimos cuenta entonces, fue de la magnitud de la tarea que intentábamos, y del tiempo que se tardaría en poner en acción la superarma revolucionaria.
No había ocurrido nada semejante durante cien años, y no teníamos experiencia previa que nos sirviese de guía.
El problema de la conversión resultó aún más difícil de lo que habíamos supuesto. Era necesario diseñar una nueva clase de torpedo, pues el modelo corriente era demasiado pequeño. Eso, a su vez, significaba que solamente las mayores naves podían lanzar el arma, pero estábamos dispuestos a aceptar esa penalización. Al cabo de seis meses, se estaba equipando las unidades pesadas de la Flota con la Esfera. Maniobras de entrenamiento y ensayos habían demostrado que funcionaba satisfactoriamente, y estábamos a punto de hacerla entrar en acción. Se estaba ya aclamando a Norden como el artífice de la victoria y, además, nos había prometido nuevas armas aún más espectaculares.
Entonces ocurrieron dos cosas. Una de nuestras naves de guerra desapareció por completo durante uno de los vuelos de entrenamiento, y una investigación demostró que en determinadas condiciones el radar de largo alcance de la nave podía hacer estallar la Esfera tan pronto como era lanzada. La modificación que se requería para superar tal defecto era insignificante, pero ocasionó la demora de otro mes y produjo mucho resentimiento entre el personal naval y los científicos. Estábamos nuevamente a punto de entrar en acción, cuando Norden anunció que el radio de eficacia de la Esfera había sido aumentado diez veces, multiplicando así por mil las probabilidades de destruir una nave enemiga.
De modo que volvieron a comenzar las modificaciones, si bien todo el mundo estaba de acuerdo en que bien valían la pena. Pero, entre tanto, el enemigo se había envalentonado ante la ausencia de nuevos ataques, y había realizado una ofensiva inesperada. Nuestras naves no tenían suficientes torpedos, pues no se producían ya en las fábricas, y se vieron obligadas a retirarse. Y así fue como perdimos los sistemas de Kyrane y Floranus, y la fortaleza planetaria de Rhamsandron.
Fue un contratiempo molesto, pero no grave, pues los sistemas recapturados habían sido poco amistosos y difíciles de administrar. No dudábamos de poder restablecer la situación tan pronto como la nueva arma entrase en acción.
Tales esperanzas se cumplieron solamente a medias. Cuando reanudamos la ofensiva, tuvimos que hacerlo con menos Esferas de Aniquilación de las que habíamos proyectado, lo cual fue una de las razones de lo limitado de nuestro éxito. La otra razón fue más seria.
Mientras nosotros habíamos estado equipando tantas naves como pudimos con nuestra arma irresistible, el enemigo había estado construyendo febrilmente. Sus naves eran del viejo modelo, con el antiguo armamento, pero excedían a las nuestras en número. Cuando entramos en acción, encontramos que los números que se alineaban frente a nosotros eran a veces cien por ciento mayores de lo esperado, ocasionando confusión de blancos entre las armas automáticas, y determinando mayores bajas que las esperadas. Las bajas del enemigo eran aún mayores, pues cuando una Esfera alcanzaba su objetivo, la destrucción era cierta, pero el equilibrio no se desplazó tanto en nuestro favor como habíamos confiado.
Además, mientras las flotas principales estaban combatiendo, el enemigo había lanzado un audaz ataque contra los sistemas de Eriston, Duranus, Carmanidor y Fharanidon, que sosteníamos con pocas fuerzas, reconquistándolos todos. De modo que nos tuvimos que enfrentar con una amenaza a solamente cincuenta años de luz de nuestros planetas patrios.
Se hicieron muchas recriminaciones durante la reunión siguiente de los comandantes supremos. La mayor parte de las quejas fueron dirigidas a Norden; en especial, el gran almirante Taxaris mantuvo que, gracias a nuestra evidentemente irresistible arma, estábamos ahora mucho peor que antes. Afirmó que debíamos haber continuado construyendo naves del tipo convencional, evitando así la pérdida de nuestra superioridad numérica.
