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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

Expedición a la Tierra (7 page)

No era posible que hubiese allí camino para proseguir adelante, y sin embargo lo había. Mar­vin cerró los puños cuando el automóvil se preci­pitó por la pendiente y comenzó el largo descen­so. Entonces vislumbró el camino apenas visible que conducía hacia abajo por la ladera de la mon­taña, y se tranquilizó un poco. Al parecer, otros hombres habían pasado antes por allí.

Cayó la noche con una rapidez alarmante mien­tras cruzaban la línea entre sol y sombra y el sol desaparecía por debajo de la cresta de la meseta. Los dos faros gemelos se iluminaron, proyec­tando franjas de un blanco azulado sobre las rocas de enfrente, de modo que apenas hubo ne­cesidad de reducir la velocidad. Durante horas marcharon a través de valles y pasaron al pie de montañas cuyas cimas parecían peinar las estre­llas, y a veces, cuando trepaban por terreno más alto, emergían por un instante a la luz del sol.

Y ahora a la derecha se veía una llanura arru­gada y polvorienta, y a la izquierda contrafuertes y terrazas que se alzaban kilómetro tras kilóme­tro hacia el cielo; había una barrera de montañas que se adentraban en la distancia hasta que sus cumbres se hundían, perdiéndose de vista bajo el bor­de del mundo. No había señal alguna indicando que el hombre hubiese nunca explorado aquella tierra, pero una vez pasaron junto al esqueleto de un co­hete que se había estrellado, y a su lado, un mon­tículo de piedras coronado por una cruz de metal.

A Marvin le pareció que las montañas se exten­dían indefinidamente; pero, al fin, muchas horas más tarde, la cordillera terminó en un majestuoso promontorio que se alzaba abruptamente sobre un grupo de pequeñas colinas. Continuaron descendiendo hasta llegar a un umbrío valle que se cur­vaba formando un gran arco hacia el lado lejano de las montañas; y mientras hacían eso, Marvin se dio cuenta que algo muy extraordinario ocu­rría en la tierra por delante de ellos.

El sol estaba ahora bajo, tras las colinas de la derecha; el valle frente a ellos debería estar en una oscuridad total. Y, sin embargo, estaba lleno de una radiación blanca y fría que se derramaba por los peñascales bajo los cuales estaban avan­zando. Y entonces, repentinamente, salieron a la llanura abierta y la fuente de aquella luz apare­ció frente a ellos en todo su esplendor.

Ahora que se habían detenido los motores rei­naba un gran silencio en la cabina. El único rui­do era el débil murmullo del aparato de sumi­nistro de oxígeno, y de vez en cuando la crepita­ción metálica de las paredes externas del vehículo al irradiar su calor. Pues no llegaba calor nin­guno del gran creciente plateado que flotaba bajo aquel paisaje con luz perlina. Era tan brillante que pasaron algunos minutos antes que Mar­vin se decidiese a aceptar su desafío, y mirase de frente su resplandor, pero al fin pudo discernir los contornos de continentes, el borde nebuloso de la atmósfera, las blancas islas de nubes. E incluso a esa distancia podía percibir el brillo de la luz del sol sobre el hielo polar.

Era hermoso, y llamó a su corazón a través de los abismos del espacio. Allá en aquel creciente resplandor se encontraban todas las maravillas que él nunca había visto, los matices de las pues­tas del sol, el gemido del mar en las costas pedre­gosas, el murmullo de la lluvia al caer, la bendi­ción pausada de la nieve. Esas miles de otras maravillas debieron haber sido su herencia a tra­vés de libros y de antiguas historias, y aquel pen­samiento le llenó de la angustia del destierro.

¿Por qué no podían volver? Parecía tan tran­quilo bajo aquellas franjas de nubes en marcha… Y entonces Marvin, cuyos ojos ya no estaban ce­gados por el resplandor, vio que aquella porción del disco que debía haber estado en la oscuridad resplandecía débilmente con perversa fosforescen­cia; y recordó. Estaba contemplando la pira fune­ral de un mundo. La cosecha radiactiva de Armagedón. A través casi de un millón de kilómetros de espacio era todavía visible el resplandor de los átomos agonizantes, recuerdo perenne del ruinoso pasado. Aún habrían de pasar siglos antes que el resplandor mortífero muriese en las rocas y pu­diese retornar nuevamente la vida a llenar aquel mundo silencioso y vacío. Y ahora el Padre co­menzó a hablar, explicando a Marvin la historia que hasta aquel momento no había significado para él más que los cuentos de hadas que había oído en su infancia. Había muchas cosas que no podía comprender; le resultaba imposible imagi­narse aquel esquema de vida resplandeciente, mul­ticolor del planeta que no había visto nunca. Y tampoco podía comprender las fuerzas que lo ha­bían destruido al fin, dejando a la Colonia, prote­gida por su aislamiento, como único superviviente. Y, sin embargo, podía compartir la agonía de aquellos días finales, cuando la Colonia se había finalmente enterado que ya nunca más ven­drían las naves de suministro flotando a través de las estrellas, con regalos de la patria. De una en una las estaciones de radio habían cesado de lla­mar; sobre el globo en sombra las luces de las ciu­dades habían ido palideciendo y muriendo, y al final se encontraron solos, tan solos como nun­ca ningún hombre lo había estado antes, llevando en sus manos el futuro de la raza.

