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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

Expedición a la Tierra (10 page)

Estaba dando a McNeil una oportunidad de re­dimirse, de probar que no era un cobarde, al plan­tear él mismo la cuestión. El hecho que McNeil pudiese estar esperando que fuese él quien hiciese exactamente lo mismo, era algo que nunca se le ocurrió a Grant.

La fecha fatal estaba a solamente cinco días cuando, por vez primera, la mente de Grant rozó levemente la idea del asesinato. Había estado sen­tado después de la «cena» tratando de descansar mientras McNeil se afanaba en la cocina haciendo un ruido que a Grant le parecía excesivo.

¿De qué utilidad, se preguntó, era el ingeniero al mundo? No tenía responsabilidades ni familia, nadie sufriría por su muerte. Grant, por otra par­te, tenía mujer y tres hijos a los cuales quería con moderación, si bien por alguna razón ellos corres­pondían con poco más que el afecto debido.

Ningún juez imparcial tendría dificultad alguna en decidir cuál de los dos debía sobrevivir. Si a McNeil le hubiese quedado un destello de decen­cia, hubiese ya llegado a la misma conclusión. Y como no daba señales de haber hecho cosa que lo pareciese, había perdido ya todos sus derechos a seguir siendo tenido en consideración.

Tal era la lógica elemental de la mente sub­consciente de Grant, la cual había llegado a tal respuesta hacía ya días, pero solamente ahora ha­bía conseguido atraer la atención por la que había estado clamando. Idea que, y dicho sea en su ho­nor, Grant rechazó inmediatamente con horror.

Él era una persona recta y honorable, con un có­digo de conducta muy estricto. Incluso los errantes pensamientos homicidas de lo que erróneamente recibe el nombre de hombre «normal», rara vez habían agitado su mente. Pero en los días —muy pocos días— que le quedaban, volverían más y más a menudo.

El aire estaba ahora notablemente más viciado. Aunque no había aún ninguna dificultad en respi­rar, recordaba constantemente lo que iba a venir, y Grant descubrió que le impedía dormir. Eso no era sencillamente una desventaja pues le ayudaba a quebrantar la fuerza de sus pesadillas, pero se iba desgastando físicamente.

Su temple iba también decayendo rápidamente, situación acentuada por el hecho que McNeil parecía comportarse con una calma inesperada e irritante. Grant se dio cuenta que había llegado al punto en que sería peligroso demorar aún poner las cartas sobre la mesa.

McNeil estaba como de costumbre en su habi­tación cuando Grant subió a la cabina de mando para recoger la carta que había encerrado en la caja fuerte, hacía al parecer siglos. Se preguntó si debería añadir algo más, pero luego se dio cuenta que eso no sería sino otra razón para demo­rar. Resueltamente se dirigió hacia la cabina de McNeil.

Un solo neutrón inicia una reacción en cadena que puede destruir en un instante un millón de vidas y el trabajo de generaciones. Igualmente in­significantes y carentes de importancia son los hechos determinantes que a veces alteran el curso de acción de un hombre y modifican así toda la estructura de su futuro.

Nada podía haber sido más trivial que lo que hizo que Grant se detuviese en el pasillo, junto a la puerta de McNeil. En condiciones ordinarias ni tan sólo lo hubiese notado. Era el olor de humo, de humo de tabaco.

La idea respecto a que el sibarítico ingeniero tenía tan poco dominio de sí mismo que estaba malgastando de tal manera los últimos preciosos litros de oxíge­no, llenó a Grant de cegadora furia. Por un ins­tante quedó paralizado por la intensidad de su emoción.

Y luego arrugó lentamente la carta en su mano. La idea que al principio había sido un intruso no deseado, y luego una especulación casual, fue por fin plenamente aceptada. McNeil había tenido su oportunidad, y se había mostrado, por su increíble egoísmo, indigno de ella. Muy bien podía morir.

La velocidad con que Grant llegó a tal conclu­sión no hubiese engañado ni a un psicólogo aficio­nado. Fue una sensación de alivio, tanto como de odio, la que le apartó de la habitación de McNeil. Había querido convencerse a sí mismo que no sería necesario hacer lo honorable, sugerir cual­quier juego de azar que diese a ambos la misma probabilidad de vida.

Esa era la excusa que necesitaba, y se había asido a ella para salvar su conciencia. Pues si bien podía proyectar, e incluso llevar a cabo un asesi­nato, Grant era la clase de persona que tendría que hacerlo según su propio código moral.

En realidad —y no por primera vez— estaba equivocándose en su juicio de McNeil. El ingenie­ro era un gran fumador y el tabaco era esencial para su bienestar mental, incluso en circunstancias normales. Y cuánto más esencial le era ahora. Grant, que solamente fumaba de vez en cuando y sin disfrutar mucho en ello, no podía nunca apre­ciarlo.