Norden se mostró igualmente enojado, y calificó al personal naval de chapuceros desagradecidos. Pero pude ver que estaba preocupado —como, a decir verdad, lo estábamos todos— por el giro inesperado de los acontecimientos. Insinuó que podría haber una forma rápida de remediar la situación. Sabemos ahora que la Investigación había estado trabajando en el Analizador de Combate durante muchos años, pero entonces nos apareció como una revelación, y quizá nos dejamos entusiasmar con demasiada facilidad. Por otra parte, el argumento de Norden era seductoramente convincente. ¿Qué importaba, dijo, que el enemigo tuviese el doble de naves que nosotros, si la eficiencia de las nuestras podía ser duplicada, o incluso triplicada? Durante décadas el factor límite en la guerra no había sido mecánico, sino biológico; se había ido haciendo más y más difícil para una sola mente, o grupo de mentes, tratar con la complejidad rápidamente cambiante de la batalla en el espacio tridimensional. Los matemáticos de Norden habían analizado algunos de los encuentros clásicos del pasado y habían demostrado que, incluso cuando habíamos salido victoriosos, nuestras unidades habían operado a mucho menos de la mitad de su eficiencia teórica.
El Analizador de Combate alteraría tal situación, sustituyendo el personal de operaciones por calculadores electrónicos.
La idea no era nueva en teoría, pero hasta entonces no había sido sino un sueño utópico. A muchos de nosotros les parecía aún difícil creer que pudiese ser algo más que un sueño; pero después de haber seguido varias batallas de maniobra, nos convencimos.
Se decidió instalar el Analizador en cuatro de nuestras naves más pesadas, de modo que cada una de las flotas principales pudiese disponer de uno de ellos. Y aquí comenzaron nuestras dificultades, si bien no lo supimos hasta más tarde.
El Analizador contenía poco menos de un millón de tubos de vacío, y requería un equipo de quinientos técnicos para mantenerlo y operarlo. Era completamente imposible acomodar el personal extra a bordo de la nave de guerra, de modo que fue preciso que cada una de las cuatro unidades fuese acompañada de una nave de pasajeros convertida, a fin de transportar a los técnicos que no estaban de servicio. La instalación también fue asunto largo y pesado, pero gracias a gigantescos esfuerzos pudo ser completada en seis meses.
Y entonces, para descorazonamiento nuestro, tuvimos que enfrentarnos con otra crisis. Se habían escogido casi cinco mil hombres de gran habilidad para el servicio de los Analizadores, y se les había sometido a un curso intensivo en las Escuelas de Educación Técnica. Al término de siete meses, un diez por ciento de ellos había sufrido colapsos nerviosos, y solamente se habían calificado un cuarenta por ciento.
Otra vez más, todo el mundo empezó a echar la culpa a los demás. Como es natural, Norden dijo que no era posible hacer responsable al Personal de Investigación, con lo cual incurrió en la enemistad de los Mandos de Personal y Adiestramiento. Finalmente se decidió que lo único que podía hacerse era utilizar dos Analizadores en lugar de cuatro, y hacer entrar los otros en acción tan pronto como se hubiese adiestrado personal suficiente. No había mucho tiempo que perder, pues el enemigo estaba aún a la ofensiva, y su moral se elevaba.
Se ordenó a la primera flota con Analizador que recapturase el sistema de Eriston. En el camino, y por uno de los azares de la guerra, la nave de pasajeros que llevaba los técnicos fue alcanzada por una mina errante. Una nave de guerra hubiese sobrevivido, pero aquella nave, con su insustituible cargamento, fue totalmente destruida, de modo que se tuvo que abandonar la operación.
La otra expedición tuvo, al principio, más éxito. No había duda en que el Analizador cumplía la promesa de sus diseñadores, y el enemigo fue penosamente derrotado en el primer combate. Se retiró, dejándonos en posesión de Safhran, Leucon y Hexanerax. Pero su Personal de Información debía haber observado la alteración de nuestra táctica, así como la inexplicable presencia de una nave de pasajeros en el corazón de nuestra flota de guerra. Y también debió haber notado que nuestra primera flota había ido acompañada de una nave semejante, y se había retirado cuando aquélla había sido destruida.
Durante el siguiente encuentro el enemigo utilizó su superioridad numérica para desencadenar un ataque avasallador sobre la nave del Analizador y su inerme consorte. El ataque fue efectuado sin reparar en bajas —como es natural, ambas naves iban muy bien protegidas— y tuvo éxito. El resultado fue la decapitación virtual de la flota, pues resultó imposible volver de nuevo de modo eficaz a los antiguos métodos tácticos. Nos retiramos bajo enérgico fuego, y así perdimos todo lo que habíamos ganado, así como los sistemas de Lorymia, Ismarnus, Beronis, Alfanidon y Sideneus.
