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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

Expedición a la Tierra (3 page)

Jeryl pudo percibir la perplejidad en la mente de Eris, pero pudo también ver que se interesaba y sentía curiosidad por saber más.

—Yo también he tenido sentimientos de esta clase —admitió—. Pero ¿qué podernos hacer? ¿Y, al fin y al cabo, es realmente importante? Hay muchas cosas en este universo que no son exacta­mente como desearíamos.

Aretenon se sonrió.

—Eso es cierto. Pero Terodimus ha encontrado la manera de remediarlo en algo. ¿Quieres ir a verle?

—Debe ser un largo viaje.

—Unos veinte días desde aquí, y tenemos que atravesar un río.

Jeryl sintió que Eris se estremecía ligeramente. Los atelenios odiaban el agua, por la excelente y suficiente razón que sus huesos eran demasiado pesados para que pudiesen nadar, y se ahogaban rápidamente si se caían en ella.

—Es en territorio enemigo; no me querrán.

—Te respetarán, y quizá sería una buena idea que fueses; un gesto amistoso, por decirlo así.

—Pero me necesitan aquí.

—Puedes creer en mi palabra respecto a que nada de lo que haces aquí es tan importante como el mensaje que Terodimus tiene para ti, y para todo el mundo.

Eris veló sus pensamientos durante un instante, y luego los descubrió brevemente.

—Lo pensaré —dijo.

* * *

Fue sorprendente cómo Aretenon consiguió ha­blar tan poco durante los muchos días del viaje. De vez en cuando Eris atacaba las defensas de su mente con golpes medio en broma, que eran siem­pre detenidos con habilidad y sin esfuerzo. Sobre la última arma que había terminado la Guerra, no quería decir nada, pero Eris sabía que quienes la habían manejado no se habían separado aún y es­taban en su escondrijo secreto. Pero a pesar que no quería hablar del pasado, Aretenon hablaba con frecuencia del futuro, con la ansiedad urgente de uno que había ayudado a forjarlo y que no estaba seguro de haber obrado bien. Como otros muchos de su raza, estaba perseguido por el recuerdo de lo que había hecho, y una sensación de culpabili­dad le apesadumbraba a veces. A menudo hacía observaciones que por entonces dejaban perplejo a Eris, pero que luego, en los años por venir, de­bía recordar más y más vívidamente.

—Hemos llegado a un punto crucial de nuestra historia, Eris. Los poderes que hemos descubierto serán pronto compartidos por los mitraneos, y otra guerra significaría la destrucción de todos. Toda mi vida he trabajado para aumentar nuestro conocimiento de la mente, pero ahora me pre­gunto si he traído al mundo algo que es demasiado peligroso para que lo manejemos nosotros. Pero ya es demasiado tarde para volver sobre nuestros pasos; más tarde o más temprano era necesario que nuestra cultura llegase a este punto, y que descubriese lo que hemos hallado.

»Es un dilema terrible, y no hay más que una solución. No podemos retroceder, y si seguimos adelante podemos llegar a un desastre. De modo que debemos alterar la naturaleza misma de nues­tra civilización, y romper por completo con el millón de generaciones que quedan detrás de no­sotros. No puedes imaginarte cómo es posible ha­cerlo; tampoco podía yo, hasta que me encontré con Terodimus y me explicó su sueño.

»La mente es algo maravilloso, Eris, pero por sí sola es impotente en este universo material. Sabe­mos ahora cómo multiplicar por un enorme factor el poder de nuestros cerebros; podemos quizá re­solver los grandes problemas matemáticos que nos han desconcertado durante siglos. Pero ni nuestras mentes por sí solas, ni la mente de grupo que hemos creado ahora, pueden alterar en lo más mínimo el hecho que a través de la historia viene ocasionando el conflicto entre nosotros y los mi­traneos, el hecho que nuestra producción de alimentos es limitada, y que nuestras pobla­ciones no lo son.