McNeil había llegado a la conclusión, después de cuidadoso cálculo, que cuatro cigarrillos al día no representaban diferencia alguna mensurable en el consumo de oxígeno de la nave, mientras que sí que influirían definitivamente sobre sus propios nervios y por lo tanto, indirectamente sobre los de Grant.

Pero no servía de nada explicar eso a Grant. Y así había estado fumando en privado, y con un dominio de sí mismo que le resultaba agradable­mente, hasta voluptuosamente sorprendente. Era verdaderamente pura mala suerte que Grant hu­biese percibido uno de los cuatro cigarrillos al día.

Para tratarse de una persona que solamente en­tonces se había decidido al asesinato, las acciones de Grant eran notablemente metódicas. Sin vaci­lación se apresuró a ir al cuarto de mandos y abrió el botiquín de compartimientos pulcramente etiquetados, destinados a casi cualquier contingen­cia que pudiera ocurrir en el espacio.

Se había incluso considerado la contingencia fi­nal, pues allí, tras las cintas elásticas sujetadoras, se encontraba la botella pequeña que buscaba, y cuya imagen había estado escondida todos aquellos días en las profundidades desconocidas de su men­te. Llevaba una etiqueta blanca con la marca de la calavera y las tibias cruzadas, y debajo las pa­labras:
Aprox. medio gramo ocasionará una muer­te indolora y casi instantánea
.

El veneno era indoloro e instantáneo, lo cual estaba bien. Pero más importante aún era un he­cho que la etiqueta no mencionaba. Era también insípido.

* * *

El contraste entre las comidas preparadas por Grant y las organizadas con considerable habilidad y cuidado por McNeil, era notable. Cualquie­ra a quien interesara la comida y pasara gran parte de su vida en el espacio, generalmente apren­día, en defensa propia, el arte de guisar. McNeil lo había hecho hacía tiempo.

Para Grant, en cambio, comer era una de esas tareas necesarias, pero enojosas, que tenían que realizarse lo más rápidamente posible, y su cocina reflejaba tal opinión. McNeil había cesado de la­mentarse de ello, pero le hubiese interesado mu­cho el cuidado que Grant ponía en esa particular comida.

Si observó algún creciente nerviosismo por par­te de Grant, a medida que avanzaba la comida, nada dijo. Comieron casi en silencio, pero eso no tenía nada de particular, pues hacía ya tiempo que habían agotado las posibilidades de una con­versación ligera. Cuando fueron retirados los últimos platos —cuencos profundos con bordes curvados sobre sí mismos hacia el interior, para evitar que el contenido se escapase—, Grant se dirigió a la cocina para preparar el café.

Tardó bastante tiempo, pues a última hora le ocurrió algo enfurecedor y ridículo al mismo tiem­po; recordó repentinamente una de las películas clásicas del siglo anterior, en la cual el fabuloso Charles Chaplin intentaba envenenar a una esposa no deseada, y luego accidentalmente cambiaba los vasos.

Ningún recuerdo podía haber sido más desagra­dable, pues le dejó quebrantado con una ráfaga de silenciosa histeria. El
Trasgo de lo Perverso
, de Poe, aquel demonio que se entretiene desafiando los cuidadosos cánones de la defensa propia, había entrado en acción, y pasó un buen minuto antes que Grant recuperase el dominio de sí mismo.

Estaba seguro que, por lo menos externamen­te, aparecía completamente tranquilo mientras llevaba los dos recipientes de plástico, y sus tubos de beber. No había peligro de confundirlos, pues el del ingeniero llevaba las letras MAC pintadas claramente a su través.

Al pensar en ello Grant casi recayó en aquellas risitas psicológicas, pero consiguió justo contenerse con la sombría reflexión de que sus nervios debían hallarse en peor estado aún de lo que había supues­to. Observó, fascinado, aunque sin aparentarlo, có­mo McNeil jugueteaba con la taza. El ingeniero no parecía tener mucha prisa, y miraba distraído al vacío. Finalmente se llevó a los labios el tubo de beber, y sorbió.

Un momento más tarde farfulló ligeramente, y una mano helada pareció apresar el corazón de Grant y oprimirlo fuertemente. Luego McNeil se volvió hacia él y dijo mesuradamente:

—Por fin lo has hecho bien; está muy caliente.

Lentamente el corazón de Grant volvió a em­prender su trabajo. No se atrevió a hablar para no traicionarse, pero consiguió hacer un signo ambi­guo con la cabeza. McNeil apartó cuidadosamente la copa en el aire, a pocos centímetros de su cara.

Parecía muy pensativo, como sopesando las palabras para alguna observación importante. Grant se maldijo a sí mismo por haber preparado la be­bida tan caliente; era precisamente la clase de de­talle que servía para ahorcar asesinos. Si McNeil esperaba mucho más, su nerviosismo probable­mente le traicionaría.

—Supongo —dijo McNeil en un tono de con­versación— que se te habrá ocurrido que aún hay aire suficiente para uno de nosotros hasta Venus.

Grant consiguió dominar sus agitados nervios y apartar sus ojos de la taza que le hipnotizaba. Y su garganta estaba muy seca cuando contestó:

—Pues no me había pasado por la imaginación.