Luego habían venido los años de desesperación, y la larga batalla por la supervivencia en aquel mundo feroz y hostil. Aquella batalla se había ganado, pero por poco; el pequeño oasis de vida estaba a salvo de lo peor que pudiese hacer la Na­turaleza. Pero a menos que hubiese un obje­tivo, un futuro por el cual trabajar, la Colonia perdería su voluntad de vivir, y ni las máquinas, ni la habilidad, ni la ciencia podrían salvarla.

Y así, al fin, Marvin comprendió el objeto de su peregrinación. Él no pasearía nunca junto a los ríos de aquel mundo perdido y legendario, ni escucharía el retumbar del trueno sobre sus co­linas. Y sin embargo, un día —¿a qué distancia en el futuro?— los hijos de sus hijos regresarían a reclamar su herencia. Los vientos y las lluvias irían lavando los venenos de las quemadas tierras y los arrastrarían hacia el mar, en cuyas profun­didades se consumirían, hasta que no pudiesen hacer ya daño a ningún ser viviente. Y entonces las grandes naves que estaban aún aquí esperando en las llanuras silenciosas y polvorientas, se ele­varían una vez más hacia el espacio, por la ruta que conducía a la patria.

Tal era el sueño, y Marvin, con súbita intui­ción, supo que se lo transmitiría a su propio hijo, aquí, en este mismo lugar, teniendo tras él las montañas, y mientras la luz plateada le bañaba el rostro.

Cuando comenzaron la jornada de regreso, no se volvió para mirar. No podía soportar ver como el frío esplendor de la media Tierra desaparecía de las rocas en derredor suyo, mientras iba a reunirse nuevamente con su pueblo en su largo destierro.

TENSIÓN EXTREMA

(Breaking Strain, 1949)

Grant estaba escribiendo el cuaderno de bitácora de la
Reina Estelar
, cuando oyó que se abría tras él la puerta de la cabina. No se molestó en vol­verse para mirar —ya que era innecesario, pues a bordo de la nave solamente había otro hom­bre—. Pero al no ocurrir nada, y cuando McNeil no habló ni entró en la habitación, el largo silencio despertó por fin la curiosidad de Grant, quien entonces hizo girar su asiento sobre los soportes, volviéndose.

McNeil estaba de pie junto a la puerta, y a juzgar por su aspecto, parecía como si hubiese visto un espectro. Esa gastada metáfora se presentó inmediatamente en la mente de Grant, quien, hasta al cabo de un instante, no supo lo cercana que estaba a la realidad. En cierto modo, McNeil realmente había visto un espectro —el más es­pantoso de todos—, el suyo propio.

—¿Qué ocurre? —dijo Grant, enojado—. ¿Estás enfermo, o qué?

El ingeniero denegó con la cabeza. Grant ob­servó las pequeñas gotas de sudor que se despren­dían de su frente y se desplazaban a través de la habitación, siguiendo trayectorias perfectamente rectilíneas. Los músculos de su garganta se mo­vieron, pero por un breve rato no salió sonido al­guno. Parecía como si fuese a llorar.

—Estamos perdidos —murmuró al fin—. Se nos fue la reserva de oxígeno.

Y entonces, verdaderamente lloró. Parecía una lacia muñeca, que se doblaba lentamente sobre sí misma. No podía caerse, porque no había grave­dad, de modo que se dobló sencillamente en me­dio del aire.

Grant no dijo nada. Inconscientemente aplastó en el cenicero la humeante colilla de su cigarrillo, moliéndola ferozmente hasta que se hubo extin­guido la última chispa. Le parecía ya como si el aire se estuviese espesando en derredor suyo, en tanto que el más antiguo terror de las naves espa­ciales le oprimía la garganta.

Se desató lentamente las cintas elásticas que, mientras estaba sentado, daban cierta impresión de peso, y con habilidad automática se lanzó a través de la puerta. McNeil no se ofreció a seguir­le. Grant pensó que, aun teniendo en cuenta la impresión que había recibido, se estaba portando muy mal. Sacudió enojado al ingeniero al pasar, y le dijo que se portase como un hombre.

La bodega era una gran cámara hemisférica que tenía en su centro una gruesa columna por la cual pasaban los mandos y los cables a la otra mitad de la nave espacial, que estaba a unos cien metros de distancia; en conjunto, la nave tenía la forma de una pesa de gimnasia. Estaba llena de cajones y cajas dispuestas con surrealismo tridi­mensional, en forma que hacía muy pocas conce­siones a la gravedad.

Pero aunque todo el cargamento hubiese des­aparecido, Grant apenas si lo hubiese notado. So­lamente le interesaba el gran tanque de oxígeno, que era más alto que él, y que estaba atornillado a la pared, cerca de la puerta interior de la esclusa.