Jeryl les observaba, participando poco en sus pensamientos, mientras discutían sobre esos te­mas. La mayor parte de esas discusiones tenían lugar mientras se apacentaban, pues como todos los rumiantes activos, tenían que pasar una parte considerable del día buscando alimento. Por for­tuna, la tierra a través de la cual pasaban era ex­tremadamente fértil, a decir verdad, su fertilidad había sido una de las causas de la Guerra. Jeryl observaba con satisfacción que Eris volvía a ser algo de lo que antes había sido. El sentimiento de amargura frustrada que había llenado su mente durante tantos meses no se había desvanecido, pero a la sazón, ya no era tan dominante como había llegado a ser.

Abandonaron la abierta llanura en el vigesimosegundo día de su viaje. Durante mucho tiempo habían estado moviéndose a través de territorio mitraneo, pero los pocos ex enemigos que habían encontrado se habían mostrado más bien inquisi­tivos que hostiles. Ahora llegaban al término de los pastos, y frente de ellos se alzaba la selva con todos sus primitivos terrores.

—En esta región solamente habita un carnívoro —les tranquilizó Aretenon—, y no podría con nosotros tres. Pasaremos los árboles en un día y una noche.

—¡Una noche en la selva! —dijo Jeryl en forma entrecortada, medio petrificada de terror, ante la sola idea.

Aretenon estaba evidentemente un poco avergonzado de sí mismo.

—No quise mencionarlo antes —dijo excusán­dose—, pero realmente no hay peligro. Yo lo he hecho varias veces. Al fin y al cabo no existe ya ninguno de los grandes carnívoros de la antigüe­dad, y no será realmente oscuro, ni siquiera en el bosque. El sol rojo estará todavía alto.

Jeryl temblaba aún ligeramente. Procedía de una raza que, durante miles de generaciones, ha­bía vivido en las elevadas colinas y en las llanu­ras abiertas, confiando en su velocidad para esca­par del peligro. La idea de aventurarse entre ár­boles, y en el crepúsculo rojo, mientras el sol pri­mario estaba oculto, la llenaba de pánico. Y de ellos tres, solamente Aretenon poseía un cuerno con que luchar (no era ni con mucho tan largo ni tan agudo, pensó Jeryl, como lo había sido el de Eris).

No se sentía todavía tranquila ni siquiera cuan­do había transcurrido un día, completamente sin in­cidentes, desplazándose a través del bosque. Los únicos animales que vieron fueron pequeñas cria­turas de larga cola, que subían y bajaban por los troncos de los árboles con sorprendente velocidad, parloteando de rabia al pasar los intrusos. Era en­tretenido observarlos. Pero Jeryl pensaba que la selva no iba a ser tan divertida por la noche.

Sus temores resultaron bien fundados. Cuando el ardiente sol blanco desapareció bajo los árboles, y las sombras carmesí del gigante rojo yacían por doquier, pareció descender una súbita transforma­ción sobre el mundo. Un silencio repentino barrió la selva, un silencio roto abruptamente por un quejido muy distante, hacia el cual los tres se vol­vieron instintivamente, mientras en su mente au­llaban advertencias ancestrales.

—¿Qué fue eso? —exclamó Jeryl con voz aho­gada.

Aretenon respiraba precipitadamente, pero su respuesta fue tranquila.

—No importa —dijo—. Era muy lejos. No sé lo que fue.

Y Jeryl comprendió que mentía.

Se turnaron para vigilar, pero la larga noche fue pasando lentamente. De vez en cuando Jeryl se despertaba de sueños perturbadores a la realidad de pesadilla de los extraños y distorsionados árbo­les que se agrupaban en forma amenazadora a su al­rededor. Una vez, mientras estaba de guardia, oyó el ruido de un pesado cuerpo que se movía muy lejos, a través del bosque, pero que no se acercó, y por esto ella no perturbó a los otros. Hasta que al fin el anhelado brillo del sol blanco comenzó a inundar el cielo; había llegado nuevamente el día.