McNeil tocó su taza, la encontró aún demasiado caliente, y prosiguió pensativamente:

—Entonces, ¿no sería más razonable si uno de nosotros decidiese salir por la esclusa, por ejemplo, o tomar un poco del veneno de ahí? —Y con el pul­gar hizo un gesto en dirección del botiquín que se alcanzaba a ver desde donde estaban sentados.

Grant asintió con la cabeza.

—Naturalmente, la única dificultad —añadió el ingeniero— estriba en decidir en cuál de noso­tros dos tiene que ser el desafortunado. Supongo que tendría que ser escogiendo una carta, o de cualquier otro modo arbitrario.

Grant contempló a McNeil con una fascinación que casi superaba su creciente nerviosismo. Nunca hubiese podido creer al ingeniero capaz de discu­tir el asunto con tanta tranquilidad. Grant estaba seguro que él no sospechaba nada. Evidentemen­te, los pensamientos de McNeil habían discurrido paralelamente a lo suyos propios, y apenas era una coincidencia que hubiese escogido este mo­mento, entre todos los posibles, para abordar la cuestión.

McNeil le observaba fijamente, como juzgando sus reacciones.

—Tienes razón —se oyó decir Grant—. Te­nemos que hablar de ello.

—Sí —dijo McNeil imperturbablemente—. Tenemos que hablar. —Y tomando nuevamente su taza, puso el tubo de beber en sus labios y sor­bió lentamente.

Grant no pudo esperar hasta que hubo termina­do. Notó con sorpresa que el alivio que había es­perado sentir no llegó. Incluso sintió una punzada como de sentimiento, pero que no era realmente remordimiento. Era ya ahora un poco tarde para pensar en ello, pero repentinamente recordó que se quedaría solo en la
Reina Estelar
, perseguido por sus pensamientos, durante más de tres semanas, antes que llegase el auxilio.

No quiso ver morir a McNeil, y se sintió marea­do. Sin volverse a mirar a su víctima se lanzó ha­cia la salida.

Inmutablemente fijo, el feroz sol y las estáticas estrellas contemplaban a la
Reina Estelar
, que pa­recía tan fija como ellas. No había manera de sa­ber que la pequeña nave, formada como una pesa de gimnasia, había ahora casi alcanzado su velo­cidad máxima y que en su pequeña esfera había millones de caballos de vapor encadenados espe­rando el momento de su liberación. A decir ver­dad, no había manera de saber si llevaba clase alguna de vida.

Se abrió una esclusa del lado de la noche, per­mitiendo que una luz brillante escapase del inte­rior. El resplandeciente círculo tenía un extraño aspecto, colgando ahí en la oscuridad. Y luego quedó abruptamente eclipsado, cuando dos figuras salieron flotando de la nave.

Una era mucho mayor que la otra, por una ra­zón bastante importante: llevaba un traje espacial. Ahora bien, hay ciertas prendas que pueden ser llevadas, o no, a gusto de cada uno, sin más efec­tos perjudiciales que la posible pérdida de cierto prestigio social; pero los trajes del espacio no se cuentan entre ellas.

En la oscuridad estaba ocurriendo algo que no era fácil de seguir. La figura menor comenzó a moverse, lentamente al principio, pero con veloci­dad rápidamente creciente. Dejó la sombra de la nave, saliendo a la plena luz del sol, y entonces fue posible ver atada a su espalda una pequeña bo­tella de la cual salía una fina neblina que desapa­recía casi instantáneamente en el espacio.

Era un cohete primitivo, pero eficaz. No había peligro en que la minúscula fuerza gravitatoria de la nave volviese a atraer el cuerpo.

Girando un poco, el cadáver se fue empequeñe­ciendo frente a las estrellas y desapareció de la vista en menos de un minuto. Completamente in­móvil, la figura en la esclusa contempló como se iba. Y luego la puerta externa se cerró, el círculo brillante desapareció, y solamente la pálida luz de la Tierra continuó brillando sobre la parte en sombra de la nave.

Absolutamente nada más ocurrió durante veintitrés días.

* * *

El capitán del
Hércules
se volvió a su segundo con un suspiro de alivio.

—Me temía que no podría hacerlo. Debe haber sido un esfuerzo colosal partir de su órbita por sí solo, sin ayuda y con el aire tan viciado como debe estarlo ahora. ¿Cuánto tardaremos aún en lle­gar a él?

—Aproximadamente una hora. Lleva aún algo de excentricidad, pero eso podemos corregirlo.

—Bien. Señala al
Leviatán
y al
Titán
que pode­mos establecer contacto, y pídeles que despeguen, ¿quieres? Pero no diría nada a tus amigos los co­rresponsales hasta que hayamos terminado a salvo la maniobra.

El segundo tuvo la gentileza de ruborizarse.

—No tengo ninguna intención —dijo con voz ligeramente resentida, mientras tocaba levemente las claves de su calculador.

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