Estaba tal como lo había visto la última vez, resplandeciente bajo su capa de pintura de alumi­nio, y sus paredes metálicas tenían todavía al tac­to aquella sensación de frescura, que era la única indicación de su contenido. Todas las tuberías pa­recían estar en perfecto estado. No había señal alguna indicando que algo estuviese mal, salvo un pe­queño detalle. La aguja del manómetro indicador del contenido yacía muda junto al punto cero.

Grant contempló aquel silencioso símbolo como un hombre del antiguo Londres, al regresar una noche a su casa, durante la Peste, pudo haber con­templado una burda cruz recientemente marcada en la puerta. Luego golpeó el cristal media docena de veces con la fútil esperanza que la aguja se hubiese enganchado, aunque en realidad nunca dudó de su mensaje. Una noticia que es lo sufi­cientemente mala lleva consigo, por la razón que sea, la garantía de su autenticidad. Solamente es preciso confirmar las buenas noticias.

* * *

Cuando Grant regresó a la sala de mandos, McNeil ya volvía a ser el mismo. Una ojeada al abierto botiquín mostraba la razón de la rápida recuperación del ingeniero. Incluso intentó mos­trarse algo humorista.

—Fue un meteoro —dijo—. Nos dicen que una nave de este tamaño debe ser alcanzada una vez cada cien años. Parece ser que nosotros nos hemos adelantado noventa y cinco.

—Pero ¿y las alarmas? La presión del aire es normal. ¿Cómo podemos haber sido perforados?

—No lo hemos sido —replicó McNeil—. Ya sabes que el oxígeno circula por el lado nocturno, a través de espirales refrigeradoras, para mante­nerlo líquido. El meteoro las debe haber re­ventado, y el líquido, sencillamente, se ha eva­porado en su totalidad.

Grant permaneció silencioso, pensando. Lo que había ocurrido era serio, enormemente serio, pero no tenía por qué ser necesariamente fatal. Al fin y al cabo, habían transcurrido ya las tres cuartas partes del viaje.

—¿Pero no es cierto que el regenerador pue­de mantener respirable el aire, incluso aunque se llegue a enrarecer bastante? —preguntó esperan­zado.

McNeil denegó con la cabeza.

—No lo he calculado en detalle, pero conozco la respuesta. Cuando se absorbe el anhídrido carbó­nico y se hace circular de nuevo el oxígeno, hay una pérdida de un diez por ciento, y es por esa razón que debemos llevar una reserva.

—¡Los trajes espaciales! —gritó Grant, repen­tinamente animado—. ¿Y sus tanques?

Había hablado sin pensar, y al darse cuenta de su error se sintió aún peor que antes.

—No podemos conservar oxígeno en ellos, her­viría todo en pocos días. Hay suficiente gas com­primido para unos treinta minutos, lo suficiente para permitir llegar al tanque principal en caso de emergencia.

—Tiene que haber una solución, incluso si te­nemos que tirar el cargamento y escaparnos. De­jémonos de adivinanzas, y veamos exactamente cuál es nuestra situación.

Grant estaba más furioso que asustado. Estaba enojado con McNeil por su hundimiento moral. Estaba furioso con los diseñadores de la nave por­que no habían previsto este caso en Dios sabe cuántos millones. La fecha límite podía estar a unos quince días, y hasta entonces podían pasar muchas cosas. Esa idea le ayudó a mantener sus temores a cierta distancia.

Sin duda alguna se trataba de una emergencia, pero era una de aquellas emergencias a largo pla­zo que parecían solamente ocurrir en el espacio. Había mucho tiempo para ir pensando, quizá de­masiado tiempo.

Grant se sujetó a su asiento de piloto y sacó un bloc de papel de escribir.

—Aclaremos los hechos —dijo con artificiosa calma—. Tenemos el aire que está circulando por la nave, y perdemos un diez por ciento de oxíge­no cada vez que pasa a través del regenerador. Lánzame el Manual, ¿quieres? No puedo nunca recordar cuántos metros cúbicos usamos por día.

Al decir que la
Reina Estelar
podía esperar ser alcanzada por un meteoro una vez cada cien años, McNeil había inevitable, pero burdamente, sim­plificado el problema. Pues la respuesta dependía de tantos factores que tres generaciones de estadís­ticos no habían hecho sino establecer unas leyes tan vagas que las compañías de seguros todavía temblaban de aprensión cuando las grandes llu­vias de meteoros barrían como una tempestad las órbitas de los mundos exteriores.

Naturalmente, todo dependía de lo que se en­tendiese por la palabra meteoro. Cada fragmento de materia meteórica que alcanza la superficie de la Tierra tiene un millón de hermanos más peque­ños que perecen en aquella tierra de nadie, donde la atmósfera no ha terminado aún y el espacio no ha comenzado todavía, aquella región espectral donde a veces aparece de noche la extraña Aurora.

Están las conocidas estrellas fugaces, rara vez mayores que una cabeza de alfiler, y a su vez hay un número millones de veces mayor de partículas demasiado pequeñas para dejar traza alguna visi­ble de su muerte a su paso desde las alturas del espacio. Todas ellas, las innumerables partículas de polvo, los escasos pedruscos e incluso las erran­tes montañas que la Tierra encuentra una vez quizá cada millón de años, todos son meteoros.

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