Jeryl pensó que Aretenon se sentía probable­mente más aliviado de lo que aparentaba. Casi pa­recía rejuvenecido, y retozaba a la luz de la ma­ñana, lanzando de vez en cuando un mordisco a las hojas de alguna rama colgante.

—Ya no nos queda más que medio día de viaje —dijo alegremente—. Habremos salido de la sel­va al mediodía.

Había un cierto tono travieso en sus pensamien­tos que desconcertaba a Jeryl. Parecía como si Aretenon les guardase aún otro secreto, y Jeryl se preguntaba qué otros obstáculos tendría que vencer. Hacia el mediodía lo supo, pues su camino quedaba cerrado por un gran río que fluía lentamente junto a ellos, como si no tuviese prisa por llegar al mar.

Eris lo miró con cierto disgusto, midiéndolo con ojo experto.

—Es demasiado hondo para vadearlo aquí. Ten­dremos que remontar mucho el curso antes de poderlo atravesar.

Aretenon se sonrió.

—Al contrario —dijo alegremente—, vamos a
descender
su curso.

Eris y Jeryl le miraron con asombro.

—¿Estás loco? —gritó Eris.

—Pronto lo verán. Ya no nos queda mucho; han llegado hasta aquí, y bien pueden fiarse de mí el resto del viaje.

Inmediatamente el río se ensanchó y se hizo más hondo. Si antes había sido impasable, ahora lo era doblemente. Eris sabía que a veces se llega a un arroyo sobre el cual ha caído un árbol, de modo que es posible pasar caminando sobre el tronco, si bien es cosa arriesgada. Pero aquel río tenía la anchura de varios troncos, y no se hacía más estrecho.

—Ya casi hemos llegado —dijo por fin Aretenon—. Reconozco el lugar. Alguien saldrá de aque­llos bosques en cualquier momento. —Hizo un gesto con su cuerno hacia los árboles del lado opuesto del río, y casi al mismo tiempo salieron a la orilla tres figuras dando saltos. Jeryl vio que dos de ellas eran atelenios, y el tercero un mitraneo.

Se acercaba ahora a un gran árbol que se alza­ba al borde del agua, pero Jeryl no hizo mucho caso, pues estaba demasiado interesada en las figu­ras de la distante orilla, preguntándose qué iban a hacer. De modo que cuando el asombro de Eris explotó como un trueno en las profundidades de su propia mente, estaba de momento demasiado confusa para comprender su motivo. Y entonces se volvió hacia el árbol, y vio lo que Eris había visto.

Para ciertas mentes y ciertas razas, pocas cosas podían haber sido más naturales o más ordinarias que una gruesa cuerda atada alrededor del tronco de un árbol y que flotaba a través del agua de un río, hasta otro árbol en la orilla opuesta. Y, sin embargo, llenó a Eris y a Jeryl con el terror de lo desconocido, y por un terrible instante Jeryl creyó que una serpiente gigantesca estaba salien­do del agua. Luego vio que no estaba viva, pero su terror subsistió, pues era el primer objeto artificial que veía en su vida.

—No se preocupen por lo que es, ni cómo fue puesta ahí —aconsejó Aretenon—. Les va a trans­portar al otro lado, y eso es todo lo que importa de momento. Miren, alguien viene ahora hacia aquí.

Una de las figuras de la lejana orilla había des­cendido al agua, y avanzaba con sus miembros delanteros por la cuerda. Al acercarse —era el mitraneo, y una hembra— Jeryl vio que llevaba una segunda cuerda mucho más pequeña arrolla­da alrededor de la parte superior de su cuerpo.

Con la habilidad de una larga práctica, la ex­tranjera avanzó a través del flotante cable, y emer­gió chorreando del río. Parecía conocer a Aretenon, pero Jeryl no pudo interceptar sus pensamientos.