Al llegar a este punto, el gran almirante Taxaris expresó su desaprobación de Norden, suicidándose, y yo asumí el mando supremo.
La situación era ahora seria a la vez que enfurecedora. Con testarudo conservadurismo, y una falta completa de imaginación, el enemigo continuaba avanzando con sus naves anticuadas e ineficientes, pero ahora inmensamente superiores en número. Era irritante darse cuenta que con sólo haber continuado construyendo, sin buscar nuevas armas, podríamos haber estado en una posición mucho más ventajosa. Se celebraron numerosas y acerbas conferencias, en el curso de las cuales Norden defendió a los científicos, mientras todos los demás les culpaban por lo que había ocurrido. Y ahora no podíamos retroceder; era preciso que continuase la búsqueda de un arma irresistible. Al principio hubiese sido un lujo para abreviar la guerra, pero ahora era una necesidad, si teníamos que terminarla victoriosos.
Lo mismo que Norden, estábamos a la defensiva. Él estaba más decidido que nunca a restablecer su prestigio y el del Personal de Investigación. Pero habíamos resultado decepcionados dos veces, y no volveríamos a cometer nuevamente el mismo error. Sin duda los veinte mil científicos de Norden producirían muchos armamentos nuevos, pero no nos íbamos a dejar impresionar.
Nos equivocábamos. El arma final era algo tan fantástico que ahora incluso parece difícil creer que llegó a existir. Su nombre inocente, que no comprometía a nada —el Campo Exponencial—, no daba idea de sus potencialidades reales. Algunos de los matemáticos de Norden lo habían descubierto durante un trabajo de investigación puramente teórico sobre las propiedades del espacio, y ante la inmensa sorpresa de todos se encontró que era físicamente realizable.
Parece muy difícil explicar al profano cómo funcionaba el Campo. Según la descripción técnica, «produce un estado exponencial del espacio, de modo que una distancia finita en el espacio normal lineal, puede llegar a ser infinita en el pseudo-espacio». Norden proporcionó una analogía que a algunos de nosotros nos resultó de utilidad. Es algo así como si se tomase un disco plano de goma —que representaba una región del espacio normal— y se extendiese entonces su centro hasta el infinito. La circunferencia del disco permanecía invariable, pero el «diámetro» sería infinito. Eso era más o menos lo que el Campo hacía con el espacio en derredor suyo.
Así, por ejemplo, supongamos que una nave provista de tal generador fuese rodeada por un cerco de máquinas hostiles. Si entonces se conectaba el Campo,
cada una
de las naves enemigas creería que ella, y las naves al otro lado del círculo sería la misma de antes; pero el viaje al centro sería de duración infinita, pues, a medida que se avanzase, las distancias parecerían hacerse más y más grandes, mientras se modificaba la «escala» del espacio.
Era un estado de pesadilla, pero muy útil. Nada podía alcanzar a una nave que llevase el Campo; aunque quedase englobado dentro de una flota enemiga, permanecería tan inaccesible como si estuviese al otro lado del Universo. Por otra parte, y como es natural, no podía combatir sin desconectar el Campo, pero, con todo, quedaba en posición muy ventajosa, no solamente para la defensa sino para la ofensiva, pues una nave equipada con el Campo podía acercarse a una flota enemiga sin ser advertida y aparecer repentinamente en medio de ella.
Esta vez no parecía haber fallos en la nueva arma. Es innecesario decir que tratamos de encontrar todas las objeciones posibles antes de comprometernos nuevamente. Afortunadamente, el equipo era relativamente sencillo y no requería un personal muy numeroso para hacerlo funcionar. Después de discutirlo mucho, decidimos ponerlo en producción acelerada, pues esta vez nos dimos cuenta que el tiempo pasaba rápidamente y que la guerra se iba desarrollando en contra nuestra. Habíamos ya perdido casi todas nuestras conquistas iniciales, y las fuerzas enemigas habían verificado varias incursiones en nuestro propio Sistema Solar.
Conseguimos contener al enemigo mientras volvíamos a equipar la Flota e ideábamos nuevas tácticas de combate. Para utilizar el Campo en la práctica, era necesario localizar una formación enemiga, trazar un rumbo que la interceptase, y conectar el generador por un tiempo previamente calculado. Al desconectar luego el Campo —y si los cálculos habían sido exactos— se hallaría uno en medio del enemigo y podría hacer grandes destrozos durante la confusión que seguiría, retirándose luego por el mismo camino cuando fuere necesario.