—Puedo atravesar sin ayuda ninguna —dijo Aretenon—, pero voy a enseñarles la manera fácil de hacerlo.

Se pasó el lazo sobre sus hombros, y, dejándose caer al agua, enganchó sus miembros delanteros sobre el cable fijo. Un momento más tarde los otros dos de la orilla opuesta le arrastraban a gran velocidad hacia el otro lado donde, después de mucho nerviosismo, se le reunieron Eris y Jeryl. No era la clase de puente que uno podía esperar de una raza capaz de tratar fácilmente con las matemáticas de un arco de cemento armado, si la posibilidad de tal objeto se les hubiera podido ocu­rrir. Pero servía para su objeto, y una vez había sido construido podía ser fácilmente utilizado.

Había sido construido. Pero ¿quién lo había construido?

Cuando sus chorreantes guías se les unieron, Aretenon hizo una advertencia a sus ami­gos.

—Me temo que se van a llevar muchas sorpre­sas mientras estén aquí. Verán muchas cosas ex­trañas, pero cuando las comprendan, dejarán de sorprenderse lo más mínimo. A decir verdad, pronto las aceptarán como cosa corriente.

Uno de los extraños, cuyos pensamientos ni Eris ni Jeryl pudieron interceptar, le estaba comuni­cando un mensaje.

—Terodimus nos está esperando —dijo Aretenon—. Está muy ansioso por verles.

—He estado tratando de establecer contacto con él —se lamentó Eris—, pero no lo he conseguido.

Aretenon pareció ligeramente turbado.

—Encontrarán que ha cambiado —dijo—. Al fin y al cabo, no se han visto desde hace muchos años. Quizá pasará algún tiempo antes que puedan establecer nuevamente un contacto completo.

Su camino serpenteaba a través de la selva, y de vez en cuando unos curiosos senderos estrechos se ramificaban en diversas direcciones. Terodimus, pensó Eris, debe en verdad haber cambiado mu­cho para haberse instalado a vivir permanentemente entre árboles. Pronto el camino se abrió formando un amplio claro semicircular con un bajo acanti­lado blanco a través de su diámetro. Al pie del acantilado había varios agujeros oscuros de distin­tos tamaños, evidentemente entradas de cuevas.

Era la primera vez que Eris o Jeryl habían en­trado en una cueva, y no les tentaba mucho la experiencia. Se sintieron aliviados cuando Aretenon les dijo que esperasen fuera de los orificios, y se dirigió solo hacia la enigmática luz amarilla que brillaba en lo profundo. Un momento más tarde, vagos recuerdos comenzaron a pulsar en la mente de Eris, y supo que su viejo maestro iba a venir, si bien no podía compartir completamente sus pensamientos.

Algo se agitó en la oscuridad, y Terodimus salió a la luz del sol. Al verle, Jeryl dio un grito, y es­condió su cabeza en la melena de Eris, pero Eris se mantuvo firme, a pesar que temblaba como nunca lo había hecho antes de la batalla. Pues Te­rodimus resplandecía con una magnificencia que nadie de su raza había nunca conocido desde los comienzos de la historia. Alrededor de su cuello colgaba una banda de objetos resplandecientes que captaban y refractaban la luz del sol en miríadas de colores, mientras que su cuerpo estaba cubierto de una capa de material grueso de muchos colores, que crujía suavemente al andar. Y su cuerno no era ya de un amarillo de marfil; alguna magia lo había transformado en la más maravillosa púrpu­ra que Jeryl había visto jamás.

Terodimus permaneció inmóvil por un instante, saboreando hasta el máximo su asombro. Luego, su resonante risa despertó un eco en sus mentes, y se alzó sobre su miembro trasero. La prenda coloreada cayó al suelo susurrando, y con un movimiento de su cabeza despidió el brillante collar, el cual, formando un arco iris, fue a parar a un rincón de la cueva. Pero el cuerno purpúreo per­maneció inalterado.

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